Domingo VIII Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 2 marzo, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 49, 14-15: Yo no te olvidaré
Sal 61, 2-3. 6-7. 8-9ab: Descansa sólo en Dios, alma mía
1 Co 4, 1-5: El Señor pondrá al descubierto los designios del corazón
Mt 6, 24-34: No os agobiéis por el mañana
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (26-02-1984): Cuando confías en la Providencia.
domingo 26 de febrero de 19841. ¿Quién es tu Dios ...?
[...]
2. La liturgia de este domingo nos permite encontrar una respuesta a esta pregunta ... Este Dios ... es el Bien Supremo y la Fuente de todo bien.
El salmo responsorial de la liturgia de hoy habla de él con su lenguaje típico: «Solo en Dios descansa mi alma;
de él viene mi salvación.
Solo él es mi roca ...
mi alcázar: no vacilaré»
(Sal 62, 2-3).
Hay dos versos, cada uno de los cuales expresa un solo pensamiento con estas palabras: Dios es la fuente de todo bien; y por eso en él yace la más profunda esperanza del hombre. De hecho, Dios no solo es un bien infinito en sí mismo, sino que es bueno para el hombre: quiere el bien para el hombre, quiere ser el bien definitivo para el hombre mismo. Quiere ser la «salvación» del hombre: «Solo en Dios descansa mi alma».
Él es el fundamento estable e inagotable sobre el cual el hombre puede construir el edificio de su propia vida y destino. Es por eso que el salmista compara al Dios de la esperanza humana con un alcázar y una roca: «Él es mi roca firme, Dios es mi refugio» (Sal 62, 8).
Entre las experiencias de precariedad, en medio del destino cambiante de la vida terrenal, Dios es un apoyo definitivo para el hombre, al que atrae la fuerza indispensable del espíritu.
El dios del salmista de la liturgia de hoy es el Dios del obispo Nicolás di Mira. Ese Dios era la fuente de su esperanza y de su fuerza interior. En él encontró apoyo para sí mismo y para el rebaño que se le había confiado. Dios, la fuente de todo bien, fue también para Nicolás la inspiración para todo el bien que buscó hacer a otros en su vida. Y así es como lo recuerda la tradición viva de la Iglesia: Nicolás, el benefactor. Nicolás quien, con sus ojos fijos en Dios, la fuente de todo bien, hizo el bien a todos.
3. El Señor, a quien testificó con su propia vida, es el Dios de Jesucristo, por lo tanto, es el Padre cuidadoso, que manifiesta incesantemente su paternidad hacia las criaturas y, sobre todo, hacia el hombre, a través de las obras de la Providencia.
Esto es testificado por las palabras de Cristo mismo en el Evangelio de hoy: «Mirad las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni amasan en los graneros; sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ... Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios así la viste, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? ... De hecho, vuestro Padre celestial sabe que lo necesitáis» (Mt 6, 26. 30. 32). Dios, que es la fuente de todo bien en la obra de la creación, es también la Providencia incesante del mundo y del hombre. Él continuamente quiere que los bienes, llamados por él para existir, sean compartidos por las criaturas y en particular por el hombre; de hecho, el hombre ha sido distinguido por Dios entre todas las criaturas del mundo visible.
Desde el principio, Dios rodeó al hombre con un amor particular. Y este amor tiene características paternas y maternas, como testifica el profeta Isaías en la primera lectura: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49, 15).
4. La paternidad de Dios fue una inspiración particular para el obispo de Mira: la paternidad, pero también esta maternidad de la que habla el profeta. Él fue un gran testigo de la divina Providencia: los acontecimientos de su vida, guardados en la memoria por la tradición del pueblo de Dios, así lo atestiguan. La historia de los santos en la Iglesia ha dado muchos testigos similares de la divina Providencia... Nicolás es un modelo de ello. Él fue testigo de la Divina Providencia no solo porque tenía una confianza infinita en ella, sino también porque se empeñó en ser providencia para los demás. Cuidaba de su prójimo como un padre y una madre y, según sus posibilidades humanas, remediaba sus necesidades.
Ciertamente fue fiel a las palabras del divino Maestro: «No te preocupes por el mañana, porque el mañana ya tendrá sus preocupaciones. A cada día le basta su desgracia» (Mt 6, 34). Como todos los testigos heroicos de la divina Providencia, era un hombre de confianza ilimitada. En él, a lo largo de su vida, la Divina Providencia, la bondad paterna y en cierto sentido maternal de Dios, encontró un testimonio elocuente. Durante generaciones, la Iglesia de Oriente y Occidente, e incluso los hombres que están fuera de la Iglesia, han venido aquí en peregrinación durante siglos a contemplar este testimonio.
5. San Nicolás se presenta ante nosotros como ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios (cf. 1 Cor 4: 1). Y a través de todo su servicio episcopal, a través de la administración de los misterios de Dios, brilla la luz más profunda del Evangelio: el reino del Dios del Amor.
Si Nicolás fue, a lo largo de los siglos, un testigo tan elocuente de la divina Providencia, fue porque había elegido, literalmente, en palabras de Cristo, servir a Dios mismo. De hecho, Cristo dice: «Nadie puede servir a dos señores ... no podéis servir a Dios y a Mamón» (Mt 6, 24). Nicolás eligió el servicio a Dios de una manera indivisible, y de este servicio indivisible nació ese testimonio inusual rendido al Dios del Amor, a la Providencia de Dios. Así, él mismo vino a ser «providencia» para los demás, porque con toda su vida buscó primero el reino de Dios. Como dijo Cristo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,33).
A veces escuchamos las palabras del Evangelio de hoy casi con cierta desconfianza. ¿Puede el hombre no preocuparse por su vida? Sin embargo, el divino Maestro no dice: «no os preocupéis», sino «no os preocupéis demasiado, no os agobiéis». No recomienda un descuido despreocupado, pero indica una jerarquía justa de valores. La clave para entender todas estas comparaciones: a los lirios del campo, a la hierba del campo, a las aves del cielo, es precisamente la frase: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán dadas por añadidura» (Ibid). La justicia del reino de Dios es un bien incomparablemente superior en relación con todo lo que preocupar al hombre, sirviendo a Mammon. Nicolás de Mira fue un hombre que expresó en la vida esta preocupación prioritaria por el reino de Dios y por su justicia. Se le dieron todas las demás cosas además de sus necesidades y las de los demás. A lo largo de los siglos, ha sido un testigo tan elocuente de la divina Providencia porque aceptó, con un corazón indiviso, el servicio de Dios y, junto con él, aceptó la jerarquía de valores que anuncia Cristo.
6. Venimos en peregrinación al santuario de San Nicolás en la ciudad de Bari durante el Año Santo de la Redención, durante el Jubileo extraordinario.
