Domingo V de Pascua (A) – Homilías
/ 13 mayo, 2014 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 6, 1-7: Eligieron a siete hombres llenos del Espíritu Santo
Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti
1 Pe 2, 4-9: Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real
Jn 14, 1-12: Yo soy el camino y la verdad y la vida
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (13-05-1990): Palabras de luz y esperanza
domingo 13 de mayo de 1990Queridos hermanos y hermanas:
[...]
2. En nuestra celebración eucarística acaba de resonar la palabra del mismo Cristo que, hoy como ayer, sigue diciéndonos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Su voz es siempre actual, porque El vive resucitado y presente entre nosotros. Sus palabras nos infunden luz y esperanza para seguir el camino de la vida. En efecto, Dios nuestro Padre, por medio de su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo, «movido de amor, habla a los hombres como a amigos» (Dei Verbum, 2).
La liturgia de este tiempo pascual nos introduce frecuentemente en el Cenáculo donde Jesús, la víspera de su pasión y muerte, tuvo su último coloquio con los Apóstoles. En el contexto de este coloquio encontramos una pregunta del Apóstol Felipe que es, al mismo tiempo, una oración: - «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8.).
Esta pregunta y plegaria del Apóstol nos sirven como de clave para conocer lo que en aquellos momentos estaban pensando los Apóstoles.
La respuesta de Jesús elimina toda duda y les abre el camino para descubrir su misterio y su mensaje: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9).
Cristo es la revelación personal de Dios. No solamente nos habla de Dios, su Padre, sino que se nos presenta como la revelación plena del Padre. Jesús es Hijo de Dios, el Verbo o palabra viva y personal del Padre, hecha carne por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María.
Jesucristo, como Hijo de Dios y Redentor nuestro, es el Camino que nos conduce al Padre, para introducirnos y hacernos partícipes del mismo misterio de Dios Amor, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sólo a partir de este misterio de Amor podremos comprender el misterio del hombre nuestro hermano.
El camino por el cual Cristo nos conduce al Padre pasa a través de todo lo que El mismo hace y dice. Es decir, pasa por el evangelio, que es su palabra viva y siempre actual. Pasa principalmente a través de todo lo que Cristo es: nuestra Pascua, nuestro «paso» de la Cruz a la Resurrección, nuestro paso a la Verdad y a la Vida, que es el mismo Dios. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).
3. Aquí y ahora, como hace veinte siglos, Jesucristo sigue diciendo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Queridos hermanos y hermanas, el Señor es el único camino que nos conduce a la verdadera vida, a la felicidad eterna, a la verdad inmutable. Nuestras aspiraciones a un mundo mejor, donde reine la justicia y la paz, sólo encontrarán su realización plena en Cristo resucitado, porque El es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (Gaudium et spes, 10). La construcción de un mundo donde reine el amor y la concordia comienza en cada corazón humano, cuando en él se hacen vida los criterios, la escala de valores y las actitudes evangélicas del Señor.
Como nos enseña el Concilio Vaticano II, sólo «Cristo..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes, 22).
Nuestros deseos de bienestar y felicidad sólo serán satisfechos de verdad cuando las personas, las familias y la sociedad entera vivan según el mandamiento del amor. La persona, la familia y la sociedad no serán plenamente humanas si limitan sus aspiraciones a sólo poseer, consumir y disfrutar, pues, «el hombre..., no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (Gaudium et spes, 24).
Como afirma el Concilio Vaticano II, los cristianos queremos ser constructores de «un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia» (Gaudium et spes, 55).
4. El Señor, que es la «piedra viva», como nos acaba de recordar san Pedro en la primera lectura de esta celebración, se dirige esta tarde a vosotros que debéis ser «piedras vivas, ...en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1P 2,4.5).
El anuncio de la Palabra de Dios hace surgir generación tras generación, nuevas «piedras vivas», con las cuales se construye el pueblo de Dios que es la Iglesia. Conscientes de que sois miembros vivos de la Iglesia de Cristo, os invito pues a dar testimonio de vuestra vitalidad cristiana y a ser un lazo de unión con tantas personas que pasan por vuestra tierra, buscando descanso, hospitalidad, trabajo, de manera que vuestra vida sea un testimonio permanente del evangelio.
