Vigilia de Pentecostés (Ciclo A): Homilías
/ 3 junio, 2017 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Gn 11, 1-9: Se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra
Sal 32, 10-11. 12-13. 14-15: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
Ex 19, 3-8. 16-20b: El Señor descendió al monte Sinaí a la vista del pueblo
Dn 3, 52a y c. 53a. 54a. 55a. 56a: ¡A ti gloria y alabanza por los siglos!
Sal 18, 8. 9. 10. 11: Señor, tú tienes palabras de vida eterna
Ez 37, 1-14: Huesos secos, infundiré espíritu sobre vosotros y viviréis
Sal 106, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9: Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia
Jl 3, 1-5: Sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu
Sal 103, 1-2a. 24 y 35c. 27-28. 29bc-30: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra
Rm 8, 22-27: El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables
Jn 7, 37-39: Manarán ríos de agua viva
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Homilía: La fuerza del Espíritu Santo
Homilía 2, 1 en la solemnidad de Pentecostés: PG 50, 463-465
Amadísimos: Ningún humano discurso es capaz de dar a entender los grandiosos dones que en el día de hoy nos ha otorgado nuestro benignísimo Dios. Por eso, gocémonos todos a la par, y alabemos a nuestro Señor rebosando de alegría.
La festividad de este día debe, en efecto, reunir a todo el pueblo en pleno. Pues así como en la naturaleza las cuatro estaciones o solsticios del año se suceden unos a otros, así también en la Iglesia del Señor una solemnidad sucede a otra solemnidad transmitiéndonos sucesivamente las variadas facetas del misterio. Así, hemos recientemente celebrado la fiesta de la Pasión, de la Resurrección y, finalmente, la Ascención de nuestro Señor a los cielos; hoy, por último, hemos llegado al mismo culmen de los bienes, al fruto mismo de las promesas del Señor.
Porque si me voy –dice– os enviaré otro Paráclito, y no os dejaré desamparados. ¡Ved cuánta solicitud! ¡Ved qué inefable bondad! Hace sólo unos días subió al cielo, recibió el trono real, recuperó su sede a la derecha del Padre; y hoy hace descender sobre nosotros el Espíritu Santo y, con él, nos colma de mil bienes celestiales. Porque —pregunto—, ¿hay alguna de cuantas gracias operan nuestra salvación, que no nos haya sido dispensada a través del Espíritu Santo?
Por él somos liberados de la esclavitud, llamados a la libertad, elevados a la adopción, somos —por decirlo así– plasmados de nuevo, y deponemos la pesada y fétida carga de nuestros pecados; gracias al Espíritu Santo vemos los coros de los sacerdotes, tenemos el colegio de los doctores; de esta fuente manan los dones de revelación y las gracias de curar, y todos los demás carismas con que la Iglesia de Dios suele estar adornada emanan de este venero. Es lo que Pablo proclama, diciendo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Como a él le parece –dice–, no como se le ordena; repartiendo, no repartido; por propia autoridad no sujeto a autoridad. Pablo, en efecto, atribuye al Espíritu Santo el mismo poder que, según él tiene el Padre.
Y así como dice del Padre: Dios es el que obra todo en todos, afirma igualmente del Espíritu Santo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. ¿No advertís su plena potestad? Los que poseen idéntica naturaleza, es lógico que posean idéntica potestad; y los que tienen una igual majestad de honor, también tienen una misma fuerza y poder. Por él hemos obtenido la remisión de los pecados; por él nos purificamos de todas nuestras inmundicias; por la donación del Espíritu, de hombres nos convertimos en ángeles, nosotros que nos acogimos a la gracia, no cambiando de naturaleza, sino —lo que es todavía más admirable— permaneciendo en nuestra humana naturaleza, llevamos una vida de ángeles. ¡Tan grande es el poder del Espíritu Santo!
Contra las herejías: El envío del Espíritu Santo
Libro 3, 17, 1-3: SC 34, 302-306
El Señor dijo a los discípulos: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con este mandato les daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.
Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.
Y Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.
Por esto el Señor prometió que nos enviaría aquel Defensor que nos haría capaces de Dios. Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubiéramos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto.
Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.
El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de prudencia y sabiduría, Espíritu de consejo y de valentía, Espíritu de ciencia y temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Defensor sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quien nos acusa, tengamos también un Defensor, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.
Homilía(04-06-2017): Un corazón nuevo
Plaza de San Pedro.
Vigilia de Pentecostés (Ciclo A).
Sunday 04 de June de 2017
Hoy concluye el tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la Resurrección de Jesús hasta Pentecostés, están marcados de una manera especial por la presencia del Espíritu Santo. Él es, en efecto, el Don pascual por excelencia. Es el Espíritu creador, que crea siempre cosas nuevas. En las lecturas de hoy se nos muestran dos novedades: en la primera lectura, el Espíritu hace que los discípulos sean un pueblo nuevo ; en el Evangelio, crea en los discípulos un corazón nuevo.