¿No nos habla el misterio de la Redención de una manera especial de la Divina Providencia? ¿No nos dice acerca de Dios que «amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todos los que creen en él ... tengan vida eterna?» (Jn 3,16). ¿No es este amor la medida definitiva de la Providencia? ¿La medida principal y sobreabundante?
Venimos a Bari para encontrarnos, junto con el santo obispo Nicolás, ante esta divina Providencia, para profesar nuestra fe en ella, para adorarla de acuerdo con este testimonio que el Santo nos dejó.
¿No confirma el misterio de la Redención la verdad de que primero debemos buscar el reino de Dios y su justicia?
¿No es esta verdad del Evangelio particularmente amenazada en la vida del hombre de nuestros tiempos? ¿No somos testigos de una inversión de la jerarquía evangélica de los valores? ¿El servicio a mammon (en diferentes formas) no se apodera cada vez más del pensamiento, el corazón y la voluntad del hombre, oscureciendo el reino de Dios y su justicia? En este «servicio exclusivo» a lo que es terrenal, ¿no pierde el hombre la dimensión correcta de su ser humano y de su destino?
Que en este Año de la Redención el testimonio de San Nicolás nos hable una vez más. Él, fijándose en Dios como la fuente de todo bien, fue bueno él mismo e hizo el bien a los demás, fue verdaderamente «un hombre para los demás»; fue ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios. ¡Que este testimonio nos hable a nosotros hoy!
«Solo en Dios descansa mi alma,
él es mi esperanza.
Solo él es mi alcázar y mi salvación
mi roca de defensa: no vacilaré»
(Sal 62, 6-7).
Amén.
Homilía (01-03-1987): ¿Qué significa buscar primero su reino?
domingo 1 de marzo de 1987«Buscad primero el reino de Dios ...» (Mt 6, 33).
1. En el Sermón del Monte, Jesús de Nazaret habla a sus contemporáneos y al mismo tiempo habla a los hombres de todas las generaciones. Hoy nos habla también a nosotros de una manera particular. Sus palabras son las de la liturgia dominical de hoy.
¿Qué significa que primero debemos buscar el reino de Dios? Significa que debemos vivir de acuerdo con la oración que el Señor nos ha enseñado, la que recitamos todos los días: «santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad».
Dios debe ser el primero en tu vida.
El orden moral, que tiene su fundamento en él, debe reinar en nuestra existencia. Su voluntad, su santa voluntad, debe tener prioridad. A partir de aquí, al mismo tiempo, viene la unidad interior de nuestra vida.
2. De hecho, el hombre no puede servir a dos señores, como Jesús enseña, no puede servir a Dios y a Mammon (cf. Mt 6, 24).
«No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Ex 20, 3), dice Dios a través de Moisés.
«Otros dioses», es decir, otros ídolos, como este «Mammon» mencionado por Jesús.
Así fue mandado para el tiempo en que Israel vivía rodeado de pueblos paganos, que habían creado «dioses» a semejanza de las debilidades y deseos humanos.
Hoy estos «ídolos», estas divinidades, estos dioses falsos han tomado otra forma. Mammona se ha convertido en el símbolo de esa «idolatría», en virtud del cual el hombre considera uno u otro bien temporal y transitorio como su objetivo exclusivo y último. El «mundo», y en particular el complejo mundo de los productos del hombre mismo, se convierte, en cierto sentido, en un dios para el hombre.
El secularismo «diviniza», por así decirlo, el mundo.
Por lo tanto, el hombre vive como si Dios no existiera, como si Dios mismo no fuera el Creador del mundo y de todo lo que contiene, de todas sus riquezas y recursos. En cambio, nosotros creemos que todo lo obrado por el hombre en el mundo, su genio y sus habilidades, en última instancia tiene su origen y su comienzo en la obra divina de la creación.
3. Por lo tanto, la advertencia de Cristo también se dirige contra las diferentes formas de secularismo, típicas de nuestros tiempos. También para nosotros, hombres y mujeres de hoy, Jesús dice: «Nadie puede servir a dos señores: porque odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro» (Mt 6,24) .
El hombre no puede ser dividido. El hombre debe dejarse guiar en la vida por una clara jerarquía de valores: debe buscar «primero» el reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6, 33). De lo contrario, el orden interno del corazón humano está amenazado.
Todo orden moral debe establecer sus cimientos sobre la base segura de un realismo válido. Es decir, debe fundarse en la realidad, esa realidad objetiva que reconoce el lugar de Dios, el primer lugar debido a Dios, creador de todo. Donde se niega el lugar de Dios, donde se reivindica una autonomía de lo humano sobre lo divino, se niega la base fundamental de los deberes y derechos, y caemos en una insubordinación de valores que luego redunda en detrimento del hombre. Solo el hombre que busca «primero» a Dios, su reino y su justicia, se ajusta a la «realidad», a lo que es correcto y que garantiza el mejor bien para la persona y para cada persona.
Si el hombre en sí mismo da prioridad a «otros dioses», a los ídolos antiguos o contemporáneos, cae en el peligro real de «despreciar» u «odiar» a Dios. En la historia de la humanidad, desde el comienzo del Libro del «Génesis», este peligro ha existido y continúa ocurriendo de diferentes maneras. Las palabras de Cristo, por lo tanto, tienen una relevancia muy actual.
4. La liturgia de hoy, hablando de este peligro, indica, al mismo tiempo, con las palabras del Apóstol de los gentiles, que el juicio le pertenece a Dios: el Señor vendrá, «Él arrojará luz sobre los secretos de la oscuridad y manifestará las intenciones de corazones»(1 Cor 4, 5).
En última instancia, proclama el Apóstol, no los hombres, ni siquiera la propia conciencia, sino que el Señor es mi juez (cf. 1 Cor 4, 3-4).
Por lo tanto, en nombre de la realidad, no solo de esta primera y fundamental que es la realidad de la creación, sino en nombre de la última realidad que es el juicio divino, busquemos primero la justicia que está vinculada al reino de Dios sobre el mundo y sobre la eternidad.
5. Incluso más que con el lenguaje del miedo, la liturgia de hoy busca hablar con el lenguaje de la confianza en Dios, como lo hacen todas las Sagradas Escrituras, y como el Evangelio habla en particular. De hecho, la verdad completa acerca de Dios, la auténtica realidad de Dios, así lo exige. Isaías lo dice claramente en la primera lectura y lo recuerda también todo el salmo responsorial; y escuchamos su eco con toda claridad especialmente en las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy:
«Mirad las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni amasan en los graneros; sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ... Mirad cómo crecen los lirios del campo ...». (Mt 6, 26-28).
Jesús invita a confiar en Dios, en la divina Providencia. Esta confianza manifiesta «el primer lugar» de Dios en el alma humana, la prueba de que él, el Padre celestial, es el único Señor a quien el hombre sirve con todo su corazón, con un corazón indiviso.
