Domingo X Tiempo Ordinario (Ciclo A) – Homilías
/ 8 mayo, 2020 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Os 6, 3b-6: Quiero misericordia y no sacrificio
Sal 49, 1 y 8. 12-13. 14-15: Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios
Rm 4, 18-25: Fue confortado en la fe, dando gloria a Dios
Mt 9, 9-13: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Audiencia General(28-10-1987): Amar a Cristo y seguirle.
nn. 2 in fine y 3-8.
Wednesday 28 de October de 1987
2. [...] Jesús nos quiere inculcar que sólo Dios puede y debe ser amado sobre todo lo creado; y sólo de cara a Dios puede haber dentro del hombre la exigencia de un amor sobre todas las cosas. Sólo Dios, en virtud de esta exigencia de amor radical y total, puede llamar al hombre para que «lo siga» sin reservas, sin limitaciones, de forma indivisible, tal como leemos ya en el Antiguo Testamento: «Habéis de ir tras de Yavé, vuestro Dios.... habéis de guardar sus mandamientos..., servirle y allegaros a Él» (Dt 13, 4). En efecto, sólo Dios «es bueno» en el sentido absoluto (cf. Mc 10, 18; también Mt 19, 17). Sólo Él «es amor» (1 Jn 4, 16) por esencia y por definición. Pero aquí hay un elemento nuevo y sorprendente en la vida y en la enseñanza de Cristo.
3. Jesús llama a seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro mismo del Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos hablar a los Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de ellos que lo dejan todo para seguirlo.
Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los Evangelistas: «Un discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y deja a los muertos sepultar a sus muertos» (Mt 8, 21-22): forma drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de Mateo. Lucas añade la connotación apostólica de esta vocación: «Tú vete y anuncia el reino de Dios» (Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo, quien nos atestigua el hecho: «Sígueme. Y él, levantándose lo siguió» (Mt 9, 9; cf. Mc 2, 13-14).
Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero «al oír esto (es decir, la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22; Mc 10, 22). Sin embargo, otros no sólo aceptan el «Sígueme», sino que, como Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al Mesías (cf. Jn 1, 43 ss.). Al mismo Simón es capaz de decirle desde el primer encuentro: «Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)» (Jn 1, 42). El Evangelista Juan hace notar que Jesús «fijó la vista en él»: en esa mirada intensa estaba el «Sígueme» más fuerte y cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar esa invitación. En efecto, el «Sígueme» literal llegará para Pedro después del lavatorio de los pies, durante la última Cena (cf. Jn 13, 36), y luego, de modo definitivo, después de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 19).
4. No cabe duda que Pedro y los Apóstoles —excepto Judas— comprenden y aceptan la llamada a seguir a Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro: «Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27). Lucas añade: «todo lo que teníamos» (Lc 18, 28). Y el mismo Jesús parece que quiere precisar de «qué» se trata al responder a Pedro. «En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en el venidero» (Lc 18, 29-30).
En Mateo se especifica también el dejar hermanas, madre, campos «por amor de mi nombre»; a quien lo haya hecho Jesús le promete que «recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
En Marcos hay una especificación posterior sobre el abandonar todas las cosas «por mí y por el Evangelio», y sobre la recompensa: «El céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Mc 10, 29-30).
Dejando a un lado de momento el lenguaje figurado que usa Jesús, nos preguntamos: ¿Quién es ese que pide que lo sigan y que promete a quien lo haga darle muchos premios y hasta «la vida eterna»? ¿Puede un simple Hijo del hombre prometer tanto, y ser creído y seguido, y tener tanto atractivo no sólo para aquellos discípulos felices, sino para millares y millones de hombres en todos los siglos?
5. En realidad los discípulos recordaron bien a autoridad con que Jesús les había llamado a seguirlo sin dudar en pedirles una dedicación radical, expresada en términos que podían parecer paradójicos, como cuando decía que había venido a traer «no la paz, sino la espada», es decir, a separar y dividir alas mismas familias para que lo siguieran, y luego afirmaba: «El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37-38). Aún es más fuerte y casi dura la formulación de Lucas: «Si alguno viene a mí y no aborrece a (expresión del hebreo para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer, sus hermanos, sus hermanas y aún su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26).
