Domingo de Pentecostés (Ciclo A) – Homilías
/ 2 mayo, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 2, 1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra
1 Co 12, 3b-7. 12-13: Hemos sido bautizados en un mismo espíritu, para formar un solo cuerpo
Jn 20, 19-23: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (07-06-1981): Creo en el Espíritu Santo.
domingo 7 de junio de 19811. Credo in Spiritum Sanctum Dominum et vivificantem!
En este solemne día de Pentecostés la Iglesia Romana se alegra por la presencia de tantos hermanos y hermanas en la fe, por la presencia de los peregrinos que han venido desde distintas partes del mundo, y también por la presencia de los habitantes que de modo estable residen en la Ciudad Eterna.
La Iglesia se alegra de modo particular por vuestra presencia, amados hermanos cardenales y obispos, que estáis al servicio del Pueblo de Dios en las diversas naciones: vosotros que, por invitación mía. habéis acudido hoy a esta Sede y ahora concelebráis la Santísima Eucaristía junto a la confesión de San Pedro.
Nosotros deseamos confesar con un gran grito de nuestra voz y de nuestro corazón la verdad que hace XVI siglos el Concilio Constantinopolitano I formuló y expresó con las palabras bien conocidas.
Deseamos expresarla ahora como fue expresada entonces:
«Credo... in Spiritum Sanctum Dominum et vivificatorem, ex Patre procedentem, cum Patre et Filio adorandum et conglorificandum, qui locutus est per prophetas».
Así, pues, nuestros pensamientos y nuestros corazones rebosantes de gratitud hacia el mismo Espíritu de Verdad, se dirigen simultáneamente a esa sede, que tuvo la suerte de hospedar aquel venerable Concilio —el I Constantinopolitano, que fue el I Concilio Ecuménico después del de Nicea—, donde también en la fiesta de hoy nuestro venerable hermano Dimitrios I, Patriarca de Constantinopla, da gracias a la Eterna Luz por haber iluminado, hace XVI siglos, las mentes de nuestros predecesores en el Episcopado con el esplendor de esa Verdad, que a lo largo de muchísimas generaciones ha mantenido en la unidad de la fe, entonces profesada, a la gran familia de los confesores de Cristo.
Y aunque en los diversos tiempos y lugares la misma unidad de la Iglesia haya sufrido escisiones, la fe profesada por nuestros santos predecesores en el Credo niceno-constantinopolitano es testimonio de la unidad originaria y nos llama de nuevo a la reconstrucción de la plena unidad.
Por eso, todos saludamos hoy con particular alegría a los venerables Delegados del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, presididos por el Eminentísimo Metropolita Damaskinos, así como a los demás venerables Representantes de las Iglesias y Comunidades eclesiales, que nos honran con su presencia...
2. ¿Puede haber un día más adecuado que el de Pentecostés para tal celebración?
Estamos reunidos —vosotros físicamente y yo espiritualmente», —bajo la bóveda de esta basílica, y toda nuestra conciencia está compenetrada por el recuerdo del Cenáculo jerosolimitano, en el que el día mismo de Pentecostés «estaban todos juntos» (Act 2, 1) los que constituían la Iglesia naciente. Se encontraban en el mismo lugar en que —cincuenta días antes— la tarde del día de la resurrección había venido entre ellos Jesús..., «Vino..., y poniéndose en medio de ellos les dijo: ¡"La paz sea con vosotros"! Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado» (Jn 20, 19-20). En aquel momento no podían tener ya ninguna duda, «y los discípulos —escribe el evangelista— se alegraron viendo al Señor» (Jn 20, 20), al Señor resucitado. Entonces Jesús «Díjoles otra vez: ‘¡La paz sea con vosotros! Como me envió mi Padre, así os envío yo’» (Jn 20, 21). Dijo, en definitiva, palabras ya conocidas, y no obstante nuevas: nuevas por la novedad de todo el misterio pascual, nuevas por la novedad del Señor resucitado, que las pronunciaba: «así os envío yo...».
Y sobre todo eran nuevas por lo que, a continuación, afirmó Cristo, el cual «Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22).
Así pues, ya entonces recibieron el Espíritu Santo. Ya entonces se inició Pentecostés, aquel Pentecostés que, cincuenta días después, habría llegado a su plena manifestación; y esto fue necesario para que pudiera madurar en ellos y revelarse hacia fuera lo que había sucedido, cuando oyeron: «Recibid el Espíritu Santo...», a fin de que pudiera nacer la Iglesia. Nacer quiere decir salir al mundo y, por este hecho, hacerse visible entre los hombres. Precisamente en el día de Pentecostés la Iglesia salió al mundo y se hizo visible en medio de los hombres.
Y esto se realizó con la fuerza de aquella tarde pascual, la tarde del mismo día de la resurrección (cf. Jn 20, 19); esto sucedió con la fuerza de la pasión y de la muerte del Señor, el cual sin embargo, ya en la vigilia de esta pasión, había dicho claramente: «... si no me fuere, el Abogado (Paracletos) no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Se había ido, pues, a través de la cruz y volvió mediante la resurrección, pero no ya para quedarse, sino para soplar sobre los Apóstoles y para decirles: «¡Recibid!» «¡Recibid el Espíritu Santo!»
¡Oh, qué bueno es el Señor! El les dio el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida..., y con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración y gloria... El, igual en la Divinidad. Jesús les dio el Espíritu Santo, diciendo: «recibid». Pero, más aún, ¿no ha dado quizás, no ha confiado a ellos mismos al Espíritu Santo? ¿Puede el hombre «recibir» al Dios vivo y poseerlo como «propio»?