¿Cómo no agradecer al Señor la fe recibida y todos los demás bienes materiales, culturales y espirituales con que os ha bendecido? Pero el mejor modo de agradecer a Dios sus bienes es éste: ser testigos y apóstoles del evangelio. Efectivamente, como nos lo recuerda el Concilio «la Iglesia es toda ella misionera y la obra de la evangelización es deber fundamental del pueblo de Dios» (Ad Gentes, 35).
En el contacto con las gentes que pasan algún tiempo entre vosotros por turismo, negocios o trabajo, podréis observar que «el mundo, a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios, lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad» (Evangelii Nuntiandi, 76).
En las diversas formas de contacto encontraréis cómo cumplir vuestro deber de cristianos, puesto que por vuestra manera de vivir y compartir, estas mismas gentes deberán ver en vosotros los testigos de Dios Amor; pues a vosotros también van dirigidas estas palabras del Concilio: «La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (Gaudium et spes, 1).
5. [...] En el marco propio de la acción evangelizadora, los esposos cristianos han de sentirse llamados a una mayor santidad de vida en fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia. Pero, en contraste con éstas, comprobamos en nuestros días una serie de males que aquejan a la institución familiar, como son las uniones ilícitas no santificadas por el sacramento del matrimonio, la disgregación de la vida familiar por el divorcio, la infidelidad y el abandono del hogar y de los hijos, la violación del derecho a la vida por el aborto y la exclusión de la fecundidad. Todo ello se ve fomentado por una mentalidad materialista y consumista, así como por la corrupción y la pornografía desafiante.
Amados en el Señor, deseo deciros esto en vuestra lengua nativa: (Es necesario evangelizar a la familia, para que sea de veras comunidad de vida y de amor, poniendo así los sólidos fundamentos de un mundo nuevo. «¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!» El futuro de la Iglesia se fragua en las familias donde se viva y se transmita el evangelio, porque toda familia cristiana tiene que convertirse en evangelizadora de las demás familias. A vosotros, principalmente, padres y madres cristianos, juntamente con vuestros hijos, os toca anunciar con alegría y convicción la «buena nueva» sobre la familia, como fundamento de la sociedad y como «Iglesia doméstica»).
6. La presencia de tantos jóvenes... es ya motivo de esperanza en el advenimiento del mundo mejor que todos deseamos. ¡Queridos jóvenes, a quienes llevo siempre en mi corazón! Vivid ilusionados en seguir a Cristo. No os dejéis arrebatar por nada ni por nadie vuestra confianza en El, y vuestro entusiasmo por construir un mundo nuevo, donde reine la generosidad y el amor. En vuestro corazón sentís continuamente las ansias de verdad y de vida. Jesucristo es el único camino y es, al mismo tiempo, la suprema verdad y la verdadera vida.
Joven de Curaçao, participa en la incansable tarea de anunciar el evangelio. Estás llamado a ser un apasionado buscador de la verdad, de ideales altos y nobles. No caigas en la apatía, en la indiferencia, en el desánimo. El Señor está contigo. Sé, pues, protagonista en la construcción de una sociedad más justa, más sana y más fraterna.
7. Quiero ahora dirigir mi palabra llena de afecto a las personas consagradas. Me parece ver en vosotros el signo actual del amor de Cristo. Toda vuestra vida consagrada, por ser desposorio con Cristo, es «como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo» (Lumen gentium, 42). Que sigáis siendo fieles a las esperanzas que tiene puestas en vosotros la Iglesia. Sentíos profundamente amados por Cristo. Solamente convencidos de esto os sentiréis con fuerzas para amar y para hacer amar a Cristo y a la Iglesia su esposa. De este modo, vuestro amor esponsal a Cristo «se convierte también en amor por la Iglesia como Cuerpo de Cristo, por la Iglesia como pueblo de Dios, por la Iglesia que es a la vez Esposa y Madre» (Redemptoris Donum, 15).
A los queridos sacerdotes y a los futuros sacerdotes, os aliento a que sigáis fieles a vuestra vocación de ser «signo sacramental de Cristo pastor y Cabeza de la Iglesia» (Puebla, 659). Con el «gozo pascual», que deriva de una vida inmolada como «máximo testimonio del amor» (Presbyterorum Ordinis, 11), podréis ser presencia y transparencia de Cristo, «camino, verdad y vida» para la familia cristiana, para los laicos, para los trabajadores, para los jóvenes, para las personas consagradas y para todo el pueblo de Dios. Cristo os necesita para llegar a los enfermos, a los pobres, a los alejados y a todos los que han comenzado a buscarle.
