Domingo IV Tiempo de Cuaresma (A) – Homilías
/ 28 marzo, 2014 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 S 16, 1b. 6-7. 10-13a: David es ungido rey de Israel
Sal 22, 1b-3a. 3b-4. 5. 6: El Señor es mi pastor, nada me falta
Ef 5, 8-14: Levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará
Jn 9, 1-41: Él fue, se lavó, y volvió con vista
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (29-03-1981): Él es Dios, y no hay otro
domingo 29 de marzo de 19811. Deseo juntamente con vosotros saludar a Cristo Buen Pastor con las palabras del Salmo responsorial de la liturgia de hoy, que colma nuestros corazones de tanta confianza:
¡El Señor es mi Pastor, nada me falta! (Sal 22 [23], 1).
2. El Salmo responsorial del IV domingo de Cuaresma dirige nuestras almas hacia el misterio pascual, en el que Cristo se revela realmente como Pastor que ofrece la vida por las ovejas (cf.Jn 10, 11-15). La imagen que emerge del Salmo 22 es una preparación en el Antiguo Testamento de la figura que Cristo mismo ha delineado con la parábola del Buen Pastor. Evidentemente, el Salmo refleja una mentalidad oriental y se expresa con modalidades típicas del contexto histórico judío y, por esto, requeriría una esmerada exégesis. Sin embargo, su mensaje es fácilmente comprensible: Jesús, el Verbo Divino, se encarnó precisamente para conducir las almas hacia la verdad: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas».
Jesús vino para alentarnos en el camino de la vida, para guiarnos en el camino justo de la salvación, para prepararnos la mesa de la gracia, para darnos la alegría de la certeza. Jesús está con nosotros todos los días de nuestra existencia: la fe en El nos da seguridad y valentía, aun cuando a veces tengamos que caminar en un valle oscuro. ¡Animo, pues, queridos hijos! Es la primera exhortación que nos sugiere la liturgia de hoy. ¡A pesar de las penas y de los contrastes de la vida, a pesar de las situaciones sociales y públicas que a veces pueden llegar a ser dramáticas, no perdáis la confianza en Cristo Buen Pastor, Redentor de nuestras almas, Salvador de la humanidad.
3. Cristo es precisamente el Pastor Eterno de toda la humanidad, porque en El todos nosotros hemos sido elegidos por el Padre como sus hijos adoptivos. Y por medio de su obra redentora hemos sido unidos al Espíritu Santo, de manera que participamos así también de la misión de Cristo «Sacerdote, Profeta y Rey» (cf. Lumen gentium, 31). Hacia estos pensamientos nos orienta la primera lectura del libro de Samuel, que narra la elección y la unción del futuro Rey David por parte del Profeta.
Del relato del episodio histórico resulta que en el Antiguo Testamento sólo alguno era elegido por el Altísimo para la realización de sus designios. En este caso, uno solo de los siete hijos de Jesé fue elegido y consagrado Rey de Israel.
En cambio, la revelación de Cristo y la enseñanza perenne de la Iglesia afirman que, en el Nuevo Testamento, la elección es universal: toda la humanidad y, por esto, cada uno de los hombres, es llamado y elegido en Cristo para participar de la misma vida divina mediante la gracia. ¡Así, pues, sentíos dichosos y estad agradecidos por haber no sólo conocido estas realidades divinas, sino por haber recibido la «unción» y la «consagración» mediante el bautismo y la confirmación! ¡Acordaos siempre de vuestra dignidad, de vuestra grandeza, de vuestra riqueza y comportaos de modo que también los demás puedan conocerla y vivirla!
4. Sin embargo, el pensamiento sobre el que pone más fuertemente el acento la liturgia de hoy es que Cristo es el Pastor de nuestras almas en cuanto nos abre los ojos para ver la luz de Dios.
El relato de la curación del ciego de nacimiento, como nos lo presenta el Evangelista Juan, es ciertamente una de las páginas más espléndidas del Evangelio. Sería necesario detenerse largamente para analizar los valores literarios, para saborear la composición, de la escena, para profundizar en la sicología de los diversos personajes, para seguir la dinámica de la acción, para descubrir su valor apologético, para meditar su mensaje doctrinal. Lo podréis hacer en vuestros encuentros de grupo, con comodidad y provecho; para este encuentro es suficiente una sola, pero fundamental, observación: Jesús realizó el llamativo milagro de la curación del ciego de nacimiento para demostrar su divinidad y la consiguiente necesidad de acoger su Persona y su mensaje.
