Domingo IV Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 25 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Sof 2, 3; 3, 12-13: Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre
Sal 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10: Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos
1 Co 1, 26-31: Dios ha escogido lo débil del mundo
Mt 5, 1-12a: Bienaventurados los pobres en el espíritu
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (01-02-1981): Cristo nos lleva más lejos
domingo 1 de febrero de 19811. «Dichosos vosotros...» (Mt 5, 11). Con estas palabras, que acabamos de escuchar, deseo saludaros a todos los que estáis aquí reunidos...
«Dichosos vosotros...». Son las palabras del «sermón de la montaña», con las que Jesús trató de delinear la esencia de su mensaje. Alguno las ha calificado como la «carta magna» del Reino de Cristo. Son palabras revolucionarias, porque proponen un radical trastrueque de los «valores», en los que se inspira la mentalidad corriente: la de los tiempos de Jesús no menos que la de nuestros tiempos. Efectivamente, la gente ha creído siempre mucho en el dinero, en el poder en sus varias formas, en los placeres sensuales, en la victoria sobre el otro a cualquier precio, en el éxito y en el reconocimiento mundano. Se trata de «valores» que se sitúan, como aparece claramente, dentro del horizonte limitado de las realidades terrenas.
Jesús rompe este círculo limitado y limitante: impulsa la visual sobre realidades que escapan a la comprobación de los sentidos, porque trascienden la materia y se colocan, más allá del tiempo, en el ámbito de lo eterno. El habla de «reino de los cielos», de «tierra prometida», de «filiación divina», de «recompensa celeste», y en esta perspectiva afirma la preeminencia de la «pobreza en espíritu», de la «mansedumbre», de la «pureza de corazón», del «hambre de justicia», que se manifiesta no en la violencia, sino en soportar valientemente la «persecución».
Innumerables cristianos, de generación en generación, han subido idealmente a esta montaña, para escuchar al Maestro Divino. [Así las escuchó y puso en práctica el patrono de vuestra parroquia, San José Cafasso, cuya urna he visitado, no hace mucho, en mi peregrinación a Turín. El, en tiempos no lejanos de los nuestros, tomó estas palabras como programa concreto de vida, inspirando en ellas su conducta, en la separación de los bienes de la tierra, oyendo con mansedumbre y paciencia a los penitentes en el confesonario, en la asistencia delicada y amable a los necesitados, y especialmente a los encarcelados y a los condenados a muerte.]
Os repito estas palabras de las bienaventuranzas al comienzo de nuestro encuentro; y lo hago no sólo por venerar a vuestro patrono, sino también para que os comprometáis con ellas, como individuos y como comunidad parroquial: leed de nuevo estas palabras, aprendedlas de memoria, tratad de «medir» con ellas vuestra vida. Esto es lo primero que os deseo.
[...]
3. «Considerad vuestra llamada, hermanos», nos ha repetido oportunamente San Pablo (1 Cor 1, 26). Se trata de palabras que debemos escuchar como dirigidas a nosotros hoy, en esta asamblea litúrgica. Nos invitan a reflexionar sobre una dimensión fundamental de nuestra existencia: nuestra vida forma parte del designio amoroso de Dios. San Pablo es explícito a este respecto. Por tres veces, en la lectura de hoy, afirma que «Dios ha elegido» a cada uno de nosotros, de manera que «somos en Cristo Jesús», el cual «se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención» (cf. 1 Cor 1, 27-30).
Este es, en efecto, el maravilloso mensaje de la fe: en los orígenes de nuestra vida hay un acto de amor de Dios, una elección eterna, libre y gratuita, mediante la cual. El, al llamarnos a la existencia, ha hecho de cada uno de nosotros su interlocutor: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios» (Gaudium et spes, 19).
