Domingo VII Tiempo de Pascua (A) – Homilías
/ 28 mayo, 2017 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 1, 12-14: Perseveraban unánimes en la oración
Sal 26, 1bcde. 4. 7-8ab: Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida
1 Pe 4, 13-16: Si os ultrajan por el nombre de Cristo, bienaventurados vosotros
Jn 17, 1-11a: Padre, glorifica a tu Hijo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Regina Caeli (04-05-2008)
domingo 4 de mayo de 2008Hoy se celebra en varios países, entre los cuales Italia, la solemnidad de la Ascensión de Cristo al cielo, misterio de la fe que el libro de los Hechos de los Apóstoles sitúa cuarenta días después de la resurrección (cf. Hch 1, 3-11); por eso, en el Vaticano y en algunas naciones del mundo ya se celebró el jueves pasado. Después de la Ascensión, los primeros discípulos permanecieron reunidos en el Cenáculo, en torno a la Madre de Jesús, en ferviente espera del don del Espíritu Santo, prometido por Jesús (cf. Hch 1, 14). En este primer domingo de mayo, mes mariano, también nosotros revivimos esta experiencia, experimentando más intensamente la presencia espiritual de María. La plaza de San Pedro se presenta hoy como un «cenáculo» al aire libre, lleno de fieles, en gran parte miembros de la Acción católica italiana, a los cuales me dirigiré después de la oración mariana del Regina caeli.
En sus discursos de despedida a los discípulos, Jesús insistió mucho en la importancia de su «regreso al Padre», coronamiento de toda su misión. En efecto, vino al mundo para llevar al hombre a Dios, no en un plano ideal —como un filósofo o un maestro de sabiduría—, sino realmente, como pastor que quiere llevar a las ovejas al redil. Este «éxodo» hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó totalmente por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios.
Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo «exaltó» (Flp 2, 9), restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, «en ella tenemos como una ancla de nuestra alma» (Hb 6, 19), una ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido.
¿Y qué es lo que más necesita el hombre de todos los tiempos, sino esto: una sólida ancla para su vida? He aquí nuevamente el sentido estupendo de la presencia de María en medio de nosotros. Dirigiendo la mirada a ella, como los primeros discípulos, se nos remite inmediatamente a la realidad de Jesús: la Madre remite al Hijo, que ya no está físicamente entre nosotros, sino que nos espera en la casa del Padre. Jesús nos invita a no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos, unidos en la oración, para invocar el don del Espíritu Santo. En efecto, sólo a quien «nace de lo alto», es decir, del Espíritu Santo, se le abre la entrada en el reino de los cielos (cf. Jn 3, 3-5), y la primera «nacida de lo alto» es precisamente la Virgen María. Por tanto, nos dirigimos a ella en la plenitud de la alegría pascual.
Homilía (05-06-2011): Permanecer juntos
domingo 5 de junio de 2011[...] Hemos celebrado hace poco la Ascensión del Señor, y nos preparamos para recibir el gran don del Espíritu Santo. Hemos escuchado en la primera lectura cómo la comunidad apostólica estaba reunida en oración en el Cenáculo, con María, la madre de Jesús (cf. Hch 1,12-14). Esto es un retrato de la Iglesia, que hunde sus raíces en el acontecimiento pascual. En efecto, el Cenáculo es el lugar en el que Jesús instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, en la Última Cena; y donde, resucitado de entre los muertos, derramó el Espíritu Santo sobre los Apóstoles la tarde de Pascua (cf. Jn 20,19-23). El Señor había ordenado a sus discípulos «que no se alejaran de Jerusalén sino «aguardad que se cumpla la promesa del Padre»» (Hch 1,4); es decir, les había pedido que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1,14). Permanecer juntos fue la condición puesta por Jesús para recibir la llegada del Paráclito, y la oración prolongada fue el presupuesto de su concordia. Encontramos aquí una formidable lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una atenta programación y de su sagaz puesta en práctica mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra es necesaria su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia, al que se ha de invocar y acoger.