Ante estas expresiones de Jesús no podemos dejar de reflexionar sobre lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No cabe duda que las formas concretas de seguir a Cristo están graduadas por Él mismo según las condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y de los grupos. Las palabras de Jesús, como Él dice, son «espíritu y vida» (cf. Jn 6, 63), y no podemos pretender concretarlas de forma idéntica para todos. Pero según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias heroicas como las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia de sí por seguir a Jesús —y podemos decir igual de la oblación de sí mismo en el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo— compromete a todos «secundum praeparationem animi» (cf. S. Th. II-II q. 184, a. 7, ad 1), o sea, según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no hay un verdadero espíritu evangélico.
6. Del mismo Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de una elección de Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que Marcos señala con bastante claridad cuando escribe: «Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a Él, y designó a doce para que lo acompañaran...» (Mc 3, 13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los Apóstoles en el discurso final: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros...» (Jn 15, 16).
No se deduce que Él condenara definitivamente al que no aceptó seguirlo por un camino de total dedicación a la causa del Evangelio (cf. el caso de joven rico: Mc 10, 17-27). Hay algo más que pone en juego la libre generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor cristiano es universal y obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a nosotros mismos, porque «el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20).
7. Jesús, al establecer la exigencia de la respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a sus discípulos: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...» (Mt 16, 24-25).
Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien quiera seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida «por mi y el Evangelio» (Mc 8, 34-35). (Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (cf. Mc 8, 31-32).
8. Pero, al mismo tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos «por amor del Hijo del hombre» (Lc 6, 22): «Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa» (Mt 5, 12).
Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (cf. Lc 6, 22), y promete «recompensa en los cielos»? Sólo un Hijo del hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: «Señor mío y Dios mío».
Homilía(09-06-1996): Conocer, amar y seguir al Señor.
Décimo Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Santa Misa en la Gruta de Lourdes (Jardines Vaticanos) para las Religiosas de la Congregación «Regina Mundi».
Sunday 09 de June de 1996
1. «Acepta, oh Dios, el don de nuestro amor» (Salmo responsorial).
Después del tiempo de Pascua y el domingo de las Santísima Trinidad, reanudamos hoy el itinerario litúrgico de los «domingos durante el año»: una peregrinación que el pueblo de Dios hace en la fe, precedida por María, Madre de la Iglesia; un itinerario de conocimiento y amor; un camino a seguir para aquellos que confían en la misericordia del Señor.
La liturgia de hoy nos recuerda que el Señor es Misericordia y quiere misericordia. Pide amor y no sacrificio (cf. Oseas 6, 6). Cristo ha hecho en la cruz, de una vez por todas, el holocausto total y definitivo del amor, que se renueva cada día en la Eucaristía. Y la existencia de María fue una secuela completa de la Divina Misericordia encarnada en Jesús. Ella, la Inmaculada por gracia, preservada por la Divina Misericordia de toda mancha de pecado, es un signo de esperanza segura para todos los hombres que necesitan ser sanados y justificados (cf. Mt 9, 12-13).
2. Invitados por la Sagrada Escritura a forjar una profunda relación de fidelidad con Dios, «apresúrate por conocer al Señor» (Oseas 6, 3), apresurémonos a amarlo. «Conocer» y «amar» al Señor: esto es a lo que estamos llamados, para que nuestra relación con él no sea «como una nube matutina, como el rocío que se desvanece al amanecer» (Oseas 6, 4), sino fiel y estable. Amarlo como somos amados por él; conocerlo como somos conocidos por él: esta es nuestra alegría y nuestra gloria.
