Domingo V Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 9 febrero, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 58, 7-10: Surgirá tu luz como la aurora
Sal 111, 4-5. 6-7. 8a y 9: El justo brilla en las tinieblas como una luz
1 Co 2, 1-5: Os anuncié el misterio de Cristo crucificado
Mt 5, 13-16: Vosotros sois la luz del mundo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (08-02-1981): Todo cristiano es sal y es luz
domingo 8 de febrero de 19811. «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13-14).
Repito gustosamente las palabras de la perícopa evangélica de este domingo para saludaros... ¿Por qué con estas palabras? Porque las ha pronunciado Cristo ante sus discípulos, y la parroquia es precisamente la comunidad de los discípulos de Cristo. Con estas palabras Cristo definió a sus discípulos y, al mismo tiempo, les asignó una tarea, explicó cómo deben ser, puesto que se trata de sus discípulos...
2. ¿Por qué el Señor Jesús ha llamado a sus discípulos «la sal de la tierra»? El mismo nos da la respuesta si consideramos, por una parte, las circunstancias en las que pronuncia estas palabras y, por otra, el significado inmediato de la imagen de la sal. Como sabéis, la afirmación de Jesús se inserta en el sermón de la montaña, cuya lectura comenzó el domingo pasado con el texto de las ocho bienaventuranzas: Jesús, rodeado de una gran muchedumbre, está enseñando a sus discípulos (cf. Mt 5, 1), y precisamente a ellos, como de improviso, les dice no que «deben ser», sino que «son» la sal de la tierra. En una palabra, se diría que El, sin excluir obviamente el concepto de deber, designa una condición normal y estable del discipulado: no se es verdadero discípulo suyo, si no se es sal de la tierra.
Por otra parte, resulta fácil la interpretación de la imagen: la sal es la sustancia que se usa para dar sabor a las comidas y para preservarlas, además, de la corrupción. El discípulo de Cristo, pues, es sal en la medida en que ofrece realmente a los otros hombres, más aún, a toda la sociedad humana, algo que sirva como un saludable fermento moral, algo que dé sabor y que tonifique. Dejando a un lado la metáfora, este fermento sólo puede ser la virtud o, más exactamente, el conjunto de las virtudes tan estupendamente indicadas en la serie precedente de las bienaventuranzas.
Se comprende, pues, cómo estas palabras de Jesús valen para todos sus discípulos. Por tanto, es necesario que cada uno de nosotros, queridos hermanos e hijos, las entienda como referidas a sí mismo. Cuando en mi saludo inicial he citado estas palabras programáticas, pensaba precisamente en vosotros, y ahora, después de la explicación que de ellas he hecho, debéis sentiros comprendidos en ellas todos los feligreses. No me refiero sólo a los que llamamos «comprometidos», sino a todos, a cada uno de vosotros, sin excepción. ¡Porque todos sois discípulos de Cristo!
Y ahora la segunda pregunta: ¿Por qué el Señor Jesús llamó a sus discípulos «la luz del mundo»? El mismo nos da la respuesta, basándonos siempre en las circunstancias a que hemos aludido y en el valor peculiar de la imagen. Efectivamente, la imagen de la luz se presenta inmediatamente como complementaria e integrante respecto a la imagen de la sal: si la sal sugiere la idea de la penetración en profundidad, la de la luz sugiere la idea de la difusión en el sentido de extensión y de amplitud, porque —diré con las palabras del gran poeta italiano y cristiano— «La luz rápida cae como lluvia de cosa en cosa, y suscita varios colores, dondequiera que se posa» (A Manzoni, La Pentecoste, vs. 41-44).
El cristiano, pues, para ser «fiel discípulo de Cristo Maestro, debe iluminar con su ejemplo, con sus virtudes, con esas bellas obras» (Kala Erga), de las que habla el texto evangélico de hoy (Mt 5, 16), y las cuales puedan ser vistas por los hombres. Debe iluminar precisamente porque es seguidor de Aquel que es «la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), y que se autodefine «luz del mundo» (Jn 8, 12). El lunes pasado hemos celebrado la fiesta de «La Candelaria», cuyo nombre exacto es el de «Presentación del Señor». Al llevar al Niño al templo, fue saludado proféticamente por el anciano Simeón como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32). Ahora bien, ¿no nos dice nada esta «persistencia de imagen» en la óptica de los evangelistas? Si Cristo es luz, el esfuerzo de la imitación y la coherencia de nuestra profesión cristiana jamás podrán prescindir de un ideal y, al mismo tiempo, de la semejanza real con El.