6. Si tal confianza reina en el corazón del hombre, también encuentra una medida adecuada y justa de la preocupación que debe tener por las cosas temporales.
De hecho, Cristo no dice «no te preocupes», sino que dice «no te agobies», es decir, no te preocupes hasta el punto de perder la escala correcta de valores. No te preocupes de modo que olvides a Dios, no vivas como si Dios no existiera.
De hecho, Dios ha encomendado al hombre la preocupación por el mundo como tarea desde el principio. Y las obras del genio humano, de la capacidad humana, tienen su valor a los ojos de Dios, solo que, debido a ellas, el hombre no debe perder la perspectiva correcta, no debe perder el sentido de la realidad plena; el «mundo» no debe ocultarle el reino de Dios y su justicia.
[...]
9. Terminemos, volviendo a las palabras de la liturgia de hoy: «Solo en Dios descansa mi alma; Mi salvación está en él. Él solo es mi alcázar y mi salvación, mi roca de defensa: no vacilaré» (Sal 62, 2-3).
Deseo que vuestra parroquia se convierta, para todos, en el ambiente espiritual de esta esperanza de la que habla el salmista.
La parroquia está dedicada al nombre de María. Con el nombre de María en vuestros labios y corazones, en primer lugar buscad el reino de Dios y su justicia. Todas las demás cosas se os darán por añadidura (cf. Mt 6, 33).
Homilía (25-02-1990): Consecuencias de poner a Dios primero.
domingo 25 de febrero de 1990«Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,33).
1. Queridos hermanos y hermanas, el sermón de las montaña que nos acompañó en la liturgia de estos primeros domingos del tiempo ordinario está llegando a su fin en cierto sentido. «Buscad primero el reino de Dios» ... Con estas palabras, Jesús quiere introducir a sus discípulos en el conocimiento de lo que realmente importa y, en consecuencia, debe colocarse en la base de la vida personal y comunitaria.
¡El reino de Dios! Anunciado ya en el Antiguo Testamento y totalmente revelado en Cristo, se identifica con el don de la comunión, a lo que Dios invita y admite a los hombres que lo reconocen en la verdad y le sirven fielmente. Un don gratuito que se nos ofrece, para que lo aceptemos en la fe como una semilla de vida nueva para hacerla crecer hasta alcanzar la madurez, cuando Dios será todo en todos.
Una experiencia en la que somos introducidos y se hace viva, en la medida en que ponemos a Dios y su voluntad en el primer lugar de nuestra escala de valores y objetivos a perseguir. Un bien a desear y buscar diariamente viviendo «de acuerdo con la justicia», dando testimonio en la propia vida de la soberanía del Padre celestial y orientando a él y a su proyecto de comunión todos los acontecimientos y realidades terrenas.
2. Ser discípulos de Cristo implica nuestra firme decisión de optar valientemente por Dios y su reino en primer lugar. Una elección que permite a quienes lo hacen libremente, iluminados y guiados por el Espíritu, hacer todo lo demás: discernir con sabiduría evangélica lo que realmente importa en la vida para construir la comunión; sopesar en su justa medida, es decir, en la perspectiva del plan de Dios, los bienes creados y la actividad humana misma.
Por lo tanto, Jesús pone a los suyos ante una elección radical: o Dios y su reino, o la riqueza, el poder y el éxito. Cuando todas estas cosas se consideran «bienes absolutos», inevitablemente se convierten en «ídolos» y el hombre termina siendo esclavo de ellos. Y «el que es esclavo de la riqueza también se convierte en esclavo de aquel a quien Cristo ha llamado príncipe de este mundo» (San Juan Crisóstomo, In Matth. Hom., 21, 4). Así, el hombre pierde el sentido completo de su existencia, queda dividido internamente y se convierte en el arquitecto de las divisiones y la injusticia en la sociedad en la que vive.
3. La primacía de Dios en la vida del discípulo le exige una actitud interior que pertenece al dinamismo de la fe misma: confianza en él y abandono en su voluntad y en su providencia. De hecho, Dios es un Padre que ama a sus hijos y se preocupa por su bien, así como está atento a todas sus criaturas: «alimenta a las aves del cielo» y «viste los lirios del campo», dándoles un belleza y esplendor que superan a los de las cortes de este mundo.
Dudar del amor de Dios, que es muy superior a la ternura que una madre tiene hacia su hijo, es un pecado. «¿Puede una madre olvidarse de su hijo, no tener compasión del fruto de sus entrañas? Incluso si una madre se olvida de su hijo, yo nunca te olvidaré» (Is 49, 15). En esta confianza se apoya la certeza de que Dios es fiel, siempre cumple sus promesas y vela por todas sus criaturas, dando a todos la comida a su debido tiempo. Es fiel a pesar de las infidelidades de los hombres y sus constantes caídas en la «idolatría». Dios es el «acantilado» al que uno debe aferrarse para salvarse; es la «roca» de defensa que le permite a uno no vacilar y caer (salmo responsorial).
4. Sin embargo, el «no preocuparos» que Jesús dirige a sus discípulos no es en absoluto un fatalismo ciego o una espera pasiva de lo que es necesario para que el hombre viva; ni es una negativa a empeñarse en la construcción de un mundo más justo y fraterno, dejando todo a la acción de Dios. ¡Todo lo contrario!
El cristiano, consciente de su responsabilidad, vive, sufre y trabaja como si todo dependiera de él; sin olvidar al mismo tiempo esta palabra tranquilizadora de su Maestro, que le mantiene confiado y sereno, como si todo dependiera de Dios. Por lo tanto, está dispuesto a posponer todo al plan y voluntad de Dios. El cristiano ha de ser consciente de que la búsqueda prioritaria del reino de Dios y su justicia no excluye, sino que mejora y da pleno significado a cualquier actividad para la plena realización de sí mismo, la promoción integral del hombre y el auténtico desarrollo de la sociedad. «La actividad humana individual y colectiva —recuerda el Concilio—, es decir, ese gran esfuerzo con el que los hombres a lo largo de los siglos intentan mejorar sus condiciones, corresponde al plan de Dios» ... (Gaudium et spes, 34).
5. Queridos hermanos y hermanas ... [este tiempo] debe constituir para vosotros y para toda la Iglesia ... un momento importante de verificación: es decir, es necesario todo aquel que se dice discípulo de Jesús examine si realmente acepta y cómo la acepta, esta enseñanza que acabamos de escuchar. Por lo tanto, todos debemos preguntarnos: ¿Realmente busco en primer lugar el reino de Dios y su justicia, o me rindo a la tentación de la «idolatría», que esclaviza y genera esclavitud a mi alrededor? ¿Mi trabajo y todas mis acciones se basan en la confianza en Dios y están orientados hacia la construcción del reino de Dios en la sociedad?