Este diálogo, como es sabido, lo interrumpió el hombre con el pecado. Dios, en su misericordia, ha querido abrirlo de nuevo, dirigiéndose nuevamente a nosotros con la Palabra misma de su amor eterno, el Verbo consustancial, que, haciéndose hombre y muriendo por nosotros, nos ha puesto de nuevo en comunicación con el Padre. He aquí por qué San Pablo dice que estamos llamados «en Cristo Jesús»: la esencia de la vocación cristiana está precisamente en este «ser en Cristo». Esto es obra de Dios mismo, es don de su amor y de su gracia. Por esto, justamente concluye San Pablo que cada uno de nosotros puede «gloriarse en el Señor» (cf. 1 Cor 1, 31).
Sin embargo, a la llamada de Dios debe corresponder, por nuestra parte, una respuesta adecuada. ¿Qué respuesta? La que tiene su raíz fundamental en el bautismo y que se hace consciente y responsable en el acto de fe personal, suscitado por la escucha de la Palabra, alimentado por la participación en los sacramentos, testimoniado por una vida que se inspira en las bienaventuranzas de Cristo y se extiende al cumplimiento generoso de sus mandamientos, entre los cuales el más grande es el mandamiento del amor.
4. En el ámbito de esta vocación común, que Dios dirige a cada uno de los hombres, destacan las vocaciones específicas, mediante las cuales Dios «elige» a cada una de las personas para una tarea particular. Como es obvio, éstas son vocaciones múltiples y complementarias entre sí, idénticas por el fin de la comunión con Dios, pero diversas en cuanto a los caminos y a los medios necesarios para lograrlo.
Pienso, por ejemplo, desde el punto de vista de la profesión, en la elección de un cierto tipo de estudio y de especialización, con la perspectiva de un determinado trabajo, del que se espera, ciertamente, una ganancia para sí mismos, pero también la posibilidad de prestar la aportación personal a la construcción de un mundo mejor. Pienso, sobre todo, desde el punto de vista del estado de vida, en la elección del matrimonio, en la de dar la vida a un nuevo ser humano o de adoptar una criatura que ha quedado sola en el mundo, etc. Y pienso, además, en otras situaciones: por ejemplo, la del cónyuge que queda viudo, la del cónyuge abandonado, la del huérfano. Pienso en la condición de los enfermos, de los ancianos enfermos y solos, de los pobres: «Dios ha elegido la flaqueza del mundo, nos recuerda San Pablo, para confundir a los fuertes». En el designio misterioso de Dios, la acción renovadora de la gracia pasa a través de la debilidad humana: por esto, pasa, de modo particular, a través de estas situaciones de sufrimiento y abandono.
Quiero reservar una palabra aparte para la vocación sacerdotal y religiosa. La Iglesia tiene necesidad de almas generosas que, consagrándose totalmente a Cristo y a su Reino, acepten gastar sus energías en servicio del Evangelio. Particularmente tiene necesidad de ellas nuestra Iglesia de Roma, que ha conocido en los últimos decenios un fortísimo incremento demográfico, al que, por desgracia, no ha acompañado un proporcional aumento de sacerdotes y de religiosas. Es un problema grave que afecta a toda la comunidad, porque de la presencia de estas almas consagradas depende, sobre todo, la animación cristiana de la ciudad. Como Obispo de Roma, hago una llamada a la oración, al testimonio, a la ayuda de todos los fieles de la diócesis: ¡el florecimiento de las vocaciones depende del compromiso de cada uno! ¡No lo olvidemos!
5. «Vosotros sois en Cristo Jesús», escribe el Apóstol. Esta vez me dirijo no ya a cada uno en particular, sino a la comunidad, a toda la parroquia. Si alguno os preguntase a vosotros, parroquia de San José Cafasso, ¿quiénes sois?, ¿sabéis cuál sería la respuesta que deberíais dar? La que os sugiere San Pablo: «Nosotros somos en Cristo Jesús» como comunidad de su Iglesia. Nuestro «nosotros» de cristianos es El, Cristo.
