Domingo III Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 24 enero, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 8, 23b—9, 3: En Galilea de los gentiles el pueblo vio una luz grande
Sal 26, 1bcde. 4. 13-14: El Señor es mi luz y mi salvación
1 Co 1, 10-13. 17: Decid todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros
Mt 4, 12-23: Se estableció en Cafarnaún, para que se cumpliera lo dicho por Isaías
Mt 4, 12-17: Se estableció en Cafarnaún, para que se cumpliera lo dicho por Isaías
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (25-01-1981): Luz y salvación
domingo 25 de enero de 19811. «El Señor es mi luz y mi salvación» (Sal 26, [27], 1).
Estas palabras del Salmo responsorial son, a la vez, confesión de fe y expresión de júbilo: fe en el Señor y en lo que El representa de luminoso para nuestra vida; júbilo por el hecho de que El es esta luz y esta salvación, en la que podemos encontrar seguridad e impulso para nuestro camino cotidiano.
Nos podemos preguntar: ¿de qué modo es el Señor nuestra luz y nuestra salvación? Cristo se convierte para nosotros en luz y salvación a partir de nuestro bautismo, en el que se nos aplican los frutos infinitos de su bendita muerte en la cruz: entonces viene a ser «para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1, 30). Precisamente para los bautizados, conscientes de su identidad de salvados, valen con plenitud las palabras de la Carta a los Efesios: «Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad» (Ef 5, 8-9).
Pero la vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es sólo un hecho individual y privado. Tiene necesidad de desarrollarse a nivel comunitario e incluso público, puesto que la salvación del Señor «está preparada ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes» (Lc 2, 31-32). Pues bien, la parroquia es la comunidad en la que el Señor se convierte en luz y salvación de cada uno y de todos para un testimonio común ante la sociedad.
[...]
2. El Evangelio de este domingo nos manifiesta cómo Cristo se ha convertido históricamente, al comienzo de su vida pública, en la luz y en la salvación del pueblo al que ha sido enviado. Citando al Profeta Isaías (9, 1), el Evangelista Mateo nos dice que este pueblo «habitaba en tinieblas..., en tierra y sombras de muerte»; pero finalmente «vio una luz grande». Después que la gloria del Señor había envuelto de luz, ya en Belén, a los pastores en la noche (cf. Lc 2, 9), con ocasión del nacimiento de Jesús, ésta es la primera vez que el Evangelio habla de una luz que se manifiesta a todos. Efectivamente, cuando Jesús, después de haber dejado Nazaret y haber sido bautizado en el Jordán, va a Cafarnaún para dar comienzo a su ministerio público, es como si se verificase un segundo nacimiento suyo, que consistía en el abandono de la vida privada y oculta, para entregarse al compromiso total e irrevocable de una vida gastada por todos, hasta el supremo sacrificio de sí. Y Jesús, en este momento, se encuentra en un ambiente de tinieblas. que cayeron nuevamente sobre Israel con motivo del encarcelamiento de Juan Bautista, el precursor.
Pero Mateo nos dice también que Jesús iluminó enseguida eficazmente a algunos hombres, «mientras caminaba junto al lago de Galilea», es decir, en las riberas del lago de Genesaret. Se trata de la llamada a los primeros discípulos, los hermanos Simón y Andrés, y luego a los otros dos hermanos, Santiago y Juan, todos ellos trabajadores dedicados a la pesca. Ellos «inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron». Ciertamente experimentaron la fascinación de la luz secreta que emanaba de El, y sin demora la siguieron para iluminar con su fulgor el camino de su vida. Pero esa luz de Jesús resplandece para todos. En efecto, El se hace conocer por sus paisanos de Galilea, como anota el Evangelista, «enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo». Como se ve, la suya es una luz que ilumina y también caldea, porque no se limita a esclarecer las mentes, sino que interviene también para redimir situaciones de necesidad material. «Pasó haciendo el bien y curando» (Act 10, 38).
3. Una de las mayores conquistas de esta luz fue la de Saulo de Tarso, el Apóstol Pablo, de cuya conversión hace memoria precisamente la liturgia de hoy, 25 de enero. Teniendo presente su propio caso personal, escribió así a los Corintios: «Porque Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6; cf. Act 9, 3). Diría que esta luz brilla particularmente sobre el rostro de Cristo crucificado, «Señor de la gloria» (1 Cor 2, 8), por quien el Apóstol precisamente fue enviado a predicar el Evangelio de la cruz (cf. ib., 1, 17; 2, 2). Esto nos dice lo que es una conversión: una iluminación especial, que nos hace ver de modo nuevo a Dios, a nosotros mismos, y a nuestros hermanos. Así, de maneras diversas, Jesucristo se da a conocer a los distintos hombres y a las sociedades en el curso de los tiempos y en diversos lugares. Los que lo siguen, lo hacen porque han encontrado en El la luz y la salvación: «El Señor es mi luz y mi salvación».
Y también vosotros, queridos hermanos y hermanas, ¿seguís a Cristo? ¿Lo habéis conocido verdaderamente? ¿Sabéis y estáis convencidos a fondo de que El es la luz y la salvación de nosotros y de todos? Este es un conocimiento que no se improvisa; es necesario que os ejercitéis en él cada día, en las situaciones concretas en que está colocado cada uno de vosotros. Se puede, al menos, intentar y llevar esta luz al propio ambiente de vida y de trabajo y dejar que ella ilumine todas las cosas para mirarlo todo a través de esa luz. Esto vale de modo particular para los enfermos y para los que sufren, puesto que, si es verdad que el dolor hunde en la oscuridad, entonces más que nunca se confirma la verdad de la gozosa confesión del Salmista: «Señor, Tú eres mi lámpara; Dios mío, Tú alumbras mis tinieblas» (Sal 18 [17], 29). Pero esto vale para todos: efectivamente, Cristo es luz y salvación de las familias, de los cónyuges, de la juventud, de los niños, y luego también de todos los que se ejercitan en varias profesiones: para los médicos, los empleados, los obreros; cada una de estas categorías, aunque sea en modos diversos, ejercita un servicio para los otros y del conjunto resulta una sociedad bien ordenada y armoniosa. Mas para que todo esto se logre bien, sin roces o conflictos, es preciso que cada uno sepa decir al Señor con humildad y con deseo: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119 [118], 105). Esto es posible si juntamente, y a fondo, se vive la vida parroquial, donde cada uno recibe alimento de todos y todos concurren al crecimiento de cada uno.
4. Volvamos una vez más al Salmo responsorial de la Misa, para hacer un análisis profundo de su contenido.
Desde las primeras palabras aprendemos que la luz y la salvación están en contraste con el temor y el terror.
«El Señor es la defensa de mi vida; ¿quién me hará temblar? El me protegerá en su tienda el día del peligro».
Sin embargo, ¡cuánto temor pesa sobre los hombres de nuestro tiempo! Es una inquietud múltiple, caracterizada precisamente por el miedo al porvenir, de una posible autodestrucción de la humanidad, y luego también, más en general, por un cierto tipo de civilización materialista, que pone el primado de las cosas sobre las personas, y además por el miedo de ser víctimas de violencias y opresiones que priven al hombre de su libertad interior y exterior. Pues bien, sólo Cristo nos libera de todo esto y permite que nos consolemos espiritualmente, que encontremos la esperanza, que confiemos en nosotros mismos en la medida en que confiamos en El: «Contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 34 [33], 6).
Juntamente con esto, como nos sugiere la segunda estrofa, nace el deseo de poder «habitar en la casa del Señor» (Sal 26 [27], 4).
«Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo».
¿Qué quiere decir esto? Significa ante todo la condición interior del alma en la gracia santificante, mediante la cual el Espíritu Santo habita en el hombre; y significa además permanecer en la comunidad de la Iglesia y participar en su vida. En efecto, precisamente aquí se ejercita en abundancia esa «misericordia», de la que habla el Salmo y que ha sido el tema de mi última Carta Encíclica, aquí cada uno puede repetir con el Salmista, seguro de ser escuchado: «Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad. Señor» (Sal 25 [24], 7).
Finalmente, estamos orientados hacia la esperanza última, que da a toda la existencia del cristiano su plena dimensión.
«Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor».
El cristiano es hombre de gran esperanza, y precisamente en ella se refleja esa luz y se realiza esa salvación, que es Cristo. Efectivamente, El «hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes» (Sal 25 [24], 9).
5. Queridos hermanos y hermanas, hoy concluye también la Semana de oraciones por la Unidad de los Cristianos. Estos días hemos orado por la unión de todas las denominaciones cristianas, que se han separado en el curso de los siglos. Sabemos que Cristo es único e «indivisible», como proclama San Pablo en la primera Carta a los Corintios: «...Os ruego en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir» (1 Cor 1, 10). Son palabras que se dirigen particularmente a nosotros el día en que termina este octavario de oraciones. Y debemos ponerlas en práctica ante todo nosotros mismos. Pero es necesario que siempre todas las comunidades y parroquias rueguen juntamente con fervor en este espíritu, ¡todas y cada una! Según el Evangelio de Juan, la oración de Jesús en la última Cena tiene esta invocación central: «Que todos sean uno, como tú, Padre estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Debemos reconocer que los cristianos, en el curso del tiempo, no han hecho honor a este supremo deseo del Señor, y todavía perduran las divisiones que Jesús temía y que no dan buen testimonio ante el mundo. La intención de las oraciones de la pasada semana se formuló con palabras del Apóstol Pablo: «Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu... Un solo cuerpo» (cf. 1 Cor 12, 3b-13). Así se nos ha propuesto de nuevo el ideal que se debe perseguir incesantemente, en concreto, cada día: el de formar todos juntos el único Cuerpo de Cristo, que es, al mismo tiempo, uno y múltiple, variadamente compuesto y, sin embargo, armónicamente ordenado. Una cosa es cierta: la realización de esta obra puede manifestar mejor a todos la verdad de las palabras del Salmo de la liturgia de hoy: «El Señor es mi luz y mi salvación».
