Domingo VI Tiempo de Pascua (A) – Homilías
/ 24 mayo, 2014 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Hch 8, 5-8. 14-17: Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo
Sal 65, 1b-3a. 4-5. 6-7a. 16 y 20: Aclamad al Señor, tierra entera
1 Pe 3, 15-18: Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu
Jn 14, 15-21: Le pediré al Padre que os dé otro Paráclito
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (09-05-1999): Amar a Cristo es el fin último de nuestra existencia
domingo 9 de mayo de 19991. «¡Qué grandes son tus obras, Señor!».
El salmo responsorial de la liturgia de hoy es un cántico de gloria al Señor por las obras que ha realizado. Es una alabanza y una acción de gracias por la creación, obra de arte de la bondad divina, y por los prodigios que el Señor hizo en favor de su pueblo, liberándolo de la esclavitud de Egipto y guiándolo a través del mar Rojo.
¿Qué decir, además, de la obra, aún más extraordinaria, de la encarnación del Verbo, que llevó a plenitud el designio originario de la salvación humana? En efecto, el proyecto del Padre celestial se lleva a cabo con la muerte y la resurrección de Jesús, y abraza a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos. Como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, Cristo «murió (...) por los pecados; (...) el inocente por los culpables. (...) Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida» (1 P 3, 18).
Cristo crucificado y resucitado: éste es el gran anuncio pascual que todo creyente está llamado a proclamar y testimoniar con valentía.
Antes de dejar esta tierra, el Redentor anuncia a sus discípulos la venida del Paráclito: «Yo pediré al Padre que os dé otro Consolador, que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros» (Jn 14, 16-17). Desde entonces, el Espíritu anima a la Iglesia y la convierte en signo e instrumento de salvación para toda la humanidad. Él obra en el corazón de los cristianos y les hace tomar conciencia del don y de la misión que Cristo resucitado les ha encomendado. El Espíritu impulsó a los Apóstoles a recorrer todos los caminos del mundo entonces conocido para proclamar el Evangelio. De este modo, el mensaje evangélico también llegó aquí, y se ha difundido en Rumanía gracias al testimonio heroico de confesores de la fe y de mártires, del pasado y de nuestro siglo.
[...]
5. «Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él» (Jn 14, 21).
Estas palabras, que Jesús dirigió a sus discípulos la víspera de su pasión, son hoy para nosotros una invitación urgente a proseguir por este camino de fidelidad y amor. Amar a Cristo es el fin último de nuestra existencia: amarlo en las situaciones concretas de la vida, para que se manifieste al mundo el amor del Padre; amarlo con todas nuestras fuerzas, para que se realice su proyecto de salvación y los creyentes lleguen en él a la comunión plena. ¡Que jamás se apague en el corazón este ardiente deseo!
[...] En el umbral del tercer milenio, no tengáis miedo: abrid de par en par las puertas de vuestro corazón a Cristo salvador. Él os ama y está cerca de vosotros; os llama a un renovado compromiso de evangelización. La fe es don de Dios y patrimonio de incomparable valor, que hay que conservar y difundir. Para defender y promover los valores comunes, estad siempre abiertos a una colaboración eficaz con todos los grupos étnico-sociales y religiosos, que componen vuestro país. Que todas vuestras decisiones estén animadas siempre por la esperanza y el amor.
María, Madre del Redentor, os acompañe y proteja, para que podáis escribir nuevas páginas de santidad y de generoso testimonio cristiano en la historia... Amén.
Homilía (05-05-2002): Sólo el amor es creíble
domingo 5 de mayo de 20021. «Queridos hermanos, glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 P 3, 15).
Con estas palabras del apóstol san Pedro, deseo saludaros a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas...
2. Amadísimos hermanos y hermanas, permitidme que, en el marco de esta solemne y festiva celebración eucarística, dirija a vuestra amada comunidad tres palabras importantes, tomándolas de las lecturas bíblicas recién proclamadas.
La primera es: «¡escucha!». La encontramos en el vivo relato del libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se narra que «el gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque había oído hablar de los signos que hacía y los estaba viendo» (Hch 8, 6). La escucha del testigo de Jesús, que habla de él con amor y entusiasmo, produce, como fruto inmediato, la alegría. San Lucas observa: «La ciudad se llenó de alegría» (Hch 8, 8).