Pero si, como parroquia estáis llamados a formar una sola cosa en Cristo, vosotros estáis obligados a testimoniar en la vida vuestra vocación comunitaria. En otras palabras, vosotros debéis comprometeros a crecer en Cristo no sólo individualmente, sino también como parroquia. ¿Queréis saber cómo se forma y cómo se desarrolla una comunidad parroquial? La comunidad se forma, ante todo, en torno a la Palabra de Dios. He aquí, por esto, la importancia de la catequesis, mediante la cual se nos lleva a un conocimiento cada vez más profundo de las riquezas de verdad contenidas en la Escritura. Después, la comunidad se desarrolla con la participación en las celebraciones litúrgicas, especialmente con la participación en la Eucaristía. Sé que en vuestra parroquia la liturgia está particularmente cuidada y me alegro de ello: es un signo de vitalidad, que anima a esperar mucho.
Además, la comunidad crece y se consolida gracias al testimonio de vida cristiana, que sus miembros saben ofrecer. A este respecto, es fundamental la actitud de valiente coherencia que los padres deben llevar a sus familias y los miembros de los varios grupos organizados sepan asumir ante aquellos que aún se muestran refractarios al mensaje cristiano. Finalmente, un elemento particular de crecimiento comunitario está constituido por el compromiso de caridad hacia las personas que, por una u otra razón, se hallan en necesidad: en vuestra parroquia no faltan los pobres, las personas enfermas, los ancianos; tenéis un instituto para la rehabilitación de los minusválidos. Las ocasiones, pues, son numerosas y estimulantes. Representan también otras tantas «llamadas» con las que Dios pulsa a la puerta de vuestro corazón. Que El os conceda la generosidad necesaria para responder con valentía y de manera adecuada.
6. Al terminar ahora esta meditación sobre el tema de la vocación cristiana, sobre el cual nos ha invitado a detenernos la liturgia de hoy, quiero dirigiros dos deseos. El primero está tomado del Profeta:
«Buscad al Señor los humildes, que cumplís sus mandamientos; buscad la justicia, buscad la moderación» (Sof 2, 3).
Si os comprometéis a buscarla, como dice el Profeta o, mejor aún, como dice Cristo en el «sermón de la montaña», entonces podrá realizarse en vosotros el segundo deseo: «Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 12).
Aceptad, queridos hermanos y hermanas, estos dos deseos como un fruto particular de la visita que hoy os hace vuestro Obispo. Que ellos reaviven la participación en esta Eucaristía. Que ellos se conviertan en la fuente y en el camino de toda vuestra vida.
Homilía (24-03-2000): Dos montes que conducen a la cima de la vida
viernes 24 de marzo de 2000«¡Mirad, hermanos, vuestra vocación!» (1 Co 1, 26).
1. Hoy estas palabras de san Pablo se dirigen a todos los que hemos venido aquí, al monte de las Bienaventuranzas. Estamos sentados en esta colina como los primeros discípulos, y escuchamos a Jesús. En silencio escuchamos su voz amable y apremiante, tan amable como esta tierra y tan apremiante como una invitación a elegir entre la vida y la muerte.
¡Cuántas generaciones antes que nosotros se han sentido conmovidas profundamente por el sermón de la Montaña! ¡Cuántos jóvenes a lo largo de los siglos se han reunido en torno a Jesús para aprender las palabras de vida eterna, como vosotros estáis reunidos hoy aquí! ¡Cuántos jóvenes corazones se han sentido impulsados por la fuerza de su personalidad y la verdad apremiante de su mensaje! ¡Es maravilloso que estéis aquí!...
2. Hace precisamente un mes, tuve la gracia de ir al Monte Sinaí, donde Dios habló a Moisés y le entregó la Ley, «escrita por el dedo de Dios» (Ex 31, 18) en tablas de piedra. Estos dos montes, el Sinaí y el de las Bienaventuranzas, nos ofrecen el mapa de nuestra vida cristiana y una síntesis de nuestras responsabilidades ante Dios y ante nuestro prójimo. La Ley y las bienaventuranzas señalan juntas la senda del seguimiento de Cristo y el camino real hacia la madurez y la libertad espiritual.