Abraham conoció y amó al Señor con fe, una fe fuerte y estable en Aquel que cumple sus promesas. Una fe que pone en movimiento, que mueve nuestra vida, genera vida más allá de todos los límites humanos, más allá de la muerte. La Palabra eterna llamó a Abraham y le dijo: «Sígueme». Abraham reconoció su voz y lo siguió. Como dice la Escritura «Abraham se regocijó con la esperanza de ver» el día de Cristo, en la fe «lo vio y se regocijó» (Jn 8, 56). Así, participó de cierta manera en el misterio pascual, en el cual reside el cumplimiento de cada promesa y el fundamento último de la fe, el amor y el conocimiento divino.
3. ¡Queridas hermanas! Estoy feliz de celebrar la Eucaristía con todas vosotras hoy. Estamos en este lugar sugerente de los Jardines del Vaticano, que evoca la presencia de María Inmaculada, tal como se mostró a Santa Bernardetta, en la Gruta de Massabielle, cerca de Lourdes. Dirigimos nuestra mirada a la Virgen: su amor no era «como una nube matutina, como un rocío que se desvanece al amanecer». La llena de gracia amaba como ella era amada: totalmente, sin reservas; ella conocía al Señor como Él la conocía desde el principio.
En ella, la fe de Abraham revive y alcanza su perfección: María creía que nada es imposible para Dios, y bajo la cruz esperaba contra toda esperanza: Sierva con la Siervo, Reina con el Rey, se convirtió en la madre de todos los creyentes, «Reina de los mundo - Regina mundi»...
Que la Madre de Dios celestial, Trono de la Sabiduría, haga brillar en vuestras mentes un conocimiento pleno del Señor y en vuestros corazones un amor integral y fiel por ella y en vuestra vida un generoso y alegre «sí» al «sígueme» que Cristo dirige a sus discípulos sabiendo que dondequiera que la Providencia os lleve, podréis «anunciar la Buena Nueva a los pobres» (antífona del Evangelio), ayudando a los enfermos a encontrarse con el Médico divino y a los pecadores a escuchar su voz. Sed por tanto dóciles a su gracia y generosas en vuestra respuesta. Abrid vuestro corazón al misterio de su amor. «Acepta, oh Dios, el don de nuestro amor».
Audiencia General(29-03-2017): Abraham: padre en la fe y en la esperanza.
Wednesday 29 de March de 2017
El pasaje de la Carta de san Pablo a los Romanos que acabamos de escuchar nos hace un gran regalo. De hecho, estamos acostumbrados a reconocer en Abraham nuestro padre en la fe; hoy el apóstol nos hace comprender que Abraham es para nosotros padre en la esperanza, no solo padre de la fe, sino padre en la esperanza. Esto porque en su situación podemos ya acoger un anuncio de la Resurrección, de la vida nueva que vence al mal y a la misma muerte.
En el texto se dice que Abraham creyó en el Dios que «da vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Romanos 4, 17); y después se precisa: «No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor y el seno de Sara igualmente estéril» (Romanos 4, 19). Esta es la experiencia que estamos llamados a vivir también nosotros. El Dios que se revela a Abraham es el Dios que salva, el Dios que hace salir de la desesperación y de la muerte, el Dios que llama a la vida. En la historia de Abraham todo se convierte en un himno al Dios que libera y regenera, todo se convierte en profecía. Y se convierte por nosotros, para nosotros que ahora reconocemos y celebramos el cumplimiento de todo esto en el misterio de la Pascua. Dios de hecho «resucitó de entre los muertos a Jesús» (Romanos 4, 24), para que también nosotros podamos pasar en Él de la muerte a la vida. Y realmente entonces Abraham bien puede llamarse «padre de muchos pueblos», pues resplandece como anuncio de humanidad nueva —¡nosotros!—, rescatada por Cristo del pecado y de la muerte e introducida una vez para siempre en el abrazo del amor de Dios.