Vivimos hoy en una atmósfera de secularismo, que se apoya más en el «tener» que en el «ser». Esto genera una sed excesiva de posesiones y una carrera desenfrenada por la riqueza, a veces considerada el único factor que cuenta en la sociedad. Por otro lado, el desarrollo desordenado y el consumismo exasperado generan la creencia de que se es válido sobre la base de lo que se produce y lo que se posee. Son las nuevas formas del pecado de idolatría, las cuales, borrando a Dios del horizonte de la propia vida, crean al mismo tiempo situaciones dramáticas de marginación e injusticia, que están en contraste con el reino de Dios y con el proyecto de fraternidad y comunión que Cristo nos reveló y por el cual ha dado su propia vida.
6. En este contexto, el papel de los cristianos en la comunidad humana se hace crucial. Se trata de superar la lógica generalizada de la ansiedad y la acumulación de bienes materiales, el deseo de éxito a toda costa y el poder sin escrúpulos, la tentación del tráfico ilícito para enriquecerse más y más.
Esto es posible solo para aquellos que confían en Dios y creen en su soberanía y en su providencia. Sólo ellos pueden asumir una actitud de libertad interior frente a las cosas: las usan para la gloria de Dios y para construir una convivencia humana más justa y fraterna y no para vivir esclavizados por ellas.
7. Un grave peligro para muchos cristianos que viven en una sociedad pluralista es la doblez, es decir, cuando formal y explícitamente, Dios no es eliminado del horizonte de los propios intereses, sino que intentamos de alguna manera respetar y honrar su nombre con actos de adoración y respeto. Pero al mismo tiempo intentamos hacer concordar esto con elecciones de vida y comportamientos que obedecen a otros criterios: los intereses, la riqueza y el poder. Esto contradice totalmente el mensaje que acabamos de escuchar.
Jesús lo afirma clara y contundentemente: Dios no soporta convivir con los ídolos. «Yo soy el Señor tu Dios: no tendrás dioses ajenos delante de mí» (Ex 20, 2). No tolera ninguna conciliación acomodaticia entre el bien y el mal: no puede soportar corazones y comunidades divididos. O Dios o el dinero; o la justicia que hace hijos de Dios o la injusticia que produce pecado y división; o el reino de Dios o el reino del hombre. «Nadie puede servir a dos señores» ... (Mt 6, 24).
A todos los cristianos les es requerido un testimonio de fidelidad y coherencia, de desapego y de servicio, también, y particularmente a aquellos que tienen responsabilidades públicas en la vida social y política. Se les requiere una fe firme, que no se niega con los hechos; se requiere transparencia en la gestión de los bienes de todos; rigor moral que no puede soportar la doblez y un empeño generoso, incluso si no siempre se entiende, por el bien común.
8. ¡Queridos hermanos y hermanas de Vitinia! Frente a tareas tan arduas que no se ajustan a la forma actual de pensar y actuar, puede uno experimentar una sensación de miedo y desánimo. Tened la seguridad de que el amor fiel de Dios y su providencia os acompañan. El Papa está aquí entre vosotros para brindaros su palabra de aliento y apoyo. Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios ¡Valor, por lo tanto!
[...]
«Confíad siempre en él, oh pueblo suyo; desahogad ante él vuestro corazón. El poder le pertenece a Dios» ... (salmo responsorial). Sí, la gracia de Dios está con vosotros, queridos fieles de Vitinia. ¡Con vosotros permanecerá siempre, para que el reino de Dios y su gracia estén en la cima de vuestros pensamientos y en el centro de vuestras almas como discípulos del Señor en la ciudad de los hombres! Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (27-02-2011): Yo no te olvidaré
domingo 27 de febrero de 2011La liturgia de hoy se hace eco de una de las palabras más conmovedoras de la Sagrada Escritura. El Espíritu Santo nos la ha dado a través de la pluma del llamado «segundo Isaías», el cual, para consolar a Jerusalén, afligida por desventuras, dice así: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). Esta invitación a la confianza en el amor indefectible de Dios se nos presenta también en el pasaje, igualmente sugestivo, del evangelio de san Mateo, en el que Jesús exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia del Padre celestial, que alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y conoce todas nuestras necesidades (cf. 6, 24-34). Así dice el Maestro: «No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso».
Ante la situación de tantas personas, cercanas o lejanas, que viven en la miseria, estas palabras de Jesús podrían parecer poco realistas o, incluso, evasivas. En realidad, el Señor quiere dar a entender con claridad que no es posible servir a dos señores: a Dios y a la riqueza. Quien cree en Dios, Padre lleno de amor por sus hijos, pone en primer lugar la búsqueda de su reino, de su voluntad. Y eso es precisamente lo contrario del fatalismo o de un ingenuo irenismo. La fe en la Providencia, de hecho, no exime de la ardua lucha por una vida digna, sino que libera de la preocupación por las cosas y del miedo del mañana. Es evidente que esta enseñanza de Jesús, si bien sigue manteniendo su verdad y validez para todos, se practica de maneras diferentes según las distintas vocaciones: un fraile franciscano podrá seguirla de manera más radical, mientras que un padre de familia deberá tener en cuenta sus deberes hacia su esposa e hijos. En todo caso, sin embargo, el cristiano se distingue por su absoluta confianza en el Padre celestial, como Jesús. Precisamente la relación con Dios Padre da sentido a toda la vida de Cristo, a sus palabras, a sus gestos de salvación, hasta su pasión, muerte y resurrección. Jesús nos demostró lo que significa vivir con los pies bien plantados en la tierra, atentos a las situaciones concretas del prójimo y, al mismo tiempo, teniendo siempre el corazón en el cielo, sumergido en la misericordia de Dios.
Queridos amigos, a la luz de la Palabra de Dios de este domingo, os invito a invocar a la Virgen María con el título de Madre de la divina Providencia. A ella le encomendamos nuestra vida, el camino de la Iglesia y las vicisitudes de la historia. En particular, invocamos su intercesión para que todos aprendamos a vivir siguiendo un estilo más sencillo y sobrio en la actividad diaria y en el respeto de la creación, que Dios ha encomendado a nuestra custodia.
Francisco, papa
Ángelus (02-03-2014): La Divina Providencia
domingo 2 de marzo de 2014En el centro de la liturgia de este domingo encontramos una de las verdades más consoladoras: la divina Providencia. El profeta Isaías la presenta con la imagen del amor materno lleno de ternura, y dice así: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (49, 15). ¡Qué hermoso es esto! Dios no se olvida de nosotros, de cada uno de nosotros. De cada uno de nosotros con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Qué buen pensamiento... Esta invitación a la confianza en Dios encuentra un paralelo en la página del Evangelio de Mateo: «Mirad los pájaros del cielo —dice Jesús—: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta... Fijaos cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 26.28-29).
Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones precarias, o totalmente en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias. Pero en realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos señores: Dios y la riqueza. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Debemos escuchar bien esto. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Si, en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.
Un corazón ocupado por el afán de poseer es un corazón lleno de este anhelo de poseer, pero vacío de Dios. Por ello Jesús advirtió en más de una ocasión a los ricos, porque es grande su riesgo de poner su propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios. En un corazón poseído por las riquezas, no hay mucho sitio para la fe: todo está ocupado por las riquezas, no hay sitio para la fe. Si, en cambio, se deja a Dios el sitio que le corresponde, es decir, el primero, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, incluso recientes, en la historia de la Iglesia. Y así la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas sólo para sí, sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible en este gesto de solidaridad. Si, en cambio, alguien acumula sólo para sí, ¿qué sucederá cuando sea llamado por Dios? No podrá llevar las riquezas consigo, porque —lo sabéis— el sudario no tiene bolsillos. Es mejor compartir, porque al cielo llevamos sólo lo que hemos compartido con los demás.
La senda que indica Jesús puede parecer poco realista respecto a la mentalidad común y a los problemas de la crisis económica; pero, si se piensa bien, nos conduce a la justa escala de valores. Él dice: «¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?» (Mt 6, 25). Para hacer que a nadie le falte el pan, el agua, el vestido, la casa, el trabajo, la salud, es necesario que todos nos reconozcamos hijos del Padre que está en el cielo y, por lo tanto, hermanos entre nosotros, y nos comportemos en consecuencia. Esto lo recordaba en el Mensaje para la paz del 1 de enero: el camino para la paz es la fraternidad: este ir juntos, compartir las cosas juntos.
A la luz de la Palabra de Dios de este domingo, invoquemos a la Virgen María como Madre de la divina Providencia. A ella confiamos nuestra existencia, el camino de la Iglesia y de la humanidad. En especial, invoquemos su intercesión para que todos nos esforcemos por vivir con un estilo sencillo y sobrio, con la mirada atenta a las necesidades de los hermanos más carecientes.
Ángelus (26-02-2017): Fiarse de Dios.
domingo 26 de febrero de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página evangélica del día de hoy (cf. Mateo 6, 24—34) es un fuerte reclamo a fiarse de Dios —no olvidar: fiarse de Dios— quien cuida de los seres vivientes en la creación. Él provee la comida para todos los animales, se preocupa de los lirios y de la hierva del campo (cf. vv. 26-28); su mirada benéfica y solícita vela cotidianamente en nuestra vida. Esta pasa bajo la angustia de muchas preocupaciones, que pueden quitar serenidad y equilibrio; pero esta angustia es a menudo inútil, porque no logra cambiar el curso de los acontecimientos. Jesús nos exhorta con insistencia a no preocuparnos del mañana (cf. vv. 25.28.31), recordando que por encima de todo está un Padre amoroso que no se olvida nunca de sus hijos: fiarse de Él no resuelve mágicamente los problemas, pero permite afrontarlos con el estado de ánimo adecuado, valientemente, soy valiente porque me fío de mi Padre que cuida de todo y que me quiere mucho.
Dios no es un ser lejano y anónimo: es nuestro refugio, la fuente de nuestra serenidad y de nuestra paz. Es la roca de nuestra salvación, a la que podemos aferrarnos con la certeza de no caer; ¡quien se aferra a Dios no cae nunca! Es nuestra defensa del mal siempre al acecho. Dios es para nosotros el gran amigo, el aliado, el padre, pero no siempre nos damos cuenta. No nos damos cuenta de que nosotros tenemos un amigo, un aliado, un padre que nos quiere, y preferimos apoyarnos en bienes inmediatos que nosotros podemos tocar, en bienes contingentes, olvidando, y a veces rechazando, el bien supremo, es decir, el amor paterno de Dios. ¡Sentirlo Padre en esta época de orfandad es muy importante! En este mundo huérfano, sentirlo Padre. Nosotros nos alejamos del amor de Dios cuando vamos hacia la búsqueda obsesiva de los bienes terrenos y de las riquezas, manifestando así un amor exagerado a estas realidades.
Jesús nos dice que esta búsqueda frenética es una ilusión y motivo de infelicidad. Y da a sus discípulos una regla de vida fundamental: «Buscad primero su Reino» (v. 33). Se trata de realizar el proyecto que Jesús ha anunciado en el Discurso de la montaña, fiándose de Dios que no decepciona —muchos amigos o muchos que nosotros creíamos amigos, nos han decepcionado; ¡Dios nunca decepciona—; trabajar como administradores fieles de los bienes que Él nos ha donado, también esos terrenos, pero sin «sobreactuar» como si todo, también nuestra salvación, dependiera solo de nosotros. Esta actitud evangélica requiere una elección clara, que el pasaje de hoy indica con precisión: «No podéis servir a Dios y al dinero» (v. 24). O el Señor, o los ídolos fascinantes pero ilusorios. Esta elección que estamos llamados a realizar repercute después en muchos de nuestros actos, programas y compromisos. Es una elección para hacer de forma neta y que hay que renovar continuamente, porque las tentaciones de reducir todo a dinero, placer y poder son apremiantes. Hay muchas tentaciones para esto.
Mientras que honorar a estos ídolos lleva a resultados tangibles aunque fugaces, elegir por Dios y por su Reino no siempre muestra inmediatamente sus frutos. Es una decisión que se toma en la esperanza y que deja a Dios la plena realización. La esperanza cristiana tiende al cumplimiento futuro de la promesa de Dios y no se detiene frente a ninguna dificultad, porque está fundada en la fidelidad de Dios, que nunca falta. Es fiel, es un padre fiel, es un amigo fiel, es un aliado fiel.
La Virgen María nos ayude a fiarnos del amor y la bondad del Padre celeste, a vivir en Él y con Él. Este es el presupuesto para superar los tormentos y las adversidades de la vida, y también las persecuciones como nos demuestra el testimonio de muchos hermanos y hermanas nuestros.
Congregación para el Clero
Homilía
Continúa el discurso de la montaña, que ya la liturgia nos ha presentado los anteriores domingos.
El marco de esta parte del discurso está constituido por una notable atención a la creación, como signo de la presencia del Misterio Creador. Jesús invita con renovada insistencia a una total confianza en Dios, y no en las cosas o en las dinámicas del mundo, como punto de apoyo real del abandono confiado y de la vida nueva introducida por Él en el mundo.
El discípulo que se deja absorber completamente, casi de modo obsesivo, por la materialidad de la existencia (de la obsesión por «la comida» y por «el vestido»), revela una fe incierta y vacilante, que no ha hecho experiencia todavía y por tanto no da razón apropiadamente del amor paternal de Dios; el cual cuida de los propios hijos, con el amor y la ternura de una madre, mucho más allá de cualquier expectativa humana, como nadie más lo podría hacer.