También esta segunda imagen configura una situación normal y universal, válida para la vida cristiana: se presenta y se impone como una obligación de estado y debe tener, por tanto, una realización práctica y detallada, de modo que en ella se encuentren los sacerdotes, las religiosas, los padres, los jóvenes, los ancianos, los niños y, sobre todo, los enfermos, los que están solos, los que sufren. Igual que todos están invitados a hacerse discípulos de Cristo, así también todos pueden y deben hacerse, en sus obras concretas, sal y luz para los demás hombres.
3. Y ahora escuchemos la confesión del auténtico discípulo de Cristo.
He aquí que habla San Pablo con las palabras de su Carta a los Corintios. Lo vemos, mientras se presenta a sus destinatarios, y oímos que lo ha hecho «débil y temeroso» (1 Cor 2, 3). ¿Por qué?
Esta actitud de «debilidad y temor» nace del hecho de que él sabe que choca con la mentalidad corriente, la sabiduría puramente humana y terrena, que sólo se satisface con las cosas materiales y mundanas. Él, en cambio, anuncia a Cristo y a Cristo crucificado, esto es, predica una sabiduría que viene de lo alto. Para hacer esto, para ser auténtico discípulo de Cristo, vive interiormente todo el misterio de Cristo, toda la realidad de su cruz y de su resurrección. Además, es preciso notar que así también la intensa vida interior se convierte, casi de modo natural, en lo que el Apóstol llama «el testimonio de Dios» (1 Cor 2, 1). Así, pues, en la vida práctica, un auténtico discípulo debe siempre ser tal en el sentido de la aceptación interior del misterio de Cristo, que es algo totalmente «original», no mezclado con la ciencia «humana» y con la «sabiduría» de este mundo.
Viviendo de este modo tendremos, ciertamente, el «conocimiento» de él y también la capacidad de actuar según él. Pero es necesario que en relación con los compromisos de naturaleza laical, nuestra fe no se funde en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios (1 Cor 2, 5).
4. La parroquia —como he dicho al comienzo— es la comunidad de los discípulos de Cristo. ¿Qué consecuencias prácticas nos conviene sacar de las lecturas litúrgicas de hoy? Me parece que deben ser éstas: ante todo, la profundización en la fe y en la vida interior; en segundo lugar, un empeño serio en la actividad apostólica: «para que (los hombres) vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5, 16); y finalmente, la disponibilidad en ayudar a los otros, como bien dice la primera lectura con las palabras de Isaías: «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá. Gritarás y te dirá: Aquí estoy» (Is 58, 7-9).
5. Permitid ahora que de la palabra divina de este domingo, palabra que hemos meditado juntos, saque las últimas conclusiones y, al mismo tiempo, formule mis votos tanto para vuestra comunidad cristiana, como para cada uno de vosotros. Ante todo, deseo que renovéis en vosotros la conciencia personal y comunitaria: soy discípulo, quiero ser discípulo de Cristo. Esta es una cosa maravillosa: ¡Ser discípulo de Cristo! ¡Seguir su llamada y su Evangelio! Os deseo que podáis sentir esto más profundamente, y que la vida de cada uno de vosotros y de todos adquiera, gracias a esta conciencia, su pleno significado.
En las palabras de Isaías se contiene una promesa particular: el Señor escucha a los que le obedecen. El responde «Aquí estoy» a los que se hallan ante El con la misma disponibilidad y dicen con su conducta el mismo «aquí estoy». Os deseo que vuestra relación con Jesucristo nuestro Señor, Redentor y Maestro, se regule de este modo. Deseo que Cristo esté con vosotros, y que, mediante vosotros esté con los demás: y que se realice así la vocación de sus verdaderos discípulos, los cuales deben ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo». Así sea.
Homilía (08-02-1987): Transmitir la luz.
domingo 8 de febrero de 19871. «Vosotros sois la sal de la tierra ... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14).
Al escuchar estas palabras de Cristo, pronunciadas a los discípulos y dirigidas a nosotros hoy, nos invade el santo temor. Nos gustaría responder de inmediato al Maestro: eres tu la luz del mundo. Tú has venido a ser la sal de la tierra, que preserva y renueva todo. ¡Eres tú! No nosotros.
Y, la liturgia de hoy parece decir lo mismo, cuando, antes del Evangelio, nos recuerda las palabras de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. . . el que me sigue tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12); y cuando, en el salmo responsorial, proclama: «En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo» (Salmo 112, 4), entendemos estas palabras como una profecía sobre Cristo.
2. «Tú - nosotros»... «Tú y nosotros»...