El ciego, una vez curado, no sabe todavía quién es Jesús pero lo intuye, y contra la incredulidad de los judíos y el temor de sus mismos padres, afirma: «Jamás se oyó decir que nadie abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder». Cuando después Jesús le dice claramente que es el «Hijo del hombre», esto es, el Mesías, el Hijo de Dios, el ciego curado no tiene duda alguna e inmediatamente hace su profesión de fe: «Creo, Señor».
He aquí, pues, el significado, inmediato del milagro realizado por Jesús: El es verdaderamente Dios, el cual como pudo dar enseguida la vista a un ciego, mucho más puede dar la vista al alma, puede abrir los ojos interiores para que conozcan las verdades supremas que se refieren a la naturaleza de Dios y al destino del hombre. Por esto, la curación física del ciego, que luego es causa de su fe, se convierte en un símbolo de la conversión espiritual. De este modo Jesús vuelve a confirmar la verdad de las palabras que ya había pronunciado: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8, 12). Cristo es Buen Pastor porque es la luz de nuestras almas. No podemos menos de creer en El, seguirle, amarle, escucharle.
5. De la meditación de las lecturas de la liturgia de hoy debemos sacar ahora alguna conclusión práctica, que pueda servir en el camino ulterior de vuestra vida personal y parroquial.
Ante todo, tened siempre un profundo sentido de responsabilidad sobre vuestra fe cristiana. El relato evangélico nos hace comprender cuán preciosa es la vista de los ojos, pero cuánto más preciosa es aún la luz de la fe. Pero sabemos que esta fe exige firmeza y fortaleza, porque está siempre insidiada. Frente a la luz que es Cristo, hay a veces una actitud de abierta hostilidad, o de rechazo y de indiferencia, o también de crítica injusta y parcial.
Sentíos responsables de vuestra fe en la sociedad moderna en la que debéis vivir, cada uno en su puesto de vida y de trabajo, cada uno en el ámbito de sus relaciones de familia y de profesión. Y por esto, profundizad cada vez más en ella, con una catequesis sana, completa, metódica... ¡Corresponded al celo de vuestros Pastores! ¡Conocer mejor la propia fe significa estimarla más, vivirla más intensamente, irradiarla con más eficaz testimonio!
6. Una segunda consecuencia práctica se puede sacar de la Carta de San Pablo a los cristianos de la ciudad de Éfeso.
«En otro tiempo erais tinieblas —escribía el Apóstol—, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz» (Ef 5, 8). La exhortación de San Pablo es siempre actual: «Buscad lo que agrada al Señor» (Ef 5, 10). «No toméis parte en las obras estériles de las tinieblas» (Ef 5, 11).
¡Sed luz también vosotros en vuestra parroquia, en vuestra ciudad, en vuestra patria! Sed luz, con la frecuencia asidua y convencida a la Santa Misa dominical y festiva; sed luz eliminando escrupulosamente las palabras soeces, la blasfemia, la lectura de diarios y revistas pornográficas, la visión de espectáculos negativos; sed luz con el ejemplo continuo de vuestra bondad y de vuestra fidelidad en todo lugar, pero especialmente en el ambiente privilegiado de la familia, recordando que «toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz».
7. Queridísimos:
El IV domingo de Cuaresma eleva nuestros pensamientos y nuestros corazones hacia Cristo que, al ofrecer su vida por los Hombres en la pasión y en la cruz, se revela el único Buen Pastor que abraza a todos y a cada uno, se cuida del verdadero bien de cada hombre y de la humanidad aquí, en la tierra, y, en definitiva, se cuida de nuestra salvación eterna.
¡Estemos dispuestos para seguir a Cristo por los caminos que El nos indica, también mediante la enseñanza de la Iglesia que El ha instituido!
¡Estemos dispuestos a sacar fuerza de las fuentes de la gracia, que El nos abre en la Iglesia mediante los sacramentos de la fe: Penitencia y Eucaristía!
¡Y, finalmente, estemos dispuestos a buscar en El el apoyo en todas las dificultades de nuestra vida y de nuestra conciencia!
¡No nos separemos nunca de El! ¡El es la luz del mundo!
Homilía (14-03-1999): Nos invita a participar en su vida divina
domingo 14 de marzo de 19991. «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría» (Antífona de entrada).