Entonces Cristo entregó los Apóstoles, aquellos que eran el comienzo del nuevo Pueblo de Dios y el fundamentó de su Iglesia, al Espíritu Santo, al Espíritu que el Padre debía mandar en su nombre (cf. Jn 14, 26), al Espíritu de verdad (Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13), al Espíritu, por medio del cual el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5); los entregó al Espíritu para que a su vez lo recibieran como el Don; Don obtenido del Padre por obra del Mesías, del Siervo doliente de Yavé, del cual habla la profecía de Isaías.
Y, por esto, él «les mostró las manos y el costado» (Jn 20, 20), es decir, las señales del sacrificio cruento, y después añadió aún: «A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn 20, 23).
Con estas palabras él confirmó el Don: el Don del Consolador, el Don dado a la Iglesia para el hombre, el cual lleva en sí la herencia del pecado. Para cada hombre y para todos los hombres.
Es el Don de lo alto, dado a la Iglesia que ha sido enviada a todo el mundo.
En el día de Pentecostés los Apóstoles, y junto con ellos la primitiva Iglesia, saldrán de ese cenáculo pascual, y en seguida se encontrarán en medio del mundo sometido al pecado y a la muerte, y se encontrarán allí con el testimonio de la resurrección.
3. Credo in Spiritum Sanctum Dominum et vivificantem...
Al recordar el Concilio Ecuménico Constantinopolitano I, profesamos hoy la misma fe en Aquel que es Señor y da la vida, que con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración y gloria; e, identificando esta venerada basílica de San Pedro en Roma con el humilde Cenáculo jerosolimitano, ¡nosotros recibimos el mismo Don! «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Recibimos el mismo Don, es decir, entregamos nosotros mismos, la Iglesia al mismo Espíritu Santo, al cual de una vez para siempre fue entregada ya la tarde del día de la resurrección y después en la mañana de la fiesta de Pentecostés. Es más, permanecemos en esa entrega al Espíritu Santo, que Cristo entonces hizo «mostrándoles las manos y el costado» (cf. Jn 20, 20), las señales de su pasión, antes de decirles: «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Jn 20, 21).
Nosotros continuamos en esta entrega al Espíritu Santo, que constituyó la Iglesia y continuamente la constituye sobre los mismos fundamentos. Permanecemos, pues, en esta entrega al Espíritu Santo, mediante el cual somos la Iglesia, y mediante el cual somos enviados, como fueron enviados desde el Cenáculo los primeros apóstoles y la naciente Iglesia jerosolimitana, cuando, después de un viento impetuoso, tras la aparición de las lenguas de fuego sobre cada uno de ellos (cf. Act 2, 2-3), salieron entre la numerosa muchedumbre, que había llegado a Jerusalén para las fiestas, y hablaron en diversas lenguas «según el Espíritu les otorgaba expresarse» (Act 2, 4); y los hombres que hablaban en distintas lenguas, les escuchaban como a quienes anunciaban «en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios» (Act 2, 11) .
Permanecemos, pues, en esta entrega al Espíritu Santo, y tras casi dos mil años no deseamos otra cosa sino permanecer en El, no separarnos de ninguna manera de El y no «entristecerlo» jamás (cf. Ef 4, 30):
— porque sólo en El está Cristo con nosotros;
— porque únicamente con su ayuda podemos decir «Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3);
— porque solamente por el poder de su gracia podemos gritar «¡Abba!. Padre» (Rom 8, 15);
— porque sólo con su poder, con la fuerza del Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, nosotros somos la Iglesia misma, Iglesia en la que «hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Cor 12, 4-7).
Así pues estamos en el Espíritu Santo y en El deseamos permanecer:
— en El, que es el Espíritu que da la vida y es una fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39);
— en El, por medio del cual el Padre vuelve a dar la vida a los hombres muertos por el pecado, hasta que un día restituya en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom 8, 10-11);
— en El, en el Espíritu Santo, que habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles (cf. 1 Cor 3, 16; 6, 19), y en ellos reza y testifica su adopción filial (cf. Gal 4, 6; Rom 8. 15-16 y 26);
— en El, que dota a la Iglesia con diversos dones jerárquicos y carismáticos, y con su ayuda la guía y la enriquece con frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gal 5, 22);
— en El, que con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la Iglesia y continuamente la renueva y la conduce a la unión perfecta con su Esposo (cf. Lumen gentium , 4).
Sí. En El: en el Espíritu Santo, en el Paráclito deseamos permanecer, así como nos ha entregado a El —al Espíritu del Padre— Cristo crucificado y resucitado. Nos ha entregado a El, dándolo a nosotros: a los Apóstoles y a la Iglesia, cuando en el Cenáculo jerosolimitano dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Estas palabras comenzaron a ponerse en práctica en presencia de todas las lenguas y naciones el día de Pentecostés, día en que la Iglesia nació en el Cenáculo de Jerusalén y salió al mundo.
4. Credo in Spiritum Sanctum Dominum et vivificantem...
Esta fe de los Apóstoles y de los Padres, que el Concilio Constantinopolitano profesó solemnemente y enseñó a profesar, en el año 381, nosotros —congregados en esta basílica romana de San Pedro y unidos espiritualmente con nuestros hermanos que celebran la liturgia jubilar en la catedral del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla— deseamos profesarla también enseñándola, en el año 1981, con la misma pureza y fuerza, con que la profesó y enseñó a profesar aquel venerable Concilio hace XVI siglos.