8. En la celebración litúrgica de hoy, escuchando la palabra de Dios, nos hemos acercado a Cristo que es la piedra angular, como nos lo ha recordado san Pedro citando al profeta Isaías: «He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será confundido» (1P 2,6; cf.Is 28,16). Hay que aceptar esta piedra angular, que es Cristo, y no desecharla en la construcción de la vida humana aquí en la tierra.
Antes de terminar, y en el marco del V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo, deseo renovar mi llamado a la Iglesia que está en Curaçao a un mayor empeño en la nueva evangelización, que reavive con fuerza sus raíces cristianas. Esta nueva evangelización reclama hombres y mujeres asiduos en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración, en la celebración eucarística y dispuestos a compartir los bienes con los hermanos (cf. Hch 2,42; 4,32). La nueva evangelización necesita cristianos y comunidades que sean «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). La Virgen Santísima, Madre de la unidad, os ayudará a vivir esta comunión eclesial tan ansiada por Jesús, como signo eficaz de vida nueva y de evangelización.
El Obispo de Roma, Sucesor de san Pedro, al visitar esta querida Iglesia local, os alienta a seguir siempre a Cristo «camino, verdad y vida». Esto es lo que pido al Señor hoy y aquí, por vosotros y con vosotros. Así sea.
Homilía (02-05-1999): Una promesa concreta
domingo 2 de mayo de 1999[...]
2. «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14, 1). En la página evangélica que acabamos de proclamar hemos escuchado estas palabras de Jesús a sus discípulos, que tenían necesidad de aliento. En efecto, la mención de su próxima partida los había desalentado. Temían ser abandonados y quedarse solos, pero el Señor los consuela con una promesa concreta: «Me voy a prepararos sitio» y después «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3).
En nombre de los Apóstoles replica a esta afirmación Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). La observación es oportuna y Jesús capta la petición que lleva implícita. La respuesta que da permanecerá a lo largo de los siglos como luz límpida para las generaciones futuras. «Yo soy el camino, la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
El «sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre»; el discípulo podrá estar allí eternamente con el Maestro y participar de su misma alegría. Sin embargo, para alcanzar esa meta sólo hay un camino: Cristo, al cual el discípulo ha de ir conformándose progresivamente. La santidad consiste precisamente en esto: ya no es el cristiano el que vive, sino que Cristo mismo vive en él (cf. Ga 2, 20). Horizonte atractivo, que va acompañado de una promesa igualmente consoladora: «El que cree en mí, también hará las obras que yo hago, e incluso mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14, 12).
3. Escuchamos estas palabras de Cristo y nuestro pensamiento se dirige al humilde fraile capuchino del Gargano. ¡Con cuánta claridad se han cumplido en el beato Pío de Pietrelcina!
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios...». La vida de este humilde hijo de san Francisco fue un constante ejercicio de fe, corroborado por la esperanza del cielo, donde podía estar con Cristo.
«Me voy a prepararos sitio (...) para que donde estoy yo estéis también vosotros». ¿Qué otro objetivo tuvo la durísima ascesis a la que se sometió el padre Pío desde su juventud, sino la progresiva identificación con el divino Maestro, para estar «donde está él»?
Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su misa, para pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del padre Pío resplandecía la luz de la resurrección. Su cuerpo, marcado por los «estigmas», mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el misterio pascual. Para el beato de Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron concedidos y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que «el Calvario es el monte de los santos».
4. No menos dolorosas, y humanamente tal vez aún más duras, fueron las pruebas que tuvo que soportar, por decirlo así, como consecuencia de sus singulares carismas. Como testimonia la historia de la santidad, Dios permite que el elegido sea a veces objeto de incomprensiones. Cuando esto acontece, la obediencia es para él un crisol de purificación, un camino de progresiva identificación con Cristo y un fortalecimiento de la auténtica santidad. A este respecto, el nuevo beato escribía a uno de sus superiores: «Actúo solamente para obedecerle, pues Dios me ha hecho entender lo que más le agrada a él, que para mí es el único medio de esperar la salvación y cantar victoria» (Epist. I, p. 807).