Con esta invitación a la alegría, se abre la liturgia de hoy. Ella da un tono particularmente gozoso a este cuarto domingo de Cuaresma, llamado tradicionalmente domingo laetare. Sí, debemos alegrarnos, puesto que el auténtico espíritu cuaresmal es búsqueda de la alegría profunda, fruto de la amistad con Dios. Nos alegramos porque la Pascua ya está cerca, y dentro de poco celebraremos nuestra liberación del mal y del pecado, gracias a la vida nueva que nos trajo Cristo muerto y resucitado.
En este camino hacia la Pascua, la liturgia nos exhorta a recorrer el itinerario catecumenal con los que se preparan para recibir el bautismo. El domingo pasado meditamos en el don del agua viva del Espíritu (cf. Jn 4, 5-42); hoy nos detenemos con el ciego de nacimiento junto a la piscina de Siloé, para acoger a Cristo, luz del mundo (cf. Jn 9, 1-41).
«El ciego fue, se lavó, y volvió con vista» (Jn 9, 7). Como él, debemos dejarnos iluminar por Cristo, y renovar la fe en el Mesías sufriente, que se revela como la luz de nuestra existencia: «Yo soy la luz del mundo; (...) quien me sigue tendrá la luz de la vida» (Aclamación antes del Evangelio).
El agua y la luz son elementos esenciales para la vida. Precisamente por eso, Jesús los elevó a la categoría de signos reveladores del gran misterio de la participación del hombre en la vida divina.
[...] 5. «Caminad como hijos de la luz» (Ef 5, 8). Las palabras del apóstol san Pablo, en la segunda lectura, nos estimulan a recorrer este camino de conversión y renovación espiritual. En virtud del bautismo, los cristianos son «iluminados»; ya han recibido la luz de Cristo. Por tanto, están llamados a conformar su existencia con el don de Dios: ¡a ser hijos de la luz!
Amadísimos hermanos y hermanas, el Señor os abra los ojos de la fe, como hizo con el ciego de nacimiento, para que aprendáis a reconocer su rostro en el de vuestros hermanos, especialmente en los más necesitados.
María, que ofreció a Cristo a todo el mundo, nos ayude también a nosotros a acogerlo en nuestras familias, en nuestras comunidades y en todos los ambientes de vida y trabajo de nuestra ciudad. Amén.
Ángelus (10-03-2002): Es posible volver a la «Luz»
domingo 10 de marzo de 20021. «Laetare, Jerusalem...». Con estas palabras del profeta Isaías la Iglesia nos invita hoy a la alegría, en la mitad del itinerario penitencial de la Cuaresma. La alegría y la luz son el tema dominante de la liturgia de hoy. El evangelio narra la historia de «un hombre ciego de nacimiento» (Jn 9, 1). Al verlo, Jesús hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado). Él fue, se lavó, y volvió con la vista» (Jn 9, 6-7).
El ciego de nacimiento representa al hombre marcado por el pecado, que desea conocer la verdad sobre sí mismo y sobre su destino, pero se ve impedido por una enfermedad congénita. Sólo Jesús puede curarlo: él es «la luz del mundo» (Jn 9, 5). Al confiar en él, todo ser humano espiritualmente ciego de nacimiento tiene la posibilidad de «volver a la luz», es decir, de nacer a la vida sobrenatural.
2. Además de la curación del ciego, el evangelio da gran relieve a la incredulidad de los fariseos, que se niegan a reconocer el milagro, dado que Jesús lo ha realizado en sábado, violando, a su parecer, la ley de Moisés. Se manifiesta así una elocuente paradoja, que Cristo mismo resume con estas palabras: «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9, 39).
Para quien encuentra a Jesús, no hay términos medios: o reconoce que lo necesita a él y su luz, o elige prescindir de él. En este último caso, tanto a quien se considera justo ante Dios como a quien se considera ateo, la misma presunción les impide abrirse a la conversión auténtica.
3. Amadísimos hermanos y hermanas, nadie debe cerrar su corazón a Cristo. A quien lo acoge, él le da la luz de la fe, una luz capaz de transformar los corazones y, por consiguiente, las mentalidades y las situaciones sociales, políticas y económicas dominadas por el pecado. «Creo, Señor» (Jn 9, 38). Cada uno de nosotros, como el ciego de nacimiento, debe estar dispuesto a profesar humildemente su adhesión a él.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (02-03-2008): Cristo no vino a culpar, vino a curar
domingo 2 de marzo de 2008En estos domingos de Cuaresma, a través de los pasajes del evangelio de san Juan, la liturgia nos hace recorrer un verdadero itinerario bautismal: el domingo pasado, Jesús prometió a la samaritana el don del «agua viva»; hoy, curando al ciego de nacimiento, se revela como «la luz del mundo»; el domingo próximo, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como «la resurrección y la vida». Agua, luz y vida: son símbolos del bautismo, sacramento que «sumerge» a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna.