En este punto, Pablo nos ayuda a focalizar la estrecha unión entre la fe y la esperanza. Él de hecho afirma que Abraham «esperando contra toda esperanza, creyó» (Romanos 4, 18). Nuestra esperanza no se sostiene en razonamientos, previsiones y garantías humanas; y se manifiesta allí donde no hay más esperanza, donde no hay nada más en lo que esperar, precisamente como sucede para Abraham, frente a su muerte inminente y a la esterilidad de su mujer Sara. Se acerca el final para ellos, no podía tener hijos, y en esa situación, Abraham creyó y tuvo esperanza contra toda esperanza. ¡Y esto es grande! La gran esperanza está enraizada en la fe, y precisamente por esto es capaz de ir más allá de toda esperanza. Sí, porque no se funda en nuestra palabra, sino sobre la Palabra de Dios. También en este sentido, entonces, estamos llamados a seguir el ejemplo de Abraham, el cual, aun frente a la evidencia de una realidad que parece destinada a la muerte, se fía de Dios, «con pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido» (Romanos 4, 21). Me gustaría haceros una pregunta: ¿nosotros, todos nosotros, estamos convencidos de esto? ¿Estamos convencidos de que Dios nos quiere y que todo eso que nos ha prometido está dispuesto a cumplirlo? Pero padre, ¿cuánto debemos pagar por esto? Solo hay un precio: «abrir el corazón». Abrid vuestros corazones y esta fuerza de Dios os llevará adelante, hará cosas milagrosas y os enseñará qué es la esperanza. Este es el único precio: abrir el corazón a la fe y Él hará el resto.
Esta es la paradoja y al mismo tiempo ¡el elemento más fuerte, más alto de nuestra esperanza! Una esperanza fundada en la promesa que desde el punto de vista humano parece incierta e imprevisible, pero que no desaparece ni siquiera ante la muerte, cuando quien promete es el Dios de la Resurrección y de la vida. ¡Esto no lo promete uno cualquiera! Quien promete es el Dios de la Resurrección y de la vida.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor la gracia de permanecer firmes no tanto en nuestras seguridades, nuestras capacidades, sino en la esperanza que brota de la promesa de Dios, como verdaderos hijos de Abraham. Cuando Dios promete, cumple lo que promete. Nunca falta a su palabra. Y entonces nuestra vida asumirá una luz nueva, en la conciencia de que Aquel que ha resucitado a su Hijo nos resucitará también a nosotros y nos hará realmente una sola cosa con Él, junto a todos nuestros hermanos en la fe. Todos nosotros creemos. Hoy estamos todos en la plaza, alabamos al Señor, cantaremos el Padrenuestro, después recibiremos la bendición... Pero esto pasa. Pero esta es también una promesa de esperanza. Si nosotros hoy tenemos el corazón abierto, os aseguro que todos nosotros nos encontraremos en la plaza del Cielo que no pasa nunca, para siempre. Esta es la promesa de Dios y esta es nuestra esperanza, si nosotros abrimos nuestros corazones. Gracias.
Homilía(07-07-2017): Nos pide sólo una cosa y nos da todo.
Misa con los trabajadores del Centro Industrial Vaticano.
Friday 07 de July de 2017
Ahora quisiera deciros algo sobre el Evangelio. Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado en el banco de los impuestos ( Mt 9, 9). Era un publicano. Esta gente era considerada de lo peor porque hacían pagar impuestos, y el dinero se lo mandaban a los romanos. Y una parte se la metían ellos en su bolsillo. Se lo daban a los romanos: vendían la libertad de su patria, por eso los odiaban tanto. Eran traidores de la patria. Jesús lo llamó. Lo vio y lo llamó. «Sígueme». Jesús escogió a un apóstol entre aquella gente, la peor. A continuación, este Mateo, invitado a comer, estaba alegre.
Antes, cuando me alojaba en Via della Scrofa, me gustaba ir, ahora no puedo, a San Luis de los Franceses para ver el cuadro de Caravaggio, La conversión de Mateo : él agarrado al dinero así [hace el gesto] y Jesús lo indica con el dedo. Se aferraba al dinero. Y Jesús lo escoge. Invita a toda la banda a almorzar, a los traidores, los cobradores de impuestos. Al ver esto, los fariseos que se creían justos, que juzgaban a todos y decían: «Pero ¿por qué vuestro Maestro tiene esa compañía?». Jesús dice: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores».