[..] Si quieres experimentar también tú esta alegría, ¡permanece a la escucha de la palabra de Dios! Así cumplirás tu misión, caminando bajo la acción del Espíritu Santo. Difundirás el evangelio de la alegría y de la paz, permaneciendo unida a tu obispo y a los sacerdotes, sus primeros colaboradores.
Como sucedió con la comunidad de Samaría, de la que habla la primera lectura, también descenderá sobre ti la efusión abundante del Consolador, el cual, como recuerda el concilio Vaticano II, «mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum, 5).
3. Amadísimos hermanos y hermanas, hay una segunda palabra que quisiera dirigiros, y es: «¡acoge!». [Saber reconocer] el valor de la acogida... [Convertirse] en un laboratorio privilegiado de la típica acogida que los discípulos de Cristo están llamados a ofrecer a todos, sea cual sea el país del que procedan y sea cual sea la cultura a la que pertenezcan. Sólo quien ha abierto su corazón a Cristo es capaz de ofrecer una acogida nunca formal y superficial, sino caracterizada por la «mansedumbre» y el «respeto» (cf. 1 P 3, 15).
La fe acompañada por obras buenas es contagiosa y se irradia, porque hace visible y comunica el amor de Dios. Tended a vivir este estilo de vida, escuchando las palabras del apóstol san Pedro, que acabamos de proclamar en la segunda lectura (cf. 1 P 3, 15). Exhorta a los creyentes a estar siempre prontos «para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere». Y añade: «Mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal» (1 P 3, 17).
4. ¡Cuánta sabiduría humana y cuánta riqueza espiritual en estos consejos ascéticos y pastorales, sencillos pero fundamentales! Estos consejos nos llevan a la tercera palabra que quisiera dirigiros: «¡ama!». La escucha y la acogida abren el corazón al amor. El pasaje del evangelio de san Juan que acabamos de leer nos ayuda a comprender mejor esta misteriosa realidad. Nos muestra que el amor es la plena realización de la vocación de la persona según el designio de Dios. Este amor es el gran don de Jesús, que nos hace verdadera y plenamente hombres. «El que acepta mis mandamientos y los guarda -dice el Señor-, ese me ama. Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelará a él» (Jn 14, 21).
Cuando nos sentimos amados, nos resulta más fácil amar. Cuando experimentamos el amor de Dios, estamos más dispuestos a seguir a Aquel que amó a sus discípulos «hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, hasta la entrega total de sí mismo.
La humanidad necesita hoy, tal vez más que nunca, este amor, porque sólo el amor es creíble. La fe inquebrantable en este amor inspira en los discípulos de Jesús de todas las épocas pensamientos de paz, abriendo horizontes de perdón y concordia. Ciertamente, esto es imposible según la lógica del mundo, pero todo resulta posible para quien se deja transformar por la gracia del Espíritu de Cristo, derramada con el bautismo en nuestro corazón (cf. Rm 5, 5).
5. [...] sé dócil y obediente a la palabra de Dios y serás laboratorio de paz y de auténtico amor. Así llegarás a ser una Iglesia cada vez más acogedora, donde todos se sientan como en su casa. Los que vengan a visitarte saldrán fortalecidos en el cuerpo, pero aún más robustecidos en el espíritu.
Bajo la guía iluminada y prudente de tu pastor, sé una comunidad que sepa escuchar, una tierra dispuesta a acoger, y una familia que se esfuerce por amar a todos en Cristo.
Te encomiendo a la Virgen María, Madre del Amor hermoso, para que te ayude a hacer que resplandezca tu identidad de Iglesia de Cristo, de Iglesia del amor.
Amadísima Iglesia..., el soplo del Espíritu de Cristo te impulsa hacia los horizontes ilimitados de la santidad. No temas. Al contrario, rema mar adentro con confianza.
Avanza siempre con confianza.
¡Alabado sea Jesucristo!
Benedicto XVI, papa
Homilía (27-04-2008): El anuncio de Cristo abrió el corazón a la alegría
domingo 27 de abril de 2008Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras que dicen: «Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9, 2). En efecto, a la alegría de celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo espiritual del tiempo de Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo...