Detengámonos brevemente en el relato del ciego de nacimiento (cf. Jn 9, 1-41). Los discípulos, según la mentalidad común de aquel tiempo, dan por descontado que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de sus padres. Jesús, por el contrario, rechaza este prejuicio y afirma: «Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 3). ¡Qué consuelo nos proporcionan estas palabras! Nos hacen escuchar la voz viva de Dios, que es Amor providencial y sabio. Ante el hombre marcado por su limitación y por el sufrimiento, Jesús no piensa en posibles culpas, sino en la voluntad de Dios que ha creado al hombre para la vida. Y por eso declara solemnemente: «Tengo que hacer las obras del que me ha enviado. (...) Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (Jn 9, 4-5).
Inmediatamente pasa a la acción: con un poco de tierra y de saliva hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este gesto alude a la creación del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la tierra modelada y animada por el soplo de Dios (cf. Gn 2, 7). De hecho, «Adán» significa «suelo», y el cuerpo humano está efectivamente compuesto por elementos de la tierra. Al curar al hombre, Jesús realiza una nueva creación. Pero esa curación suscita una encendida discusión, porque Jesús la realiza en sábado, violando, según los fariseos, el precepto festivo. Así, al final del relato, Jesús y el ciego son «expulsados» por los fariseos: uno por haber violado la ley; el otro, porque, a pesar de la curación, sigue siendo considerado pecador desde su nacimiento.
Al ciego curado Jesús le revela que ha venido al mundo para realizar un juicio, para separar a los ciegos curables de aquellos que no se dejan curar, porque presumen de sanos. En efecto, en el hombre es fuerte la tentación de construirse un sistema de seguridad ideológico: incluso la religión puede convertirse en un elemento de este sistema, como el ateísmo o el laicismo, pero de este modo uno queda cegado por su propio egoísmo.
Queridos hermanos, dejémonos curar por Jesús, que puede y quiere darnos la luz de Dios. Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía y, sobre todo, lo que la Biblia llama el «gran pecado» (cf. Sal 19, 14): el orgullo. Que nos ayude en esto María santísima, la cual, al engendrar a Cristo en la carne, dio al mundo la verdadera luz.
Ángelus (03-04-2011): En Cristo resplandece de nuevo la vida
domingo 3 de abril de 2011El itinerario cuaresmal que estamos viviendo es un tiempo especial de gracia, durante el cual podemos experimentar el don de la bondad del Señor para con nosotros. La liturgia de este domingo, denominado «Laetare», nos invita a alegrarnos, a regocijarnos, como proclama la antífona de entrada de la celebración eucarística: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos» (cf. Is 66, 10-11). ¿Cuál es la razón profunda de esta alegría? Nos lo dice el Evangelio de hoy, en el cual Jesús cura a un hombre ciego de nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige al que había sido ciego constituye el culmen de la narración: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?» (Jn 9, 35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: «Creo, Señor» (Jn 9, 38). Conviene destacar cómo una persona sencilla y sincera, de modo gradual, recorre un camino de fe: en un primer momento encuentra a Jesús como un «hombre» entre los demás; luego lo considera un «profeta»; y, al final, sus ojos se abren y lo proclama «Señor». En contraposición a la fe del ciego curado se encuentra el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a Jesús como el Mesías. La multitud, en cambio, se detiene a discutir sobre lo acontecido y permanece distante e indiferente. A los propios padres del ciego los vence el miedo del juicio de los demás.
Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros a causa del pecado de Adán nacimos «ciegos», pero en la fuente bautismal fuimos iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad destinándola a la oscuridad de la muerte, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta a la que estamos llamados. En él, fortalecidos por el Espíritu Santo, recibimos la fuerza para vencer el mal y obrar el bien. De hecho, la vida cristiana es una continua configuración con Cristo, imagen del hombre nuevo, para alcanzar la plena comunión con Dios. El Señor Jesús es «la luz del mundo» (Jn 8, 12), porque en él «resplandece el conocimiento de la gloria de Dios» (2 Co 4, 6) que sigue revelando en la compleja trama de la historia cuál es el sentido de la existencia humana. En el rito del Bautismo, la entrega de la vela, encendida en el gran cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, es un signo que ayuda a comprender lo que ocurre en el Sacramento. Cuando nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo, experimenta la alegría de ser liberada de todo lo que amenaza su plena realización. En estos días que nos preparan para la Pascua revivamos en nosotros el don recibido en el Bautismo, aquella llama que a veces corre peligro de apagarse. Alimentémosla con la oración y la caridad hacia el prójimo.