Sin embargo, la palabra de la liturgia de hoy no se detiene en la oposición, todo lo contrario, pues Cristo no solo dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo», sino que también dice de los discípulos, y a los discípulos, dice de nosotros y a nosotros: «Vosotros sois la luz del mundo». Vosotros lo sois, sí, lo sois, ya que me seguís. Vosotros recibís esta luz que está en mí. Yo no vine al mundo solo para «ser luz», sino también para «dar luz», para transferirla a las mentes y corazones humanos, para encenderla en las profundidades del hombre.
San Pablo, quien escribió a los corintios sobre sí mismo, su debilidad y el temor que siempre lo acompañaba cuando tenía que dar testimonio de Cristo ante los hombres, era plenamente consciente de esta verdad. Por eso confiesa: «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado... para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2, 2. 5) .
3. El Apóstol es para nosotros un modelo de cómo recibir esta luz que está en Cristo, la luz que es Cristo, y cómo comunicarla a otros, cómo transmitirla.
En efecto, Cristo quiere esto de nosotros cuando dice «vosotros sois la luz del mundo». Por eso agrega: «No puede ocultarse una ciudad ubicada en una montaña, ni se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino encima del tragaluz para que arroje luz sobre todos los que están en la casa» (Mt 5, 14-15).
Entonces tenemos una tarea. Tenemos una responsabilidad como consecuencia del regalo recibido: la responsabilidad de la luz que nos ha sido transmitida. No podemos simplemente apropiárnosla. No podemos encerrarla entre las cuatro paredes de nuestro «yo», sino que debemos comunicarla los demás. Debemos «darla». Debemos hacerla brillar «ante los hombres» (Mt 5, 16).
4. Isaías también explica qué significa «brillar»: cuando la luz que está en el hombre - «tu luz» - se eleva como el amanecer (cf. Is 58, 8). Esto sucede a través de buenas obras, con las cuales la bondad del Señor penetra al creyente y resplandecer hacia afuera.
En la primera lectura, de hecho, el profeta nos revela el deseo de Dios de que no se le rinda un culto formalista, sino un culto verdadero e interiorizado: porque la piedad es genuina cuando lleva a practicar lo que la fe cree a través de obras de misericordia. De esta manera, el autor sagrado recuerda cuál debe ser la actitud fundamental de los justos hacia Dios, quien otorga así una abundante bendición de luz y de gloria.
Con un premio que supera el mérito, el verdadero creyente brilla ante los hombres por la plenitud de la vida, por la rectitud de intención, por la longanimidad y por la solicitud.
5. Jesús reafirma la misma enseñanza cuando dice: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16). Por lo tanto, la luz que hay en el hombre por obra de Cristo, de su Evangelio y de su gracia se manifiesta en el testimonio de las buenas obras. Nuestra fe requiere obras que se deriven de la fe, cuya luz puede venir a menos si no se nutre del amor.
Y este es al mismo tiempo un testimonio dado a Dios: todo bien que tiene su origen en las buenas obras, enriquece el mundo y al mismo tiempo da gloria a Dios.
6. Así, la metáfora de «luz» se encuentra con la de «sal».
Como discípulos de Cristo estamos llamados a ser la sal de la tierra. La sal conserva los alimentos de la alteración. Los cristianos están llamados a garantizar en este mundo los valores que dan salud y frescura a los corazones, las conciencias y las obras humanas, que hacen que la vida humana sea verdaderamente digna del hombre.
Entonces, «ser luz» significa al mismo tiempo «ser sal de la tierra», y ser sal «significa ser luz». No pueden separarse estas dos corrientes de la vida cristiana , estas dos tareas, estas dos dimensiones de la misión que recibimos a través de la participación en el misterio de Cristo: de su cruz y de su resurrección.
Por lo tanto, la Iglesia, incluso en su misión magisterial y pastoral, ve su responsabilidad particular en cuestiones de fe y de moral y las protege conjuntamente porque ellas constituyen el legado de nuestra redención. Son nuestra participación en esta sabiduría y poder que está en Cristo.
7. Debido a esta comunión, la mente se agudiza y se hace sabia, es decir, capaz de reconocer en Cristo la respuesta estupenda e inaudita - respuesta esperada incesantemente -, al anhelo del hombre. Gracias a esta participación íntima, la voluntad puede ajustarse a la voluntad de gracia del Padre, que hoy nos ha dado, a mi y a vosotros, queridos hermanos, la alegría de poder reunirnos en este templo para celebrar las maravillas de su amor...
[...]
9. ¡Queridos hermanos y hermanas! ... Hemos meditado juntos acerca de la verdad sobre «la luz del mundo» y «la sal de la tierra».
Por intercesión de la virgen María, que Cristo sea para vosotros, en todo momento y cada vez más, «la luz» que hace nacer en toda la comunidad el testimonio de la fe y de las buenas obras.
