Domingo III Tiempo de Cuaresma (A) – Homilías
/ 22 marzo, 2014 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ex 17, 3-7: Danos agua que beber
Sal 94, 1-2. 6-7c. 7d-9: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».
Rm 5, 1-2. 5-8: El amor ha sido derramado en nosotros por el Espíritu que se nos ha dado
Jn 4, 5-42: Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (22-03-1981): Invitados a beber de su agua
domingo 22 de marzo de 19811. «...Postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque El es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que El guía» (Sal 94 [95], 6-7). Con estas palabras de la liturgia de hoy, me dirijo a vosotros… Esta es la invitación a adorar a Dios, que nos ha creado. Es la invitación a una adoración particular a Dios en este período de redención y de gracia que es la Cuaresma.
Efectivamente, la Cuaresma es el «tiempo propicio» (2 Cor 6, 2), en el cual el Señor se revela a quien se esfuerza por conocerlo y amarlo. Es el tiempo del «memento», de acordarse de El de modo real. Es metánoia: dirigirse a El con toda el alma para servirlo y darle gracias. Esto significa adorar al Señor, y por este motivo la Iglesia no se cansa de repetir con el Salmista: «Entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos» (Sal 94 [95], 2), y también: «Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor» (Sal 94 [95], 6).
La adoración a Dios constituye la razón de ser de la Iglesia y de cada hombre, el cual no puede dar expresión cabal a su existencia, sin manifestar este acto amoroso, espontáneo y consciente a Dios, su Creador. Y este acto de adoración se realiza sobre todo en la comunidad reunida para la celebración del banquete del Señor, en la fractio panis, que también nosotros renovaremos dentro de poco.
3. «Golpearás la peña, y saldrá de ella agua» (Ex 17, 6).
El largo viaje de los israelitas por el desierto sirve de contexto inmediato al pasaje del Éxodo. Una de las dificultades mayores presentadas por un viaje en el desierto a un pueblo tan numeroso, que llevaba consigo rebaños y ganado, fue ciertamente la falta de agua. Por esto es comprensible que, en los días en que el hambre y la sed se hacían sentir de modo más agudo, los israelitas añoraran Egipto y murmuraran contra Moisés. Dios, que había manifestado de tantos modos su particular benevolencia para con aquel pueblo, exige ahora la fe, el abandono absoluto en El, la superación de las propias seguridades humanas. Y precisamente en el momento en que el pueblo no puede contar ya con sus propios recursos, está extenuado y abatido, y alrededor no hay más que la desnuda roca estéril y árida y sin vida, interviene Dios, se hace presente y hace brotar de esa roca agua abundante que da la vida. Precisamente de esa roca maciza podrán sacar los israelitas agua en su viaje hacia la tierra prometida, lo mismo que del Corazón de Cristo, sediento en la cruz, brotará el agua que salva a quienes han emprendido su camino de fe. Por esta semejanza, Pablo identifica la roca con Cristo mismo, nuevo Templo y manantial que da de beber en la vida eterna (cf. 1 Cor 10, 4). He aquí cómo la potencia de Dios se manifiesta en el misterio del agua viva, que salta hasta la eternidad, porque es el agua regeneradora de la gracia y reveladora de la verdad.
Como en el tiempo del Éxodo, también hoy los hombres notan la sed de esta agua salvadora y liberadora que proviene de Cristo, y la Iglesia, en respuesta, no se cansa de anunciarlo a todos los pueblos de todos los tiempos. Ella está presente en el mundo, sobre todo «para ayudar a los hombres a creer que Jesús es el Hijo de Dios, a fin de que, mediante la fe, ellos tengan la vida en su nombre, para educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el Cuerpo de Cristo. La Iglesia no ha dejado de dedicar sus energías a esta tarea» (Catechesi tradendae, 1).