A la Virgen María, Madre de la Iglesia, encomendamos el camino cuaresmal, para que todos puedan encontrar a Cristo, Salvador del mundo.
Francisco, papa
Ángelus (30-03-2014): Una gracia más grande que la curación
domingo 30 de marzo de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio del hombre ciego de nacimiento, a quien Jesús le da la vista. El largo relato inicia con un ciego que comienza a ver y concluye —es curioso esto— con presuntos videntes que siguen siendo ciegos en el alma. El milagro lo narra Juan en apenas dos versículos, porque el evangelista quiere atraer la atención no sobre el milagro en sí, sino sobre lo que sucede después, sobre las discusiones que suscita. Incluso sobre las habladurías, muchas veces una obra buena, una obra de caridad suscita críticas y discusiones, porque hay quienes no quieren ver la verdad. El evangelista Juan quiere atraer la atención sobre esto que ocurre incluso en nuestros días cuando se realiza una obra buena. Al ciego curado lo interroga primero la multitud asombrada —han visto el milagro y lo interrogan—, luego los doctores de la ley; e interrogan también a sus padres. Al final, el ciego curado se acerca a la fe, y esta es la gracia más grande que le da Jesús: no sólo ver, sino conocerlo a Él, verlo a Él como «la luz del mundo» (Jn 9, 5).
Mientras que el ciego se acerca gradualmente a la luz, los doctores de la ley, al contrario, se hunden cada vez más en su ceguera interior. Cerrados en su presunción, creen tener ya la luz; por ello no se abren a la verdad de Jesús. Hacen todo lo posible por negar la evidencia, ponen en duda la identidad del hombre curado; luego niegan la acción de Dios en la curación, tomando como excusa que Dios no obra en día de sábado; llegan incluso a dudar de que ese hombre haya nacido ciego. Su cerrazón a la luz llega a ser agresiva y desemboca en la expulsión del templo del hombre curado.
El camino del ciego, en cambio, es un itinerario en etapas, que parte del conocimiento del nombre de Jesús. No conoce nada más sobre Él; en efecto dice: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos» (v. 11). Tras las insistentes preguntas de los doctores de la ley, lo considera en un primer momento un profeta (v. 17) y luego un hombre cercano a Dios (v. 31). Después que fue alejado del templo, excluido de la sociedad, Jesús lo encuentra de nuevo y le «abre los ojos» por segunda vez, revelándole la propia identidad: «Yo soy el Mesías», así le dice. A este punto el que había sido ciego exclamó: «Creo, Señor» (v. 38), y se postró ante Jesús. Este es un pasaje del Evangelio que hace ver el drama de la ceguera interior de mucha gente, también la nuestra porque nosotros algunas veces tenemos momentos de ceguera interior.
Nuestra vida, algunas veces, es semejante a la del ciego que se abrió a la luz, que se abrió a Dios, que se abrió a su gracia. A veces, lamentablemente, es un poco como la de los doctores de la ley: desde lo alto de nuestro orgullo juzgamos a los demás, incluso al Señor. Hoy, somos invitados a abrirnos a la luz de Cristo para dar fruto en nuestra vida, para eliminar los comportamientos que no son cristianos; todos nosotros somos cristianos, pero todos nosotros, todos, algunas veces tenemos comportamientos no cristianos, comportamientos que son pecados. Debemos arrepentirnos de esto, eliminar estos comportamientos para caminar con decisión por el camino de la santidad, que tiene su origen en el Bautismo. También nosotros, en efecto, hemos sido «iluminados» por Cristo en el Bautismo, a fin de que, como nos recuerda san Pablo, podamos comportarnos como «hijos de la luz» (Ef 5, 9), con humildad, paciencia, misericordia. Estos doctores de la ley no tenían ni humildad ni paciencia ni misericordia.