Brille, por tanto, «vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras». Brille, para que a través de estas obras todos puedan glorificar al Padre.
¡Qué indispensable es todo esto en el mundo contemporáneo... al final del segundo milenio de la herencia apostólica de la fe y la moral cristiana!
Benedicto XVI, papa
Ángelus (06-02-2011): ¿Para qué sirven la sal y la luz?
domingo 6 de febrero de 2011Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo el Señor Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14). Mediante estas imágenes llenas de significado, quiere transmitirles el sentido de su misión y de su testimonio. La sal, en la cultura de Oriente Medio, evoca varios valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la sabiduría. La luz es la primera obra de Dios creador y es fuente de la vida; la misma Palabra de Dios es comparada con la luz, como proclama el salmista: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Y también en la liturgia de hoy, el profeta Isaías dice: «Cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía» (58, 10). La sabiduría resume en sí los efectos benéficos de la sal y de la luz: de hecho, los discípulos del Señor están llamados a dar nuevo «sabor» al mundo, y a preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece plenamente en el rostro del Hijo, porque él es la «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). Unidos a él, los cristianos pueden difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres.
[...]
Queridos hermanos y hermanas, invocamos la intercesión maternal de la Virgen María, para que los padres, los abuelos, los profesores, los sacerdotes y cuantos trabajan en la educación formen a las generaciones jóvenes en la sabiduría del corazón, para que lleguen a la plenitud de la vida.
Francisco, papa
Ángelus (09-02-2014): La misión que se nos encomienda.
domingo 9 de febrero de 2014Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de este domingo, que está inmediatamente después de las Bienaventuranzas, Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» ( Mt 5, 13.14). Esto nos maravilla un poco si pensamos en quienes tenía Jesús delante cuando decía estas palabras. ¿Quiénes eran esos discípulos? Eran pescadores, gente sencilla... Pero Jesús les mira con los ojos de Dios, y su afirmación se comprende precisamente como consecuencia de las Bienaventuranzas. Él quiere decir: si sois pobres de espíritu, si sois mansos, si sois puros de corazón, si sois misericordiosos... seréis la sal de la tierra y la luz del mundo.
Para comprender mejor estas imágenes, tengamos presente que la Ley judía prescribía poner un poco de sal sobre cada ofrenda presentada a Dios, como signo de alianza. La luz, para Israel, era el símbolo de la revelación mesiánica que triunfa sobre las tinieblas del paganismo. Los cristianos, nuevo Israel, reciben, por lo tanto, una misión con respecto a todos los hombres: con la fe y la caridad pueden orientar, consagrar, hacer fecunda a la humanidad. Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente: con una vida santa daremos «sabor» a los distintos ambientes y los defenderemos de la corrupción, como lo hace la sal; y llevaremos la luz de Cristo con el testimonio de una caridad genuina. Pero si nosotros, los cristianos, perdemos el sabor y apagamos nuestra presencia de sal y de luz, perdemos la eficacia. ¡Qué hermosa misión la de dar luz al mundo! Es una misión que tenemos nosotros. ¡Es hermosa! Es también muy bello conservar la luz que recibimos de Jesús, custodiarla, conservarla. El cristiano debería ser una persona luminosa, que lleva luz, que siempre da luz. Una luz que no es suya, sino que es el regalo de Dios, es el regalo de Jesús. Y nosotros llevamos esta luz. Si el cristiano apaga esta luz, su vida no tiene sentido: es un cristiano sólo de nombre, que no lleva la luz, una vida sin sentido. Pero yo os quisiera preguntar ahora: ¿cómo queréis vivir? ¿Como una lámpara encendida o como una lámpara apagada? ¿Encendida o apagada? ¿Cómo queréis vivir? [la gente responde: ¡Encendida!] ¡Lámpara encendida! Es precisamente Dios quien nos da esta luz y nosotros la damos a los demás. ¡Lámpara encendida! Ésta es la vocación cristiana.
Ángelus (05-02-2017): ¿Qué nos dice Cristo hoy con estas palabras?
domingo 5 de febrero de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estos domingos la liturgia nos propone el llamado Discurso de la montaña, en el Evangelio de Mateo. Después de haber presentado el domingo pasado las Bienaventuranzas, hoy destaca las palabras de Jesús que describe la misión de sus discípulos en el mundo (cf. Mateo 5, 13-16). Él utiliza las metáforas de la sal y de la luz y sus palabras son dirigidas a los discípulos de cada época, por lo tanto también a nosotros.