Los diez mandamientos del Sinaí pueden parecer negativos: «No habrá para ti otros dioses delante de mí. (...) No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso...» (Ex 20, 3. 13-16). Pero, de hecho, son sumamente positivos. Yendo más allá del mal que mencionan, señalan el camino hacia la ley del amor, que es el primero y el mayor de los mandamientos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. (...) Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37. 39). Jesús mismo dice que no vino a abolir la Ley, sino a cumplirla (cf. Mt 5, 17). Su mensaje es nuevo, pero no cancela lo que había antes, sino que desarrolla al máximo sus potencialidades. Jesús enseña que el camino del amor hace que la Ley alcance su plenitud (cf. Ga 5, 14). Y enseñó esta verdad tan importante aquí, en este monte de Galilea.
3. «Bienaventurados -dice- los pobres de espíritu, los mansos, los misericordiosos, los que lloráis, los que tenéis hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los que trabajáis por la paz y los perseguidos». ¡Bienaventurados! Pero las palabras de Jesús pueden resultar extrañas. Es raro que Jesús exalte a quienes el mundo por lo general considera débiles. Les dice: «Bienaventurados los que parecéis perdedores, porque sois los verdaderos vencedores: es vuestro el reino de los cielos». Estas palabras, pronunciadas por él, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), plantean un desafío que exige una profunda y constante metánoia del espíritu, un gran cambio del corazón.
Vosotros, los jóvenes, comprendéis por qué es necesario este cambio del corazón. En efecto, conocéis otra voz dentro de vosotros y en torno a vosotros, una voz contradictoria. Es una voz que os dice: «Bienaventurados los orgullosos y los violentos, los que prosperan a toda costa, los que no tienen escrúpulos, los crueles, los inmorales, los que hacen la guerra en lugar de la paz y persiguen a quienes constituyen un estorbo en su camino». Y esta voz parece tener sentido en un mundo donde a menudo los violentos triunfan y los inmorales tienen éxito. «Sí», dice la voz del mal, «ellos son los que vencen. ¡Dichosos ellos!».
4. Jesús presenta un mensaje muy diferente. No lejos de aquí, Jesús llamó a sus primeros discípulos, como os llama ahora a vosotros. Su llamada ha exigido siempre una elección entre las dos voces que compiten por conquistar vuestro corazón, incluso ahora, en este monte: la elección entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. ¿Qué voz elegirán seguir los jóvenes del siglo XXI? Confiar en Jesús significa elegir creer en lo que os dice, aunque pueda parecer raro, y rechazar las seducciones del mal, aunque resulten deseables o atractivas.
Además, Jesús no sólo proclama las bienaventuranzas; también las vive. Él encarna las bienaventuranzas. Al contemplarlo, veréis lo que significa ser pobres de espíritu, ser mansos y misericordiosos, llorar, tener hambre y sed de justicia, ser limpios de corazón, trabajar por la paz y ser perseguidos. Por eso tiene derecho a afirmar: «¡Venid, seguidme!». No dice simplemente: «Haced lo que os digo». Dice: «¡Venid, seguidme!».
Escucháis su voz en este monte, y creéis en lo que os dice. Pero, como los primeros discípulos en el mar de Galilea, debéis dejar vuestras barcas y vuestras redes, y esto nunca es fácil, especialmente cuando afrontáis un futuro incierto y sentís la tentación de perder la fe en vuestra herencia cristiana. Ser buenos cristianos puede pareceros algo superior a vuestras fuerzas en el mundo actual. Pero Jesús no está de brazos cruzados; no os deja solos al afrontar este desafío. Está siempre con vosotros para transformar vuestra debilidad en fuerza. Confiad en él cuando os dice: «Mi gracia te basta, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9).
5. Los discípulos pasaron algún tiempo con el Señor. Llegaron a conocerlo y amarlo profundamente. Descubrieron el significado de lo que el apóstol san Pedro dijo una vez a Jesús: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Descubrieron que las palabras de vida eterna son las palabras del Sinaí y las palabras de las bienaventuranzas. Este es el mensaje que difundieron por todo el mundo.