Os sugiero que hoy, cuando volváis a casa, toméis el Evangelio de Juan y leáis este pasaje del capítulo 9. Os hará bien, porque así veréis esta senda de la ceguera hacia la luz y la otra senda nociva hacia una ceguera más profunda. Preguntémonos: ¿cómo está nuestro corazón? ¿Tengo un corazón abierto o un corazón cerrado? ¿Abierto o cerrado hacia Dios? ¿Abierto o cerrado hacia el prójimo? Siempre tenemos en nosotros alguna cerrazón que nace del pecado, de las equivocaciones, de los errores. No debemos tener miedo. Abrámonos a la luz del Señor, Él nos espera siempre para hacer que veamos mejor, para darnos más luz, para perdonarnos. ¡No olvidemos esto! A la Virgen María confiamos el camino cuaresmal, para que también nosotros, como el ciego curado, con la gracia de Cristo podamos «salir a la luz», ir más adelante hacia la luz y renacer a una vida nueva.
Ángelus (26-03-2017): La luz que necesitamos
domingo 26 de marzo de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el centro del Evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma se encuentran Jesús y un hombre ciego desde el nacimiento (cf Juan 9, 1-41). Cristo le devuelve la vista y obra este milagro con una especie de rito simbólico: primero mezcla la tierra con la saliva y la unta en los ojos del ciego; luego le ordena ir a lavarse en la piscina de Siloé. Ese hombre va, se lava, y se aclara la vista. Era ciego desde el nacimiento. Con este milagro Jesús se manifiesta y se manifiesta a nosotros como luz del mundo; y el ciego de nacimiento nos representa a cada uno de nosotros, que hemos sido creados para conocer a Dios, pero a causa del pecado somos como ciegos, necesitamos una luz nueva; todos necesitamos una luz nueva: la de la fe, que Jesús nos ha donado. Efectivamente ese ciego del Evangelio aclarando la vista se abre al misterio de Cristo. Jesús le pregunta: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?» (v. 35). «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?», responde el ciego sanado (v. 36): «Creo, Señor» y se postró ante Jesús (v. 37).
Este episodio nos lleva a reflexionar sobre nuestra fe, nuestra fe en Cristo, el Hijo de Dios, y al mismo tiempo se refiere también al Bautismo, que es el primer sacramento de la fe: el sacramento que nos hace «venir a la luz», mediante el renacimiento del agua y del Espíritu Santo; así como le sucede al ciego de nacimiento, al cual se le abren los ojos después de haberse lavado en el agua de la piscina de Siloé. El ciego de nacimiento sanado nos representa cuando no nos damos cuenta de que Jesús es la luz, es «la luz del mundo», cuando miramos a otro lado, cuando preferimos confiar en pequeñas luces, cuando nos tambaleamos en la oscuridad. El hecho de que ese ciego no tenga un nombre nos ayuda a reflejarnos con nuestro rostro y nuestro nombre en su historia. También nosotros hemos sido «iluminados» por Cristo en el Bautismo, y por ello estamos llamados a comportarnos como hijos de la luz. Y comportarse como hijos de la luz exige un cambio radical de mentalidad, una capacidad de juzgar hombres y cosas según otra escala de valores, que viene de Dios. El sacramento del Bautismo, efectivamente, exige la elección de vivir como hijos de la luz y caminar en la luz. Si ahora os preguntase: «¿Creéis que Jesús es el Hijo de Dios? ¿Creéis que puede cambiaros el corazón? ¿Creéis que puede hacer ver la realidad como la ve Él, no como la vemos nosotros? ¿Creéis que Él es la luz, nos da la verdadera luz?» ¿Qué responderíais? Que cada uno responda en su corazón.
¿Qué significa tener la verdadera luz, caminar en la luz? Significa ante todo abandonar las luces falsas: la luz fría y fatua del prejuicio contra los demás, porque el prejuicio distorsiona la realidad y nos carga de rechazo contra quienes juzgamos sin misericordia y condenamos sin apelo. ¡Este es el pan de todos los días! Cuando se chismorrea sobre los demás, no se camina en la luz, se camina en las sombras. Otra falsa luz, porque es seductora y ambigua, es la del interés personal: si valoramos hombres y cosas en base al criterio de nuestra utilidad, de nuestro placer, de nuestro prestigio, no somos fieles la verdad en las relaciones y en las situaciones. Si vamos por este camino del buscar solo el interés personal, caminamos en las sombras.
