Domingo III de Pascua (Ciclo A) – Homilías
/ 2 mayo, 2014 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 2, 14. 22-33: No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio
Sal 15, 1b-2a y 5. 7-8. 9-10. 11: Señor, me enseñarás el sendero de la vida
1 Pe 1, 17-21: Fuisteis liberados con una sangre preciosa, como la de un cordero sin mancha, Cristo
Lc 24, 13-35: Lo reconocieron al partir el pan
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Regina Caeli (06-04-2008): Emaús, el camino de todos
domingo 6 de abril de 2008El evangelio de este domingo —el tercero de Pascua— es el célebre relato llamado de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). En él se nos habla de dos seguidores de Cristo que, el día siguiente al sábado, es decir, el tercero desde su muerte, tristes y abatidos dejaron Jerusalén para dirigirse a una aldea poco distante, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino, se les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocieron. Sintiéndolos desconsolados, les explicó, basándose en las Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria. Después, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, bendijo el pan y lo partió. En ese momento lo reconocieron, pero él desapareció de su vista, dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.
La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.
En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos: «Nosotros esperábamos...» (Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado..., pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.
Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.
También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por decirlo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía.
Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por intercesión de María santísima, oremos para que todo cristiano y toda comunidad, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor resucitado.
Homilía (08-05-2011): Triple conversión
domingo 8 de mayo de 2011[...] El Evangelio del tercer domingo de Pascua, que acabamos de escuchar, presenta el episodio de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), un relato que no acaba nunca de sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias de la obra de Jesús resucitado en los dos discípulos: conversión de la desesperación a la esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y también conversión a la vida comunitaria. A veces, cuando se habla de conversión, se piensa únicamente a su aspecto arduo, de desprendimiento y de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Es siempre obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia por medio de su pasión y nos la comunica en virtud de su resurrección.
Queridos hermanos y hermanas... como en el pasado... así también hoy es necesario promover y defender con valentía la verdad y la unidad de la fe. Es necesario dar razón de la esperanza cristiana al hombre moderno, a menudo agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y de su actuar.
Vivís en un contexto en el que el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, a lo largo de siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de persecuciones y pruebas muy duras. Son elocuentes expresiones de esta fe los múltiples testimonios diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales, las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como los campos y las montañas, todos ellos salpicados de referencias a Cristo. Sin embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que sólo toca la vida superficialmente, en aspectos más bien sociales y culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús, regresaban a casa embargados por la duda, la tristeza y la desilusión. Esa actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en vuestro territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, dejando de creer en el poder y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del atropello, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a decir con tristeza: nosotros esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.
Por tanto, cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, necesita aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída a la luz del misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, y nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Luego es necesario sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus comensales, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirarlo todo y a todos con los ojos de Dios, y a la luz de su amor. Permanecer con Jesús, que ha permanecido con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una invitación constante a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás.
El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras reconocer a Jesús al partir el pan, «levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén» (Lc 24, 33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hace falta realizar un gran esfuerzo para que cada cristiano... se transforme en testigo, dispuesto a anunciar con vigor y con alegría el acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Cristo...
[Hoy se] puede experimentar de forma negativa o asimilar casi de manera inconsciente los contragolpes de una cultura que acaba por insinuar una manera de pensar en la que el mensaje evangélico se rechaza abiertamente o se lo obstaculiza solapadamente. Sé cuán grande ha sido y sigue siendo vuestro compromiso por defender los valores perennes de la fe cristiana. Os aliento a no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a las llamadas del consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro, presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros «con temor de Dios durante el tiempo de vuestra peregrinación» (1 P 1, 17), invitación que se hace realidad en una existencia vivida intensamente por los caminos de nuestro mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios, en Cristo crucificado y resucitado. De hecho, nuestra fe y nuestra esperanza están dirigidas hacia Dios (cf. 1 P 1, 21): dirigidas a Dios por estar arraigadas en él, fundadas en su amor y en su fidelidad. En los siglos pasados, [hemos] conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa... Si queremos ponernos a la escucha de su enseñanza espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada personal e inconfundible que nos dirigen: sed santos. Poned a Cristo en el centro de vuestra vida. Construid sobre él el edificio de vuestra existencia. En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los demás y para hacer de vosotros mismos, siguiendo su ejemplo, un don para toda la humanidad.
[...] Tened confianza: el Señor resucitado camina con vosotros ayer, hoy y siempre. Amén.
Francisco, papa
Regina Caeli (04-05-2014): Palabra de Dios y Eucaristía
domingo 4 de mayo de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo, que es el tercer domingo de Pascua, es el de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Estos eran dos discípulos de Jesús, los cuales, tras su muerte y pasado el sábado, dejan Jerusalén y regresan, tristes y abatidos, hacia su aldea, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino Jesús resucitado se les acercó, pero ellos no lo reconocieron. Viéndoles así tristes, les ayudó primero a comprender que la pasión y la muerte del Mesías estaban previstas en el designio de Dios y anunciadas en las Sagradas Escrituras; y así vuelve a encender un fuego de esperanza en sus corazones.