Sólo en El puede volver a encontrar la Iglesia su propia unidad y, en cierto modo, permanecer indivisa, a pesar de todas las divisiones históricas.
Queridísimos, os deseo, ante todo, esto: que vuestra comunidad parroquial de Santa Gala realice en su propio interior una semejante comunión mutua, hecha de fraternidad y de compromiso dinámico, de manera que experimente la belleza de formar una sola familia para ofrecer un auténtico y eficaz testimonio cristiano. ¡Amén!
Homilía (22-01-1984): Una gran luz.
domingo 22 de enero de 19841. «El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9, 1).
Estas son palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar en la primera lectura. Nos recuerdan aún la Navidad, nos presentan al pueblo en una situación de «angustia, de tinieblas y de oscuridad y desoladora» (Is 8, 22). Pero aquí, de repente, la luz explota: la «oscuridad se disipará, ya que ya no habrá más oscuridad donde ahora hay angustia» (Is 8, 23). Las tierras de Zabulón y Neftalí, al norte de Palestina, expuestas al peligro constante de invasiones y saqueos, finalmente serán liberadas y la gran «ruta marítima», que desde Mesopotamia llegó a Egipto a través de Palestina, será gloriosa.
El evangelista San Mateo usa esta profecía como un prólogo de la actividad magisterial de Jesús en Galilea, cuando vino a vivir desde la casa de Nazaret a la ciudad de Cafarnaúm. El primer Evangelio subraya el cumplimiento de las palabras del Libro de Isaías: «Jesús... vino a vivir a Cafarnaúm, cerca del mar, para que se cumpliera lo dicho por el profeta Isaías: «La tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, camino del mar, más allá del Jordán, Galilea de los gentiles; / la gente inmersa en la oscuridad / vio una gran luz; / sobre los que moraban en sombras de muerte / ha surgido una luz» (Mt 4, 13-16; cf. Is 8, 22; 9, 1).
Jesús comienza a enseñar en Cafarnaúm; y el contenido de su magisterio está encerrado en las palabras: «Conviértete, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 4, 17).
¡«Convertirse» significa precisamente ver «una luz»! Ver «una gran luz»! La luz que viene de Dios. La luz que es Dios mismo.
A través del Evangelio, que Cristo proclama, se cumplen las palabras proféticas de Isaías: «Sobre los que vivían en una tierra de oscuridad, una luz ha brillado» (Is 9, 1).
En la oscuridad, símbolo de la confusión, del error e incluso dela muerte, una luz estalla repentinamente. Esa luz es el mismo Hijo de Dios, que ha asumido la naturaleza humana; él, la Palabra, «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9).
2. La liturgia de este domingo se enfoca particularmente en esta luz: «El Señor es mi luz y mi salvación» (Salmo 27, 1) cantamos en el Salmo Responsorial, que es todo un himno, lleno de confianza inquebrantable y de una esperanza inagotable hacia Dios, quien es la luz de nuestra salvación.
Imitando la actitud del salmista, el cristiano se abandona a sí mismo en Dios, con la plena seguridad del niño que se arroja a los brazos firmes y amorosos de su padre, porque seguramente encontrará en él al fuerte defensor: «El Señor es la defensa de mi vida, ¿de quién tendré miedo?» (Salmo 27, 1); y, no solo eso, sino que Dios es la fuente y la garantía de la certeza y el valor recuperados por su don: «Me ofrece un lugar de refugio / en el día de la desgracia» (Salmo 27, 5); Dios es la fuente de la verdadera alegría, que el cristiano experimenta después de superar, con la ayuda de la gracia divina, los peligros del mal, experimentando así la felicidad de poder «vivir en la casa del Señor / todos los días de su vida» (Salmo 27, 4); para el salmista, este «hogar» de refugio seguro era el Templo de Jerusalén, el centro religioso de todas las personas elegidas; para los bautizados es la Iglesia, un templo vivo, construido con piedras vivas (cf. 1 Pe 2, 5).
No solo eso, sino que la esperanza cristiana nos abre al infinito: ¡el hombre está llamado a la visión eterna e inefable de Dios! ¡Visión de Dios y presencia eterna de Dios, que llenará las necesidades de felicidad contenidas en el corazón humano! «Tu rostro buscaré, Señor ... Estoy seguro de que contemplaré la bondad del Señor / en la tierra de los vivos» (Sal 27, 8.13).
¡Pero aquí, en la tierra, somos peregrinos no en la visión, sino en la fe, que nos lleva a la tan esperada y sublime visión de Dios!
Por lo tanto, la vida del hombre se presenta, en la relectura cristiana del espléndido Salmo responsorial, como una valiente expectativa de Dios.
3. Todo esto tuvo su comienzo en Jesucristo; en el hecho de que estaba entre los hombres.
Vino para anunciar el Evangelio. Para curar las enfermedades (cf. Mt 4, 23.24). De esta manera, comenzó una nueva comunidad del Pueblo de Dios: la comunidad de la luz y la vida; La comunidad del Evangelio y de la fe. Comenzó una nueva alianza y una nueva vía. Comenzó una nueva espera y dio nuevo coraje. A la existencia humana le ha dado una nueva certeza.
Con esto comienza a dar forma a la Iglesia. Para ello, llama a los Apóstoles a seguirlo: Simon (Pedro), Andrés, Santiago, Juan (cf. Mt 4, 18.21); y les dice: «Seguidme. Os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19).
Estas palabras indican la llamada y la misión de la evangelización y también la nueva comunidad de creyentes: la Iglesia.
4. La liturgia de hoy tiene lugar durante la Octava de Oración por la Unidad de los Cristianos y también nos muestra la verdad sobre la unidad de la Iglesia.
La unidad de la Iglesia tiene su fundamento en la unidad de Cristo mismo: «¿Está dividido Cristo?» (1 Cor 1, 13), exclama San Pablo preocupado, refiriéndose a las dolorosas divisiones, causadas por diferentes facciones existentes en la joven comunidad cristiana de Corinto.
El Apóstol ruega a los cristianos de esa Iglesia en particular que superen y eliminen estas facciones, la causa de laceraciones profundas y discordias deplorables; recomienda «unanimidad» al hablar y «unión perfecta de pensamiento e intención» (1 Cor 1, 10). ¡Cristo es uno! ¡Cristo no puede estar dividido! ¡Es Cristo quien ha sido crucificado por todos los hombres! ¡Es en el nombre de Cristo que los fieles han sido bautizados!
Desafortunadamente, las divisiones y la discordia a lo largo de los siglos han desgarrado dolorosamente la unión de los cristianos, causando disturbios y escándalos incluso en los no creyentes y dañando la causa de la difusión del Evangelio.
El Concilio Vaticano II tenía como uno de sus objetivos el restablecer la unidad entre todos los cristianos, un compromiso que involucra a toda la Iglesia, tanto a los fieles como a los pastores y a cada uno de acuerdo con sus propias habilidades.
El mismo Concilio subrayó con particular incisividad que «no hay verdadero ecumenismo sin conversión interior; ya que el deseo de unidad surge y madura de la renovación de la mente (cf. Ef 4, 23), de la abnegación y del ejercicio pleno de la caridad... Esta conversión de corazón y esta santidad de vida, junto con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico» (Unitatis redintegratio, 7.8).
En esta semana de oración por la unidad de los cristianos, todos los que creen en Cristo esparcidos por el mundo están invitados a meditar juntos sobre el tema: «Llamados a la unidad por la cruz de Nuestro Señor»...: [La cruz] es «central para el misterio de la salvación; recuerda el fundamento de nuestra fe. Sí, es una grande gracia que los cristianos estén llamados a estar juntos a la sombra y al abrigo de la cruz, de esa cruz que es al mismo tiempo causa de dolor y alegría para nosotros, y es un símbolo de ese «escándalo» que es la verdadera gloria para los creyentes».
El 25 de enero concluiré solemnemente la Octava de oración en la basílica romana patriarcal dedicada a San Pablo, cuyo apostolado incansable y palabra ardiente son un ejemplo y un estímulo para vivir y cumplir entre nosotros los cristianos esa unidad plena, por la cual Cristo rezó intensamente durante su dolorosa pasión.
[...]
6. En este día, en el que he tenido la alegría de poder visitar vuestra parroquia como Obispo de Roma, deseo que mi servicio realmente constituya una continuación de esa misión evangélica que Cristo mismo comenzó en Galilea. También deseo que en mi servicio se cumplan las palabras del Apóstol: «Cristo me envió a predicar el Evangelio; pero no con un discurso sabio, para no desvirtuar la cruz de Cristo» (cf. 1 Cor 1,17); Finalmente, deseo que este Evangelio se convierta para todos nosotros, para mí y para vosotros, queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa Rita en Torre Ángela, en «una gran luz» que nos preparará desde esta tierra para «contemplar la bondad del Señor en la tierra de los vivos» (Sal 27, 13).