La Virgen Santa, que en primer lugar acogió a Jesús, luz del mundo, nos obtenga la gracia de acoger nuevamente en esta Cuaresma la luz de la fe, redescubriendo el don inestimable del Bautismo, que todos nosotros hemos recibido. Y que esta nueva iluminación nos transforme en las actitudes y en las acciones, para ser también nosotros, a partir de nuestra pobreza, de nuestras pequeñeces, portadores de un rayo de la luz de Cristo.
Ángelus (22-03-2020): Camino de transformación interior
domingo 22 de marzo de 2020Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El tema de la luz ocupa el centro de la liturgia de este cuarto domingo de Cuaresma. El Evangelio (cfr. Juan 9,1-41) nos cuenta el episodio de un hombre ciego de nacimiento, al que Jesús le devuelve la vista. Este signo milagroso es la confirmación de la declaración de Jesús que dice de Sí mismo: «Soy la luz del mundo» (v. 5), la luz que ilumina nuestras tinieblas. Así es Jesús, irradia su luz en dos niveles, uno físico y uno espiritual: primero, el ciego recibe la vista de los ojos y, luego, es conducido a la fe en el «Hijo del hombre» (v. 35), es decir, en Jesús. Es un itinerario. Sería bonito que hoy tomaseis todos vosotros el Evangelio de San Juan, capítulo nueve, y leyeseis este pasaje: es tan bello y nos hará tanto bien leerlo otra vez, o incluso dos veces. Los prodigios que Jesús lleva a cabo no son gestos espectaculares, sino que tienen la finalidad de conducir a la fe a través de un camino de transformación interior.
Los doctores de la ley —que estaban allí, un grupo de ellos— se obstinan en no admitir el milagro, y hacen preguntas maliciosas al hombre curado. Pero él los desconcierta con la fuerza de la realidad: «Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo» (v. 25). Entre la desconfianza y la hostilidad de los que lo rodean y lo interrogan incrédulos, él recorre un itinerario que lo lleva poco a poco a descubrir la identidad de Aquél que le ha abierto los ojos y a confesar su fe en Él. Al principio cree que es un profeta (cfr. v. 17); luego lo reconoce como a alguien que viene de Dios (cfr. v. 33); finalmente, lo acepta como el Mesías y se postra ante Él (cfr. vv. 36-38). Ha entendido que, dándole la vista, Jesús ha «manifestado las obras de Dios» (cfr. v. 3).
¡Ojalá tengamos nosotros esta experiencia! Con la luz de la fe, aquél que era ciego descubre su nueva identidad. Es, ahora, una «nueva criatura», capaz de ver su vida y el mundo que lo rodea con una nueva luz, porque ha entrado en comunión con Cristo, ha entrado en otra dimensión. Ya no es un mendigo marginado por la comunidad; ya no es esclavo de la ceguera y los prejuicios. Su camino de iluminación es una metáfora del camino de liberación del pecado al que estamos llamados. El pecado es como un oscuro velo que cubre nuestro rostro y nos impide ver con claridad tanto a nosotros como al mundo; el perdón del Señor quita esta capa de sombra y tiniebla y nos da una nueva luz. Que la Cuaresma que estamos viviendo sea un tiempo oportuno y valioso para acercarnos al Señor, pidiendo su misericordia, en las diversas formas que nos propone la Madre Iglesia.
El ciego curado, que ahora ve, sea con los ojos del cuerpo que con los del alma, es una imagen de cada bautizado que, inmerso en la Gracia, ha sido arrebatado a las tinieblas y puesto bajo la luz de la fe. Pero no es suficiente recibir la luz: hay que convertirse en luz. Cada uno de nosotros está llamado a acoger la luz divina para manifestarla con toda su vida. Los primeros cristianos, los teólogos de los primeros siglos, decían que la comunidad de los cristianos, es decir, la Iglesia, es el «misterio de la luna», porque daba luz pero no era una luz propia, era la luz que recibía de Cristo. Nosotros también debemos ser el «misterio de la luna»: dar la luz recibida del sol, que es Cristo, el Señor. San Pablo nos lo recuerda hoy: «Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Efesios 5, 8-9). La semilla de la nueva vida puesta en nosotros en el Bautismo es como la chispa de un fuego, que a los primeros que purifica es a nosotros, quemando el mal que llevamos en el corazón, y nos permite que brillemos e iluminemos con la luz de Jesús.
Que María Santísima nos ayude a imitar al hombre ciego del Evangelio, para que así podamos inundarnos con la luz de Cristo y encaminarnos con Él por el camino de la salvación.