Deseamos igualmente poner en práctica, a la luz del mismo, las enseñanzas del Concilio Vaticano II, el Concilio de nuestro tiempo, el cual ha manifestado tan generosamente la obra del Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, en toda la misión de la Iglesia. Deseamos pues poner en práctica este Concilio que se ha convertido en la voz y tarea de nuestras generaciones, y comprender más profundamente aún la enseñanza de los antiguos Concilios y, de manera particular, del que se desarrolló hace 1600 años en Constantinopla.
En esta luz —fijando la mirada sobre el misterio del único Cuerpo que está compuesto por diversos miembros— deseamos con nuevo fervor que se realice esa unidad a la que, en Cristo, están llamados todos los que —según las palabras de Pablo— han sido «bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo» (1 Cor 12, 13); todos aquellos que han «bebido del mismo Espíritu» (1 Cor 12, 13). Lo deseamos especialmente, con nuevo fervor, en este día que nos recuerda los tiempos de la Iglesia indivisa. Y por ello gritamos: «Oh luz beatísima, irrumpe en lo íntimo del corazón de tus fieles» (Secuencia), en este tiempo en el que la faz de la tierra se ha enriquecido tanto merced a la creatividad y al trabajo del hombre a través de las realizaciones de la ciencia y de la técnica; en este tiempo en el que tan profundamente han sido explorados ya el interior de la tierra y los espacios del universo cósmico; en este tiempo en el que a la vez la humanidad se encuentra ante amenazas todavía desconocidas por parte de las fuerzas que el mismo hombre ha desencadenado.
Hoy nosotros, Pastores de la Iglesia, herederos de aquellos que recibieron el Espíritu Santo en el Cenáculo de Pentecostés, debemos salir, al igual que ellos, conscientes de la inmensidad del Don, del que la familia humana participa en la Iglesia: nosotros debemos salir... salir continuamente al mundo y, encontrándonos en distintos lugares de la tierra, tenemos que repetir con mayor fervor aún:
¡Descienda tu Espíritu, y renueve la faz de la tierra!
¡Descienda!...
A través de la historia de la humanidad, a través de la historia del mundo visible, la Iglesia no cesa de confesar:
¡Creo en el Espíritu!
Creo en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida.
Credo in Spiritum Sanctum Dominum et vivificantem.
En este Espíritu nosotros permanecemos. Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (15-05-2005): Puente entre Dios y nosotros
domingo 15 de mayo de 2005Queridos hermanos ...
La primera lectura y el evangelio del domingo de Pentecostés nos presentan dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia.
Para Israel, Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí. Dios había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, después le había dado su ley, los diez mandamientos. Sólo así la obra de liberación, que comenzó con el éxodo de Egipto, se había cumplido plenamente: la libertad humana es siempre una libertad compartida, un conjunto de libertades. Sólo en una armonía ordenada de las libertades, que muestra a cada uno el propio ámbito, puede mantenerse una libertad común.
Por eso el don de la ley en el Sinaí no fue una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la verdadera libertad. Y, dado que un justo ordenamiento humano sólo puede mantenerse si proviene de Dios y si une a los hombres en la perspectiva de Dios, a una organización ordenada de las libertades humanas no pueden faltarle los mandamientos que Dios mismo da. Así, Israel llegó a ser pueblo de forma plena precisamente a través de la alianza con Dios en el Sinaí. El encuentro con Dios en el Sinaí podría considerarse como el fundamento y la garantía de su existencia como pueblo.
El viento y el fuego, que bajaron sobre la comunidad de los discípulos de Cristo reunida en el Cenáculo, constituyeron un desarrollo ulterior del acontecimiento del Sinaí y le dieron nueva amplitud. En aquel día, como refieren los Hechos de los Apóstoles, se encontraban en Jerusalén, «judíos piadosos (...) de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Hch 2, 5). Y entonces se manifestó el don característico del Espíritu Santo: todos ellos comprendían las palabras de los Apóstoles: «La gente (...) les oía hablar cada uno en su propia lengua» (Hch 2, 6).
El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros-, y abre las fronteras. El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, ahora se amplía hasta la desaparición de todas las fronteras. El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda.
San Pablo explica y destaca esto en la segunda lectura, cuando dice: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres.
El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés. Por tanto, debemos orar siempre para que el Espíritu Santo nos abra, nos otorgue la gracia de la comprensión, de modo que nos convirtamos en el pueblo de Dios procedente de todos los pueblos; más aún, san Pablo nos dice: en Cristo, que como único pan nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae a sí en su cuerpo desgarrado en la cruz, debemos llegar a ser un solo cuerpo y un solo espíritu.
La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: «La paz con vosotros».
Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor sólo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo. «La paz con vosotros»: este saludo del Señor es un puente, que él tiende entre el cielo y la tierra. Él desciende por este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir por este puente de paz hasta él.
Por este puente, siempre junto a él, debemos llegar también hasta el prójimo, hasta aquel que tiene necesidad de nosotros. Precisamente abajándonos con Cristo, nos elevamos hasta él y hasta Dios: Dios es amor y, por eso, el descenso, el abajamiento que nos pide el amor, es al mismo tiempo la verdadera subida. Precisamente así, al abajarnos, al salir de nosotros mismos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura del ser humano.
Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.
Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida» (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.
Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar.
Al soplo, al don del Espíritu Santo, el Señor une el poder de perdonar. Hemos escuchado antes que el Espíritu Santo une, derriba las fronteras, conduce a unos hacia los otros. La fuerza, que abre y permite superar Babel, es la fuerza del perdón. Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias de la culpa y las disolvió en las llamas de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del perdón. Y sólo esta gracia puede transformar el mundo y construir la paz.