4. Del agua que salta hasta la vida eterna habla Cristo a la Samaritana junto al pozo de Sicar. Cansado del camino se sienta sobre el brocal del pozo. Los discípulos habían ido solos a la ciudad para las compras. Jesús pide a la Samaritana, que había venido para sacar agua, que le dé de beber. Ella se admira de esto. ¿Cómo puede El, un judío, pedir algo a una samaritana? Desde hacía siglos judíos y samaritanos vivían en una enemistad implacable. Pero Jesús se muestra superior a este prejuicio, como también a la opinión judía que consideraba como indecoroso para un maestro hablar públicamente con una mujer. Para El no cuenta la distinción de nación y de raza, ni tampoco la distinción entre hombre y mujer. Del agua natural, elemento material que Jesús pide primeramente a la mujer, lleva la conversación al plano de la revelación, al agua verdaderamente viva. La expresión «agua viva» en el lenguaje de los Profetas indica los bienes de la salvación del tiempo mesiánico (cf. Is 12, 3; 49, 10; Jer 2. 13; 17, 13). Pero la mujer, no pudiendo comprender su lenguaje, piensa en un agua milagrosa que apague la sed del cuerpo, por lo que ya no será necesario sacar más. De este modo Jesús ha despertado en ella el deseo de su don: «Señor —le dice la mujer—, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla» (Jn 4, 14). Entonces Jesús revela a la mujer que El es en persona la fuente misma el agua viva. Y demuestra cómo el camino de la fe en El pasa a través del reconocimiento de su misión divina, manifestando su conocimiento profético, propio de un enviado de Dios. Ella ha tenido cinco maridos y vive ilegalmente con un sexto. La mujer comienza a reflexionar: un conocimiento tal de los corazones no es el de un hombre común, y prorrumpe en un emocionado acto de fe: «Señor, veo que tú eres un profeta» (Jn 4, 19). Y luego irá a anunciar a los habitantes de su ciudad que ha encontrado al Mesías y les invita a «venir a ver a Jesús» (Jn 4, 29). En este estupendo pasaje evangélico, que alcanza una cumbre sublime por su belleza formal y por su profundidad doctrinal, hay rasgos pedagógicos interesantes para todo educador de la fe. La revelación personal es obra de Jesús, que la realiza partiendo de la situación concreta para llegar a una revisión ideal de la vida: esa vida vista a la luz de la verdad, porque sólo en la verdad puede efectuarse el encuentro con Cristo que personifica la misma verdad.
5. Precisamente cuando la Samaritana se dirige a Jesús con las palabras: «Dame esa agua» (Jn4, 15), entonces El no tarda en indicar el camino que lleva a ella. Es el camino de la verdad interior, el camino de la conversión y de las obras buenas. «Anda, llama a tu marido» (Jn 4, 16), dice el Señor a la mujer: se trata de una invitación a examinar la propia conciencia, a escrutar en lo íntimo del corazón, a despertar en él las esperanzas más profundas, ésas que se finge esconder bajo la réplica evasiva. Hace descubrir a esta mujer la necesidad de ser salvada y de preguntarse por el camino que puede conducirla a la salvación, haciendo con ella un verdadero y propio «examen de conciencia», y ayudándola a llamar por su nombre a los pecados de su vida. Por esto el Señor le apremia: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido» (Jn 4, 17-18). De este modo la mujer no sólo reconoce su situación de pecado, sino que es ayudada a llamar por su nombre a los pecados de su vida. San Agustín en un sermón admirable expresa así la lucha interior de esta mujer: «Primeramente te rigieron los cinco sentidos corporales; cuando llegaste después al uso de la razón, no llegaste a la sabiduría, sino que caíste en el error; por esto, después de los cinco maridos, el que tienes ahora no es tu marido. Y si no era un marido, ¿qué era sino un adúltero?Llama, pues, pero no al adúltero, llama a tu marido, con el fin de que tu inteligencia pueda comprenderme y el error no te haga pensar algo falso de mí... Echa lejos, pues, al adúltero, que te pervierte y anda a llamar a tu marido. Llámalo y vuelve acá con él, y me comprenderás» (In Jn. Evang. Tr. 15, 22).
En esta situación, Jesús, de improviso, se eleva más allá de la respuesta inmediata para anunciar la superación del culto juzgado verdadero y una nueva forma de adoración, que se fija en el corazón más que en los sacrificios, una adoración provocada por el Espíritu, precisamente la adoración «en espíritu y verdad» (Jn 4, 24). Adorar en espíritu significa ponerse bajo el influjo de la acción de Dios, esto es, del don de vida obrado por el Espíritu y llama la atención sobre la vida sobrenatural de la que gozan los cristianos y que es condición indispensable para ser «verdaderos» adoradores. Adorar en verdad significa ponerse en el orden de la revelación del Verbo: esa revelación para la cual se compromete la acción del Espíritu de verdad. El nuevo lugar de la adoración es el templo espiritual, es decir, Cristo-verdad, bajo la iluminación del Espíritu de verdad. La condición requerida por Jesús para un culto válido es la de sintonizar con su persona, reveladora de una fe que obra el Espíritu Santo. Los que sepan acoger el admirable «don de Dios» (Jn 4, 10) que es el agua viva del Espíritu Santo, serán transformados, como la Samaritana, se convertirán en verdaderos adoradores, encontrando el centro del culto en el Cuerpo de Cristo resucitado y transformado por la fuerza del Espíritu.