Un pueblo nuevo. En el día de Pentecostés el Espíritu bajó del cielo en forma de «lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» ( Hch 2, 3-4). La Palabra de Dios describe así la acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad. En otras palabras, el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal. En primer lugar, con imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Juan , XI, 11). De tal manera que se dé la unidad verdadera, aquella según Dios, que no es uniformidad, sino unidad en la diferencia.
Para que se realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos tentaciones frecuentes. La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto ocurre cuando buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando nos endurecemos en nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos en nuestros particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que siempre tienen razón. Son los así llamados «custodios de la verdad». Entonces se escoge la parte, no el todo, el pertenecer a esto o a aquello antes que a la Iglesia; nos convertimos en unos «seguidores» partidistas en lugar de hermanos y hermanas en el mismo Espíritu; cristianos de «derechas o de izquierdas» antes que de Jesús; guardianes inflexibles del pasado o vanguardistas del futuro antes que hijos humildes y agradecidos de la Iglesia. Así se produce una diversidad sin unidad. En cambio, la tentación contraria es la de buscar la unidad sin diversidad. Sin embargo, de esta manera la unidad se convierte en uniformidad, en la obligación de hacer todo juntos y todo igual, pensando todos de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay libertad. Pero dice san Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» ( 2 Co 3,17).
Nuestra oración al Espíritu Santo consiste entonces en pedir la gracia de aceptar su unidad, una mirada que abraza y ama, más allá de las preferencias personales, a su Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la unidad entre todos, de desterrar las murmuraciones que siembran cizaña y las envidias que envenenan, porque ser hombres y mujeres de la Iglesia significa ser hombres y mujeres de comunión; significa también pedir un corazón que sienta la Iglesia, madre nuestra y casa nuestra: la casa acogedora y abierta, en la que se comparte la alegría multiforme del Espíritu Santo.
Y llegamos entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» ( Jn 20, 22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia.
El Espíritu de perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a rechazar otras vías: esas precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida propia del que cierra todas las puertas, las de sentido único de quien critica a los demás. El Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido del perdón ofrecido y del perdón recibido, de la misericordia divina que se hace amor al prójimo, de la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac de Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos con el perdón y corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la Iglesia sea cada vez más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás en la caridad.
Pidámoslo al Espíritu Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia y en nosotros, aunque a menudo lo cubrimos con las cenizas de nuestros pecados: «Ven Espíritu de Dios, Señor que estás en mi corazón y en el corazón de la Iglesia, tú que conduces a la Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir, te necesitamos como el agua: desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos la unidad, renueva nuestros corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a perdonar como tú nos perdonas. Amén».
Homilías en Italiano para posterior traducción
Homilía(25-05-1996)
Plaza de San Pedro. Inauguración de la Gran Misión Ciudadana.
Saturday 25 de May de 1996
1. "Pace a voi! Come il Padre ha mandato me, anch’io mando voi... Ricevete lo Spirito Santo"! (Gv 20, 21-22).
In questa vigilia di Pentecoste, la Chiesa che è in Roma si trova radunata come gli Apostoli nel Cenacolo, dopo gli eventi del triduo pasquale. Essi sapevano che il Signore era risorto ed era apparso a Simone. Ma Gesù in persona venne in mezzo a loro ed offrì il saluto di pace. Mostrò poi le mani ed il costato trafitti, con i segni visibili della passione. Sì! È proprio Lui. È lo stesso Gesù, prima crocifisso ed ora risorto. "I discepoli gioirono al vedere il Signore" (Gv 20, 20). Fin dalla sera del giorno di Pasqua, però, Gesù anticipò l’evento della Pentecoste: "Come il Padre ha mandato me, anch’io mando voi... Ricevete lo Spirito Santo".
2. Carissimi Fratelli e Sorelle della Diocesi di Roma! Mediante una veglia di preghiera, che richiama quella pasquale, ci siamo qui riuniti per prepararci alla solennità della discesa dello Spirito Santo. La lettura tratta dagli Atti degli Apostoli, che abbiamo poc’anzi ascoltata, ricorda quanto accadde a Gerusalemme nel giorno di Pentecoste: l’improvviso vento impetuoso, l’apparizione delle lingue di fuoco, gli Apostoli che, pieni di Spirito Santo, cominciano ad annunciare il Vangelo in lingue a loro sconosciute. Persone appartenenti a varie nazioni, e che usano linguaggi diversi, ascoltano parlare nelle loro proprie lingue gli Apostoli, che erano Galilei (cf. At 1, 11): "Li udiamo annunziare nelle nostre lingue le grandi opere di Dio" (At 2, 11). È l’inizio solenne della missione degli Apostoli, missione ricevuta cinquanta giorni prima dal Risorto, che aveva ordinato loro: "Io mando voi. Ricevete lo Spirito Santo" (Gv 20, 21 .22).