En el momento de su Ascensión, Jesús encomendó a sus discípulos una misión y les dio una garantía: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes. (...) Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20). Desde hace dos mil años los seguidores de Cristo han cumplido esta misión.
Ahora, en el alba del tercer milenio, os toca a vosotros. Toca a vosotros ir al mundo a predicar el mensaje de los diez mandamientos y de las bienaventuranzas. Cuando Dios habla, habla de cosas que son muy importantes para cada persona, para todas las personas del siglo XXI, del mismo modo que lo fueron para las del siglo I. Los diez mandamientos y las bienaventuranzas hablan de verdad y bondad, de gracia y libertad: de todo lo que es necesario para entrar en el reino de Cristo. ¡Ahora os corresponde a vosotros ser apóstoles valientes de este reino!
Jóvenes de Tierra Santa, jóvenes del mundo, responded al Señor con un corazón dispuesto y abierto. Dispuesto y abierto, como el corazón de la más grande de las hijas de Galilea, María, la madre de Jesús. ¿Cómo respondió ella? Dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Oh, Señor Jesucristo, en este lugar que conociste y amaste tanto, escucha a estos corazones jóvenes y generosos. Sigue enseñando a estos jóvenes la verdad de los mandamientos y de las bienaventuranzas. Haz que sean testigos gozosos de tu verdad y apóstoles convencidos de tu reino. Permanece siempre junto a ellos, especialmente cuando seguirte a ti y tu Evangelio sea difícil y exigente. Tú serás su fuerza, tú serás su victoria.
Oh, Señor Jesús, tú has hecho de estos jóvenes tus amigos: mantenlos siempre junto a ti. Amén.
Francisco, papa
Ángelus (29-01-2017): Un camino de vida para seguirle.
domingo 29 de enero de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las Bienaventuranzas (cf. Mateo 5, 1-12a), que abren el gran discurso llamado «de la montaña», la «carta magna» del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad. Este mensaje estaba ya presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y de los oprimidos y les libera de los que les maltratan. Pero en esta predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término «bienaventurados», es decir felices; prosigue con la indicación de la condición para ser tales; y concluye haciendo una promesa. El motivo de las bienaventuranzas, es decir de la felicidad, no está en la condición requerida —«pobres de espíritu», «afligidos», «hambrientos de justicia», «perseguidos»...— sino en la sucesiva promesa, que hay que acoger con fe como don de Dios. Se comienza con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, el «Reino» anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida para seguir al Señor, para quien la realidad de miseria y aflicción es vista en una perspectiva nueva y vivida según la conversión que se lleva a cabo. No se es bienaventurado si no se convierte, para poder apreciar y vivir los dones de Dios.
Me detengo en la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (v. 4). El pobre de espíritu es el que ha asumido los sentimientos y la actitud de esos pobres que en su condición no se rebelan, pero saben que son humildes, dóciles, dispuestos a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres en espíritu tiene una doble dimensión: en lo relacionado con los bienes y en lo relacionado con Dios. Respecto a los bienes materiales esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día el estupor por la bondad de las cosas, sin sobrecargarse en la monotonía del consumo voraz. Más tengo, más quiero; más tengo, más quiero. Este es el consumo voraz y esto mata el alma. El hombre y la mujer que hace esto, que tiene esta actitud, «más tengo, más quiero», no es feliz y no llegará a la felicidad. En lo relacionado con Dios es alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría, es Él el Señor, es Él el grande. No soy yo el grande porque tengo muchas cosas. Es Él el que ha querido que el mundo perteneciera a los hombres, y lo ha querido así para que los hombres fueran felices.
El pobre en espíritu es el cristiano que no se fía de sí mismo, de las riquezas materiales, no se obstina en las propias opiniones, sino que escucha con respeto y se remite con gusto a las decisiones de los otros. Si en nuestras comunidades hubiera más pobres de espíritu, ¡habría menos divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este sentido evangélico, aparecen como aquellos que mantienen viva la meta del Reino de los cielos, haciendo ver que esto viene anticipado como semilla en la comunidad fraterna, que privilegia el compartir antes que la posesión. Esto quisiera subrayarlo: privilegiar el compartir antes que la posesión. Siempre tener las manos y el corazón así [el Papa hace un gesto con la mano abierta], no así [hace un gesto con puño cerrado]. Cuando el corazón está así [cerrado] es un corazón pequeño, ni siquiera sabe cómo amar. Cuando el corazón está así [abierto] va sobre el camino del amor.