En el Evangelio hemos escuchado la primera parte de la llamada «oración sacerdotal» de Jesús (cf. Jn 17,1-11a) –como conclusión de su discurso de despedida– llena de confianza, dulzura y amor. Se llama «oración sacerdotal» porque en ella Jesús se presenta en la actitud del sacerdote que intercede por los suyos, en el momento en que está a punto de dejar este mundo. El pasaje está presidido por el doble tema de la hora y de la gloria. Se trata de la hora de la muerte (cf. Jn 2,4; 7,30; 8,20), la hora en la que Cristo debe pasar de este mundo al Padre (13,1). Pero, al mismo tiempo, es también la hora de su glorificación que se cumple por la cruz, y que el evangelista Juan llama «exaltación», es decir, ensalzamiento, elevación a la gloria: la hora de la muerte de Jesús, la hora del amor supremo, es la hora de su gloria más alta. También para la Iglesia, para cada cristiano, la gloria más alta es aquella Cruz, es vivir la caridad, don total a Dios y a los demás.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. Jesús implora el Espíritu.
El evangelio de hoy contiene el comienzo de la gran plegaria de Jesús al despedirse de este mundo y podemos comprenderlo, en el sentido de los días previos a Pentecostés, como una oración de Jesús al Padre para pedirle que envíe al Espíritu. Jesús pronuncia esta oración en el momento de pasar de este mundo al Padre: «Yo ya no voy a estar en el mundo, voy a ti» (v. 11). Ya le había sido dado «el poder sobre toda carne», pero sólo podía revelar a unos pocos el nombre del Padre y con él la vida eterna. Jesús tiene que rezar por ellos, ahora que se va; y lo hace para que comprendan realmente lo que significa ser uno en él como él es uno con el Padre. Comprender eso sólo será posible mediante el envío del Espíritu, y este envío sólo será posible a su vez cuando Jesús haya «coronado su obra» y transmitido el Espíritu Santo a su Iglesia. Seguramente Jesús pronunció esta oración antes de su pasión, pero la oración conserva su eterna validez, dado que él es en todo tiempo «nuestro defensor ante el Padre» (1 Jn 2,1), precisamente también en lo que se refiere al Espíritu Santo que ha prometido enviar a los suyos de parte de su Padre (Jn 15, 26).
2. La Iglesia reza para implorar el Espíritu.
La Iglesia hace (en la primera lectura) lo que Jesús le ha mandado: como discípulos de Jesús, junto con María, algunas mujeres y los hermanos de Jesús, los apóstoles «se dedican a la oración en común» para implorar el Espíritu prometido. No tenemos ningún derecho a menospreciar esta orden expresa del Señor, opinando, por ejemplo, que el bautizado que no es consciente de ningún pecado grave posee sin más el Espíritu Santo. Este, como Espíritu Santo que es, sólo puede entrar en los que son «pobres en el espíritu» (Mt 5,3), es decir: en aquellos que tienen su propio espíritu vacío y limpio o lo vacían para hacer sitio al Espíritu de Dios. La oración de la comunidad reunida implora esta pobreza para tener sitio para la riqueza del Espíritu. No deja de ser maravilloso que María, el receptáculo perfectamente pobre del Espíritu Santo, se encuentre entre los que rezan para completar con su oración perfecta toda oración raquítica e imperfecta. Por medio de ella la invocación del don del cielo se torna perfecta y es oída infaliblemente.
3. La Iglesia que ama es la que mejor reza.
La carta de Pedro (segunda lectura) añade una nota más. Repite una de las bienaventuranzas del Señor: «Si os ultrajan por el nombre de Cristo, dichosos vosotros»; y añade inmediatamente: «porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros». Es como si el padecimiento de la humillación por amor a Cristo fuera ya en sí una oración para implorar el Espíritu, una oración que es escuchada al instante. Sí, es una oración que quizá hace ya que no soportemos nuestros padecimientos en el abatimiento o en la rebelión, sino en el Espíritu de Dios. Esto, que visto con los ojos del mundo es una vergüenza, no debe ser percibido por el cristiano como algo de lo que hay que «avergonzarse»; el cristiano debe saber más bien que es precisamente así como da gloria a Dios. Los Hechos de los Apóstoles lo confirmarán en muchos pasajes, así como las vidas de los múltiples santos que han existido a lo largo de la historia de la Iglesia. En efecto: es siempre la Iglesia perseguida y humillada la que puede rezar más eficazmente para implorar el Espíritu.