Cuando sobre él se abatió la «tempestad», tomó como regla de su existencia la exhortación de la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar: Acercaos a Cristo, la piedra viva (cf. 1 P 2, 4). De este modo, también él se hizo «piedra viva», para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. Y por esto hoy damos gracias al Señor.
5. «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu» (1 P 2, 5).
¡Qué oportunas resultan estas palabras si las aplicamos a la extraordinaria experiencia eclesial surgida en torno al nuevo beato! Muchos, encontrándose directa o indirectamente con él, han recuperado la fe; siguiendo su ejemplo, se han multiplicado en todas las partes del mundo los «grupos de oración». A quienes acudían a él les proponía la santidad, diciéndoles: «Parece que Jesús no tiene otra preocupación que santificar vuestra alma» (Epist. II, p. 155).
Si la Providencia divina quiso que realizase su apostolado sin salir nunca de su convento, casi «plantado» al pie de la cruz, esto tiene un significado. Un día, en un momento de gran prueba, el Maestro divino lo consoló, diciéndole que «junto a la cruz se aprende a amar» (Epist. I, p. 339).
Sí, la cruz de Cristo es la insigne escuela del amor; más aún, el «manantial» mismo del amor. El amor de este fiel discípulo, purificado por el dolor, atraía los corazones a Cristo y a su exigente evangelio de salvación.
6. Al mismo tiempo, su caridad se derramaba como bálsamo sobre las debilidades y sufrimientos de sus hermanos. El padre Pío, además de su celo por las almas, se interesó por el dolor humano, promoviendo en San Giovanni Rotondo un hospital, al que llamó: «Casa de alivio del sufrimiento». Trató de que fuera un hospital de primer rango, pero sobre todo se preocupó de que en él se practicara una medicina verdaderamente «humanizada», en la que la relación con el enfermo estuviera marcada por la más solícita atención y la acogida más cordial. Sabía bien que quien está enfermo y sufre no sólo necesita una correcta aplicación de los medios terapéuticos, sino también y sobre todo un clima humano y espiritual que le permita encontrarse a sí mismo en la experiencia del amor de Dios y de la ternura de sus hermanos.
Con la «Casa de alivio del sufrimiento» quiso mostrar que los «milagros ordinarios» de Dios pasan a través de nuestra caridad. Es necesario estar disponibles para compartir y para servir generosamente a nuestros hermanos, sirviéndonos de todos los recursos de la ciencia médica y de la técnica...
[...]
8. Quisiera concluir con las palabras del Evangelio proclamado en esta misa: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios». Esa exhortación de Cristo la recogió el nuevo beato, que solía repetir: «Abandonaos plenamente en el corazón divino de Cristo, como un niño en los brazos de su madre». Que esta invitación penetre también en nuestro espíritu como fuente de paz, de serenidad y de alegría. ¿Por qué tener miedo, si Cristo es para nosotros el camino, la verdad y la vida? ¿Por qué no fiarse de Dios que es Padre, nuestro Padre?
«Santa María de las gracias», a la que el humilde capuchino de Pietrelcina invocó con constante y tierna devoción, nos ayude a tener los ojos fijos en Dios. Que ella nos lleve de la mano y nos impulse a buscar con tesón la caridad sobrenatural que brota del costado abierto del Crucificado.
Y tú, beato padre Pío, dirige desde el cielo tu mirada hacia nosotros, reunidos en esta plaza, y a cuantos están congregados en la plaza de San Juan de Letrán y en San Giovanni Rotondo. Intercede por aquellos que, en todo el mundo, se unen espiritualmente a esta celebración, elevando a ti sus súplicas. Ven en ayuda de cada uno y concede la paz y el consuelo a todos los corazones.
Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (20-04-2008): Una esperanza firme
domingo 20 de abril de 2008Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús dice a sus Apóstoles que tengan fe en Él, porque Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Cristo es el camino que conduce al Padre, la verdad que da sentido a la existencia humana, y la fuente de esa vida que es alegría eterna con todos los Santos en el Reino de los cielos. Acojamos estas palabras del Señor. Renovemos nuestra fe en Él y pongamos nuestra esperanza en sus promesas.