Benedicto XVI, papa
Ángelus (27-01-2008): ¿Cuál es la Buena Nueva?
domingo 27 de enero de 2008Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de hoy el evangelista san Mateo, que nos acompañará durante todo este año litúrgico, presenta el inicio de la misión pública de Cristo. Consiste esencialmente en el anuncio del reino de Dios y en la curación de los enfermos, para demostrar que este reino ya está cerca, más aún, ya ha venido a nosotros. Jesús comienza a predicar en Galilea, la región en la que creció, un territorio de «periferia» con respecto al centro de la nación judía, que es Judea, y en ella, Jerusalén. Pero el profeta Isaías había anunciado que esa tierra, asignada a las tribus de Zabulón y Neftalí, conocería un futuro glorioso: el pueblo que caminaba en tinieblas vería una gran luz (cf. Is 8, 23-9, 1), la luz de Cristo y de su Evangelio (cf. Mt 4, 12-16).
El término «evangelio», en tiempos de Jesús, lo usaban los emperadores romanos para sus proclamas. Independientemente de su contenido, se definían «buenas nuevas», es decir, anuncios de salvación, porque el emperador era considerado el señor del mundo, y sus edictos, buenos presagios. Por eso, aplicar esta palabra a la predicación de Jesús asumió un sentido fuertemente crítico, como para decir: Dios, no el emperador, es el Señor del mundo, y el verdadero Evangelio es el de Jesucristo.
La «buena nueva» que Jesús proclama se resume en estas palabras: «El reino de Dios —o reino de los cielos— está cerca» (Mt 4, 17; Mc 1, 15). ¿Qué significa esta expresión? Ciertamente, no indica un reino terreno, delimitado en el espacio y en el tiempo; anuncia que Dios es quien reina, que Dios es el Señor, y que su señorío está presente, es actual, se está realizando.
Por tanto, la novedad del mensaje de Cristo es que en él Dios se ha hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros, como lo demuestran los milagros y las curaciones que realiza. Dios reina en el mundo mediante su Hijo hecho hombre y con la fuerza del Espíritu Santo, al que se le llama «dedo de Dios» (cf. Lc 11, 20). El Espíritu creador infunde vida donde llega Jesús, y los hombres quedan curados de las enfermedades del cuerpo y del espíritu. El señorío de Dios se manifiesta entonces en la curación integral del hombre. De este modo Jesús quiere revelar el rostro del verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser humano; el Dios que nos da la vida en abundancia, su misma vida. En consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte, la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira.
Pidamos a María santísima que obtenga siempre para la Iglesia la misma pasión por el reino de Dios que animó la misión de Jesucristo: pasión por Dios, por su señorío de amor y de vida; pasión por el hombre, encontrándolo de verdad con el deseo de darle el tesoro más valioso: el amor de Dios, su Creador y Padre.
Francisco, papa
Ángelus (26-01-2014): Un anuncio dirigido a todos.
domingo 26 de enero de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo relata los inicios de la vida pública de Jesús en las ciudades y en los poblados de Galilea. Su misión no parte de Jerusalén, es decir, del centro religioso, centro incluso social y político, sino que parte de una zona periférica, una zona despreciada por los judíos más observantes, con motivo de la presencia en esa región de diversas poblaciones extranjeras; por ello el profeta Isaías la indica como «Galilea de los gentiles» (Is 8, 23).
Es una tierra de frontera, una zona de tránsito donde se encuentran personas diversas por raza, cultura y religión. La Galilea se convierte así en el lugar simbólico para la apertura del Evangelio a todos los pueblos. Desde este punto de vista, Galilea se asemeja al mundo de hoy: presencia simultánea de diversas culturas, necesidad de confrontación y necesidad de encuentro. También nosotros estamos inmersos cada día en una «Galilea de los gentiles», y en este tipo de contexto podemos asustarnos y ceder a la tentación de construir recintos para estar más seguros, más protegidos. Pero Jesús nos enseña que la Buena Noticia, que Él trae, no está reservada a una parte de la humanidad, sino que se ha de comunicar a todos. Es un feliz anuncio destinado a quienes lo esperan, pero también a quienes tal vez ya no esperan nada y no tienen ni siquiera la fuerza de buscar y pedir.
Partiendo de Galilea, Jesús nos enseña que nadie está excluido de la salvación de Dios, es más, que Dios prefiere partir de la periferia, de los últimos, para alcanzar a todos. Nos enseña un método, su método, que expresa el contenido, es decir, la misericordia del Padre. «Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (Exhort. ap. Evangelii gaudium , 20).
Jesús comienza su misión no sólo desde un sitio descentrado, sino también con hombres que se catalogarían, así se puede decir, «de bajo perfil». Para elegir a sus primeros discípulos y futuros apóstoles, no se dirige a las escuelas de los escribas y doctores de la Ley, sino a las personas humildes y a las personas sencillas, que se preparan con diligencia para la venida del reino de Dios. Jesús va a llamarles allí donde trabajan, a orillas del lago: son pescadores. Les llama, y ellos le siguen, inmediatamente. Dejan las redes y van con Él: su vida se convertirá en una aventura extraordinaria y fascinante.
Queridos amigos y amigas, el Señor llama también hoy. El Señor pasa por los caminos de nuestra vida cotidiana. Incluso hoy, en este momento, aquí, el Señor pasa por la plaza. Nos llama a ir con Él, a trabajar con Él por el reino de Dios, en las «Galileas» de nuestros tiempos. Cada uno de vosotros piense: el Señor pasa hoy, el Señor me mira, me está mirando. ¿Qué me dice el Señor? Y si alguno de vosotros percibe que el Señor le dice «sígueme» sea valiente, vaya con el Señor. El Señor jamás decepciona. Escuchad en vuestro corazón si el Señor os llama a seguirle. Dejémonos alcanzar por su mirada, por su voz, y sigámosle. «Para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz» ( ibid ., 288).
Ángelus (22-01-2017): ¿Qué es la conversión?
domingo 22 de enero de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mateo 4, 12-23) narra el inicio de la predicación de Jesús en Galilea. Él deja Nazaret, una aldea de las montañas, y se establece en Cafarnaúm, un centro importante a orillas del lago, habitado en su mayor parte por paganos, punto de cruce entre el Mediterráneo y el interior mesopotámico. Esta elección indica que los destinatarios de su predicación no son sólo sus compatriotas, sino todos los que llegan a la cosmopolita «Galilea de los gentiles» (v 15; cf. Isaías 8, 23): así se llamaba. Vista desde la capital Jerusalén, aquella tierra es geográficamente periférica y religiosamente impura, porque estaba llena de paganos, por la mezcla con quienes no pertenecían a Israel. Ciertamente de Galilea no se esperaban grandes cosas para la historia de la salvación. Y sin embargo, justamente desde allí — justo desde allí— se difunde aquella «luz» sobre la cual hemos meditado los domingos pasados: la luz de Cristo. Se difunde precisamente desde la periferia. El mensaje de Jesús reproduce el del Bautista, proclamando el «Reino de los Cielos» (v. 17). Este Reino no conlleva la instauración de un nuevo poder político, sino el cumplimiento de la alianza entre Dios y su pueblo, que inaugurará un periodo de paz y de justicia. Para estrechar este pacto de alianza con Dios, cada uno está llamado a convertirse, transformando su propio modo de pensar y de vivir. Esto es importante: convertirse no solo es cambiar la manera de vivir, sino también el modo de pensar. Es una transformación del pensamiento. No se trata de cambiar la ropa, ¡sino las costumbres! Lo que diferencia a Jesús de Juan Bautista es el estilo y el método. Jesús elige ser un profeta itinerante. No se queda esperando a la gente, sino que se dirige a su encuentro. ¡Jesús está siempre en la calle! Sus primeras salidas misioneras tienen lugar alrededor del lago de Galilea, en contacto con la muchedumbre, en particular con los pescadores. Allí Jesús no sólo proclama la llegada del Reino de Dios, sino que busca compañeros que se asocien a su misión de salvación. En este mismo lugar encuentra dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan; les llama diciendo: «Venid conmigo y los haré pescadores de hombres» (v. 19). La llamada les llega en plena actividad de cada día: el Señor se nos revela no de manera extraordinaria o asombrosa, sino en la cotidianidad de nuestra vida. Ahí debemos encontrar al Señor; y ahí Él se revela, hace sentir su amor a nuestro corazón; y ahí —con este diálogo con Él en la cotidianidad de nuestra vida— cambia nuestro corazón. La respuesta de los cuatro pescadores es rápida e inmediata: «al instante, dejando las redes, le siguieron» (v. 20). Sabemos efectivamente que habían sido discípulos del Bautista y que, gracias a su testimonio, ya habían empezado a creer en Jesús como el Mesías (cf. Juan 1, 35-42).
Nosotros, cristianos de hoy en día, tenemos la alegría de proclamar y testimoniar nuestra fe, porque hubo ese primer anuncio, porque existieron esos hombres humildes y valientes que respondieron generosamente a la llamada de Jesús. A orillas del lago, en una tierra impensable, nació la primera comunidad de discípulos de Cristo. Que la conciencia de estos inicios suscite en nosotros el deseo de llevar la palabra, el amor y la ternura de Jesús a todo contexto, incluso a aquel más dificultoso y resistente. ¡Llevar la Palabra a todas las periferias! Todos los espacios del vivir humano son terreno al que arrojar las semillas del Evangelio, para que dé frutos de salvación.