3. "Emitte Spiritum tuum et creabuntur" : "manda il tuo Spirito e saranno creati" (cf. Sal 103, 30). Dicendo: "Ricevete lo Spirito Santo", Cristo rivela la potenza creatrice dello Spirito di Dio che, effuso sopra ogni uomo (cf. Gl 3, 1), ristabilisce quell’unità del genere umano infranta, a causa del peccato, presso la torre di Babele. Babele è diventata il simbolo della disgregazione e della dispersione (cf. Gen 11,1-9). La Pentecoste costituisce invece il compimento pieno dell’unità che, per la potenza dello Spirito di verità, viene ricostruita a partire proprio dalla molteplicità dell’esistenza e delle esperienze umane. Cristo è posto a capo del popolo della Nuova Alleanza: Egli è l’atteso grande Profeta. Attorno a Lui devono riunirsi "i figli e le figlie" del nuovo Israele (cf. Lumen gentium , n. 9), i quali, animati dallo Spirito che dà la vita (cf. Ez 37, 14), prendono personalmente parte alla missione salvifica di Cristo, Sacerdote, Profeta e Re, seguendo le sue orme, lungo i secoli ed i millenni.
4. Il secondo millennio cristiano volge ormai al termine. Consapevoli del " Tertio Millennio adveniente ", del Terzo Millennio che si sta avvicinando, siamo riuniti in questo particolare Cenacolo della Chiesa, costituito questa sera presso la tomba di san Pietro. Ci guardano i quasi due millenni trascorsi, testimoniati in modo singolare da questo luogo, segnato dalle tombe di Martiri e di Confessori della fede. Qui siamo presso le reliquie degli Apostoli, colonne della Chiesa che è in Roma. E si ripete in mezzo a noi, adesso, ciò che accadde la sera di Pasqua. Cristo, mediante l’Eucaristia, oltrepassa lo spazio e il tempo e si rende presente fra noi, come fece allora con gli Apostoli riuniti nel Cenacolo. Ci rivolge le stesse parole: "Pace a voi! Come il Padre ha mandato me, anch’ io mando voi. Ricevete lo Spirito Santo ".
5. Ricevete lo Spirito Santo! Siamo riuniti per invocare insieme il dono dello Spirito Santo per l’intera Comunità ecclesiale di Roma, chiamata a compiere un’impegnativa missione cittadina. Con questa iniziativa apostolica, la Chiesa che è in Roma intende spalancare le braccia ad ogni persona e famiglia della Città e penetrare come lievito in ogni ambito sociale, di lavoro, di sofferenza, di arte e di cultura, annunciando e testimoniando ai vicini e ai lontani il Signore risorto. Carissimi Fratelli e Sorelle, vivendo in questa metropoli, che purtroppo non sfugge alle tentazioni del secolarismo, si è come sottilmente minacciati dalla stanchezza, dall’indifferenza, dal torpore spirituale e da quel relativismo in cui tutto si annacqua e si confonde. Ecco perché la grande missione cittadina, che con questa Veglia solennemente inauguriamo, è rivolta in primo luogo ai credenti. Essa è anzitutto implorazione allo Spirito Santo perché rinsaldi la nostra fede, rinnovi il nostro fervore, accenda la nostra carità. Non si lasci turbare il nostro cuore dai timori e dalle perplessità. Al contrario, contando non sulle forze umane ma sulla grazia che viene da Dio, portiamo, quali testimoni della verità e dell’amore di Cristo, il Vangelo della speranza ad ogni abitante di Roma. Potremo così anche incidere sulla cultura, sui modi di vivere, sulle attese e i progetti dell’intera comunità cittadina.
6. Chiesa che sei in Roma, il Signore ti ha amata con un amore incondizionato. Per questo sei ricca di energie spirituali e missionarie e molte di più lo Spirito, proprio attraverso la missione, ne susciterà in te.
Mi rivolgo anzitutto a voi, cari fratelli nel sacerdozio, consacrati per essere i primi testimoni del Vangelo e gli apostoli di verità e unità: siate i primi operatori instancabili della missione, siate santi per poter essere docili strumenti attraverso cui Dio opera la santificazione del suo popolo. È dalle parrocchie che deve partire questa missione e voi delle comunità parrocchiali siete i responsabili e i qualificati animatori.
E voi, cari religiosi e religiose, chiamati ad essere il segno profetico della presenza di Dio, donatevi con slancio, mediante la preghiera e le attività apostoliche, a questa Chiesa in missione. Troverete proprio in questo donarvi il gusto della vostra vocazione.