Con esta invitación a perseverar en la fe de Pedro (cf. Lc 22,32; Mt 16,17), les saludo a todos con gran afecto. Agradezco al Señor Cardenal Egan las cordiales palabras de bienvenida que ha pronunciado en vuestro nombre. En esta Misa, la Iglesia que peregrina en los Estados Unidos celebra el Bicentenario de la creación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville por la desmembración de la sede madre de Baltimore. La presencia, en torno a este altar, del Sucesor de Pedro, de sus Hermanos Obispos y sacerdotes, de los diáconos, de los consagrados y consagradas, así como de los fieles laicos procedentes de los cincuenta Estados de la Unión, manifiesta de forma elocuente nuestra comunión en la fe católica que nos llegó de los Apóstoles.
La celebración de hoy es también un signo del crecimiento impresionante que Dios ha concedido a la Iglesia en vuestro País en los pasados doscientos años. A partir de un pequeño rebaño, como el descrito en la primera lectura, la Iglesia en América ha sido edificada en la fidelidad a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo. En esta tierra de libertad y oportunidades, la Iglesia ha unido rebaños muy diversos en la profesión de fe y, a través de sus muchas obras educativas, caritativas y sociales, también ha contribuido de modo significativo al crecimiento de la sociedad americana en su conjunto.
Este gran resultado no ha estado exento de retos. La primera lectura de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de las tensiones lingüísticas y culturales que había en la primitiva comunidad eclesial. Al mismo tiempo, muestra el poder de la Palabra de Dios, proclamada autorizadamente por los Apóstoles y acogida en la fe, para crear una unidad capaz de ir más allá de las divisiones que provienen de los límites y debilidades humanas. Se nos recuerda aquí una verdad fundamental: que la unidad de la Iglesia no tiene más fundamento que la Palabra de Dios, hecha carne en Cristo Jesús, Nuestro Señor. Todos los signos externos de identidad, todas las estructuras, asociaciones o programas, por válidos o incluso esenciales que sean, existen en último término únicamente para sostener y favorecer una unidad más profunda que, en Cristo, es un don indefectible de Dios a su Iglesia.
La primera lectura muestra además, como vemos en la imposición de manos sobre los primeros diáconos, que la unidad de la Iglesia es «apostólica», es decir, una unidad visible fundada sobre los Apóstoles, que Cristo eligió y constituyó como testigos de su resurrección, y nacida de lo que la Escritura denomina «la obediencia de la fe» (Rm 1,5; Hch 6,7).
«Autoridad»... «obediencia». Siendo francos, estas palabras no se pronuncian hoy fácilmente. Palabras como éstas representan «una piedra de tropiezo» para muchos de nuestros contemporáneos, especialmente en una sociedad que justamente da mucho valor a la libertad personal. Y, sin embargo, a la luz de nuestra fe en Cristo, «el camino, la verdad y la vida», alcanzamos a ver el sentido más pleno, el valor e incluso la belleza de tales palabras. El Evangelio nos enseña que la auténtica libertad, la libertad de los hijos de Dios, se encuentra sólo en la renuncia al propio yo, que es parte del misterio del amor. Sólo perdiendo la propia vida, como nos dice el Señor, nos encontramos realmente a nosotros mismos (cf. Lc 17,33). La verdadera libertad florece cuando nos alejamos del yugo del pecado, que nubla nuestra percepción y debilita nuestra determinación, y ve la fuente de nuestra felicidad definitiva en Él, que es amor infinito, libertad infinita, vida sin fin. «En su voluntad está nuestra paz».
Por tanto, la verdadera libertad es un don gratuito de Dios, fruto de la conversión a su verdad, a la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Y dicha libertad en la verdad lleva consigo un modo nuevo y liberador de ver la realidad. Cuando nos identificamos con «la mente de Cristo» (cf. Fil 2,5), se nos abren nuevos horizontes. A la luz de la fe, en la comunión de la Iglesia, encontramos también la inspiración y la fuerza para llegar a ser fermento del Evangelio en este mundo. Llegamos a ser luz del mundo, sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14), encargados del «apostolado» de conformar nuestras vidas y el mundo en que vivimos cada vez más plenamente con el plan salvador de Dios.