Congregación para el Clero
Homilía (01-04-3013)
jueves 1 de abril de 3013La Liturgia de la Iglesia en este Cuarto Domingo de Cuaresma, nos invita a recorrer una de las dinámicas fundamentales de nuestro renacimiento bautismal, a través del ejemplo evangélico del “ciego de nacimiento”; el paso de las tinieblas del pecado y del error, a la Luz de Dios, que es Cristo Resucitado.
Ya en la Revelación del Antiguo Testamento, el Señor Dios había mostrado al Pueblo de Israel, cómo el juicio del Creador es más profundo y verdadero que los pensamientos de la creatura. Hemos escuchado de hecho, en la Primera Lectura: «No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón» (1 Sam 16, 7). El Señor había indicado, de esta manera, cual es el verdadero criterio para juzgar a un hombre y junto a este, el lugar en el cual el hombre puede encontrar la mirada de Dios y entrar en relación con Él: su corazón. Pero “corazón”, la Biblia, obviamente no lo interpreta como el centro de las palpitaciones más intimas, sino “el sagrario” del hombre, su conciencia, donde se le ha dado la capacidad de escuchar la misma voz de Dios y reconocer de esta manera el fruto de la Luz: «Ahora bien, el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad» (Ef 5,9).
Sin embargo, incapaz de permanecer fiel a lo más verdadero que hay en él, el hombre vuelve a sus pequeños criterios, produciendo toda maldad, injusticia y falsedad, para gobernarse a sí mismo, decidiendo lo que él decide que es para su bien, y ocupando el lugar de Dios (Gen 3,5). Pero Dios no se da por vencido y se encuentra con cada uno de nosotros, así como lo narra en doble sentido, sobre todo, el Evangelio: «escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego» (Jn 9,6). O sea, Dios se hizo hombre, creatura; se unió a nuestra tierra, para que el hombre no escape de Él, sino que pudiera llegar a reconocer, por medio del encuentro con Su Santísima Humanidad, lo que San Juan escribe en el prólogo del Evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).
En segundo lugar, «Él dice ve a lavarte a la piscina de Siloé, que significa Enviado». (Jn 9,7). Cristo el enviado del Padre, tomó sobre sí mismo, todos nuestros pecados, hasta las últimas consecuencias de nuestra ceguera, hasta dejarse despojar de sus vestiduras, ser coronado de espinas y clavado en una cruz, despreciado por su mismo pueblo y abandonado por sus amigos más íntimos. Este Amor inaudito de Cristo, no hace más que vencer definitivamente, con el tiempo, todo temor de cara a nuestros límites, porque no existe nada en nosotros que le pueda impedir de amarnos: Desde asumir amorosamente nuestro rechazo, desde nuestra obtusidad homicida, más aún, el Señor Jesús cumplió el acto más extraordinario de la historia: ofreció libremente Su Cuerpo al Padre, para nuestra salvación y de esta manera consagró toda Su Persona por cada uno de nosotros. Nos ha introducido en Su Santísimo Corazón, inflamado de Amor por nosotros, o sea, en la misma Luz de Dios, en la Luz de la Resurrección, y ha hecho de nosotros una “creatura nueva” (Cfr. 2 Cor 5,17). Hemos escuchado, de hecho «El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía» (Jn 9,7).
Precisamente este indestructible lazo con Cristo, fundado sobre Su Amor y Su Fidelidad, es el “nuevo ser” que se nos ha donado el día de nuestro bautismo, y en el cual somos más profundamente introducidos por medio de los Sacramentos de la iniciación cristiana. Pero este nuevo ser, no puede dar fruto en nosotros sin el total consentimiento de nuestra libertad, que en esta vida terrena, se expresa, se fortalece y triunfa a través de aquella extraordinaria unión, a los “hechos”, testimoniados por el ciego, sanado por Cristo.
Él, interrogado por el mundo sobre como había sucedido su curación, narra simplemente lo que le había sucedido: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: Ve a lavarte a Siloé. Yo fui, me lavé y vi».
Pidamos, por intercesión de María Santísima, el ser fieles a la verdad, a los hechos de nuestra vida, aferrando la mano, que en toda circunstancia Cristo nos tiende; dejémonos, así, conmover, no seamos pues insensibles, podemos vivir totalmente de Cristo, Amor, Crucificado y Resucitado, en esta vida y en la Eternidad: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará» (Ef 5,14).