En realidad, haciendo eco al texto de Isaías de la primera lectura, podríamos afirmar que la atención que Dios tiene para con el hombre supera a la de una madre con respecto a su hijo. Efectivamente leemos en el texto: «aunque hubiera una madre que se olvidase, yo no te olvidaré jamás».
El cristiano está pues continuamente llamado a vigilar sobre la tentación de «atar el corazón» a lo que a la vida no puede bastar; a la necesidad de hacer una elección: entre basar la propia existencia en la mentira ilusoria de las «cosas del mundo» o confiarse totalmente a Aquel que mucho más que cualquier otro lo ama y que proveerá, paternalmente, también a sus necesidades, en la óptica del uso de los bienes terrenales al servicio del Reino. Ésta es la única pobreza que la Iglesia, desde hace dos mil años vive y propone a todos los hombres.
La página del Evangelio se abre con una advertencia que constituye la llave hermenéutica de fondo: no se puede servir al mismo tiempo a dos señores, porque se acabará inevitablemente por amar a uno y odiar el otro.
El hombre aferrado a las cosas del mundo, corre el riesgo de acabar como esclavo del mundo, porque el mundo siempre cobra un precio a cambio de cuánto, falsamente, otorga; mientras que quién elige servir a Dios, experimentará la verdadera libertad, ya que el único «Señor» que libera es sólo el Dios de la vida.
Quien elige la primera vía podría incluso poseer riquezas, pero estará afligido en el corazón y en la conciencia; quien sigue en cambio la segunda, puede descubrir un sabor particular de la vida, una gozosa y segura satisfacción y una inesperada libertad, hecha de alegría y de paz interior.
Porque a final de cuentas, ¿qué persona con sentido común podría pensar que realmente un objeto material cualquiera, por el solo hecho de poseerlo, puede cambiar algo de lo que ella es?
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Dios o el dinero
«No podéis servir a Dios y al dinero». Ha llegado a convertirse en un lugar común el hablar del dinero como ídolo. Sin embargo, es una trágica realidad. Se sirve al dinero, se vive para él, se piensa constantemente en él, en él se busca la seguridad... No es casual que la Sagrada Escritura hable tantas veces del peligro de las riquezas. El apego al dinero, el deseo de tener, enfría y debilita la fe y acaba por destruirla. «La raíz de todos los males es el afán de dinero» (1Tim 6,10).
«Ya sabe vuestro Padre...» La actitud opuesta a la codicia es la confianza. Jesús exhorta una y otra vez a no preocuparnos. Lo mismo que el niño no se preocupa porque cuenta con sus padres, el verdadero creyente no se deja dominar por las preocupaciones: es real que Dios es Padre, que sabe lo que necesitamos, que se ocupa de nosotros, que nos ama... Si de verdad creemos, contaremos con Dios para todo. Ni un solo cabello de nuestra cabeza cae sin su permiso. Si cuida de las flores y de los pajarillos, ¡cuánto más de sus hijos queridos! En la medida en que uno no confía, inevitablemente se afana y se preocupa.
«Sobre todo buscad el Reino de Dios». Lo principal es lo que dejamos en segundo plano para preocuparnos de lo secundario. Pero Jesús insiste: si buscamos a Dios por encima de todo, también lo secundario nos será dado. Lo único absoluto y necesario es dejar a Dios reinar en nuestra vida. Lo demás –que tanto nos preocupa– nos será regalado cuando y como Dios quiera, del modo mejor para nosotros. La experiencia de los santos y de multitud de cristianos durante XX siglos lo atestigua sobradamente...
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Hemos de utilizar los bienes temporales de modo que no perdamos los eternos. Ése es el espíritu cristiano, que se opone a la mentalidad del mundo, materialista, hedonista y consumista, y que supera con la gracia divina.
–Isaías 49,14-15: Aunque tu madre te olvide, yo no te olvidaré. La providencia permanente de Dios sobre nosotros es un gran misterio. Es el ejercicio de un amor entrañable, que supera infinitamente nuestra misma capacidad de comprensión. El Señor jamás nos olvida. Israel, estando en el exilio, se sintió como olvidado y abandonado de Yahvé. Pero el Señor, por sus profetas, le hace ver lo contrario: es imposible que una madre olvide a su hijo; pero aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré, dice el Señor. A la luz de esa fe, Casiano ve que todo es providencia amorosa de Dios:
«Conviene que creamos con una fe incondicional que nada acontece en el mundo sin la intervención de Dios. Debemos reconocer, en efecto, que todo sucede o por su voluntad o por su permisión. El bien, por su voluntad, mediante su ayuda; el mal por su permisión» (Colaciones 3,20).
En la Carta de Bernabé leemos:
«Cualquier cosa que te suceda recíbela como un bien, consciente de que nada pasa sin que Dios lo haya dispuesto» (19).
–Es lo que confesamos en el Salmo 61: «Sólo en Dios descansa mi alma, porque de Él viene mi salvación; sólo Él es mi Roca y mi salvación, mi alcázar. No vacilaré».
–2 Corintios 4,1-5: El Señor manifestará los designios de cada corazón. El amor providente de Dios se ha servido de otras criaturas para nuestra salvación; pero es siempre Él quien nos salva y nos juzga. Él nos habla y nos guía por medio de sus enviados, que han de ser fieles al mensaje recibido. Escribe San Jerónimo:
«Cuando el pueblo sea llevado al cautiverio, porque no tuvo ciencia, y perezca de hambre y arda de sed, y el infierno agrande su alma; cuando bajen los fuertes y los altos y gloriosos a lo profundo, y sea humillado el hombre, y haya recibido conforme a sus méritos, entonces el Señor será exaltado en el juicio, que antes parecía injusto; y Dios santo será santificado por todos en la justicia...
«Por eso debemos cuidar de no adelantarnos al juicio de Dios, juicio grande e inescrutable, y del cual dice el Apóstol: «inestimables son sus juicios e imposibles de conocer sus caminos» (Rom 11, 35). «Él iluminará las cosas ocultas en las tinieblas y abrirá los pensamientos de los corazones» (1 Cor 4,5)» (Comentario sobre el profeta Isaías 3,6).
–Mateo 6,24-34: No os angustiéis por el mañana. El verdadero cristiano se distingue del pagano en que éste ignora el amor providente del Padre, y aquél en cambio vive confiado en su insondable providencia amorosa, solo empeñado en ser fiel a los planes divinos de salvación. Comenta San Juan Crisóstomo:
«Una vez, pues, que por todos estos caminos nos ha mostrado el Señor la conveniencia de despreciar la riqueza –para guardar la riqueza verdadera, la felicidad del alma, para la adquisición de la sabiduría y para la seguridad de la piedad–, pasa después a demostrarnos que es posible aquello mismo a que nos exhorta. Porque éste es señaladamente oficio del buen legislador; no sólo ordenar lo conveniente, sino hacerlo también posible.