La magnífica visión de un mundo transformado por la verdad liberadora del Evangelio queda reflejada en la descripción de la Iglesia que encontramos en la segunda lectura de hoy. El Apóstol nos dice que Cristo, resucitado de entre los muertos, es la piedra angular de un gran templo que también ahora se está edificando en el Espíritu. Y nosotros, miembros de su cuerpo, nos hacemos por el Bautismo «piedras vivas» de ese templo, participando por la gracia en la vida de Dios, bendecidos con la libertad de los hijos de Dios, y capaces de ofrecer sacrificios espirituales agradables a él (cf. 1 P 2,5). ¿Qué otra ofrenda estamos llamados a realizar, sino la de dirigir todo pensamiento, palabra o acción a la verdad del Evangelio, o a dedicar toda nuestra energía al servicio del Reino de Dios? Sólo así podemos construir con Dios, sobre el cimiento que es Cristo (cf. 1 Co 3,11). Sólo así podemos edificar algo que sea realmente duradero. Sólo así nuestra vida encuentra el significado último y da frutos perdurables...
«Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que les llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa» (1 P 2,9). Estas palabras del Apóstol Pedro no sólo nos recuerdan la dignidad que por gracia de Dios tenemos, sino que también entrañan un desafío y una fidelidad cada vez más grande a la herencia gloriosa recibida en Cristo (cf. Ef 1,18). Nos retan a examinar nuestras conciencias, a purificar nuestros corazones, a renovar nuestro compromiso bautismal de rechazar a Satanás y todas sus promesas vacías. Nos retan a ser un pueblo de la alegría, heraldos de la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) nacida de la fe en la Palabra de Dios y de la confianza en sus promesas.
En esta tierra, ustedes y muchos de sus vecinos rezan todos los días al Padre con las palabras del Señor: «Venga tu Reino». Esta plegaria debe forjar la mente y el corazón de todo cristiano de esta Nación. Debe dar fruto en el modo en que ustedes viven su esperanza y en la manera en que construyen su familia y su comunidad. Debe crear nuevos «lugares de esperanza» (cf. Spe salvi, 32ss) en los que el Reino de Dios se haga presente con todo su poder salvador.
Además, rezar con fervor por la venida del Reino significa estar constantemente atentos a los signos de su presencia, trabajando para que crezca en cada sector de la sociedad. Esto quiere decir afrontar los desafíos del presente y del futuro confiados en la victoria de Cristo y comprometiéndose en extender su Reino. Comporta no perder la confianza ante resistencias, adversidades o escándalos. Significa superar toda separación entre fe y vida, oponiéndose a los falsos evangelios de libertad y felicidad. Quiere decir, además, rechazar la falsa dicotomía entre la fe y la vida política, pues, como ha afirmado el Concilio Vaticano II, «ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (Lumen gentium, 36). Esto quiere decir esforzarse para enriquecer la sociedad y la cultura americanas con la belleza y la verdad del Evangelio, sin perder jamás de vista esa gran esperanza que da sentido y valor a todas las otras esperanzas que inspiran nuestra vida.
Queridos amigos, éste es el reto que os presenta hoy el Sucesor de Pedro. Como «raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada», sigan con fidelidad las huellas de quienes les han precedido. Apresuren la venida del Reino en esta tierra. Las generaciones pasadas les han legado una herencia extraordinaria. También en nuestros días la comunidad católica de esta Nación ha destacado en su testimonio profético en defensa de la vida, en la educación de los jóvenes, en la atención a los pobres, enfermos o extranjeros que viven entre ustedes. También hoy el futuro de la Iglesia en América debe comenzar a elevarse partiendo de estas bases sólidas.
[...] Queridos jóvenes amigos: igual que los siete hombres «llenos de espíritu de sabiduría» a los que los Apóstoles confiaron el cuidado de la joven Iglesia, álcense también ustedes y asuman la responsabilidad que la fe en Cristo les presenta. Que encuentren la audacia de proclamar a Cristo, «el mismo ayer, hoy y siempre», y las verdades inmutables que se fundamentan en Él (cf. Gaudium et spes, 10; Hb 13,8): son verdades que nos hacen libres. Se trata de las únicas verdades que pueden garantizar el respeto de la dignidad y de los derechos de todo hombre, mujer y niño en nuestro mundo, incluidos los más indefensos de todos los seres humanos, como los niños que están aún en el seno materno. En un mundo en el que, como Juan Pablo II nos recordó hablando en este mismo lugar, Lázaro continúa llamando a nuestra puerta (Homilía en el Yankee Stadium, 2 de octubre de 1979, n. 7), actúen de modo que su fe y su amor den fruto ayudando a los pobres, a los necesitados y a los sin voz. Muchachos y muchachas de América, les reitero: abran los corazones a la llamada de Dios para seguirlo en el sacerdocio y en la vida religiosa. ¿Puede haber un signo de amor más grande que seguir las huellas de Cristo, que no dudó en dar la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13)?