Entonces, los dos discípulos percibieron una extraordinaria atracción hacia ese hombre misterioso, y lo invitaron a permanecer con ellos esa tarde. Jesús aceptó y entró con ellos en la casa. Y cuando, estando en la mesa, bendijo el pan y lo partió, ellos lo reconocieron, pero Él desapareció de su vista, dejándolos llenos de estupor. Tras ser iluminados por la Palabra, habían reconocido a Jesús resucitado al partir el pan, nuevo signo de su presencia. E inmediatamente sintieron la necesidad de regresar a Jerusalén, para referir a los demás discípulos esta experiencia, que habían encontrado a Jesús vivo y lo habían reconocido en ese gesto de la fracción del pan.
El camino de Emaús se convierte así en símbolo de nuestro camino de fe: las Escrituras y la Eucaristía son los elementos indispensables para el encuentro con el Señor. También nosotros llegamos a menudo a la misa dominical con nuestras preocupaciones, nuestras dificultades y desilusiones... La vida a veces nos hiere y nos marchamos tristes, hacia nuestro «Emaús», dando la espalda al proyecto de Dios. Nos alejamos de Dios. Pero nos acoge la Liturgia de la Palabra: Jesús nos explica las Escrituras y vuelve a encender en nuestros corazones el calor de la fe y de la esperanza, y en la Comunión nos da fuerza. Palabra de Dios, Eucaristía. Leer cada día un pasaje del Evangelio. Recordadlo bien: leer cada día un pasaje del Evangelio, y los domingos ir a recibir la comunión, recibir a Jesús. Así sucedió con los discípulos de Emaús: acogieron la Palabra; compartieron la fracción del pan, y, de tristes y derrotados como se sentían, pasaron a estar alegres. Siempre, queridos hermanos y hermanas, la Palabra de Dios y la Eucaristía nos llenan de alegría. Recordadlo bien. Cuando estés triste, toma la Palabra de Dios. Cuando estés decaído, toma la Palabra de Dios y ve a la misa del domingo a recibir la comunión, a participar del misterio de Jesús. Palabra de Dios, Eucaristía: nos llenan de alegría.
Por intercesión de María santísima, recemos a fin de que cada cristiano, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, especialmente en la misa dominical, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor, con el Señor resucitado, que está siempre con nosotros. Siempre hay una Palabra de Dios que nos da la orientación después de nuestras dispersiones; y a través de nuestros cansancios y decepciones hay siempre un Pan partido que nos hace ir adelante en el camino.
Homilía (29-04-2017): Resurrección y Vida
sábado 29 de abril de 2017Al Salamò Alaikum / La paz sea con vosotros.
Hoy, III domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que hicieron los dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un Evangelio que se puede resumir en tres palabras: muerte, resurrección y vida.
Muerte: los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de desilusión y desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto es inútil esperar. Estaban desorientados, confundidos y desilusionados. Su camino es un volver atrás; es alejarse de la dolorosa experiencia del Crucificado. La crisis de la Cruz, más bien el «escándalo» y la «necedad» de la Cruz (cf. 1 Co 1,18; 2,2), ha terminado por sepultar toda esperanza. Aquel sobre el que habían construido su existencia ha muerto y, derrotado, se ha llevado consigo a la tumba todas sus aspiraciones.
No podían creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a los muertos y curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz de la vergüenza. No podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo salvó de una muerte tan infame. La cruz de Cristo era la cruz de sus ideas sobre Dios; la muerte de Cristo era la muerte de todo lo que ellos pensaban que era Dios. De hecho, los muertos en el sepulcro de la estrechez de su entendimiento.
Cuantas veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea de Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas veces se desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es la omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la omnipotencia del amor, del perdón y de la vida.
Los discípulos reconocieron a Jesús «al partir el pan», en la Eucarística. Si nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros ojos, si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de nuestros prejuicios nunca podremos reconocer el rostro de Dios.
Resurrección: en la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en su camino para que descubran que él es «el camino, la verdad y la vida» ( Jn 14,6). Jesús trasforma su desesperación en vida, porque cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» ( Lc 18,27; cf. 1,37). Cuando el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb 11,34).
Los dos discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al Resucitado, regresan llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos para dar testimonio. El Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de su incredulidad y aflicción. Encontrando al Crucificado-Resucitado han hallado la explicación y el cumplimiento de las Escrituras, de la Ley y de los Profetas; han encontrado el sentido de la aparente derrota de la Cruz.
Quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder.