Si comparamos los dos acontecimientos de Pentecostés, el viento impetuoso del quincuagésimo día y el soplo leve de Jesús en el atardecer de Pascua, podemos pensar en el contraste entre dos episodios que sucedieron en el Sinaí, de los que nos habla el Antiguo Testamento. Por una parte, está el relato del fuego, del trueno y del viento, que preceden a la promulgación de los diez mandamientos y a la conclusión de la alianza (cf. Ex 19 ss); por otra, el misterioso relato de Elías en el Horeb. Después de los dramáticos acontecimientos del monte Carmelo, Elías había escapado de la ira de Ajab y Jezabel. Luego, cumpliendo el mandato de Dios, había peregrinado hasta el monte Horeb.
El don de la alianza divina, de la fe en el Dios único, parecía haber desaparecido en Israel. Elías, en cierto modo, debía reavivar en el monte de Dios la llama de la fe y llevarla a Israel. En aquel lugar experimenta el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Pero Dios no está presente en todo ello. Entonces, percibe el susurro de una brisa suave. Y Dios le habla desde esa brisa suave (cf. 1 R 19, 11-18).
¿No es precisamente lo que sucedió en la tarde de Pascua, cuando Jesús se apareció a sus Apóstoles, lo que nos enseña qué es lo que se quiere decir aquí? ¿No podemos ver aquí una prefiguración del siervo de Yahveh, del que Isaías dice: «No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz»? (Is 42, 2) ¿No se presenta así la humilde figura de Jesús como la verdadera revelación en la que Dios se manifiesta a nosotros y nos habla? ¿No son la humildad y la bondad de Jesús la verdadera epifanía de Dios?
Elías, en el monte Carmelo, había tratado de combatir el alejamiento de Dios con el fuego y con la espada, matando a los profetas de Baal. Pero, de ese modo no había podido restablecer la fe. En el Horeb debe aprender que Dios no está ni en el huracán, ni en el temblor de tierra ni en el fuego; Elías debe aprender a percibir el susurro de Dios y, así, a reconocer anticipadamente a aquel que ha vencido el pecado no con la fuerza, sino con su Pasión; a aquel que, con su sufrimiento, nos ha dado el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence.
Queridos ordenandos, de este modo el mensaje de Pentecostés se dirige ahora directamente a vosotros. La escena de Pentecostés, en el evangelio de san Juan, habla de vosotros y a vosotros. A cada uno de vosotros, de modo muy personal, el Señor le dice: ¡la paz con vosotros!, ¡la paz contigo! Cuando el Señor dice esto, no da algo, sino que se da a sí mismo, pues él mismo es la paz (cf. Ef 2, 14).
En este saludo del Señor podemos vislumbrar también una referencia al gran misterio de la fe, a la santa Eucaristía, en la que él se nos da continuamente a sí mismo y, de este modo, nos da la verdadera paz. Así, este saludo se sitúa en el centro de vuestra misión sacerdotal: el Señor os confía el misterio de este sacramento. En su nombre podéis decir: «este es mi cuerpo», «esta es mi sangre». Dejaos atraer siempre de nuevo a la santa Eucaristía, a la comunión de vida con Cristo. Considerad como centro de toda jornada el poder celebrarla de modo digno. Conducid siempre de nuevo a los hombres a este misterio. A partir de ella, ayudadles a llevar la paz de Cristo al mundo.
En el evangelio que acabamos de escuchar resuena también una segunda expresión del Resucitado: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Cristo os dice esto, de modo muy personal, a cada uno de vosotros. Con la ordenación sacerdotal, os insertáis en la misión de los Apóstoles. El Espíritu Santo es viento, pero no es amorfo. Es un Espíritu ordenado. Se manifiesta precisamente ordenando la misión, en el sacramento del sacerdocio, con la que continúa el ministerio de los Apóstoles. A través de este ministerio, os insertáis en la gran multitud de quienes, desde Pentecostés, han recibido la misión apostólica. Os insertáis en la comunión del presbiterio, en la comunión con el obispo y con el Sucesor de san Pedro, que aquí, en Roma, es también vuestro obispo.
Todos nosotros estamos insertados en la red de la obediencia a la palabra de Cristo, a la palabra de aquel que nos da la verdadera libertad, porque nos conduce a los espacios libres y a los amplios horizontes de la verdad. Precisamente en este vínculo común con el Señor podemos y debemos vivir el dinamismo del Espíritu. Como el Señor salió del Padre y nos dio luz, vida y amor, así la misión debe ponernos continuamente en movimiento, impulsarnos a llevar la alegría de Cristo a los que sufren, a los que dudan y también a los reacios.
Por último, está el poder del perdón. El sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo. Nada puede mejorar en el mundo, si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor. Un perdón que no aleja el mal sólo con palabras, sino que realmente lo destruye. Esto sólo puede suceder con el sufrimiento, y sucedió realmente con el amor sufriente de Cristo, del que recibimos el poder del perdón.
Finalmente, queridos ordenandos, os recomiendo el amor a la Madre del Señor. Haced como san Juan, que la acogió en lo más íntimo de su corazón. Dejaos renovar constantemente por su amor materno. Aprended de ella a amar a Cristo. Que el Señor bendiga vuestro camino sacerdotal. Amén.
Homilía (11-05-2008): Multiplicidad y unidad
domingo 11 de mayo de 2008Queridos hermanos y hermanas:
San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch 2, 1). Son palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Hch 1, 12-14). Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago, las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo.
A este «nuevo Israel» alude claramente el número total de las personas, que era de «unos ciento veinte», múltiplo del «doce» del Colegio apostólico. El grupo constituye una auténtica qahal, una «asamblea» según el modelo de la primera Alianza, la comunidad convocada para escuchar la voz del Señor y seguir sus caminos. El libro de los Hechos subraya que «todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch 1, 14). Por tanto, la oración es la principal actividad de la Iglesia naciente, mediante la cual recibe su unidad del Señor y se deja guiar por su voluntad, como lo demuestra también la decisión de echar a suerte la elección del que debía ocupar el lugar de Judas (cf. Hch 1, 25).
Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a Israel que se convirtiera en su propiedad de entre todos los pueblos, para ser signo de su santidad (cf. Ex 19). Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor: «Todo el monte Sinaí humeaba —se lee en ese pasaje—, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia» (Ex 19, 18).
En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias de miedo. En particular, el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los discípulos, todos los cuales «se llenaron de Espíritu Santo» y, por efecto de dicha efusión, «empezaron a hablar en lenguas extranjeras» (Hch 2, 4). Se trata de un verdadero «bautismo» de fuego de la comunidad, una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (cf. Gn 11, 7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo.
En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia «Societas Spiritus», sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu» y por eso «excluirse de la vida» (Adv. haer. III, 24, 1).
A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Quiero comentar un aspecto peculiar de la acción del Espíritu Santo, es decir, la relación entre multiplicidad y unidad. De esto habla la segunda lectura, tratando de la armonía de los diversos carismas en la comunión del mismo Espíritu. Pero ya en el relato de los Hechos, que hemos escuchado, esta relación se manifiesta con extraordinaria evidencia.
En el acontecimiento de Pentecostés resulta evidente que a la Iglesia pertenecen múltiples lenguas y culturas diversas; en la fe pueden comprenderse y fecundarse recíprocamente. San Lucas quiere transmitir claramente una idea fundamental: en el acto mismo de su nacimiento la Iglesia ya es «católica», universal. Habla desde el principio todas las lenguas, porque el Evangelio que se le ha confiado está destinado a todos los pueblos, según la voluntad y el mandato de Cristo resucitado (cf. Mt 28, 19).
La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
A este respecto, es preciso añadir otro aspecto: el de la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés san Lucas cita a los «forasteros de Roma» (Hch 2, 10). En ese momento, Roma era aún lejana, era «forastera» para la Iglesia naciente: era símbolo del mundo pagano en general. Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8), hasta Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando san Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del imperio y allí anuncia el Evangelio (cf. Hch 28, 30-31). Así, el camino de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero y por eso encarna la idea de catolicidad de san Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión.
Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos presenta una palabra que armoniza muy bien con el misterio de la Iglesia creada por el Espíritu. La palabra que Jesús resucitado pronunció dos veces cuando se apareció en medio de los discípulos en el Cenáculo, al anochecer de Pascua: «Shalom», «Paz a vosotros» (Jn 20, 19. 21). La palabra shalom no es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla.
En esta fiesta del Espíritu y de la Iglesia queremos dar gracias a Dios por haber concedido a su pueblo, elegido y formado en medio de todos los pueblos, el bien inestimable de la paz, de su paz. Al mismo tiempo, renovamos la toma de conciencia de la responsabilidad que va unida a este don: responsabilidad de la Iglesia de ser constitucionalmente signo e instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos. Traté de transmitir este mensaje cuando visité recientemente la sede de la ONU para dirigir mi palabra a los representantes de los pueblos. Pero no se debe pensar sólo en estos acontecimientos «en la cumbre». La Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan (cf. Mc 16, 20).
Entre estos signos hay que subrayar, naturalmente, el sacramento de la Reconciliación, que Cristo resucitado instituyó en el mismo momento en el que dio a los discípulos su paz y su Espíritu. Como hemos escuchado en la página evangélica, Jesús exhaló su aliento sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 21-23).
¡Cuán importante y por desgracia no suficientemente comprendido es el don de la Reconciliación, que pacifica los corazones! La paz de Cristo sólo se difunde a través del corazón renovado de hombres y mujeres reconciliados y convertidos en servidores de la justicia, dispuestos a difundir en el mundo la paz únicamente con la fuerza de la verdad, sin componendas con la mentalidad del mundo, porque el mundo no puede dar la paz de Cristo. Así la Iglesia puede ser fermento de la reconciliación que viene de Dios. Sólo puede serlo si permanece dócil al Espíritu y da testimonio del Evangelio; sólo si lleva la cruz como Jesús y con Jesús. Precisamente esto es lo que testimonian los santos y las santas de todos los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, a la luz de esta Palabra de vida, ha de ser aún más ferviente e intensa la oración que hoy elevamos a Dios en unión espiritual con la Virgen María. Que la Virgen de la escucha, la Madre de la Iglesia, obtenga para nuestras comunidades y para todos los cristianos una renovada efusión del Espíritu Santo Paráclito.
«Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae», «Envía tu Espíritu, Señor, todo se volverá a crear y renovarás la faz de la tierra». Amén.
Homilía (12-06-2011): Un único misterio de amor y de salvación
domingo 12 de junio de 2011Celebramos hoy la gran solemnidad de Pentecostés. Aunque, en cierto sentido, todas las solemnidades litúrgicas de la Iglesia son grandes, esta de Pentecostés lo es de una manera singular, porque marca, llegado al quincuagésimo día, el cumplimiento del acontecimiento de la Pascua, de la muerte y resurrección del Señor Jesús, a través del don del Espíritu del Resucitado. Para Pentecostés nos ha preparado en los días pasados la Iglesia con su oración, con la invocación repetida e intensa a Dios para obtener una renovada efusión del Espíritu Santo sobre nosotros. La Iglesia ha revivido así lo que aconteció en sus orígenes, cuando los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, «perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 14). Estaban reunidos en humilde y confiada espera de que se cumpliese la promesa del Padre que Jesús les había comunicado: «Seréis bautizados con Espíritu Santo, dentro de no muchos días... Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros» (Hch 1, 5.8).