La Virgen María, modelo y primicia de los pobres en espíritu porque es totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos en Dios, rico en misericordia, para que nos colme de sus dones, especialmente de la abundancia de su perdón.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Gloriarse en el Señor
«Dios ha elegido lo necio del mundo, ... lo débil del mundo... lo plebeyo y despreciable del mundo, lo que no es». Cuando San Pablo escribe estas palabras a los corintios no sólo está poniendo de relieve una situación de hecho –la inmensa mayoría de los cristianos eran gente pobre, sencilla, inculta, que no contaba a los ojos del mundo, despreciable para los que se creían algo¬–, sino que está enunciando un principio, un criterio de la acción de Dios, que elige con preferencia lo humanamente inútil para manifestar que Él y sólo Él es el Salvador.
«Para que nadie pueda gloriarse en presencia de Dios». Tenemos que estar muy atentos para ver si nuestros criterios y modos de actuar son los del evangelio. El mayor pecado es el gloriarnos en presencia de Dios, el enorgullecernos pensando que somos algo o podemos algo por nosotros mismos. El Señor nos dice tajantemente: «Sin mí no podéis hacer nada». No dice que sin Él no podemos mucho o sólo una parte, sino «nada». Cuando nos apoyamos –en la vida personal o apostólica– en la sabiduría humana, estamos perdidos. Cuando confiamos en el prestigio humano o en el poder, el resultado es el fracaso total, la esterilidad más absoluta.
«El que se gloríe, que se gloríe en el Señor». En Él y sólo en Él vale la pena apoyarse. «En cuanto a mí –dirá San Pablo– me glorío en mis debilidades» (2 Cor 12,9). Gozarnos en ser nada, en sabernos inútiles e incapaces, para apoyarnos sólo en Él, que nos dice: «Te basta mi gracia». Apoyarnos en los hombres no sólo conduce al fracaso, sino que es reproducir el primer pecado, el querer «ser como dioses», el prescindir de Dios.
Esto es tan serio, que San Pablo exclamará con vehemencia: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,14). Sólo Cristo crucificado y humillado salva, pues Él es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24). Él es para nosotros «sabiduría, justicia, santificación y redención». Fuera de Él no hay santidad, no hay salvación, no hay sabiduría.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Las bienaventuranzas nos exhortan a una profunda regeneración interior. Solo si las recibimos podremos «tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5).
–Sofonías 2,3; 3.12-13: Dejaré en medio de ti un resto pobre y humilde. Ya desde el Antiguo Testamento, y a pesar de la universalidad de la Redención prometida, los destinatarios directos de la salvación de Dios son los humildes de corazón. Ellos son ese «resto de Israel», que solo espera de Dios su salvación.
Todos los hombres estamos llamados a formar parte de ese pueblo de quienes se reconocen pobres ante el Señor, según ese texto de Sofonías. Muchas veces los Santos Padres llaman a la humildad, presentándola como la condición primera de los que pertenecen a Cristo. Así lo hace San Juan Crisóstomo:
«Puesta la humildad por fundamento, el arquitecto puede construir con seguridad sobre ella todo el edificio. Pero si ésta se pierde, por más que tu santidad parezca tocar el cielo, todo se vendrá abajo y terminará catastróficamente. El ayuno, la oración, la limosna, la castidad, cualquier otro bien que juntes, si falta la humildad, todo se escurre como el agua y todo se pierde» (Homilía sobre San Mateo 15, 2).
–Con el Salmo 145 proclamamos: «El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos, abre los ojos al ciego, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y le da vida... El Señor reina eternamente».