Vida: el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de los dos discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida entera y hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI, Audiencia General , 11 abril 2007). En efecto, la Resurrección no es una fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección. Dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» ( 1 Co 15,14).
El Resucitado desaparece de su vista, para enseñarnos que no podemos retener a Jesús en su visibilidad histórica: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» ( Jn 20,29 y cf. 20,17). La Iglesia debe saber y creer que él está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús comprendieron esto y regresaron a Jerusalén para compartir con los otros su experiencia. «Hemos visto al Señor [...]. Sí, en verdad ha resucitado» (cf. Lc 24,32).
La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16,7) y detesta la hipocresía (cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4). Para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita.
La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25,31-45). La verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de ser pequeño.
Queridos hermanos y hermanas:
A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada.
Ahora, como los discípulos de Emaús, regresad a vuestra Jerusalén, es decir, a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y a vuestra patria llenos de alegría, de valentía y de fe. No tengáis miedo a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado y dejad que él transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y para los demás. No tengáis miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente.
La Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra, iluminen nuestros corazones y os bendigan a vosotros y al amado Egipto que, en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos y ha dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran multitud de santos y santas.
Al Massih Kam / Bilhakika kam – ¡Cristo ha Resucitado! / ¡Verdaderamente ha Resucitado!
Congregación para el Clero
Homilía
El primer día de la semana, después de la gran fiesta de los Judíos, Jerusalén intenta regresar a asumir el aspecto de siempre, mientras los comerciantes cuentan las muchas ganancias, los sacerdotes del Templo se pueden sentir más que satisfechos – porque han logrado condenar a muerte al «Galileo» – y para los discípulos, pero en general, para aquellos que eran «forasteros», se trata de regresar a la propia casa, a la propia vida.
Cerrado el telón y apagadas las luces, no tanto sobre las solemnes celebraciones de Jerusalén, sino en cuanto a aquel hombre que todos esperaban «que sería Él el que iba a librar a Israel» (Lc 24,21), los dos discípulos de Emaús, se encuentran a lo largo del viaje, hablando con «Jesús en persona»: «Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran» (Lc 24,16).
¿Pero, porqué el Señor no ha dicho rápido quien era Él en realidad?. De hecho, en el diálogo que la liturgia nos propone hoy, casi parece que Jesús haga todo lo posible por no revelar su propia identidad, primero haciendo finta de no saber de que cosa Cleofás y su compañero estaban discutiendo, después, explicando «a ellos en todas las escrituras, lo que se refería a Él» (Lc. 24,27), pero sin hacer referencia directa a la propia persona.
Por último «hizo ademán de seguir adelante» (Lc. 24,28); Jesús no quiere jugar con sus discípulos, sino que esta tratando de educar su corazón, a fin de que no sea «lento». El corazón, de hecho, cuando nos encontramos de frente a su Presencia, es veloz, «arde» por escuchar su palabra conociendo el hecho de que «no con bienes corruptibles» hemos sido rescatados «sino con la sangre preciosa de Cristo» Él que es Cordero «sin mancha y sin defecto» (cfr. 1Pe. 1,19).
Cuanta delicadeza usa con nosotros el Resucitado. No nos obliga a «creer», sino que nos ofrece los instrumentos para que podamos llegar a juzgar, en base a la medida infalible de nuestro corazón, si bien es cierto aquello que de manera extraordinaria san Agustín puso al inicio de las Confesiones: «Mi corazón esta inquieto, hasta que no reposa en Ti».
Pero hay, todavía, otro particular que llama nuestra atención y suscita muchas preguntas: ¿porqué a un cierto punto, mientras los discípulos se encuentran a la mesa con Jesús, los ojos se les abren y lo reconocen? Es innegable el contexto Eucarístico: los discípulos están en la mesa; está el Señor con ellos; se toma el pan; se dice la oración de bendición; se parte el pan. Es con este último gesto que los compañeros de Jesús lo reconocen: no solo por la acción en sí, sino más bien por que Cleofás y su amigo pudieron poner los ojos en aquellas manos, perforadas por los clavos de la pasión, que hasta aquél momento debieron haber permanecido cubiertas por el amplio vestido que usaban durante los largos trayectos.
Es ese el momento en el cual reconocen de estar a la presencia del Crucificado, pero, Él «desaparece de su vista» – con su cuerpo glorificado – (cfr. 24,31), mientras que los ojos de los discípulos permanecen fijos en aquel pan partido que es dejado caer «sobre el altar». ¿No es esta, la misma experiencia que cada uno de nosotros puede hacer en cada celebración Eucarística?