Que la Virgen María nos ayude con su maternal intercesión a responder con alegría a la llamada de Jesús, a ponernos al servicio del Reino de Dios.
Homilía (26-01-2020): Los orígenes de la predicación.
domingo 26 de enero de 2020«Jesús comenzó a predicar» (Mt 4,17). Así, el evangelista Mateo introdujo el ministerio de Jesús: Él, que es la Palabra de Dios, vino a hablarnos con sus palabras y con su vida. En este primer domingo de la Palabra de Dios vamos a los orígenes de su predicación, a las fuentes de la Palabra de vida. Hoy nos ayuda el Evangelio (Mt 4, 12-23), que nos dice cómo , dónde y a quién Jesús comenzó a predicar.
1. ¿Cómo comenzó? Con una frase muy simple: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (v. 17). Esta es la base de todos sus discursos: Nos dice que el reino de los cielos está cerca. ¿Qué significa? Por reino de los cielos se entiende el reino de Dios, es decir su forma de reinar, de estar ante nosotros. Ahora, Jesús nos dice que el reino de los cielos está cerca , que Dios está cerca. Aquí está la novedad, el primer mensaje: Dios no está lejos, el que habita los cielos descendió a la tierra, se hizo hombre. Eliminó las barreras, canceló las distancias. No lo merecíamos: Él vino a nosotros, vino a nuestro encuentro. Y esta cercanía de Dios con su pueblo es una costumbre suya, desde el principio, incluso desde el Antiguo Testamento. Le dijo al pueblo: «Piensa: ¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como yo lo estoy contigo?» (cf. Dt 4,7). Y esta cercanía se hizo carne en Jesús.
Es un mensaje de alegría: Dios vino a visitarnos en persona, haciéndose hombre. No tomó nuestra condición humana por un sentido de responsabilidad, no, sino por amor. Por amor asumió nuestra humanidad, porque se asume lo que se ama. Y Dios asumió nuestra humanidad porque nos ama y libremente quiere darnos esa salvación que nosotros solos no podemos darnos. Él desea estar con nosotros, darnos la belleza de vivir, la paz del corazón, la alegría de ser perdonados y de sentirnos amados.
Entonces entendemos la invitación directa de Jesús: «Convertíos», es decir, «cambia tu vida». Cambia tu vida porque ha comenzado una nueva forma de vivir: ha terminado el tiempo de vivir para ti mismo; ha comenzado el tiempo de vivir con Dios y para Dios, con los demás y para los demás, con amor y por amor. Jesús también te repite hoy: «¡Ánimo, estoy cerca de ti, hazme espacio y tu vida cambiará!». Jesús llama a la puerta. Es por eso que el Señor te da su Palabra, para que puedas aceptarla como la carta de amor que escribió para ti, para hacerte sentir que está a tu lado. Su Palabra nos consuela y nos anima. Al mismo tiempo, provoca la conversión, nos sacude, nos libera de la parálisis del egoísmo. Porque su Palabra tiene este poder: cambia la vida, hace pasar de la oscuridad a la luz. Esta es la fuerza de su Palabra.
2. Si vemos dónde Jesús comenzó a predicar, descubrimos que comenzó precisamente en las regiones que entonces se consideraban «oscuras». La primera lectura y el Evangelio, de hecho, nos hablan de aquellos que estaban «en tierra y sombras de muerte»: son los habitantes del «territorio de Zabulón y Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles» (Mt 4,15-16; cf. Is 8,23-9,1). Galilea de los gentiles: la región donde Jesús inició a predicar se llamaba así porque estaba habitada por diferentes personas y era una verdadera mezcla de pueblos, idiomas y culturas. De hecho, estaba la vía del mar, que representaba una encrucijada. Allí vivían pescadores, comerciantes y extranjeros: ciertamente no era el lugar donde se encontraba la pureza religiosa del pueblo elegido. Sin embargo, Jesús comenzó desde allí: no desde el atrio del templo en Jerusalén, sino desde el lado opuesto del país, desde la Galilea de los gentiles, desde un lugar fronterizo. Comenzó desde una periferia.
De esto podemos sacar un mensaje: la Palabra que salva no va en busca de lugares preservados, esterilizados y seguros. Viene en nuestras complejidades, en nuestra oscuridad. Hoy, como entonces, Dios desea visitar aquellos lugares donde creemos que no llega. Cuántas veces preferimos cerrar la puerta, ocultando nuestras confusiones, nuestras opacidades y dobleces. Las sellamos dentro de nosotros mientras vamos al Señor con algunas oraciones formales, teniendo cuidado de que su verdad no nos sacuda por dentro. Y esta es una hipocresía escondida. Pero Jesús —dice el Evangelio hoy— «recorría toda Galilea [...], proclamando el Evangelio del reino y curando toda enfermedad» (v. 23). Atravesó toda aquella región multifacética y compleja. Del mismo modo, no tiene miedo de explorar nuestros corazones, nuestros lugares más ásperos y difíciles. Él sabe que sólo su perdón nos cura, sólo su presencia nos transforma, sólo su Palabra nos renueva. A Él, que ha recorrido la vía del mar, abramos nuestros caminos más tortuosos —aquellos que tenemos dentro y que no deseamos ver, o escondemos—; dejemos que su Palabra entre en nosotros, que es «viva y eficaz, tajante [...] y juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12).
3. Finalmente, ¿a quién comenzó Jesús a hablar? El Evangelio dice que «paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos [...] que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres»» (Mt 4,18-19). Los primeros destinatarios de la llamada fueron pescadores; no personas cuidadosamente seleccionadas en base a sus habilidades, ni hombres piadosos que estaban en el templo rezando, sino personas comunes y corrientes que trabajaban.
Evidenciamos lo que Jesús les dijo: os haré pescadores de hombres . Habla a los pescadores y usa un lenguaje comprensible para ellos. Los atrae a partir de su propia vida. Los llama donde están y como son, para involucrarlos en su misma misión. «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (v. 20). ¿Por qué inmediatamente ? Sencillamente porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Los buenos compromisos no son suficientes para seguir a Jesús, sino que es necesario escuchar su llamada todos los días. Sólo Él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace salir al mar de la vida. Como lo hizo con aquellos discípulos que lo escucharon.
Por eso necesitamos su Palabra: en medio de tantas palabras diarias, necesitamos escuchar esa Palabra que no nos habla de cosas, sino que nos habla de vida.
Queridos hermanos y hermanas: Hagamos espacio dentro de nosotros a la Palabra de Dios. Leamos algún versículo de la Biblia cada día. Comencemos por el Evangelio; mantengámoslo abierto en casa, en la mesita de noche, llevémoslo en nuestro bolsillo o en el bolso, veámoslo en la pantalla del teléfono, dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad y que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida.
Ángelus (26-01-2020): ¿Por qué no nos convertimos?
domingo 26 de enero de 2020Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mateo 4, 12-23) nos presenta el comienzo de la misión pública de Jesús. Esto ocurrió en Galilea, un área periférica con respecto a Jerusalén, y a la que se miraba con recelo por su mezcla con los paganos. Nada bueno ni nuevo se esperaba de esa región; en cambio, fue allí donde Jesús, que había crecido en Nazaret de Galilea, comenzó su predicación.
Proclama el núcleo de su enseñanza resumido en el llamamiento: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca» (v. 17). Esta proclamación es como un poderoso rayo de luz que atraviesa la oscuridad y penetra la niebla, y evoca la profecía de Isaías que se lee en la noche de Navidad: «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz» (9, 1). Con la venida de Jesús, luz del mundo, Dios Padre mostró a la humanidad su cercanía y amistad. Nos las dio libremente más allá de nuestros méritos. La cercanía y la amistad de Dios no son mérito nuestro: son un don gratuito de Dios. Debemos cuidar este don.
La llamada a la conversión, que Jesús dirige a todos los hombres de buena voluntad, se comprende plenamente a la luz del acontecimiento de la manifestación del Hijo de Dios, sobre el que hemos meditado los últimos domingos. Muchas veces es imposible cambiar de vida, abandonar el camino del egoísmo, del mal, abandonar el camino del pecado porque el compromiso de conversión se centra sólo en uno mismo y en las propias fuerzas, y no en Cristo y su Espíritu. Pero nuestra fidelidad al Señor no puede reducirse a un esfuerzo personal, no. Creer esto también sería un pecado de soberbia. Nuestra fidelidad al Señor no puede reducirse a un esfuerzo personal, sino que debe expresarse en una apertura confiada de corazón y mente para recibir la Buena Nueva de Jesús. ¡Es esto – la Palabra de Jesús, la Buena Nueva de Jesús, el Evangelio – lo que cambia el mundo y los corazones! Estamos llamados, por lo tanto, a confiar en la palabra de Cristo, a abrirnos a la misericordia del Padre y a dejarnos transformar por la gracia del Espíritu Santo.
Aquí es donde comienza el verdadero camino de la conversión. Justamente como sucedió con los primeros discípulos: el encuentro con el divino Maestro, con su mirada, con su palabra, les dio el impulso para seguirlo, para cambiar su vida concretamente sirviendo al Reino de Dios.
El encuentro sorprendente y decisivo con Jesús inició el camino de los discípulos, transformándolos en anunciadores y testigos del amor de Dios por su pueblo. Siguiendo el ejemplo de estos primeros anunciadores y mensajeros de la Palabra de Dios, que cada uno de nosotros pueda moverse sobre las huellas del Salvador, para ofrecer esperanza a los que tienen sed de ella.