Jesús nos invita a ser un reflejo de su luz, a través del testimonio de las buenas obras. Y dice: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). Estas palabras subrayan que nosotros somos reconocibles como verdaderos discípulos de Aquel que es la Luz del mundo, no en las palabras, sino de nuestras obras. De hecho, es sobre todo nuestro comportamiento que —en el bien y en el mal— deja un signo en los otros. Tenemos por tanto una tarea y una responsabilidad por el don recibido: la luz de la fe, que está en nosotros por medio de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, no debemos retenerla como si fuera nuestra propiedad. Sin embargo estamos llamados a hacerla resplandecer en el mundo, a donarla a los otros mediante las buenas obras. ¡Y cuánto necesita el mundo de la luz del Evangelio que transforma, sana y garantiza la salvación a quien lo acoge! Esta luz debemos llevarla con nuestras buenas obras.
La luz de nuestra fe, donándose, no se apaga sino que se refuerza. Sin embargo puede disminuir si no la alimentamos con el amor y con las obras de caridad. Así la imagen de la luz se encuentra con la de la sal. La página evangélica, de hecho, nos dice que, como discípulos de Cristo, somos también «la sal de la tierra (v. 13)». La sal es un elemento que, mientras da sabor, preserva la comida de la alteración y de la corrupción —¡en la época de Jesús no había frigoríficos!—. Por lo tanto, la misión de los cristianos en la sociedad es la de dar «sabor» a la vida con la fe y el amor que Cristo nos ha donado, y al mismo tiempo tiene lejos los gérmenes contaminantes del egoísmo, de la envidia, de la maledicencia, etc. Estos gérmenes arruinan el tejido de nuestras comunidades, que deben, sin embargo, resplandecer como lugares de acogida, de solidaridad, de reconciliación. Para unirse a esta misión, es necesario que nosotros mismos seamos los primeros liberados de la degeneración que corrompe de las influencias mundanas, contrarias a Cristo y al Evangelio; y esta purificación no termina nunca, se hace continuamente, ¡se hace cada día!
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Sólo Cristo
«No fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios». Los medios no deben entorpecer la acción de Dios. Dar demasiada importancia a los medios es sustituir a Cristo. Apoyarse en los medios es una idolatría, además de una insensatez. Toda sabiduría que no viene de Cristo y no conduce a Él es un estorbo. «¡Mire cada cuál cómo construye!» (1 Cor 3,10).
«No quise saber sino a Jesucristo, y éste crucificado». ¿Cuándo nos convenceremos de que Cristo basta? No se trata de tener a Cristo y «además» otras cosas, otros medios, etc. En Cristo tenemos todo. Él es para nosotros «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1,30). La santidad viene sólo del costado abierto de Cristo crucificado. Sólo Él redime, sólo Él convierte. Quedarnos en los medios es quedarnos sin la gracia que sólo de Él procede.
Más aún, es Cristo lo único que tenemos que dar al mundo. Como Iglesia, hemos de sentirnos dichosos de no tener otra cosa que ofrecer. ¡Ojalá nuestra Iglesia pudiera decir con toda verdad como los apóstoles: «No tengo oro ni plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno echa a andar!» (He 3,6). No tengo nada más que a Cristo –¡y nada menos!– Cuando la Iglesia es verdaderamente pobre, entonces es cuando brilla con fuerza su auténtica riqueza: Cristo, con todo su poder salvador.
«Mi palabra... fue una demostración de Espíritu y de poder». Desde la debilidad del apóstol y desde la pobreza de los medios se manifiesta la potencia infinita de Dios. Desde la carencia se pone de relieve que el milagro de la conversión, el cambio de los corazones, es absolutamente desproporcionado a los medios humanos y por tanto es obra de la acción omnipotente del Espíritu Santo. De esta manera se construye con solidez para la vida eterna, pues la fe se apoya no en razones o convicciones humanas, sino en el poder de Dios.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Por el Bautismo pasamos de las tinieblas a la luz. Por eso siempre hemos de ser luz para los demás, llevando una vida cristiana irreprochable.
-Isaías 58,7-10: Entonces nacerá tu luz como la aurora. El profeta Isaías anuncia la regeneración mesiánica como una irrupción en la vida de los hombres de la luz divina, que es capaz de transformar toda su existencia. Cristo también se presenta como Luz, que ilumina las tinieblas del mundo. El tema de la luz es riquísimo en la Sagrada Escritura y en la doctrina patrística. En el prólogo del Evangelio de San Juan el Verbo eterno del Padre es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre. Oigamos a San Agustín:
«El Verbo es el Hijo del Padre y su Sabiduría. Él ha sido enviado no porque sea desemejante al Padre, sino porque es una emanación de la claridad de Dios Omnipotente. El caudal y la fuente son una misma sustancia. No es como agua que salta de los veneros de la tierra o de las hendiduras de la roca, sino como «Luz de Luz». Cuando se dice «esplendor de la Luz eterna», ¿qué otra cosa queremos significar sino que es Luz de Luz eterna? ¿Qué es el esplendor de la luz sino luz?