En el Evangelio de hoy, el Señor promete a los discípulos que realizarán obras todavía más grandes que las suyas (cf. Jn 14,12). Queridos amigos, sólo Dios en su providencia sabe lo que su gracia debe realizar todavía en sus vidas y en la vida de la Iglesia de los Estados Unidos. Mientras tanto, la promesa de Cristo nos colma de esperanza firme. Unamos, pues, nuestras plegarias a la suya, como piedras vivas del templo espiritual que es su Iglesia una, santa, católica y apostólica. Dirijamos nuestra mirada hacia él, pues también ahora nos está preparando un sitio en la casa de su Padre. Y, fortalecidos por el Espíritu Santo, trabajemos con renovado ardor por la extensión de su Reino.
«Dichosos los creyentes» (cf. 1 P 2,7). Dirijámonos a Jesús. Sólo Él es el camino que conduce a la felicidad eterna, la verdad que satisface los deseos más profundos de todo corazón, y la vida trae siempre nuevo gozo y esperanza, para nosotros y para todo el mundo. Amén.
Regina Caeli (22-05-2011): Doble mandamiento
domingo 22 de mayo de 2011El Evangelio de este quinto domingo de Pascua propone un doble mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. En efecto, el Señor dice a sus discípulos: «Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14, 1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación llevada a cabo por Dios Padre mediante su Hijo unigénito. El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios mostró su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, nos libró de la esclavitud del pecado para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el rostro de Dios, que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo. Santa Teresa de Ávila escribe que no hay que «apartarse de industria de todo nuestro bien y remedio, que es la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo» (Castillo interior, 7, 6: Obras Completas, EDE, Madrid 1984, p. 947). Por tanto sólo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a él, los discípulos, entre quienes estamos también nosotros, pueden continuar su acción permanente en la historia: «En verdad, en verdad os digo —dice el Señor—: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago» (Jn 14, 12).
La fe en Jesús conlleva seguirlo cada día, en las sencillas acciones que componen nuestra jornada. «Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de «ver»» (Jesús de Nazaret II, Madrid 2011, p. 321). San Agustín afirma que «era necesario que Jesús dijese: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), porque una vez conocido el camino faltaba por conocer la meta» (Tractatus in Ioh., 69, 2: ccl 36, 500), y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por tanto, el camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san Buenaventura: «Abre, por tanto, los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus labios y dispón tu corazón, para que en todas las criaturas puedas ver, escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar y honrar a tu Dios» (Itinerarium mentis in Deum, I, 15).
Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), constituye la tarea principal de la Iglesia. Invoquemos a la Virgen María para que asista siempre a los pastores y a cuantos en los diversos ministerios anuncian el alegre mensaje de salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el número de los discípulos se multiplique (cf. Hch 6, 7).
Francisco, papa
Regina Caeli (18-05-2014): Cómo se resuelven los conflictos
domingo 18 de mayo de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy la lectura de los Hechos de los Apóstoles nos hace ver que también en la Iglesia de los orígenes surgen las primeras tensiones y las primeras divergencias. En la vida, los conflictos existen, la cuestión es cómo se afrontan. Hasta ese momento la unidad de la comunidad cristiana había sido favorecida por la pertenencia a una única etnia, y a una única cultura, la judía. Pero cuando el cristianismo, que por voluntad de Jesús está destinado a todos los pueblos, se abrió al ámbito cultural griego, faltaba esa homogeneidad y surgieron las primeras dificultades. En ese momento creció el descontento, había quejas, corrían voces de favoritismos y desigualdad de trato. Esto sucede también en nuestras parroquias. La ayuda de la comunidad a las personas necesitadas —viudas, huérfanos y pobres en general—, parecía privilegiar a los cristianos de origen judío respecto a los demás.