«Por eso prosigue el Señor diciendo: «no os preocupéis... sobre qué comeréis». No quiso que nadie pudiera objetarle: «¡Muy bien! Si todo lo tiramos, ¿cómo podremos vivir?» Contra semejante reparo va ahora el Señor a decir muy oportunamente: «no os preocupéis»... Si de lo que fue criado por amor nuestro tiene Dios tanta providencia, mucho mayor la tendrá de nosotros mismos. Si así cuida de los criados, mucho más cuidará del señor... No dijo el Señor que no haya que sembrar, sino que no hay que andar preocupados; no que no haya que trabajar, sino que no hay que ser pusilánimes, ni dejarse abatir por las inquietudes. Sí, nos mandó que nos alimentáramos, pero no que anduviéramos angustiados por el alimento» (Homilía 21,2 y 3).
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo 5
-El deber de la imprevisión (Mt 6, 24-34)
Un libro ya antiguo llevaba este título: "EI deber de la imprevisión". Este es el tema del evangelio de este día. No es que recomiende al cristiano la negligencia y la indiferencia en lo que respecta a sus asuntos o a la seguridad de su familia. Se trata de algo completamente distinto; sin embargo este "algo completamente distinto" puede extenderse incluso a fiarse del Señor y, en ciertos casos, hasta a abandonar la habitual prudencia basada en criterios meramente humanos. Cuando en los Diálogos de san Gregorio se cuenta cómo el despensero del monasterio se negó a dar a un pobre mendigo el poco de aceite que quedaba para las necesidades de los Hermanos, y cómo san Benito, encendido en santa cólera ante esta negativa, tomó la alcuza para arrojarla por la ventana, tras de lo cual todos los recipientes destinados a contener el aceite de la casa se llenaron hasta rebosar, los Diálogos, legendarios o no, tratan de inculcar cierto deber de imprevisión. Pero los Diálogos, lo mismo que el evangelio, quieren hacer especial hincapié en lo único necesario: la primacía que se debe conceder al servicio de Dios, ya se tribute éste directamente a El o ya a través del prójimo. El ideal evangélico de san Francisco de Asís y el de muchas asociaciones contemporáneas, incluso fuera de las Ordenes religiosas, consiste en la búsqueda del desinterés en beneficio de la exclusividad en el servicio de Dios y del Reino.
Raras veces se dirige un evangelio al mundo y a los cristianos de hoy, de una manera tan clara, y nos atreveríamos a decir que tan "brutal". No servir a dos señores. Final de un compromiso que no puede engañar a Dios. El celo de Dios es un tema predilecto del Antiguo Testamento, y en el Éxodo se aplica este calificativo cinco veces al Señor, quien se designa a sí mismo ante Moisés como un "Dios celoso" (Ex 20, 5). Lo mismo leemos en el Decálogo: "El Señor es un Dios celoso" (Ex 34, 14). Por lo que al Deuteronomio se refiere, emplea tres veces este calificativo para designar con él al Señor (Dt 4, 24- 5, 9; 6, 15). El proverbio citado aquí por Jesús alude al mismo tema de un Dios celoso y al celo de Dios, sobre todo en lo relativo a adorar a otros dioses. El Deuteronomio, por ejemplo muestra cómo el pueblo excita al celo de Dios, por adorar a dioses extraños (Dt 32, 16).
En nuestro texto, la oposición se expresa en términos sencillos: el dinero que toma figura de dios: Mammona. Pero en realidad se trata de una oposición entre lo que es definitivo y eterno y lo que es frágil, pasajero, baladí y perecedero: el dinero. Para el cristiano existe una absoluta incompatibilidad entre la inquietud angustiosa por el mañana y la búsqueda del Reino. Por otra parte, en la segunda parte del pasaje que hoy se nos proclama, el Señor insiste en este Reino. Nuevamente se impone la incondicionalidad que debería distinguir al cristiano. Se nos vienen a la mente las Bienaventuranzas, especialmente la que se promete al pobre. Se trata de ser libres para poder entrar en el Reino; por eso le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino (Mt 19, 23). La Escritura está preocupada con el tema de la riqueza y del rico. Es normal; con eso tocamos uno de los puntos más sensibles del mundo de ayer y de hoy. Por eso insiste la Biblia en la inutilidad de la riqueza, cuando se sabe reflexionar sobre el fin del hombre. Señalemos aquí las fuertes expresiones de la Escritura cuando considera la riqueza: "engulló riquezas, las vomitará" (Job 20, 15); "el hombre no perdura en la opulencia, sino que perece como los animales" (Sal 48, 13); "el precio de un hombre es su riqueza" (Prov 13, 8); "ni la plata ni el oro pueden salvar" (Sof 1, 18). En contraposición con esta riqueza, inútil para la salvación e incluso perjudicial puesto que impide prestar oído a la Palabra (Mc 4, 18-19; Lc 8, 14), la Escritura presenta lo que constituye la verdadera riqueza: "EI Señor es su heredad" (Dt l0, 9); "tendrás un tesoro en el cielo" (Mc 10, 21); el papel del apóstol es anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo (Ef 3, 8).
La intencionada incondicionalidad no puede conseguirse sin una fe profunda en la Providencia de Dios y sin una clara visión de nuestro verdadero destino. Cuando san Pablo escribe a los Filipenses: "El Señor está cerca. Nada os preocupe" (Flp 4, 5-6), apela a esta fe viva; fe viva, fe en el Reino que llega.
Hay que rechazar por lo tanto toda inquietud temporal, para creer en la Providencia y dedicarse a buscar el Reino.
La Liturgia de las Horas ha elegido, para este domingo, un pasaje del Comentario de san Gregorio al libro de Job: "Todo el que anhela la patria eterna vive con simplicidad y honradez; con simplicidad en sus obras, con honradez en su fe; con simplicidad en las buenas obras que realiza aquí abajo, con honradez por su intención que tiende a las cosas de arriba. Hay algunos, en efecto, a quienes les falta simplicidad en las buenas obras que realizan, porque buscan no la retribución espiritual, sino el aplauso de los hombres. Por esto dice con razón uno de los libros sapienciales: ¡Ay del hombre que va por dos caminos! Va por dos caminos el hombre pecador que, por una parte, realiza lo que es conforme a Dios, pero, por otra, busca con su intención un provecho mundano" (PL 75, 529-530, 543-544).