El Verbo encarnado es, «en consecuencia, coeterno a la Luz de la que es el esplendor. Se dice «esplendor de la Luz», para que nadie crea más oscura la Luz que emana que la Luz de la cual emana» (Tratado sobre la Santísima Trinidad 4, 20,27).
–El cristiano, viviendo en Cristo, vive en la Luz. Por eso con razón cantamos el Salmo 111: «El justo brilla en las tinieblas como una luz. En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo. No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor...»
Nadie más justo que el Señor Jesús, nadie tan clemente ni tan compasivo como Él. Por eso nadie brilla en las tinieblas con una Luz tan esplendorosa como la Suya.
–2 Corintios 2,1-5: Os he anunciado a Cristo crucificado. No es la filosofía humana, ni la filosofía de los hombres la que puede iluminar nuestra vida para la salvación, sino el misterio de Cristo crucificado y el poder renovador del Espíritu Santo, que nos transforma profundamente, iluminándonos en la fe. Comenta San Agustín:
«Aunque sólo sepa esto [el misterio de la Cruz], nada le queda por saber. Cosa grande es el conocimiento de Cristo crucificado, pero es mostrado a los ojos de los pequeños como un tesoro encubierto... ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro...! ¡Cristo crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia.
«Quieren engañarnos, pues, bajo el pretexto de la sabiduría... ¡Necio filósofo de este mundo, eso que buscas es nada! ¿Cuál es el precepto [del Señor], sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer en quién? Creer en Cristo crucificado. Escuche, pues, la sabiduría lo que no quiere oír la soberbia... Es éste el mandato: que creamos en Cristo crucificado. Pero el hombre soberbio, erguida su cerviz, hinchada la garganta, con lengua orgullosa y carrillos inflados, se burla de Cristo crucificado» (Sermón 160,3).
–Mateo 5,13-16: Vosotros sois la luz del mundo. Las lecturas de este día tienen una gran unidad temática. El Nuevo Testamento muestra al auténtico cristiano como un hombre iluminado por Cristo, esto es, como un «hijo de la luz» (Lc 16,8; Jn 12,36; Ef 5,8; 1 Tes 5,5). Por tanto el cristiano, con su conducta, ha de purificar e iluminar el mundo, glorificando a Dios en medio de la humanidad. Comenta San Agustín:
«Cuando dije que vosotros erais luz, quise decir que erais lámparas. Pero no exultéis, llenos de soberbia, no sea que se os apague la llama. No os pongo bajo el celemín, sino en el candelabro, para que deis luz. ¿Y cuál es el candelabro para la lámpara? Escuchad cuál. La Cruz de Cristo es el gran candelabro. Quien quiera dar luz, que no se avergüence de ese candelabro de madera...
«Si no habéis podido encenderos vosotros para llegar a ser lámparas, tampoco habéis podido colocaros sobre el candelabro; sea glorificado quien os lo ha concedido... Dice el Apóstol: «lejos de mí gloriarme, si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,14). Por tanto, «esté crucificado el mundo para vosotros, y vosotros para el mundo» (ib.)... Pon tu gloria en estar en el candelabro [de la Cruz]. Conserva siempre, oh lámpara, tu humildad en ese candelabro, para que no pierdas tu resplandor. Y cuida de que la soberbia no te apague» (Sermón 289,6).
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo 5
-Luz del mundo (Mt 5, 13-16)
Este pasaje sigue a la proclamación de las Bienaventuranzas. El cristiano sabe ya cómo ha de comportarse; sabe que debe seguir a Cristo y lo que esto significa. En este momento, utilizando imágenes vigorosas, san Mateo quiere recordar a sus lectores lo que ellos son en realidad: sal de la tierra y luz del mundo.
"Sal de la tierra". La expresión es poco corriente. Puede entenderse en el sentido real: la sal que sirve de fertilizante para la tierra y de la que san Lucas dice que si se desvirtúa ya no es útil ni para la tierra ni para el estercolero (Lc 14, 35). Aquí se tiene más bien la impresión de que la palabra "tierra" sale de la metáfora anterior y designa más bien al "mundo". Así, pues, los discípulos de Jesús son de por sí una fuerza llamada a hacer que el mundo se desarrolle. Consiguientemente, cada cristiano tiene en sí mismo ese fermento que ha de actuar sobre el mundo. Si el cristiano llegara a dejar de ser sal, ya no tendría sentido y deberían "tirarlo fuera". La expresión es fuerte, pero la encontramos en otros lugares con el significado de condenación eterna. En san Mateo, esta expresión se aplica repetidamente a quienes no se conducen en consonancia con su vocación en Cristo (7, 19; 13, 48.50; 18, 8.9; 22, 13). Sin duda Jesús empleó aquí un proverbio corriente en su tiempo.