La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer inmediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera parte del texto: «La ciudad se llenó de alegría» (Hch 8, 8). Esta expresión no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió algo que «llenó de alegría». ¿Qué es lo que sucedió?
El autor sagrado narra que, para escapar a la persecución religiosa desatada en Jerusalén contra los que se habían convertido al cristianismo, todos los discípulos, excepto los Apóstoles, abandonaron la ciudad santa y se dispersaron por los alrededores. De este acontecimiento doloroso surgió, de manera misteriosa y providencial, un renovado impulso a la difusión del Evangelio. Entre quienes se habían dispersado estaba también Felipe, uno de los siete diáconos de la comunidad...
Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la que se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de forma unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio, Felipe pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en medio de una población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada por los judíos, resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el corazón de cuantos lo acogieron con confianza. Por eso —subraya san Lucas—, aquella ciudad «se llenó de alegría».
Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de meditación. En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisamente en la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La presiden los apóstoles san Pedro y san Juan, dos «columnas» de la Iglesia, que habían acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva comunidad y confirmarla en la fe. Gracias a la imposición de sus manos, el Espíritu Santo descendió sobre cuantos habían sido bautizados.
En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la «Confirmación», el segundo sacramento de la iniciación cristiana...
También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso «movimiento» trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los discípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que mande a los suyos el Espíritu, definido «otro Paráclito» (Jn 14, 16), término griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor. En efecto, el primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación íntima de reciprocidad: «Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros», dice Jesús (Jn 14, 20). Pero todo esto depende de una condición, que Cristo pone claramente al inicio: «Si me amáis» (Jn 14, 15), y que repite al final: «Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él» (Jn 14, 21). Sin el amor a Jesús, que se manifiesta en la observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo la capacidad de recibir y comunicar a Dios.
«Si me amáis». Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras durante la última Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía y el sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto sentido se dirigen a todos... Hoy las volvemos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con mayor coherencia nuestra vocación en la Iglesia... Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda vuestra vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, meditadlas con frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis fieles al amor de Cristo y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su palabra divina «caminará» con vosotros y «crecerá» en vosotros.
Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera carta de san Pedro... Hago mías sus palabras y con afecto os las dirijo: «Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 P 3, 15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, es decir, cultivad una relación personal de amor con él, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y santificar todas las demás relaciones.
«Vuestra esperanza» está vinculada a esta «glorificación», a este amor a Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra esperanza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. Esperanza de vida y de perdón... esperanza de santidad y de fecundidad apostólica... esperanza de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que sufren y para los heridos por la vida.
Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi deseo es que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis siempre testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, respetuosos y convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en esta misión y os proteja siempre la Virgen María, a quien os exhorto a acoger nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al pie de la cruz, como Madre y Estrella de vuestra vida... Amén.
Regina Caeli (29-05-2011): La ciudad se llenó de alegría
domingo 29 de mayo de 2011En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que, tras una primera violenta persecución, la comunidad cristiana de Jerusalén, a excepción de los Apóstoles, se dispersó en las regiones circundantes y Felipe, uno de los diáconos, llegó a una ciudad de Samaría. Allí predicó a Cristo resucitado y numerosas curaciones acompañaron su anuncio, de forma que la conclusión del episodio es muy significativa: «La ciudad se llenó de alegría» (Hch 8, 8). Cada vez nos impresiona esta expresión, que esencialmente nos comunica un sentido de esperanza; como si dijera: ¡es posible! Es posible que la humanidad conozca la verdadera alegría, porque donde llega el Evangelio, florece la vida; como un terreno árido que, regado por la lluvia, inmediatamente reverdece. Felipe y los demás discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo, hicieron en los pueblos de Palestina lo que había hecho Jesús: predicaron la Buena Nueva y realizaron signos prodigiosos. Era el Señor quien actuaba por medio de ellos. Como Jesús anunciaba la venida del reino de Dios, así los discípulos anunciaron a Jesús resucitado, profesando que él es Cristo, el Hijo de Dios, bautizando en su nombre y expulsando toda enfermedad del cuerpo y del espíritu.