En la liturgia de Pentecostés, a la narración de los Hechos de los Apóstoles sobre el nacimiento de la Iglesia (cf. Hch 2, 1-11) corresponde el salmo 103 que hemos escuchado: una alabanza de toda la creación, que exalta al Espíritu Creador que lo hizo todo con sabiduría: «¡Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría! La tierra está llena de tus criaturas... ¡Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras!» (Sal 103, 24.31). Lo que quiere decirnos la Iglesia es esto: el Espíritu creador de todas las cosas y el Espíritu Santo que Cristo hizo descender desde el Padre sobre la comunidad de los discípulos son uno y el mismo: creación y redención se pertenecen mutuamente y constituyen, en el fondo, un único misterio de amor y de salvación. El Espíritu Santo es ante todo Espíritu Creador y por tanto Pentecostés es también fiesta de la creación. Para nosotros, los cristianos, el mundo es fruto de un acto de amor de Dios, que hizo todas las cosas y del que él se alegra porque es «algo bueno», «algo muy bueno», como nos recuerda el relato de la Creación (cf. Gn 1, 1-31). Por eso Dios no es el totalmente Otro, innombrable y oscuro. Dios se revela, tiene un rostro. Dios es razón, Dios es voluntad, Dios es amor, Dios es belleza. Así pues, la fe en el Espíritu Creador y la fe en el Espíritu que Cristo resucitado dio a los Apóstoles y nos da a cada uno de nosotros están inseparablemente unidas.
La segunda lectura y el Evangelio de hoy nos muestran esta conexión. El Espíritu Santo es Aquel que nos hace reconocer en Cristo al Señor, y nos hace pronunciar la profesión de fe de la Iglesia: «Jesús es el Señor» (cf. 1 Co 12, 3b). Señor es el título atribuido a Dios en el Antiguo Testamento, título que en la lectura de la Biblia tomaba el lugar de su nombre impronunciable. El Credo de la Iglesia no es sino el desarrollo de lo que se dice con esta sencilla afirmación: «Jesús es Señor». De esta profesión de fe san Pablo nos dice que se trata precisamente de la palabra y de la obra del Espíritu. Si queremos estar en el Espíritu Santo, debemos adherirnos a este Credo. Haciéndolo nuestro, aceptándolo como nuestra palabra, accedemos a la obra del Espíritu Santo. La expresión «Jesús es Señor» se puede leer en los dos sentidos. Significa: Jesús es Dios y, al mismo tiempo, Dios es Jesús. El Espíritu Santo ilumina esta reciprocidad: Jesús tiene dignidad divina, y Dios tiene el rostro humano de Jesús. Dios se muestra en Jesús, y con ello nos da la verdad sobre nosotros mismos. Dejarse iluminar en lo más profundo por esta palabra es el acontecimiento de Pentecostés. Al rezar el Credo entramos en el misterio del primer Pentecostés: del desconcierto de Babel, de aquellas voces que resuenan una contra otra, y produce una transformación radical: la multiplicidad se hace unidad multiforme, por el poder unificador de la Verdad crece la comprensión. En el Credo, que nos une desde todos los lugares de la Tierra, se forma la nueva comunidad de la Iglesia de Dios, que, mediante el Espíritu Santo, hace que nos comprendamos aun en la diversidad de las lenguas, a través de la fe, la esperanza y el amor.
El pasaje evangélico nos ofrece, después, una imagen maravillosa para aclarar la conexión entre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre: el Espíritu Santo se presenta como el soplo de Jesucristo resucitado (cf. Jn 20, 22). El evangelista san Juan retoma aquí una imagen del relato de la creación, donde se dice que Dios sopló en la nariz del hombre un aliento de vida (cf. Gn 2, 7). El soplo de Dios es vida. Ahora, el Señor sopla en nuestra alma un nuevo aliento de vida, el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y de este modo nos acoge en la familia de Dios. Con el Bautismo y la Confirmación se nos hace este don de modo específico, y con los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia se repite continuamente: el Señor sopla en nuestra alma un aliento de vida. Todos los sacramentos, cada uno a su manera, comunican al hombre la vida divina, gracias al Espíritu Santo que actúa en ellos.
En la liturgia de hoy vemos también una conexión ulterior. El Espíritu Santo es Creador, es al mismo tiempo Espíritu de Jesucristo, pero de modo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo y único Dios. Y a la luz de la primera lectura podemos añadir: el Espíritu Santo anima a la Iglesia. Esta no procede de la voluntad humana, de la reflexión, de la habilidad del hombre o de su capacidad organizativa, pues, si fuese así, ya se habría extinguido desde hace mucho tiempo, como sucede con todo lo humano. La Iglesia, en cambio, es el Cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Las imágenes del viento y del fuego, usadas por san Lucas para representar la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 2-3), recuerdan el Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza; «la montaña del Sinaí humeaba —se lee en el libro del Éxodo—, porque el Señor había descendido sobre ella en medio del fuego» (19, 18). De hecho, Israel festejó el quincuagésimo día después de la Pascua, después de la conmemoración de la huída de Egipto, como la fiesta del Sinaí, la fiesta del Pacto. Cuando san Lucas habla de lenguas de fuego para representar al Espíritu Santo, se recuerda ese antiguo Pacto, establecido sobre la base de la Ley recibida por Israel en el Sinaí. Así el acontecimiento de Pentecostés se representa como un nuevo Sinaí, como el don de un nuevo Pacto en el que la alianza con Israel se extiende a todos los pueblos de la Tierra, en el que caen todas las barreras de la antigua Ley y aparece su corazón más santo e inmutable, es decir, el amor, que precisamente el Espíritu Santo comunica y difunde, el amor que lo abraza todo. Al mismo tiempo la Ley se dilata, se abre, aun volviéndose más sencilla: es el nuevo Pacto, que el Espíritu «escribe» en el corazón de cuantos creen en Cristo. San Lucas representa la extensión del Pacto a todos los pueblos de la tierra a través de una lista de poblaciones considerable para aquella época (cf. Hch 2, 9-11). Con esto se nos dice algo muy importante: que la Iglesia es católica desde el primer momento, que su universalidad no es fruto de la inclusión sucesiva de comunidades diversas. De hecho, desde el primer instante, el Espíritu Santo la creó como Iglesia de todos los pueblos; abraza al mundo entero, supera todas las fronteras de raza, clase, nación; abate todas las barreras y une a los hombres en la profesión del Dios uno y trino. Desde el principio la Iglesia es una, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal debe ser reconocida. Es santa no gracias a la capacidad de sus miembros, sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y la santifica siempre.