Muy útil sería extenderse sobre el enigma de una sal que se vuelve sosa; estamos aquí en pleno proverbio, y todo el mundo entiende lo que esto significa aplicado a seres humanos que deben actuar como responsables. El problema es más profundo y nos afecta a todos. Somos sal de la tierra por el bautismo. Debemos seguir siéndolo y desarrollar la fuerza de acometida depositada en nosotros y el dinamismo difusivo que tenemos en principio. La gravedad del ejemplo puesto por Cristo se mantiene íntegra, y nos preguntamos todos sobre la "sal" de cada cristiano en la Iglesia. ¿Son los cristianos unos meros practicantes, o son también "sal"? Y, si no son ya sal, ¿en qué queda su significado? Este es el problema, y sólo a Dios corresponde la respuesta. No tenemos derecho a juzgar a los demás, pero lo que sí debemos hacer es examinarnos a nosotros mismos y decidir lo que debemos hacer...
"Luz del mundo" somos también. Si Cristo llama así a sus discípulos, ordenándoles que tengan la actitud que corresponde a ese estado luminoso e iluminador, también a nosotros nos señala como luz del mundo. San Mateo se expresa de forma contrastante: "Vosotros sois la luz del mundo", como si quisiera significar claramente que esta dignidad ha pasado ahora de los judíos (Is 42, 6; 49, 6; 60, 3) a sus discípulos y al nuevo pueblo. Por lo tanto, los cristianos han de anunciar al Mesías que vino y salvó al mundo. Esto han de predicar y en esto son luz en medio de las tinieblas. Su cualidad les impone constantemente unas obligaciones: no tienen derecho a sustraerse a su función: no deben dejar que la sal se vuelva sosa, ni meter la luz debajo del celemín. Así, si el cristiano puede mostrarse legítimamente orgulloso de estar asociado al mensaje de Cristo, y si su actividad inspirada por el Espíritu se dirige al mundo entero, sin embargo no debe dar su propia luz sino anunciar la de Cristo, que vino a iluminar a todo hombre. La conducta de los cristianos deberá suscitar en todos la alabanza al Padre por lo que ha hecho. Las maravillas de Dios son el punto de partida de la alabanza; el cristiano ha de ser una de esas maravillas que provoque el grito de admiración y de alabanza. Dar gloria supone la aceptación, que es señal de la conversión. Así está llamado el cristiano a provocar la salvación del mundo, con la luz que difunde.
-Brillará tu luz en las tinieblas (Is 58, 7-10)
Aquí, la luz va unida a la caridad con los demás. Acoger a los desgraciados sin hogar, cubrir al que no tiene qué ponerse, no sustraerse a sus semejantes; esta actitud es indispensable a quien quiera ser luz. La luz brotará como la aurora, y rápidamente volverán las fuerzas al que tiene sentido del otro. Entregar el corazón al que padece hambre, colmar los deseos de los desdichados; en estas condiciones, nuestra luz surgirá en medio de las tinieblas y nuestra obscuridad brillará como la luz del mediodía. Así, el tema de la luz que somos, no es exclusivo de la sabiduría sino que va estrechamente unido al de la caridad y al del sentido del prójimo. Los versículos que preceden a la lectura de hoy, van todos ellos orientados en idéntico sentido: el profeta enviado a Israel y nosotros mismos, adquirimos toda nuestra autenticidad de profetas y de cristianos desde el preciso momento en que nos abrimos a los demás. Por tanto, no se trata sólo de destruir la injusticia; hay que construir la justicia. En estas condiciones, el Señor está cerca de nosotros; con sólo que le llamemos, él responde: Aquí estoy. El amor practicado con el prójimo de manera concreta, eso es la luz.
-Anunciar un Mesías crucificado (1 Co 2, 1-5)
También este pasaje va dirigido a los Corintios, expuestos siempre a la tentación de dividirse por problemas de pertenencia a escuelas de predicadores. San Pablo les recuerda que, en realidad, el verdadero predicador no es el que se expresa con un lenguaje humano o con el de la sabiduría de los hombres. Son el Espíritu y su poder los que se deben manifestar en un lenguaje humano, y los que exclusivamente anuncian al Mesías crucificado.