Que la Virgen María, a quien nos dirigimos en esta oración del Ángelus, sostenga estas intenciones y las confirme con su intercesión materna.
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Homilía (21-01-1990): ¿Partido de Cristo o Iglesia de Jesucristo?
domingo 21 de enero de 1990La lectura de la primera carta de san Pablo a los Corintios que acabamos de escuchar es una actualidad verdaderamente desconcertante. Pablo habla ciertamente de la comunidad de Corinto de aquel tiempo al dirigirse a la conciencia de los fieles a propósito de todo lo que allí estaba en contradicción con la verdadera existencia cristiana. Sin embargo, nos percatamos inmediatamente de que no se trata sólo de problemas de una comunidad cristiana perteneciente a un lejano pasado, sino lo que entonces se escribió nos atañe también a nosotros ahora.
Al hablar a los Corintios, Pablo nos habla a nosotros y pone el dedo en las llagas de nuestra vida eclesial de hoy. Como los corintios, también nosotros corremos peligro de dividir a la Iglesia en una disputa de partidos, donde cada uno se hace su idea del cristianismo. Y, así, tener razón es más importante para nosotros que las justas razones de Dios respecto a nosotros, más importante que ser justos delante de él. Nuestra idea propia nos encubre la palabra del Dios vivo, y la Iglesia desaparece detrás de los partidos que nacen de nuestro modo personal de entender.
La semejanza entre la situación de los corintios y la nuestra no se puede pasar por alto. Pero Pablo no quiere simplemente describir una situación, sino sacudir nuestra conciencia y volvernos nuevamente a la debida integridad y unidad de la existencia cristiana. Por eso debemos preguntarnos: ¿Qué hay de verdaderamente falso en nuestro comportamiento? ¿Qué hemos de hacer para ser no el partido de pablo, de Apolo o de cefas o un partido de Cristo, sino Iglesia de Jesucristo? ¿Cuál es la diferencia entre un partido de Cristo y la justa fidelidad a la piedra sobre la cual se ha edificado la casa del Señor?
Intentemos, pues, en primer lugar comprender lo que realmente ocurre por aquel tiempo en Corintio y que, a causa de los peligros siempre iguales para el hombre, amenaza con repetirse de continuo nuevamente en la historia.
La diferencia de que se trata podríamos resumirla muy sintéticamente en esta afirmación: si yo me declaro por un partido, entonces se convierte por lo mismo en mi partido; pero la Iglesia de Jesucristo no es nunca mi Iglesia, sino siempre su Iglesia.
La esencia de la conversión consiste justamente en esto: que yo no busca nunca mi partido, lo que salvaguarda mis intereses y responde a mis inclinaciones, sino que en lugar de ello me pongo en manos de Jesucristo y me hago suyo, miembro de su cuerpo, de su Iglesia.
Vamos a aclarar un poco más este pensamiento. Los corintios ven en el cristianismo una interesante teoría religiosa, de acuerdo con sus gustos y expectativas. Escogen lo que va con su genio, y lo escogen en la forma que les resulta simpática. Pero donde la voluntad y el deseo personales son decisivos, allí está ya presente la ruptura de entrada, pues los gustos son muchos y contrapuestos. De semejante elección ideológica puede nacer un club, un círculo de amigos, un partido, pero no una Iglesia que trascienda los contrastes y congregue a los hombres en la paz de Dios. El principio en virtud del cual se forma un club es la inclinación personal; en cambio el principio en el que se apoya la Iglesia es la obediencia a la llamada del Señor, como lo leemos en el evangelio de hoy: «Los llamó, y ellos al instante, abandonando la barca con su padre, le siguieron» (Mt 4,21ss).
Con esto hemos llegado al punto decisivo: la fe no es la elección de un programa que me satisface o la adhesión a un club de amigos por los que me siento comprendido; la fe es conversión que me transforma a mí y a mis gustos, o al menos hace que mis gustos y deseos pasen a segunda línea.
La fe alcanza una profundidad completamente diversa de la elección que me liga a un partido. Su capacidad de cambio llega a tal punto que la Iglesia la llama un nuevo nacimiento (cfr Pe 1,3.23).
Con esto estamos en presencia de una intuición muy importante, que debemos profundizar un poco más, porque así se oculta el núcleo central de los problemas que hoy debemos afrontar en la Iglesia.
Nos resulta difícil pensar en la Iglesia según un modelo diverso del de una sociedad que se autogestiona, que con los mecanismos de mayoría y de minoría intenta darse una forma que sea aceptable por todos sus miembros. Nos resulta difícil concebir la fe como algo diverso de una decisión por algo que me agrada y por lo que en consecuencia deseo comprometerme. Pero de ese modo somos sólo y siempre nosotros quienes obramos. Nosotros hacemos la Iglesia, nosotros intentamos mejorarla y disponerla como una casa confortable. Nosotros queremos proponer programas e ideas que sean simpáticas al mayor número posible de personas. El hecho de que Dios mismo esté actuando, de que él mismo obre, no constituye ya en el mundo moderno un supuesto. Sin embargo al obrar así nos estamos comportando como los corintios; confundimos la Iglesia con un partido y la fe con un programa de partido. El círculo del propio yo permanece cerrado.
Quizá ahora comprendamos un poco mejor el giro que representa la fe, la cual implica una conversión, un cambio de rumbo. Reconozco que Dios mismo habla y actúa: que no hay sólo lo que es nuestro, sino también lo que es suyo. Mas si esto es así, si no somos sólo nosotros los que decidimos y hacemos algo, sino que él mismo dice y hace algo, entonces todo cambia. Entonces debo obedecerle y seguirle, aunque ello me lleve donde no quisiera (Jn 21,8). Entonces es razonable y hasta necesario dejar a un lado lo que me gusta, renunciar a mis deseos e ir detrás del único que puede indicarme el camino de la verdadera vida, porque él mismo es la vida (Jn 14,6).
Esto es lo que quiere decir el carácter sacrificial del seguimiento que Pablo pone al fin de relieve como respuesta a los partidos que dividían a Corinto (10,17): yo renuncio a mi gusto y me someto a él. Pero así es como me hago libre, porque la verdadera esclavitud es ser prisionero de nuestros propios deseos.
Todo esto lo comprenderemos aún mejor observándolo desde otro ángulo; no basándonos ya en nosotros, sino partiendo de la acción misma de Dios. Cristo no es el fundador de un partido ni un filósofo de la religión, como también indica Pablo incisivamente en nuestra lectura (1 Co 10,17). No es alguien que inventa ideas de cualquier tipo, para las cuales intenta reclutar defensores. La Carta a los Hebreos describe la entrada de Cristo en el mundo con palabras del salmo 39: «No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo» (Sal 39,7; Hb 10,5). Cristo es la palabra viva de Dios mismo que se ha hecho carne por nosotros. No es sólo alguien que habla, sino que es él mismo su palabra. Su amor, por el cual Dios se nos da ya hasta el fin, hasta la cruz (cfr. Jn 13,1).
Si asentimos a él, no escogemos sólo ideas, sino que ponemos nuestra vida en sus manos y nos convertimos en una «criatura nueva» (2 Co 5,17; Gal 6,5). Por eso la Iglesia no es un club ni un partido, ni tampoco una especie de estado religioso, sino un cuerpo, su cuerpo. Y por eso la Iglesia no es hecha por nosotros, sino que es él mismo el que la construye, purificándonos con la palabra y el sacramento y haciéndonos de ese modo sus miembros.
Naturalmente hay muchas cosas en la Iglesia que debemos hacer nosotros mismos, ya que ella penetra profundamente en situaciones humanas de carácter práctico. No pretendo defender aquí ningún tipo de falso sobrenaturalismo.
Pero lo que hay de peculiar en la Iglesia no puede venir de nuestra voluntad o de una decisión nuestra, «ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre» (Jn 1,13); debe venir de él.
Cuanto más nos esforzamos nosotros en obrar en la Iglesia, tanto menos habitable resulta, porque todo lo que es humano es limitado y toda cosa humana se opone a otra. La Iglesia será para los hombres la patria del corazón cuanto más le prestemos atención y más sea central en ella lo que viene de él: la palabra y los sacramentos que nos ha dado. Obedecerle es la garantía de nuestra libertad.
Todo esto tiene importantes consecuencias para el ministerio del sacerdote. Éste ha de atender mucho a no construirse su Iglesia. Pablo examina ansiosamente su conciencia y se pregunta cómo han podido algunos llegar hasta el punto de hacer de la Iglesia de Cristo un partido religioso de Pablo. Y se declara a sí mismo, y por tanto a los corintios, que ha hecho todo lo posible por evitar lazos que pudieran oscurecer la comunión con Cristo. El que es convertido por Pablo no se convierte en seguidor de Pablo, sino en un cristiano, en un miembro de aquella Iglesia común que es siempre la misma, «ya se trate de Pablo, de Apolo o de Cefas» (1 Co 3,22). En cualquier caso, «vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (3,23).
Vale la pena volver a leer y considerar atentamente lo que Pablo ha escrito sobre el tema, porque en sus palabras adquiere relieve la esencia del ministerio sacerdotal con una claridad que, por encima de todas las teorías, nos dice lo que hemos de hacer y lo que hemos de evitar. «Pues, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples servidores, por medio de los cuales habéis abrazado la fe... Yo planté y Apolo regó, pero quien hizo crecer fue Dios. Nada son ni el que planta ni el que riega, sino Dios, que hace crecer. El que planta y el que riega son los mismos. Nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros labrantía de Dios, edificio de Dios» (1 Co 3,5-9).