-Dios no nos olvida (Is 49, 14-15)
Isaías ha encontrado imágenes vigorosas para subrayar con ellas la preocupación continua de Dios por nosotros: "Aunque fuera posible que una madre se olvidara de su criatura, el Señor no podría olvidarnos a nosotros". Imposible sería mencionar aquí todos los pasajes en que la Escritura habla de Dios como de un Padre. El Nuevo Testamento insistirá aún más en ello, al desarrollar el tema de nuestra adopción.
El salmo 61, elegido como responsorio, canta nuestro abandono en el Señor, nuestro único refugio:
Dios es mi refugio,
Pueblo suyo, confiad en él;
desahogad ante él vuestro corazón.
Al celebrar la Eucaristía, no podemos por menos de pensar en las palabras del evangelio proclamado hoy, en el que el Señor nos pedía que no nos preocupemos del alimento terreno. Ahora, como lo hizo cuando multiplicó los panes, él mismo nos alimenta con su cuerpo y con su sangre, y sabemos que el que come esta carne y bebe esta sangre permanece en Dios y Dios en él (Jn 6, 56).
No por eso es menos cierto que las anteriores reflexiones podrían parecer piadosa palabrería a muchos cristianos de hoy. Tendrían razón si nosotros descuidáramos no el contraer compromiso, sino el tratar de hacer una síntesis realista de las exigencias del evangelio y las de la vida.
¿En qué debería consistir para un cristiano de hoy el deber de la imprevisión?
Ciertamente no se confunde con el desinterés por el progreso del mundo y por el bienestar de la sociedad. En este nivel interviene, por el contrario, la palabra de Cristo. Si desde el relato del Génesis, Dios hace de los hombres los colaboradores de la creación -"Creced y multiplicaos"-, es porque con ello intenta que se interesen por el mundo y se preocupen por él. El cristiano no puede eximirse de interesarse activamente por el progreso del mundo, sean progresos técnicos o sociales. Desinteresarse del progreso técnico y social del mundo con el pretexto de que Jesús recomienda que se busque el Reino y que no se esté preocupado por las cosas pasajeras, sería no haber entendido nada del evangelio de este día. Cuando el cristiano presta su ayuda para lograr el progreso del mundo, si pone en ello todas sus cualidades humanas al servicio de todos, es decir primero al servicio de su propia familia, incluyéndola en las necesidades del mundo entero y sin reservar exclusivamente para ella sus cualidades y esfuerzos, sino abriéndose a las necesidades del mundo, entonces se puede decir que ese cristiano sirve a Dios y no a Mammona. Desde el momento en que el cristiano comprometido en el progreso técnico, social y político no reserva sus esfuerzos para lograr solamente su honor, su riqueza personal, el relieve y el autoritarismo de su grupo, sino que busca ante todo la promoción humana en la línea de Dios se coloca perfectamente en lo que Dios ha querido, y no está dividido. Se reconoce que esta actitud es difícil; que está sujeta a continuas revisiones de vida es también evidentísimo. Una elección como la que se impone a todo cristiano, supone una verdadera humildad de conciencia y una continua prontitud para abandonar unos caminos que pueden parecer normales pero que, en realidad e inconscientemente, son desViaciones del sentido cristiano de la actividad del hombre. Aquí debería intervenir una verdadera comunidad cristiana en la que cada uno de sus miembros pudiera someter su problema a un juicio cristiano de valor, no apasionado ni politizado, sino que no tuviera más criterio que el del Reino, último punto de referencia.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. Los dos amos.
El evangelio de hoy puede parecernos difícil de comprender, pues ¿cómo puede alguien no preocuparse del mañana? Eso significaría probablemente condenarse a morir de hambre. ¿Cómo no preocuparse al menos del porvenir de los hijos, de la propia familia? Más aún: si Dios alimenta a los pájaros y viste a las flores, ¿por qué deja morir de hambre o vegetar en una miseria indecible a tantos hombres? Si estas preguntas surgen en nosotros espontáneamente, entonces hemos de tener en cuenta que todo este evangelio tiene el siguiente título: dos amos; dos señores que en el fondo son incompatibles, y debemos elegir uno de ellos para servirle. Uno es Dios, del que procede todo bien y, según la parábola de los talentos, nos entrega sus bienes también para que los administremos y se los devolvamos aumentados, con intereses. El otro es el bienestar entendido como valor supremo, y ya se sabe que un bien supremo siempre es elevado al rango de una divinidad. Aquí se indica que el hombre no puede tener al mismo tiempo dos bienes supremos, dos fines últimos, sino que debe elegir. Debe jerarquizarlos, de modo que, en el caso de una prueba decisiva, quede claro cuál de ellos prefiere.
2. "Me ha abandonado el Señor".
Así se lamenta Sión en la primera lectura, así se lamentan también hoy centenares de miles de personas que sufren en la indigencia o en desgracia. Así gritó también Jesús sobre la cruz, en el momento del oscurecimiento de su espíritu. Se sentía abandonado por Dios, porque quería experimentar y sufrir hasta el fondo nuestro auténtico abandono: no el de nuestra indigencia terrena, sino el de nuestro rechazo de Dios, el de nuestro pecado. La respuesta de Dios es la de una suprema solicitud amorosa que supera incluso a la que una madre tiene por el hijo de sus entrañas. Por eso Jesús, antes de entrar en las tinieblas de nuestro pecado, ya sabía esto: «Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os dispersaréis cada cual por su lado y a mí me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre» (/Jn/16/32). El Padre estará a su lado más que nunca cuando llegue la hora de la cruz, pero a Jesús ya no le estará permitido saberlo. El está con los pobres, los oprimidos y los hambrientos más que con los ricos y opulentos, está más con el pobre Lázaro que con el rico epulón, con Job más que con sus amigos; pero pertenece a su servicio supremo, a imitación del Crucificado, el que todos los pobres profieran su grito de angustia -por la salvación del mundo- en el sentimiento del abandono.
3. Dejar todo en manos de Dios.
La actitud decisiva en este sentido la describe Pablo en la segunda lectura. «Ni siquiera yo me pido cuentas». Ni siquiera sobre la situación que Dios me asigna: si soy reconocido como administrador de los misterios de Dios o llevado ante el tribunal. Ni siquiera sobre si soy culpable ante Dios o no. Incluso si no fuera consciente de ningún pecado, no por ello me consideraría justo, «mi juez es el Señor». Esto significa «buscar sobre todo el reino de Dios y su justicia», y no el propio bienestar material o espiritual. Pablo ha trabajado para ganarse el pan. Los siervos de la parábola tienen que esforzarse para acrecentar los bienes que les ha confiado el Señor. La pereza no es precisamente «dejar todo en manos de Dios». Pero los buenos siervos no trabajan para aumentar su bienestar personal, sino para acrecentar las propiedades de su Señor. Y esto sin especular de antemano con el salario, pues éste está escondido en el «dejarlo todo»: «lo demás se os dará por añadidura».