Por último, el Evangelio de hoy nos entrega esta bellísima expresión: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 20). Estas palabras son profundamente humanas. El Amigo perdido está presente de nuevo, y quien antes estaba turbado se alegra. Pero dicen mucho más. Porque el Amigo perdido no viene de un lugar cualquiera, sino de la noche de la muerte; ¡y él la ha atravesado! Él no es uno cualquiera, sino que es el Amigo y al mismo tiempo Aquel que es la Verdad que da vida a los hombres; y lo que da no es una alegría cualquiera, sino la alegría misma, don del Espíritu Santo. Sí, es hermoso vivir porque soy amado, y es la Verdad la que me ama. Se alegraron los discípulos al ver al Señor. Hoy, en Pentecostés, esta expresión está destinada también a nosotros, porque en la fe podemos verlo; en la fe viene a nosotros, y también a nosotros nos enseña las manos y el costado, y nosotros nos alegramos. Por ello queremos rezar: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y tendremos el don más bello: tu alegría. Amén.
Francisco, papa
Homilía (08-06-2014): Nos enseña, nos recuerda y nos hace hablar
domingo 8 de junio de 2014«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4).
Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dijo que, tras marcharse de este mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cf.Jn 15, 26). Esta promesa se realizó con poder el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento, sino que se trata de un acontecimiento que se ha renovado y se renueva aún. Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.
El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.
El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace comprender las palabras del Señor.
Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico, es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se relaciona con un pasaje de la Escritura... Es el Espíritu que nos hace recorrer este camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nuestra parte una respuesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, opciones, gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor y nos llama a vivirlo.
Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe tomar en consideración su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana. Y ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el inicio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.
El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y —otro rasgo— nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio para esto.
Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y esto no es sólo un «modo de decir», sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: «Jesús es el Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás reconociendo en ellos a hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y las alegrías de los demás.
Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en laprofecía, es decir, haciéndonos «canales» humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía se realiza con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.
Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace orar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.
El día de Pentecostés, cuando los discípulos «se llenaron de Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nace «en salida», en «partida» para anunciar a todos la Buena Noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a nuestra Madre que salió con prontitud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con los Apóstoles: no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia católica invocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!
Regina Caeli (08-06-2014): Dos rasgos de Pentecostés
domingo 8 de junio de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La fiesta de Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Como la Pascua, es un acontecimiento que tuvo lugar durante la preexistente fiesta judía, y que se realiza de modo sorprendente. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe los signos y los frutos de esa extraordinaria efusión: el viento fuerte y las llamas de fuego; el miedo desaparece y deja espacio a la valentía; las lenguas se desatan y todos comprenden el anuncio. Donde llega el Espíritu de Dios, todo renace y se transfigura. El acontecimiento de Pentecostés marca el nacimiento de la Iglesia y su manifestación pública; y nos impresionan dos rasgos: es una Iglesia que sorprende y turba.
Un elemento fundamental de Pentecostés es la sorpresa. Nuestro Dios es el Dios de las sorpresas, lo sabemos. Nadie se esperaba ya nada de los discípulos: después de la muerte de Jesús formaban un grupito insignificante, estaban desconcertados, huérfanos de su Maestro. En cambio, se verificó un hecho inesperado que suscitó admiración: la gente quedaba turbada porque cada uno escuchaba a los discípulos hablar en la propia lengua, contando las grandes obras de Dios (cf. Hch 2, 6-7.11). La Iglesia que nace en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor porque, con la fuerza que le viene de Dios, anuncia un mensaje nuevo —la Resurrección de Cristo— con un lenguaje nuevo —el lenguaje universal del amor. Un anuncio nuevo: Cristo está vivo, ha resucitado; un lenguaje nuevo: el lenguaje del amor. Los discípulos están revestidos del poder de lo alto y hablan con valentía —pocos minutos antes eran todos cobardes, pero ahora hablan con valor y franqueza, con la libertad del Espíritu Santo.
Así está llamada a ser siempre la Iglesia: capaz de sorprender anunciando a todos que Jesús el Cristo ha vencido la muerte, que los brazos de Dios están siempre abiertos, que su paciencia está siempre allí esperándonos para sanarnos, para perdonarnos. Precisamente para esta misión Jesús resucitado entregó su Espíritu a la Iglesia.
Atención: si la Iglesia está viva, debe sorprender siempre. Sorprender es característico de la Iglesia viva. Una Iglesia que no tenga la capacidad de sorprender es una Iglesia débil, enferma, moribunda, y debe ser ingresada en el sector de cuidados intensivos, ¡cuanto antes!