Ha habido y hay en Alemania Iglesias protestantes donde es costumbre indicar en los avisos litúrgicos el nombre del que celebra la misa y el del que pronuncia la homilía. Detrás de esos nombres se ocultan a menudo corrientes religiosas; cada uno quiere seguir las celebraciones de su propia corriente. Por desgracia, algo similar ocurre ahora también en las parroquias católicas; pero esto significa que la Iglesia ha desaparecido detrás de los partidos y que en definitiva escuchamos opiniones humanas y no la común palabra de Dios, que está por encima de todos y de la que es garante la única Iglesia.
Sólo la unidad de su fe y su carácter vinculante para cada uno de nosotros nos permite no seguir opiniones humanas y no formar parte de facciones con pretensiones autonómicas, sino ser del partido del Señor y obedecerle a él.
Es grande hoy para la Iglesia el peligro de disgregarse en partidos religiosos agrupados en torno a maestros o predicadores particulares. Tenemos de nuevo: el yo soy de Pablo, yo de Cefas, con lo que también Cristo se convierte en un partido.
El metro del ministerio sacerdotal es el desinterés, que establece como norma la palabra de Jesús: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). Sólo si podemos decir esto con toda verdad somos «colaboradores de Dios», que plantan, riegan y son partícipes de su misma obra.
Si algunos hombres apelan a nuestro nombre y oponen nuestro cristianismo al de los demás, ello ha de ser para nosotros motivo de examen de conciencia. Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él. Esto exige nuestra humildad, la cruz del seguimiento. Pero esto precisamente es lo que nos libera, lo que hace fecundo y grande nuestro ministerio. Pues si nos anunciamos a nosotros mismos, permanecemos escondidos en nuestro pobre yo y arrastramos a él a los demás. Si le anunciamos a él, nos convertimos en «colaboradores de Dios» (1 Co 3,9); ¿y puede haber algo más hermoso y liberador?
Pidamos al Señor que nos haga probar nuevamente el gozo de esta misión. Entonces serán realidad las palabras del profeta, que siempre se cumplen en los lugares por los que pasa Cristo: «El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz... Has acrecentado su alegría, has agrandado su júbilo como en la algazara de la siega» (Is 9,1-3; cfr Mt 4,15). Amén.
Congregación para el Clero
Homilía: Luz que nos hace libres
En la página del Profeta Isaías se presenta un evento de liberación y por lo tanto, de grande alegría por toda la Galilea, a través de la imagen de la luz que rompe las tinieblas entre las cuales el pueblo camina. Así el Evangelio, citando textualmente el mismo paso del profeta Isaías, presenta a Jesús como la luz que realiza tal profecía: Él es la luz prometida venida a destruir las tinieblas del pecado y a librar al hombre de la oscuridad en la cual se ha encerrado.
La luz se convierte en vehículo eficaz para expresar la participación de Dios en la historia del hombre. Dios se manifiesta como «la Luz» que disuelve las tinieblas. La luz ilumina y esclarece, envuelve y define las cosas, y hace evidentes los colores, da volumen a los espacios, la luz, además, tranquiliza y conforta: encontrarse en un lugar iluminado permite acoger la realidad tal cual es y hace sentir más felices y tranquilos, más seguros.
La iniciativa que Dios toma con relación a los hombres nos permite una nueva relación con la realidad: en la luz de Dios todo asume un nuevo perfil, el perfil auténtico y definitivo. Una luz que calma, te da fuerza, permite el despliegue del cosmos y del hombre. Es por esto que, después de haber dicho: «sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz», el texto agrega: «Tú has multiplicado la alegría, has acrecentado el gozo».
Una alegría y un gozo que se hacen reales a la presencia de Jesús. Él es aquella luz prometida desde siempre, venida a habitar entre nosotros. Con su encarnación ha ocurrido el adviento definitivo de la luz.
La luz que resplandece señala la iniciativa de Dios, que en su gran misericordia y gratuidad viene al encuentro de la humanidad herida.
Esta dinámica se expresa a través de la llamada de los primeros apóstoles de parte de Jesús. Ha sido Él quien los a elegido, con una invitación que no deja lugar a dudas: «seguidme». Frente a la repentina "aprensión" de Dios en su existencia, ellos son invitados a abandonar las propias redes, o sea, a confiar totalmente en el Señor, para una nueva «pesca», para un nuevo y definitivo horizonte. Precisamente al epílogo de su vida terrena, en la Última Cena, Jesús recordará a sus discípulos: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido».
La palabra de Dios este domingo, viene por tanto a recordarnos que nuestra vocación personal está fundada en una elección original y absolutamente gratuita de Dios. La invitación que Él nos dirige es pues a decidirnos, para dejarnos conquistar o reconquistar por Él. Es una llamada seria a un cambio definitivo de nuestra existencia.
Pidamos al Señor, para nosotros y para toda la Iglesia, el don de una verdadera conversión del corazón, que sepa acoger a Cristo como la única Luz a seguir, la única que disuelve realmente las tinieblas, en nosotros y en torno a nosotros.
Raniero Cantalamessa
Homilía (23-01-2005)
domingo 23 de enero de 2005El pasaje del Evangelio del tercer domingo del tiempo ordinario concluye así: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo». Aproximadamente un tercio del Evangelio está ocupado por las curaciones obradas por Jesús en el breve período de su vida pública. Es imposible eliminar estos milagros, o darles una explicación natural, sin descomponer todo el Evangelio y hacerlo incomprensible.
Los milagros del Evangelio presentan características inconfundibles. Nunca se realizan para sorprender o para encumbrar a quien los realiza. Algunos hoy se dejan encantar escuchando a ciertos personajes que aparentan poseer ciertos poderes de levitación, de hacer aparecer o desaparecer objetos y cosas por el estilo. ¿A quién sirve este tipo de milagros, suponiendo que sean tales? A ninguno, o sólo a sí mismos, para hacer discípulos o para hacer dinero. Jesús obra milagros por compasión, porque ama a la gente: obra milagros también para ayudarles a creer. Obra curaciones, en fin, para anunciar que Dios es el Dios de la vida y que al final, junto con la muerte, también la enfermedad será vencida y «ya no habrá luto ni llanto».
No sólo Jesús cura, sino que ordena a sus apóstoles hacer lo mismo detrás de él: «Les envió a anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos» (Lc 9,2); «Predicad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos» (Mt 10,7-8). Siembre encontramos las dos cosas juntas: predicar el Evangelio y curar a los enfermos. El hombre tiene dos medios para intentar superar sus enfermedades: la naturaleza y la gracia. Naturaleza indica la inteligencia, la ciencia, la medicina, la técnica; gracia indica el recurso directo a Dios, a través de la fe y la oración y los sacramentos. Estos últimos son los medios que la Iglesia tienen a disposición para «curar a los enfermos». El mal empieza cuando se intenta una tercera vía: la vía de la magia, la que hace presión sobre pretendidos poderes ocultos de la persona, que no se basan ni en la ciencia ni en la fe. En este caso, o estamos ante pura charlatanería y engaño o, peor, ante la acción del enemigo de Dios.
No es difícil distinguir cuándo se trata de un verdadero carisma de sanación y cuándo de su falsificación en la magia. En el primer caso, la persona no atribuye nunca a los propios poderes los resultados obtenidos, sino a Dios; en el segundo la gente no hace sino ostentar los propios pretendidos «poderes extraordinarios». Cuando por esto se leen anuncios del tipo: Mago de tal y cual «llega donde otros fracasan..., resuelve problemas de todo tipo..., reconocidos poderes extraordinarios..., expulsa demonios, aleja el mal de ojo», no hay que tener ni un instante de duda: se trata de tramposos. Jesús decía que los demonios se expulsan «con el ayuno y la oración», ¡no sacándole dinero a la gente!
Pero debemos plantearnos otra cuestión: ¿Qué pensar de quien, a pesar de todo, no sana? ¿Que no tiene fe, o que Dios no le ama? Si la persistencia de una enfermedad fuera señal de que una persona no tiene fe, o de que Dios no la ama, habría que concluir que los santos eran los más pobres de fe y los menos amados por Dios, porque algunos pasaron la vida en cama. La respuesta es otra. El poder de Dios no se manifiesta sólo de un modo –eliminando el mal, curando físicamente–, sino también dando la capacidad, y a veces hasta la alegría, de llevar la propia cruz con Cristo, completando lo que falta a sus padecimientos. Cristo ha redimido también el sufrimiento y la muerte. Esta ya no es signo del pecado, participación en la culpa de Adán, sino que es instrumento de redención.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Desgarrar a Cristo
«Os conjuro por el nombre de nuestro Señor Jesucristo... que no haya entre vosotros divisiones». San Pablo arremete con todas sus energías contra las divisiones en la Iglesia. El evitar las divisiones no es algo simplemente «deseable». Si la Iglesia es una y la unidad es una nota tan esencial como la santidad, cualquier división –por pequeña que parezca– desfigura el rostro de la Iglesia, destruye la Iglesia.