Entonces, ante este conflicto, los Apóstoles afrontaron la situación: convocaron a una reunión abierta también a los discípulos, discutieron juntos la cuestión. Todos. Los problemas, en efecto, no se resuelven simulando que no existan. Y es hermosa esta confrontación franca entre los pastores y los demás fieles. Se llegó, por lo tanto, a una subdivisión de las tareas. Los Apóstoles hicieron una propuesta que fue acogida por todos: ellos se dedicarán a la oración y al ministerio de la Palabra, mientras que siete hombres, los diáconos, proveerán al servicio de las mesas de los pobres. Estos siete no fueron elegidos por ser expertos en negocios, sino por ser hombres honrados y de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría; y fueron constituidos en su servicio mediante la imposición de las manos por parte de los Apóstoles. Y, así, de ese descontento, de esa queja, de esas voces de favoritismo y desigualdad de trato, se llegó a una solución.
Confrontándonos, discutiendo y rezando, así se resuelven los conflictos en la Iglesia. Confrontándonos, discutiendo y rezando. Con la certeza de que las críticas, la envidias y los celos no podrán jamás conducirnos a la concordia, a la armonía o a la paz. También allí fue el Espíritu Santo quien coronó este acuerdo; y esto nos hace comprender que cuando dejamos la conducción al Espíritu Santo, Él nos lleva a la armonía, a la unidad y al respeto de los diversos dones y talentos. ¿Habéis entendido bien? Nada de críticas, nada de envidias, nada de celos. ¿Entendido?
Que la Virgen María nos ayude a ser dóciles al Espíritu Santo, para que sepamos estimarnos mutuamente y converger cada vez más profundamente en la fe y en la caridad, teniendo el corazón abierto a las necesidades de los hermanos.
Congregación para el Clero
Homilía
En este quinto domingo del tiempo pascual, la Iglesia nos propone, igual que la semana pasada, un texto del Evangelista Juan, en el cual el Señor Jesús revela a los discípulos algunas verdades profundas sobre su propia identidad.
Pero, el motor que hace que el discurso se desarrolle entre los interlocutores protagonistas del Evangelio del día, ya no es sólo un genérico deseo de felicidad, sino, el deseo que atañe a las expectativas más profundas propias de cada hombre: el deseo de poder ver a Dios, cara a cara; «Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre»» (cfr. Jn. 14,8).
El comportamiento de aquellos que hablan con Jesús, podría convertirse para nosotros en motivo de escándalo: de hecho, la acentuación de Felipe – «eso nos basta» – como también las palabras a través de las cuales Tomás afirma el no saber cual sea el camino para llegar al lugar al cual el Señor va (cfr. Jn 14,5), nos proponen una mala imagen de los dos Apóstoles, tanto, que nos hace tomar instintivamente una cierta distancia de ellos. En verdad, ¿cuántas veces en el pasar de los días, dejamos que el letargo de nuestra fe nos lleve a una pesadez del espíritu, por lo que los ojos de nuestra mente se hacen ciegos de frente a las «obras» que el Señor cumple en la vida de cada uno? Es así que dejamos caer también la extrema invitación de Jesús: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras» (Jn. 14,11).
Es una verdad innegable: nosotros, a menudo decimos de seguir al Señor, y lo decimos en verdad; pero tal seguimiento podría ser sólo a nivel intelectual. Esto es debido al hecho que no dejamos sedimentar en nosotros su Palabra, no la dejamos germinar a través de la oración (cfr. Hch 6,4), pero sobre todo no nos hacemos disponibles, a fin que, regenerados por los sacramentos, Cristo se haga presente a través de nuestra humanidad «para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios» (1Pe 2,5).
El Señor Resucitado, venciendo la muerte, nos ofreció un ejemplo y nos abrió las puertas del paraíso, mostrándonos así, no sólo que Él es el camino que conduce al Padre, sino también la Verdad y la Vida: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9).
Pidamos, pues, al Padre que nos done siempre su Espíritu, para que sea más claro en nosotros, que sólo a través de Cristo es posible conocer el diseño bueno que la providencia pensó para nuestra vida, con el fin de fundar nuestra esperanza y nuestras acciones sólo en Él. De este modo se hará más fácil darnos cuenta que el Señor está siempre junto a nosotros, de hecho, podemos ser instrumentos eficaces para que Él se manifieste al mundo entero.
Es una tarea que nace del preferir a Dios: para los primeros discípulos, como hemos leído en la segunda lectura, era claro el hecho de haber sido preferidos: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (cfr. 1Pe 2,9); nosotros debemos apropiarnos de esta consciencia, para que experimentando la vida nueva en Cristo, podamos cantar con el salmista: «¡Aclamad con júbilo justos, al Señor, que la alabanza es propia de hombres rectos!» (Sal 33,1).