Alguno, en Jerusalén, hubiese preferido que los discípulos de Jesús, bloqueados por el miedo, se quedaran encerrados en casa para no crear turbación. Incluso hoy muchos quieren esto de los cristianos. El Señor resucitado, en cambio, los impulsa hacia el mundo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). La Iglesia de Pentecostés es una Iglesia que no se resigna a ser inocua, demasiado «destilada». No, no se resigna a esto. No quiere ser un elemento decorativo. Es una Iglesia que no duda en salir afuera, al encuentro de la gente, para anunciar el mensaje que se le ha confiado, incluso si ese mensaje molesta o inquieta las conciencias, incluso si ese mensaje trae, tal vez, problemas; y también, a veces, nos conduce al martirio. Ella nace una y universal, con una identidad precisa, pero abierta, una Iglesia que abraza al mundo pero no lo captura; lo deja libre, pero lo abraza como la columnata de esta plaza: dos brazos que se abren para acoger, pero no se cierran para retener. Nosotros, los cristianos somos libres, y la Iglesia nos quiere libres.
Nos dirigimos a la Virgen María, que en esa mañana de Pentecostés estaba en el Cenáculo, y la Madre estaba con los hijos. En ella la fuerza del Espíritu Santo realizó verdaderamente «obras grandes» (Lc 1, 49). Ella misma lo había dicho. Que Ella, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, nos alcance con su intercesión una renovada efusión del Espíritu de Dios sobre la Iglesia y sobre el mundo.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico (01-08-6016): El prodigio de Pentecostés
lunes 1 de agosto de 6016Los textos de hoy subrayan de modo particular el realismo y la eficacia de la liturgia. No se trata de un mero recuerdo de lo que ocurrió. Dios quiere renovar entre nosotros el prodigio de Pentecostés, realizando las «mismas maravillas» de aquel día. Pecaríamos si esperásemos menos de lo que Dios nos promete.
La maravilla primera y fundamental de Pentecostés es una Iglesia viva, llena de vitalidad y de empuje. Ya ese mismo día se convierten tres mil personas con la predicación y el testimonio de Pedro. Y todo el libro de los Hechos no es más que la descripción de una explosión de vida producida precisamente por el Espíritu Santo. A lo largo de él encontramos una Iglesia joven, entusiasmada y capaz de entusiasmar, llena del Espíritu Santo que impulsa a la oración, al testimonio, al apostolado, a darlo todo: una Iglesia llena de la alegría del Espíritu, pobre y desprendida, que anuncia con gozo y convicción a Cristo y que está dispuesta a perderlo todo y dejarse matar por él ...
Esto nos debe llevar a hacer examen de conciencia a todos, pastores y fieles. ¿Tiene nuestra Iglesia de hoy esa vitalidad entusiasmante? Y, sin embargo, el Espíritu Santo es el mismo, no ha perdido fuerza desde entonces. Si hoy no se producen aquellas maravillas, ¿no será que estamos resistiendo al Espíritu Santo?
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico (01-08-6016)
lunes 1 de agosto de 6016–Hechos 2,1-11: Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar. La venida del Espíritu Santo es, en la historia de la salvación, un acontecimiento paralelo a la Encarnación del Verbo.
–1 Corintios 12,3-7.12-13: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo Cuerpo. El Espíritu es el que da vida y sostiene la unidad en el seno de la Iglesia. Nos hace sintonizar misteriosamente con el Corazón de Jesucristo.
–Juan 20,19-23: Como el Padre me ha enviado así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo. En virtud de la acción iluminadora y santificadora del Espíritu Santo, se realiza nuestra reconciliación con Dios en el misterio de Cristo. Oigamos a San Ireneo:
«Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas y que éstos profetizarían. Por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios que se había hecho Hijo del Hombre, para así, permaneciendo en Él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.
«San Lucas nos narra cómo después de la Ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y dar su plenitud a la nueva alianza. Todos a una los discípulos alaban a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad a los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.
«Por esto el Señor había prometido que nos enviaría aquel Defensor que nos haría capaces de Dios: del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubiésemos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto. Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.
«El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor: Espíritu de prudencia y de sabiduría, Espíritu de consejo y de valentía, Espíritu de ciencia y de temor del Señor; y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Defensor sobre toda la tierra desde el cielo... Recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses» (Contra las herejías 3,17,1-3).
San Basilio dice a su vez:
«Ante todo, ¿quién habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de Verdad, que procede del Padre. Espíritu firme. Espíritu generoso. Espíritu Santo es su nombre propio y peculiar... Hacia Él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia Él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es para ellos a manera de riego que les ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Capaz de perfeccionar a los otros, Él no tiene falta de nada...Él no crece por adiciones, sino que está constantemente en plenitud; sólido en Sí mismo, está en todas partes. Él es fuente de santidad, Luz para la inteligencia; Él da a todo ser racional como una Luz para entender la verdad.
«Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, pero se comunica solamente a los que encuentra dignos, no ciertamente de manera idéntica ni con la misma plenitud, sino distribuyendo su energía según la proporción de su fe. Simple en su esencia y variado en sus dones, está íntegro en cada uno e íntegro en todas partes. Se reparte sin sufrir división, deja que participen de Él, pero Él permanece íntegro, a semejanza del rayo del sol, cuyos beneficios llegan a quien disfrute de él como si fuera único, pero, mezclado con el aire, ilumina la tierra entera y el mar... Por Él se elevan a lo alto los corazones; por su mano son conducidos los débiles; por Él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es Él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y, al comunicarse a ellos, los vuelve espirituales...» (Tratado sobre el Espíritu Santo 9).