Penso a voi, cari fratelli e sorelle che operate pazientemente nelle parrocchie e formate il solido tessuto dell’attività pastorale quotidiana, della catechesi e del servizio della carità. Attraverso la missione potrete trovare un rinnovato vigore spirituale per trasmettere il Vangelo di Cristo nelle vostre famiglie e negli ambienti in cui lavorate. Voi, cari membri dei numerosi movimenti, organismi ed associazioni ecclesiali, assicurate alla missione cittadina la piena e fedele collaborazione, in stretta intesa con i Pastori, le parrocchie e l’intera realtà diocesana.
Voi, cari giovani, mettete le vostre fresche energie al servizio di questa grande impresa spirituale, superando ogni eventuale timore o rispetto umano. Proclamate con franchezza e coraggio la vostra fede in Cristo tra i vostri coetanei ed amici. Anche da voi, cari ammalati e sofferenti, e da voi che vi sentite emarginati, la missione cittadina attende un contributo in un certo senso determinante per il suo successo. Accogliendo la vostra condizione ed offrendola al Padre celeste insieme a Cristo, potete diventare una via provvidenziale e misteriosa di salvezza per Roma.
La missione vi appartiene, cari membri della Curia Romana e miei collaboratori al servizio della Chiesa universale, chiamati a dare il vostro qualificato contributo alla vita della Comunità cristiana, che è in Roma, ed alla preparazione del Grande Giubileo dell’Anno Duemila. Anche il vostro apporto sarà quanto mai importante per la buona riuscita di questa vasta azione evangelizzatrice.
La missione è fatta pure per voi, cari fratelli e sorelle giunti a Roma dalle più diverse parti del mondo. Voi ormai siete parte integrante della nostra Comunità diocesana. Grazie di essere qui con noi, questa sera, a pregare.
Possa la missione cittadina, dopo il Sinodo diocesano, segnare un ulteriore passo in avanti nel cammino di crescita spirituale e di comunione fra tutti i cristiani che vivono nella nostra Città.
7. Il nostro sguardo, questa sera, non può non allargarsi alle attese della Chiesa universale, in cammino verso il Grande Giubileo del Duemila. La Chiesa cerca di prendere una coscienza più viva della presenza dello Spirito che agisce in lei, per il bene della sua comunione e missione, mediante doni sacramentali, gerarchici e carismatici.
Uno dei doni dello Spirito al nostro tempo è certamente la fioritura dei movimenti ecclesiali, che sin dall’inizio del mio Pontificato continuo a indicare come motivo di speranza per la Chiesa e per gli uomini. Essi "sono un segno della libertà di forme, in cui si realizza l’unica Chiesa, e rappresentano una sicura novità, che ancora attende di essere adeguatamente compresa in tutta la sua positiva efficacia per il Regno di Dio all’opera nell’oggi della storia" (Insegnamenti, VII 2[1984], p. 696). Nel quadro delle celebrazioni del Grande Giubileo, soprattutto quelle dell’anno 1998, dedicato in modo particolare allo Spirito Santo e alla sua presenza santificatrice all’interno della Comunità dei discepoli di Cristo (cf. Tertio millennio adveniente, n. 44), conto sulla comune testimonianza e sulla collaborazione dei movimenti. Confido che essi, in comunione con i Pastori ed in collegamento con le iniziative diocesane, vorranno portare nel cuore della Chiesa la loro ricchezza spirituale, educativa e missionaria, quale preziosa esperienza e proposta di vita cristiana.
8. "Pace a voi! Come il Padre ha mandato me, anch’io mando voi... Ricevete lo Spirito Santo".
Cristo, anche nel segno dell’ Evangeliario che questa sera affido al Cardinale Vicario perché sia solennemente esposto nella Basilica di san Giovanni in Laterano, è presente e sostiene il cammino della grande missione cittadina che condurrà la Comunità ecclesiale di Roma alle soglie del terzo millennio.
"Anch’io mando voi... ". Signore, come avvenne agli inizi della missione della Chiesa, all’alba del primo millennio, tu oggi ci invii per una nuova missione evangelizzatrice.
Ci affidi il compito di portare la Buona Novella nelle strade e nelle piazze di questa Città; tu vuoi che la tua Chiesa sia pellegrina di speranza e di pace nelle vie del mondo.
Sostieni il nostro cammino con la forza del tuo Spirito; rendici apostoli coraggiosi del Vangelo e costruttori di una nuova umanità.
Maria, Salus Populi Romani, che accompagnerai con la tua venerata icona il pellegrinaggio di questa notte, guida i nostri passi; ottienici la pienezza dei doni dello Spirito Santo.
"Emitte Spiritum tuum et creabuntur". Amen!
Homilías del día de Pentecostés
Ver también: Homilías de la Misa del Día (Ciclo A)