Esto me consuela mucho, porque creo que Jesús ha venido por mí. Porque todos somos pecadores. Todos. Todos tenemos esta «licenciatura», somos licenciados. Cada uno sabe cuál es su pecado, su debilidad más fuerte. En primer lugar debemos reconocer esto: ninguno de nosotros, todos los que estamos aquí, puede decir: «Yo no soy un pecador». Los fariseos lo decían y Jesús los condena. Eran soberbios, altivos, se creían superiores a los demás. En cambio, todos somos pecadores. Es nuestro título y es también la posibilidad de atraer a Jesús a nosotros. Jesús viene a nosotros, viene a mí porque soy un pecador.
Por eso vino Jesús, por los pecadores, no por los justos. Esos no lo necesitan. Dijo Jesús: «No necesitan médicos los sanos, sino los que están mal. Id, pues, a aprender lo que significa aquello de: Misericordia quiero y no sacrificios . Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» ( Mt 9, 12-13). Cuando leo esto me siento llamado por Jesús, y todos podemos decir lo mismo: Jesús ha venido por mí. Cada uno de nosotros.
Este es nuestro consuelo y nuestra confianza: él siempre perdona, cura el alma siempre, siempre. «Pero yo soy débil, voy a tener una recaída...», Jesús te levantará, te curará siempre. Este es nuestro consuelo, Jesús vino por mí, para darme fuerzas, para hacerme feliz, para que tuviera la conciencia tranquila. No tengáis miedo. En los malos momentos, cuando uno siente el peso de tantas cosas que hicimos, de tantos resbalones en la vida, tantas cosas, y se siente el peso... Jesús me ama porque soy así.
Me acuerdo de un pasaje de la vida de un gran santo, Jerónimo que tenía muy mal genio, y trató de ser manso, pero con ese genio... porque era un dálmata y los de Dalmacia son fuertes... Había logrado dominar su forma de ser, y así ofrecía al Señor tantas cosas, tanto trabajo, y le preguntaba al Señor: «¿Qué quieres de mí?» —«Todavía no me has dado todo.» —«Pero Señor, te he dado esto, esto y esto...» —«Falta algo.» —«¿Qué falta?» —«Dame tus pecados». Es hermoso escuchar esto: «Dame tus pecados, tus debilidades, te curaré, tu sigue adelante».
Hoy, en este primer viernes, pensemos en el corazón de Jesús, para que nos haga comprender esto, con el corazón misericordioso, que sólo nos dice: «Dame tus debilidades, dame tus pecados, yo perdono todo». Jesús perdona todo, siempre perdona.
Que ésta sea nuestra alegría.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Misericordia quiero
Fundación Gratis Date, Pamplona, 2004
«Sígueme». Una vez más la voz de Jesús resuena nítida y poderosa. Una vez más Él se adelanta, toma la iniciativa. Y una vez más levanta al hombre de su postración. Mateo estaba «sentado al mostrador de sus impuestos»; pero estaba sobre todo hundido en su codicia, en su afán de poseer. «Él se levantó y lo siguió». Remite a otras escenas evangélicas; por ejemplo, la resurrección de Lázaro: «Lázaro, sal fuera». Levantar a Mateo de la postración y de la corrupción de su pecado no es menor milagro que hacer salir a Lázaro de la tumba cuando ya olía mal.
«Muchos pecadores... se sentaron con Jesús». El Hijo de Dios se ha hecho hombre para eso, para compartir la mesa de los pecadores. No rechaza a nadie, no se escandaliza de nada. Sabe que todo hombre está enfermo, y ha venido precisamente como médico, para buscar a los pecadores, para sanar la enfermedad peor y más terrible: el pecado que gangrena y destruye en su raíz la vida y la felicidad de los hombres.
«Misericordia quiero». Una vez más, Jesús tiene que enfrentarse con la dureza de corazón de los fariseos. En cambio Mateo, pecador público, ha experimentado la misericordia de Jesús, su amor gratuito; y por eso se convierte en instrumento de ese amor y de esa misericordia para muchos otros. Lo que él ha recibido gratis lo ofrece –también gratuitamente– a los demás. La conversión de Mateo es ocasión de conversión para muchos otros...