«Yo soy de Pablo, yo de Apolo...» Todas las divisiones nacen de una consideración puramente humana. Mientras nos quedemos en los hombres estaremos echando todo a perder. Los hombres somos sólo instrumentos, siervos inútiles: «yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien dio el crecimiento» (1 Cor 3,6). Quedarse en los hombres es una idolatría, y todo protagonismo es una forma de robar la gloria que sólo a Dios corresponde. Por eso San Pablo responde con absoluta contundencia: «¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?» Es como decir: No hay más salvador que Cristo Jesús. El instrumento debe permanecer en su lugar. Lo demás es mentir y desfigurar la realidad.
«¿Está dividido Cristo?» Puesto que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12), toda división en la Iglesia es en realidad desgarrar al mismo Cristo. La falta de unidad en nuestros criterios, en nuestras actuaciones, en nuestras relaciones... tiene el efecto horrible de presentar un Cristo en pedazos. En consecuencia, se hace imposible que la gente crea.
Por eso San Pablo se muestra tan intransigente en este punto y apela a la necesidad absoluta de estar todos «unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir». Lo cual viene a significar no pensar ni actuar desde un punto de vista humano, sino siempre y en todo desde la fe, que es la que da realmente consistencia y unidad: «poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu... Un sólo cuerpo y un sólo Espíritu... Un sólo Señor, una sola fe, un sólo bautismo, un sólo Dios y Padre de todos» (Ef 4,3-6).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Nuestro Salvador comienza a evangelizar precisamente en Galilea, región menospreciada desde Judea y tenida por escasamente religiosa.
–Isaías 9,1-4: En la Galilea de los Gentiles el pueblo vio una luz grande. Isaías proclama la condición mesiánica del Emmanuel, como Luz divina destinada a disipar las tinieblas de la vida humana. El tema de la luz es de gran importancia en la Sagrada Escritura. Aquí el tema de la luz anuncia la liberación ya próxima de las provincias caídas en manos de los asirios. Se trata de una liberación vinculada a la persona del futuro Rey, que no es otro que el Mesías.
La luz, elemento esencial de la felicidad futura, significa a la vez salvación, liberación de la opresión y del pecado, participación en la gloria del personaje mesiánico. Como veremos en la lectura evangélica, esa profecía la ve cumplida San Mateo cuando comienza la predicación de Jesucristo en Galilea.–
Con razón, pues, cantamos con el Salmo 26: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la Casa del Señor por todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, espera en el Señor».
–1 Corintios 1,10-13.17: Poneos de acuerdo y no andéis divididos. Jesús sigue siendo en la Iglesia la única luz verdadera que ilumina y salva. Los valores humanos pueden deslumbrar las conciencias, con el riesgo de oscurecer en ellas la primacía absoluta de Cristo, la necesidad del Salvador. El gran principio que surge de esta lectura paulina es el hecho de la unidad de los cristianos en la única fe en Cristo, ya que los ministros del Evangelio no son más que instrumentos de una única salvación, realizada por Jesucristo. San Gregorio de Nisa dice que
«si tenemos en cuenta que Cristo es nuestra santificación (1 Cor 1,30), nos abstendremos de toda obra y pensamiento malo e impuro, con lo cual demostraremos que llevamos con sinceridad su mismo nombre, mostrando la eficacia de esta santificación, no con palabras, sino con los actos de nuestra vida» (Tratado sobre el perfecto modelo cristiano).
–Mateo 4,12-23: Vino a Cafarnaún para que se cumpliera lo que había dicho el profeta Isaías. Al Corazón redentor de Cristo se llega mediante una conversión que nos disponga a ser iluminados por Él, y que nos permita seguirle con fidelidad de discípulos. Y no debe maravillarnos que la luz del Salvador llegue a veces a hombres que están muy lejos de Él. Así dice San Juan Crisóstomo:
««El pueblo sentado en las tinieblas vio una luz grande». Tinieblas llama aquí el profeta no a las tinieblas sensibles, sino al error y a la impiedad. De aquí que añade: «A los sentados en la región y sombras de la muerte una luz les ha salido». Para que os dierais cuenta de que ni la luz ni las tinieblas son aquí las tinieblas y la luz sensibles, hablando de luz, no la llamó así simplemente, sino «luz grande», la misma que en otra parte llama la Escritura «luz verdadera» (Jn 1,9); y, explicando las tinieblas, les dio el nombre de «sombras de muerte».
«Luego, para hacer ver que no fueron ellos quienes, por haberle buscado, encontraron a Dios, sino que fue éste quien del cielo se les apareció, dice: «una luz salió para ellos», es decir, la luz misma salió y brilló para ellos, no que ellos corrieran primero hacia la luz. Y ésta es la verdad, pues antes de la venida de Cristo, la situación del género humano era extrema. Porque no solamente caminaban los hombres en tinieblas, sino que estaban «sentados» en ellas, que es señal de no tener ni esperanza de salir de ellas. Como si no supieran por dónde tenían que andar, envueltos por las tinieblas, se habían sentado en ellas, pues ya no tenían fuerza ni para mantenerse en pie» (Homilía sobre San Mateo 14,1).
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo 5
-Galilea, encrucijada de los gentiles (Mt 4, 12-23)
¿Hoy comienza la lectura cuasi-continuada del evangelio de san Mateo. Ha sido un acierto el haber elegido este capítulo pues recuerda el principio de la predicación de Jesús en la encrucijada de los gentiles, en Galilea. Presenta a Cristo en su labor de anunciador de la Buena Noticia. Le sitúa cumpliendo la profecía de Isaías proclamada en la primera lectura. El tema del evangelio de Mateo se basa en demostrar que Jesús es el verdadero Mesías. Pero cuando Jesús es reconocido como tal por los gentiles, no es admitido por los judíos. Juan Bautista le había anunciado. Jesús cambia de lugar y se va a Galilea. Este es el comienzo de los desplazamientos de Jesús, el primero de los cuales se sitúa precisamente en Galilea, encrucijada de los gentiles. Juan Bautista había anunciado a Jesús, pero antes lo había hecho ya Isaías. Anunciado así por partida doble, el Señor comienza su predicación. Su tema es sencillo, pero mueve: "Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos". Jesús recorre Galilea entera llevando el mismo mensaje: el Reino ya está aquí; y lo prueba "curando las enfermedades y dolencias del pueblo". En diversas ocasiones nos ha sido dado comprobar que aquello era la señal del Reino.
Pero Jesús manifiesta de manera aún más particular la presencia del Mesías y del Reino: empieza a fundar su Iglesia, a preparar su edificación construyendo progresivamente las columnas que habrán de sustentarla. Busca entre los hombres a los que, junto con él, ayudarán al mundo a liberarse; ellos serán los pescadores de hombres. Así se va llamando sucesivamente a Simón, al que se da el nombre de Pedro, a Andrés, a Santiago y a Juan. Dos veces subraya san Mateo un hecho: los discípulos siguen inmediatamente a Jesús, abandonando sus redes, su embarcación y a su propio padre. Es evidente que san Mateo quiere subrayar esta prontitud con que los discípulos siguen el llamamiento de Cristo. En esta encrucijada de los gentiles es tan potente la luz que es Cristo, que no hay nada que se le resista. Los primeros Apóstoles no se ponen a discutir; reconocen sencillamente a Cristo. Y Jesús empieza a enseñar en las sinagogas.
-El pueblo vio una luz grande (Is 8, 23--9, 4)
San Mateo se ha complacido en recoger la profecía de Isaías que él ve realizada en los primeros pasos dados por Jesús. El texto de Isaías alude a los acontecimientos del año 732, cuando los asirios invaden el norte de Palestina, Zabulón y Neftalí. La población sufrió entonces el destierro. Pero Isaías devuelve al pueblo la confianza: "El pueblo que habitaba en tinieblas, vio una luz grande".
Es patente la aplicación del acontecimiento a la llegada del Mesías y de la Buena Noticia. El pueblo que vive inmerso en la ignorancia de Dios y en la esclavitud de sus propias tinieblas, ve ahora surgir al Mesías que le proporciona la luz. Sobre los que habitan en el país de la sombra ha brillado una luz. El yugo que les oprimía ha quedado roto. Se anuncia así toda la misión de Cristo, que san Mateo ha querido caracterizar al recoger, al principio de su evangelio, el oráculo de Isaías.
También a nosotros se nos presenta esta luz y la Buena Noticia. La obra de la evangelización no se detiene, y nosotros no estamos sólo para confirmarla o ser sus destinatarios, sino para tomar parte en ella. Así, la profecía y el pasaje evangélico leídos hoy, van dirigidos a ponernos en movimiento. Cristo nos pone en acción de doble manera. Se impone un primer paso de índole espiritual: ahí está el reino, anunciado por la luz que recibimos cuando fuimos bautizados; se trata, por lo tanto, de continuar sin descanso la obra de nuestra conversión; pero es preciso también seguir a Cristo y dejar todo lo demás para ir en pos de él y ser pregonero de la Buena Noticia.
Así, pues, el evangelio se muestra exigente: haber visto la luz y haberla aceptado lleva consigo dar unos pasos que resultan costosos a nuestra debilidad. Sin embargo, la extensión del reino depende en parte de nosotros. La Iglesia fue fundada y los Apóstoles son sus pilares. Pero se nos llama a cada uno de nosotros a cooperar en la expansión de la Iglesia y a difundir la Buena Noticia. Los sacrificios que para ello se nos piden pueden ser duros. Los Apóstoles, llamados los primeros, no muestran vacilación alguna; no ocurrirá lo mismo con relación a otros, y el joven rico, aunque había guardado todos los mandamientos, renunciará a seguir a Jesús.