Al parecer, esta segunda lectura podemos relacionarla con las otras dos en lo relativo a la luz. Si somos luz del mundo, el que ésta brille está condicionado por nuestra caridad. Pero además, tenemos que hacer que brille el objeto central de nuestra fe: Cristo crucificado; para que manifestemos este objeto central de nuestra fe, el Espíritu nos comunica su poder. Dar luz es hacer que se encuentre a Cristo, el Mesías crucificado, lo cual supone también, evidentemente, al Señor glorioso, resucitado. La fe, pues, no se apoya en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Por lo tanto, el don de la fe, la luz, es encontrar el misterio de Cristo, a Cristo mismo en su misterio de la Pascua. El predicador, todo cristiano, hace que se encuentre la luz, al Verbo encarnado que se hizo carne, fue crucificado y resucitó de entre los muertos. Desembocamos en el Prólogo de san Juan. El Espíritu es quien manifiesta este misterio y da fuerzas para adherirse a él.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. Las tres imágenes.
En el evangelio aparecen tres imágenes, las tres introducidas por un apóstrofe que Jesús dirige a sus discípulos: «Vosotros sois». En este indicativo se encuentra también, como claramente muestra lo que sigue, un optativo: «Debéis ser esto», tenéis que serlo aunque la amenaza que sigue («ser arrojado fuera») no deba cumplirse. Estas imágenes son muy sencillas y evidentes para todos. Las tres tienen algo en común. La sal no existe para sí misma, sino para condimentar; la luz no existe para sí misma, sino para iluminar su entorno; la ciudad está puesta en lo alto del monte para ser visible para otros e indicarles el camino. El valor de cada una de ellas consiste en la posibilidad de prodigar algo a otros seres. Esto, que para Jesús es evidente, se expresa de un modo muy peculiar en la primera lectura, donde se habla dos veces de la luz y una vez del mediodía: la luz brilla allí donde alguien parte su pan con el hambriento, viste al desnudo y hospeda a los pobres que no pueden dormir bajo techo. En la segunda lectura la fuerza de la luz y de la sal se manifiesta en el hecho de que el apóstol «no quiere saber» ni anunciar cosa alguna «sino a Jesucristo, y éste crucificado». Este es su don espiritual.
2. El desfallecimiento.
Jesús lo explica en dos de las tres imágenes del evangelio: el discípulo que debe ser sal puede volverse soso; entonces ya no puede salar nada y toda la comida se vuelve insípida para la comunidad que le rodea. Jesús dice «Vosotros sois»: se dirige tanto a la Iglesia o a la comunidad como a cada cristiano en particular. El cristiano que no vive las bienaventuranzas, cada una de ellas, ya no alumbra más; no debe extrañarse de que se le tire a la calle y de que le pise la gente. En la parábola de la vid, el labrador poda las cepas, corta los sarmientos estériles y los echa al fuego, los quema. A una comunidad, a la Iglesia de un país, puede sucederle algo similar: quizá una cruel persecución sea el único medio de devolverle su capacidad de alumbrar y de salar. Por esta razón Pablo (en la segunda lectura) teme difundir, «con sublime elocuencia» o «con persuasiva sabiduría humana», difundir una luz falsa, una luz que no remitiría la fe de la comunidad a la fuerza y a la luz de Dios ni construiría sobre ellas. Entonces el apóstol no sería una luz que alumbra en el sentido de Jesucristo, sino que se colocaría sobre la luz y haría justamente lo que Jesús quiere decir con la imagen de la vela que se mete debajo del celemín. Quien se pone sobre la luz de Dios, la apaga inmediatamente por falta de aire.
3. Alumbrar, ¿para qué?
«Para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo». Aquí hay un peligro evidente: si los hombres ven nuestras buenas obras, podrían alabarnos como cristianos buenos y santos, y entonces «ya habríamos cobrado nuestra paga» (Mt 6,2.S). El justo del Antiguo Testamento está expuesto a este peligro porque todavía no conoce a Cristo: «Te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is S8,8). Pero Cristo jamás ha irradiado su luz y su sabiduría a partir de sí mismo, sino siempre desde el Padre. Y por eso el cristiano debe ser plenamente consciente de que todo lo que él puede transmitir le ha sido dado por Dios para los demás: «Santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad». El hombre que reza verdaderamente (no como el fariseo, sino como el publicano) aprende a experimentar más profundamente que debe entregarse del todo porque Dios en sí mismo es el amor trinitario que se da, un amor en el que cada una de las personas sólo existe para las otras y no conoce ningún ser-para-sí.