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Semana X-XVIII del Tiempo Ordinario. , Vol. 5, Fundación Gratis Date, Pamplona, 2001
Cristo vino a llamar a los pecadores. Él es infinitamente misericordioso y no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y se salve. La Misa de hoy nos lo muestra con el texto evangélico y el del profeta Oseas. Para esto necesitamos fe, como enseña San Pablo en la segunda lectura, la fe en la muerte y resurrección del Señor. La liturgia de este Domingo nos enseña a que suba hasta Dios el homenaje de su amor y su confianza. Dios es la fuente de todo bien, como se dice en la colecta, y nos ha dado a conocer su ser íntimo: «Dios es amor».
–Oseas 6,3-6: Quiero misericordia y no sacrificio. San Agustín explica la importancia del perdón:
«Centraos, hermanos míos, en el amor que la Escritura alaba de tal manera que admite que nada puede comparársele. Cuando Dios nos exhorta a que nos amemos mutuamente, ¿acaso te exhorta a que ames solamente a quienes te amen a ti? Este es un amor de compensación, que Dios no considera suficiente. Él quiso que se llegara a amar a los enemigos (Mt 5,44-45). Quien te enseñó a orar es quien ruega por ti, puesto que eras culpable. Salta de gozo, porque entonces será tu juez quien ahora es tu abogado. Dado que tendrás que orar y defender tu causa con pocas palabras, has de llegar a aquellas: Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12) (Sermón 386,1).
–Con el Salmo 49 decimos: «Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios». Este Salmo es algo más que una simple, pero durísima requisitoria contra la hipocresía de ciertas prácticas religiosas que carecen de sentido, porque no tienen el aliento vital del espíritu. El sacrificio que Dios quiere es el de la alabanza, o lo que es lo mismo, que el hombre integre en sus sacrificios y ofrendas su misma persona, todo lo que él es.
–Romanos 4,18-25: Fue confortado en la fe por la gloria dada a Dios. Somos obra de Dios no sólo en cuanto justos. San Agustín dice:
«Conservemos esta justificación en la medida en que la poseamos, aumentémosla en la proporción que requiere su pequeñez para que sea plena... Todo proviene de Dios, sin que esta afirmación signifique que podamos echarnos a dormir o que nos ahorremos cualquier esfuerzo o hasta el mismo querer. Si tú no quieres, no residirá en ti la justicia de Dios. Pero aunque la voluntad no es sino tuya, la justicia no es más que de Dios. La justicia de Dios puede existir sin tu voluntad.. Serás obra de Dios, no sólo por ser hombre... Quien te hizo sin ti, no te santificará sin ti... La participación en los dolores de Cristo será tu fuerza» (Sermón 169,13).
–Mateo 9, 9-13: No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. La conversión de San Mateo es una gran enseñanza siempre actual. Todos somos pecadores. Comenta San Efrén:
«Él escogió a Mateo el publicano (Mt 9,9-13) para estimular a sus colegas a venirse con él. Él ve a los pecadores y los llama, y les hace sentarse a su lado. ¡Espectáculo admirable; los ángeles están de pie temblando, mientras los publicanos, sentados, gozan; los ángeles temen, a causa de su grandeza, y los pecadores comen y beben con Él; los escribas rabian de envidia y los publicanos exultan y se admiran de su misericordia!
«Los cielos viven este espectáculo y se admiran, los infiernos lo vieron y deliraron. Satanás lo vio ardiendo de furor, la muerte lo vio y experimentó su debilidad; los escribas lo vieron y quedaron ofuscados por ello. Hubo gozo en los cielos y alegría en los ángeles, porque los rebeldes eran dominados, los indóciles sometidos, los pecadores enmendados, y porque los publicanos eran justificados. A pesar de las exhortaciones de sus amigos, Él no renunció a la ignominia de la cruz y, a pesar de las burlas de los enemigos, no renunció a la compañía de los publicanos. Él ha despreciado la burla y desdeña las alabanzas, así contribuía mejor a la utilidad de los hombres» (Comentario sobre el Diatésaron 5,17).