Y así, «en ese mismo momento se pusieron en camino» (Lc 24,33); llegar a comprender que la muerte no es la última palabra en la vida de cada uno de nosotros, porque no es posible que esta nos «tenga en su poder» (cfr. Hc 2,24), es el inicio de una esperanza grande, que hace nuestra alegría incontenible; y en cuanto al camino hacia Jerusalén –el camino de cada uno de nosotros– que parecía, muchas veces largo y cansado, ahora, parecía a sus ojos como la condición privilegiada para poder decir a todo el mundo «Verdaderamente el Señor ha resucitado» (cfr. Lc 24,34).
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Camina con nosotros
Lc 24,13-45
«Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo...». Después del grito exultante del día de Pascua, la Iglesia nos regala cincuenta días para «reconocer» serena y pausadamente al Resucitado, que camina con nosotros. Esa es nuestra tarea de toda la vida. El Cristo en quien creemos, el único que existe actualmente, es el Resucitado, el Viviente, el Señor glorioso. Él está siempre con nosotros, camina con nosotros. Y nuestra tragedia consiste en no ser capaces de reconocerle. Pidamos ansiosamente que en este tiempo de Pascua aumente nuestra fe para saber descubrir espontáneamente a Cristo siempre y en todo.
«Les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras». Es lo primero que hace Cristo Resucitado: iluminar a sus discípulos el sentido de las Escrituras, oculto a sus mentes. También a nosotros nos quiere explicar las Escrituras. Leer y entender la Biblia no es sólo ni principalmente tarea y esfuerzo nuestro. Se trata de pedir a Cristo Resucitado, vivo y presente, que nos ilumine para poder entender. ¡Cuánto más provecho sacaríamos de la lectura de la Palabra de Dios si nos pusiéramos a escuchar a Cristo y le dejásemos que nos explicase las Escrituras!
«Le reconocieron en la fracción del pan». Además de las Escrituras, Cristo Resucitado se nos da a conocer en la Eucaristía. El tiempo de Pascua es especialmente propicio para una experiencia gozosa y abundante, sosegada, de Cristo Resucitado, que sale a nuestro encuentro principalmente en su presencia eucarística. Se ha quedado para nosotros, para cada uno. Ahí nos espera para una intimidad inimaginable. Para contagiarnos su amor, para que también nuestro corazón se caldee y arda, como el de los de Emaús. Para que tengamos experiencia viva de Él «en persona», de Cristo vivo. Para que también nosotros podamos gritar con certeza : «¡Es verdad! ¡Ha resucitado el Señor!».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La Iglesia en su liturgia nos sigue mostrando su gozo por la resurrección del Señor, como lo tuvo la primitiva comunidad cristiana, que tomó en serio todo el significado de esa resurrección. También nosotros hemos de corresponder con una fe profunda y vivificante.
–Hechos 2,14.22-28: No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio. Pedro fue el primero en proclamar ante el mundo el hecho de la resurrección del Señor. Así lo hace hoy para nosotros en la primera lectura de este Domingo.
–Y lo corrobora con textos del Salmo 15, que utiliza como Salmo responsorial: «Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua y mi carne descansa serena, porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me has ensanchado el sendero de la Vida. Me saciarás de gozo en tu presencia». San Juan Crisóstomo comenta:
«¡Admirad la armonía que reina entre los Apóstoles! ¡Cómo ceden a Pedro la carga de tomar la palabra en nombre de todos! Pedro eleva su voz y habla a la muchedumbre con intrépida confianza. Tal es el coraje del hombre instrumento del Espíritu Santo... Igual que un carbón encendido, lejos de perder su ardor al caer sobre un montón de paja, encuentra allí la ocasión de sacar su calor, así Pedro, en contacto con el Espíritu Santo que le anima, extiende a su alrededor el fuego que le devora» (Homilía sobre los Hechos 4).
–1 Pedro 1,17-21: Habéis sido redimidos con la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto. También es Pedro quien continúa emplazándonos a vivir en serio el Misterio de la Resurrección del Señor, como exigencia de vida nueva en cuantos hemos sido redimidos. Melitón de Sardes adora el Misterio de la Pascua de Cristo:
«Este es el Cordero que enmudecía y que fue inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa Cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al atardecer y sepultado por la noche; aquél que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro» (Homilía sobre la Pascua 71).
–Lucas 24,13-35: Lo reconocieron al partir el pan. Como en Emaús, la presencia de Cristo rehace de nuevo la fe vacilante y desconcertada de cuantos aún no han alcanzado a vivir la alegría santificadora de la resurrección. San León Magno explica el profundo cambio que experimentan los discípulos, en sus mentes y corazones:
«Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y les reprendió por su resistencia en creer, a ellos que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por Él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con Él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada» (Sermón 73).
Nuestro reencuentro con Cristo resucitado debe dar sentido evangélico a toda nuestra vida. En la medida en que seamos conscientes de nuestra unión responsable con Cristo, el Señor, estaremos en actitud de ser testigos de su obra redentora en medio de los hombres, con nuestras palabras, pero sobre todo con nuestra vida.