«La ciudad se llenó de alegría». Leyendo este pasaje, espontáneamente se piensa en la fuerza sanadora del Evangelio, que a lo largo de los siglos ha «regado», como río benéfico, a tantas poblaciones. Algunos grandes santos y santas han llevado esperanza y paz a ciudades enteras: pensemos en san Carlos Borromeo en Milán, en el tiempo de la peste; en la beata madre Teresa de Calcuta; y en tantos misioneros, cuyos nombres Dios conoce, que han dado la vida por llevar el anuncio de Cristo y hacer que florezca entre los hombres la alegría profunda. Mientras los poderosos de este mundo buscaban conquistar nuevos territorios por intereses políticos y económicos, los mensajeros de Cristo iban por todas partes con el objetivo de llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo, sabiendo que sólo él puede dar la verdadera libertad y la vida eterna. También hoy la vocación de la Iglesia es la evangelización: tanto de las poblaciones que todavía no han sido «regadas» por el agua viva del Evangelio; como de aquellas que, aun teniendo antiguas raíces cristianas, necesitan linfa nueva para dar nuevos frutos, y redescubrir la belleza y la alegría de la fe.
Queridos amigos... confiamos [la misión ad gentes y la nueva evangelización] a la intercesión de María santísima. Que la Madre de Cristo acompañe siempre y en todas partes el anuncio del Evangelio, para que se multipliquen y se amplíen en el mundo los espacios en los que los hombres reencuentren la alegría de vivir como hijos de Dios.
Francisco, papa
Regina Caeli (21-05-2017): El mandamiento más grande
domingo 21 de mayo de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Juan 14, 15-21), continuación del domingo pasado, nos lleva a ese momento conmovedor y dramático que es la Última cena de Jesús con sus discípulos. El evangelista Juan recoge de boca y del corazón del Señor sus últimas enseñanzas, antes de la pasión y de la muerte. Jesús promete a sus amigos, en ese momento triste, oscuro, que, después de Él, recibirán «otro Paráclito» (v. 16). Esta palabra significa otro «Abogado», otro Defensor, otro Consolador: «el Espíritu de la verdad» (v. 17); y añade: «no os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (v. 18). Estas palabras transmiten la alegría de una nueva venida de Cristo: Él, resucitado y glorificado, vive en el Padre y, al mismo tiempo, viene a nosotros en el Espíritu Santo. Y en esta su nueva venida se revela nuestra unión con Él y con el Padre: «comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (v. 20).
Meditando estas palabras de Jesús, nosotros hoy percibimos ser el Pueblo de Dios en comunión con el Padre y con Jesús mediante el Espíritu Santo. En este misterio de comunión, la Iglesia encuentra la fuente inagotable de la propia misión, que se realiza mediante el amor. Jesús dice en el Evangelio de hoy: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (v. 21). Es el amor que nos introduce en el conocimiento de Jesús, gracias a la acción de este «Abogado» que Jesús nos ha enviado, es decir el Espíritu Santo. El amor a Dios y al prójimo es el mandamiento más grande del Evangelio. El Señor hoy nos llama a corresponder generosamente a la llamada evangélica, al amor, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida y dedicándonos al servicio de los hermanos, especialmente a los más necesitados de apoyo y consuelo.
Si existe una actitud que nunca es fácil, no se da por descontado tampoco para una comunidad cristiana, es precisamente la de saberse amar, de quererse en el ejemplo del Señor y con su gracia. A veces los contrastes, el orgullo, las envidias, las divisiones dejan la marca también en el rostro bello de la Iglesia. Una comunidad de cristianos debería vivir en la caridad de Cristo, y sin embargo es precisamente allí que el maligno «mete la pata» y nosotros a veces nos dejamos engañar. Y quienes lo pagan son las personas espiritualmente más débiles. Cuántas de ellas —y vosotros conocéis algunas— cuántas de ellas se han alejado porque no se han sentido acogidas, no se han sentido comprendidas, no se han sentido amadas. Cuántas personas se han alejado, por ejemplo de alguna parroquia o comunidad por el ambiente de chismorreos, de celos, de envidias que han encontrado ahí. También para un cristiano saber amar no es nunca un dato adquirido una vez para siempre; cada día se debe empezar de nuevo, se debe ejercitar porque nuestro amor hacia los hermanos y las hermanas que encontramos se haga maduro y purificado por esos límites o pecados que lo hacen parcial, egoísta, estéril e infiel. Cada día se debe aprender el arte de amar. Escuchad esto: cada día se debe aprender el arte de amar, cada día se debe seguir con paciencia la escuela de Cristo, cada día se debe perdonar y mirar a Jesús, y esto, con la ayuda de este «Abogado», de este Consolador que Jesús nos ha enviado que es el Espíritu Santo.