Adoptando esta actitud de humildad y de disponibilidad radical, el creyente participa de la gloria de los tiempos nuevos. Cristo ha vivido esta realidad. Él ha dicho: «aprended de Mí a ser mansos y humildes» (Mt 11,29). Él es en la Cruz el representante por antonomasia del pueblo pobre y humilde. Resucitado, es el centro vivificante para todo hombre y para todo pueblo, a condición de que sigamos su camino, que entremos en su escuela de santidad, en la que Él nos comunica la difícil fortaleza de su mansedumbre y la grandeza formidable de su humildad.
–2 Corintios 1,26-31: Dios ha escogido lo débil del mundo. Los criterios de Dios no son los criterios de los hombres (cf. Is 55,8). Unas diez veces ha comentado San Agustín este pasaje paulino:
«Hemos dicho, hermanos, que el Dios humilde descendió hasta el hombre soberbio. Reconózcase el hombre como hombre y manifiéstese Dios al hombre. Si Cristo vino para que el hombre se humillara y a partir de esa humildad creciera, convenía que cesara ya la gloria del hombre y se exaltara la de Dios, de modo que la esperanza del hombre radicase en la gloria de Dios y no en la suya propia, según las palabras del Apóstol: «quien se gloríe que se gloríe en el Señor» (1 Cor 1,31)...
«He aquí, hermanos, que la gloria de Dios es nuestra propia gloria, y cuanto más dulcemente se glorifique a Dios tanto es mayor el provecho que obtendremos nosotros. Dios no ganará en excelsitud por el hecho de que le honremos nosotros. Humillémonos y ensalcémoslo a Él... Confiese, pues el hombre su condición de hombre; mengüe primero, para crecer después» (Sermón 380,6)
.–Mateo 5,1-12: Dichosos los pobres de espíritu. La carta magna de la autenticidad cristiana ha quedado en el Evangelio con el nombre de Bienaventuranzas. Ellas reflejan exactamente las maneras de ser el Hijo de Dios, que se hace hombre para hacernos a los hombres hijos de Dios. San Juan Crisóstomo comenta:
«Escuchemos con toda diligencia Sus palabras. Fueron pronunciadas para los que las oyeron sobre el monte, pero se consignaron por escrito para cuantos sin excepción habían de venir después. De ahí justamente que mirara el Señor, al hablar, a sus discípulos, pero sin limitar a ellos sus palabras. Las bienaventuranzas se dirigen, sin limitación alguna a todos los hombres. No dijo en efecto: «bienaventurados vosotros, si sois pobres», sino: «bienaventurados los pobres». Cierto que a ellos se lo dijo, pero el consejo tenía validez para todos...
«Hay muchas maneras de ser humilde. Hay quienes son humildes moderadamente, y hay quienes llevan la humildad a su último extremo. Ésta es la humildad que alaba el bienaventurado profeta cuando, describiéndonos un alma no contrita simplemente, sino un alma hecha pedazos por el dolor, nos dice: «mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias» (Sal 50,19). Ésta es la humildad que Cristo proclama ahora bienaventurada» (Homilía 15,1).
También San Agustín ha comentado muchas veces las bienaventuranzas:
«Escucha y compréndeme, a ver si con Su ayuda consigo explicarme. Que Él nos ayude a comprender los deberes y recompensas, de que hemos hablado, y a entender cómo se corresponden entre sí. ¿Qué premio fue mencionado, en efecto, [en cada bienaventuranza] que no vaya de acuerdo con la obligación respectiva? Ved cómo, una a una, todas tienen el complemento apropiado, y nada se promete como premio que no se ajuste al precepto.
«El precepto es que seas pobre de espíritu; el premio consiste en la posesión del reino de los cielos. El precepto es que seas manso, el premio consiste en la posesión de la tierra. El precepto ordena que llores, el premio es ser consolado. El precepto es que tengas hambre y sed de justicia, el premio es ser saciado. El precepto es que seas misericordioso, el premio conseguir misericordia. Del mismo modo el precepto es que tengas el corazón limpio, el premio es la visión de Dios» (Sermón53).