En este seguimiento de Cristo, difícil a veces, la respuesta elegida en el salmo 26 infunde nuevos ánimos: "EI Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?" Sin embargo, esta seguridad sólo puede conseguirse con una condición: buscar una sola cosa, que es habitar en la casa del Señor. La espera activa siguiendo las indicaciones del Señor proporciona esta fuerza y estos ánimos para seguir a Cristo. "Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida".
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. La fe comienza a brillar.
Nada es precipitado, la luz aparece poco a poco. En el evangelio, Jesús, tras enterarse de que habían arrestado al Bautista, al lado del cual estuvo y actuó (según Juan) en los primeros momentos de su vida pública, se retira primero a Nazaret (Lc 4 y el episodio de Caná) y desde allí baja a Cafarnaún, pues su predicación había enfurecido a la gente de Nazaret. Galilea era considerada por Judea -muy celosa de la ley y de la que se esperaba que vendría la salvación- como una región espiritualmente oscura y medio pagana. Pero es precisamente en esta «región de los gentiles» (primera lectura) -«¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46), y no en la ciudad santa, donde «brilla una luz grande» que acrece la alegría y aumenta el gozo. (También los lugares donde actúan los santos o se aparece la Madre de Dios son a menudo rincones ocultos, pueblos o regiones apartados e insignificantes). El que Jesús sea oriundo de esta región medio judía y medio pagana, y comience su actividad en ella, es como una profecía. Pero en el fondo tanto los judíos como los paganos han habitado hasta ahora «en tierra y sombras de muerte». Sólo Uno puede designarse como «la luz del mundo» y «la luz de la vida» Un 8,12). El «¡levántate, brilla!» que se grita a Jerusalén (Is 60,1) es escatológico, esta dirigido al Mesías, pues los que entonces volvían a casa clamaban: «Esperamos la luz, y vienen tinieblas, claridad, y caminamos a oscuras» (Is S9,9).
2. Jesús es la luz que brilla.
Pero Jesús, la luz que brilla, no quiere actuar solo; todo hombre, incluso el Hombre-Dios, es hombre con otros hombres. Por eso Jesús busca enseguida colaboradores: unos sencillos pescadores a los que promete desde el principio que hará de ellos pescadores de hombres. Ellos le siguen inmediatamente. De momento todavía no los vemos actuar; primero tienen que aprender a contemplar y a comprender lo que hace y dice su maestro; sólo después podrán anunciar el mensaje del reino de Dios (del «reino de los cielos») y (por medio de él) curar a los hombres de sus enfermedades. Ahora son contemplativos, para poder ser enviados muy pronto a realizar activamente los fines que Jesús se ha propuesto (cfr. Mc 3,14-15).
3. La misión recibida.
Las misiones que los discípulos reciben en seguida son tanto las mismas para todos como las adecuadas para cada uno de ellos. En la comunidad en la que Jesús elige a sus discípulos no hay ni colectivismo ni individualismo. Pablo inculca la "unidad en un mismo pensar y sentir" dentro de la Iglesia (en la segunda lectura), aunque en otros pasajes (Rm 12; 1 Co 12) pone de relieve la particularidad de la tarea de cada cristiano. En la Iglesia quedan totalmente excluidas «las divisiones y las discordias», los «partidos» que se designan según determinados jefes y se oponen mutuamente: «¿Está dividido Cristo?». Los relatos vocacionales muestran que los llamados dejan todo por amor del único Cristo (también sus opiniones particulares anteriores) y, con la mirada puesta en él, única cabeza, tienen todos un mismo espíritu. Seguir a Cristo significará en definitiva y necesariamente seguir el camino que lleva a la cruz; si en este camino reinan las divisiones y las discordias, «la cruz de Cristo pierde su eficacia» (1 Co 1,17).
Alessandro Pronzato
El Pan del Domingo (Ciclo A)
El evangelio nos presenta un Jesús itinerante, siempre en movimiento. Y a su paso, Jesús pone también en movimiento a otras personas. No deja nada ni a nadie en su sitio. "Pasar" es el verbo típico de la encarnación. Es Dios que no está en su sitio, en el cielo. Sino que desciende al nivel del hombre para encontrarlo en su terreno y en sus trabajos. Y frente a este paso de Dios el hombre no puede estar parado, como un simple espectador. Tiene que tomar una decisión, tiene que hacer una elección. Jesús no pasa nunca junto al hombre de una manera neutral. Porque después de este paso la vida de ese hombre ya no puede ser la misma de antes. La llamada de los discípulos no sucede en un marco sagrado, como puede ser el del Templo, sino en un escenario profano: el lago de Galilea. Y esto empalma con el esquema habitual de las llamadas tal como se narran en el AT.
Moisés es llamado mientras pastorea el rebaño de su suegro Jetró. Gedeón está majando trigo en el lagar de su casa. David está pastoreando las ovejas de su padre. También Amós tiene el oficio de pastor.
-Jesús pasa y llama en el marco de las ocupaciones ordinarias. Leví está sentado en el despacho de impuestos. Los discípulos de quienes habla el evangelio de hoy están empeñados en colocar las redes.
Jesús encuentra al hombre en las cosas ordinarias de la vida. La vocación de los primeros discípulos se puede resumir en dos verbos: "vio y dijo". Una mirada y una palabra. Son las únicas armas de que dispone este maravilloso Maestro que, a diferencia de los demás maestros de Israel, elige él a sus discípulos. Para dirigirse a uno hay que verlo. Se trata de una mirada que enfoca a un individuo, una mirada que elige, escoge, arranca de la gente. "Esa es la persona que me interesa, que me conviene". No es una mirada lejana, fría. Es una mirada calurosa, llena de afecto. Una voz que suena como ninguna, de timbre único, inconfundible. El discípulo escucha esa voz única y se callan todas las demás.
La vocación cristiana es una mirada y una llamada de Jesús. ¿Qué es lo que hace el discípulo? Simplemente, dar una respuesta:
-dejarse encontrar;
-dejarse hacer.
La iniciativa y la acción principal es siempre de Cristo.
La vida cristiana es respuesta a la acción de la gracia, no decisión autónoma. Si me decido, es porque he sido solicitado en este sentido por alguien que se ha decidido a favor mío. El hombre sólo puede ponerse en camino, después que Dios ha comenzado a caminar por los caminos de los hombres. No somos nosotros los que salimos a la búsqueda de Dios. Es Dios quien se pone a buscar al hombre. La vocación cristiana no es una conquista. Sino un ser conquistado. El discípulo no captura al Maestro. El es agarrado por el Maestro. La respuesta a la iniciativa de Jesús se expresa también con un verbo: "dejar". La decisión se manifiesta con un distanciamiento: de las redes, del oficio, de las cosas, de los lazos familiares, de un presente. Cristo debe ocupar el puesto de las cosas y de las personas. Se trata de dejarle espacio. Vacío en torno y dentro de la persona. No existe respuesta que no se traduzca en una separación, en una renuncia, en un alejamiento. Y estas operaciones jamás son indoloras. Y ni siquiera se pueden considerar acabadas de una vez para siempre. Hay distanciamientos (sobre todo de sí mismos), cortes que hay que realizar cada día. Y, además, nunca hay que separar el verbo "dejar" del verbo «seguir» . Dejar y seguir son dos actos de un gesto unitario. Indican el desplazamiento de los ejes de la propia vida. No se deja por dejar. Se deja para seguir. Se deja para no estar más "encorvados sobre sí mismos" (como dice Lutero), sino para salir fuera junto con él, para moverse detrás de él. Es necesario, por tanto, estar atentos para no poner el acento sólo en el "dejar". Discípulo no es uno que ha abandonado algo, ha renunciado a algo. Es uno que ha encontrado a alguien. La pérdida es absorbida abundantemente por la ganancia. El descubrimiento hace palidecer lo que se ha dejado a la espalda. El desprendimiento no es el fin, sino la condición del «seguimiento». También para nosotros, discípulos de hoy, que no participamos en la aventura terrena de Jesús, es válida la dimensión de «seguimiento», que algunos traducen por «imitación». Se trata de recorrer el mismo camino de Cristo, hacer las mismas opciones, repetir sus gestos, asumir sus pensamientos y sus posturas, inspirarse en sus criterios, tener sus preferencias.
Pero lo que caracteriza al discípulo es sobre todo la postura de fe. Aquí nos referimos a la fe en su aspecto esencial. Los discípulos, en efecto, no están «llamados» a suscribir, esencialmente, una lista de verdades que hay que creer. Están llamados a "fiarse de una persona". Confiarse totalmente a esa persona, establecer un vinculo, una relación personal y vital con Cristo. «Os haré pescadores de hombres». El oficio de pescadores de peces lo conocen. El otro, no. Y, sin embargo, responden a la llamada, si bien no miden, concretamente, todas las consecuencias de este paso. Aceptan vivir una aventura de la que no valoran con precisión las dimensiones y los riesgos. Cristo no exhibe el elenco detallado de las propias exigencias, no dice lo que quiere y adónde llevará esta postura. Pide una adhesión a priori, incondicionada. La fe así, se presenta como antídoto del cálculo, de la prudencia humana, de la irresolución para comprometerse. Ten presente que fe no significa, principalmente, «creer que...». Sino adherirse al «Señor tu Dios». Fiarte de él sin pedir muchas explicaciones.