La Virgen María, perfecta discípula de su Hijo y Señor, nos ayude a ser cada vez más dóciles al Paráclito, al Espíritu de verdad, para aprender cada día a amarnos como Jesús nos ha amado.
Congregación para el Clero
Homilía: Escuchar para amar
Las lecturas de este sexto domingo de Pascua nos permiten proponer algunas consideraciones sobre la «vida cristiana» en la que también nosotros, como discípulos del Resucitado, estamos llamados a «permanecer» (cfr. Jn 14,16).
El texto de los Hechos de los Apóstoles nos sugiere sobre todo de «poner atención a las palabras» que la Iglesia nos anuncia, siendo este el primer paso necesario para entrar y formar parte del cuerpo místico de Cristo: es una acción que implica, como luego se especifica, no sólo la «escucha», sino sobre todo la vista de los «signos» que hacen evidente el contenido del mensaje cristiano (cfr.Hch 8,6). Se trata por lo tanto de una «puerta», que pasada una vez para siempre mediante el Bautismo, tiene la necesidad de ser atravesada cada día, en el «descubrimiento» de que cosa signifique verdaderamente ser discípulo.
Es por esto, que Pedro y Juan, como hemos escuchado, deciden dirigirse a Samaría para imponer las manos a los discípulos de Felipe, con el fin de que recibieran el Espíritu Santo (cfr. Hch 8,17), y por lo tanto la fuerza que por si sola puede hacer capaz al hombre de «dar el grande anuncio» y de «hacerlo llegar a los confines del mundo», como nos invita Isaías en la antifona de ingreso (cfr. Is 48,20).
Las palabras del Profeta nos introducen, también, a otro elemento esencial para que la existencia de un hombre pueda ser reconocida como «vida cristiana».
El Apóstol Pedro lo índica cuando afirma que debemos estar «siempre dispuestos a responder delante de cualquiera que pida razón de la esperanza» que esta en nosotros(1P 3,15) «con suavidad y respeto» (1P 3,16).
El uso de términos como «necesidad» y «deber», usados hasta este momento, necesita a este punto una explicación: el cristianismo no es una aplicación de una moral del deber; el Cristianismo es más bien la comunión de aquellos que están enamorados de Cristo: y permanecen en su amor, «observando sus mandamientos» (cfr. Jn 14,21) que el creyente se da cuenta de cumplir actos que de otro modo sería inexplicable, humanamente hablando.
El cristiano, lo entendemos muy bien con la lectura del Evangelio, no es un hombre que debe esforzarse por poner en práctica preceptos o comportamientos devotos: si uno ama, entonces, es orientado naturalmente a vivir como Jesús nos ha indicado. Descubrir el propio Bautismo, a través de la guía del Espíritu de verdad, significa por lo tanto, tratar de conocer cada día un poco más la vida de Jesús – a través de la lectura, la oración, los sacramentos, la vida de comunidad –, para que sea más fácil enamorarse de Él.
De todo el recorrido propuesto hasta ahora, por lo tanto, emerge, que ninguna objeción a tal «vida» es real, ni siquiera el hecho de que Jesús no se pueda ver en carne y hueso.
Y es todavía el Evangelio de Juan el que nos lo hace entender: «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán» (Jn 14,19). La alternativa entre «ustedes» y el «mundo» no corresponde a una división de tipo moral o étnica: se trata más bien, de una alternativa que alberga en el corazón de cada uno de nosotros.
Si seguimos, entonces, la mentalidad del mundo, no lograremos nunca ver al Resucitado; pero si empezamos a confiar en la Iglesia, nuestra madre, y a escuchar lo que ella nos enseña y nos sugiere, entonces descubriremos que en verdad el Señor se ve y es una Presencia tan esencial y real que suscita en nosotros una fascinación irresistible, el único y verdadero motor de la «vida cristiana».