6. ¿Qué efectos produjo en la Samaritana el agua viva que salta hasta lo vida eterna?Valorando el desarrollo ulterior de la situación espiritual de la mujer, se puede responder que el fruto fue grande. Efectivamente, se encuentra en ella una auténtica metánoia que la lleva hasta a reconocer en Jesús al Mesías: «Venid a ver —dice a sus conciudadanos— un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será éste el Mesías?» (Jn 4, 29). Y la pregunta supone en su pensamiento una respuesta afirmativa, porque une esta confesión con el hecho de llamar por su nombre a los pecados: me ha dicho todo lo que he hecho. Nota en sí una nueva fuerza, un nuevo entusiasmo que la lleva a anunciar a los demás la verdad y la gracia que ha recibido: venid a ver. En cierto sentido se convierte en mensajera de Cristo y de su Evangelio de salvación, como Magdalena en la mañana de Pascua.
También a nosotros se nos dirige la invitación a beber de esta agua viva de la verdad, a purificar nuestra vida, cambiar la mentalidad y a acudir a la escuela del Evangelio, donde el Señor, como hizo con la Samaritana, nos interpela, haciéndonos descubrir las exigencias más profundas de la verdad y del espíritu.
7. Queridos hermanos y hermanas: En el tercer domingo de Cuaresma la Iglesia nos invita a la particular adoración de Dios, a rendir una adoración particular al Padre «en espíritu y verdad».
Esta adoración no puede ser solamente externa. La adoración «en espíritu y verdad» debe afectar a nuestras conciencias. Y por esto oigamos una vez más el Salmo responsorial, cuando dice: «Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón...» (Sal 94 [95], 8).
Pensemos a quién de nosotros se refieren estas palabras. Pensemos en esos hermanos y hermanas, que están ausentes, pero a los cuales se refieren estas palabras, e imploremos para nosotros y para ellos el encuentro con Cristo semejante al encuentro de la Samaritana junto al pozo de Sicar.
Y escuchemos también las palabras del Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: «Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por El hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 5, 1-2).
Si a alguno de nosotros se refieren estas palabras —y pienso que se refieren a muchos— entonces pidamos perseverar en la esperanza y en la observancia de la paz con Dios, tal como enseña el Apóstol.
Y finalmente escuchemos las palabras de nuestro Señor Jesucristo que dice: «Levantad los ojos y contemplad los campos que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así se alegran lo mismo sembrador y segador» (Jn 4, 35-36).
Y pidamos, pidámosle con toda el alma esta cosecha, lo mismo que pidió la Samaritana tener agua viva, el agua para la vida eterna. Y, al contemplar «los campos que ya están dorados para la siega» (Jn 4, 35), pensemos que hay necesidad de segadores como antes fueron necesarios los sembradores. Y digamos a Cristo que nos ha redimido con su Sangre: Señor, ¡aquí estoy! Admíteme como sembrador y segador de tu Reino. Señor, ¡aquí estoy! Envía operarios a la mies. «Envía operarios a tu mies» (cf. Mt 9, 37).
Que mediante la Cuaresma se renueven nuestras conciencias y reviva el celo de los auténticos discípulos de Cristo.
Homilía (03-03-2002): Encendió en ella el fuego del amor
domingo 3 de marzo de 20021. «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed» (Jn 4, 15; cf. Aleluya).
La petición de la samaritana imprime un giro decisivo al largo e intenso diálogo con Jesús, que se desarrolla junto al pozo de Jacob, cerca de la ciudad de Sicar. Nos lo narra san Juan en la página evangélica de hoy.
Cristo dice a la mujer: «Dame de beber» (Jn 4, 7). Su sed material es signo de una realidad mucho más profunda: expresa el deseo ardiente de que su interlocutora y los paisanos de ella se abran a la fe. Por su parte, la mujer de Samaría, cuando le pide agua, manifiesta en el fondo la necesidad de salvación presente en el corazón de toda persona. Y el Señor se revela como el que ofrece el agua viva del Espíritu, que sacia para siempre la sed de infinito de todo ser humano.
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos propone un espléndido comentario del episodio joánico, cuando en el Prefacio se dice que Jesús «quiso estar sediento» de la salvación de la samaritana, para «encender en ella el fuego del amor divino».
2. El episodio de la samaritana delinea el itinerario de fe que todos estamos llamados a recorrer. También hoy Jesús «está sediento», es decir, desea la fe y el amor de la humanidad. Del encuentro personal con él, reconocido y acogido como Mesías, nace la adhesión a su mensaje de salvación y el deseo de difundirlo en el mundo.
Esto es lo que sucede en la continuación del relato del evangelio de san Juan. El vínculo con Jesús transforma completamente la vida de la mujer que, sin demora, corre a comunicar la buena noticia a la gente del pueblo vecino: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?» (Jn 4, 29). La revelación acogida con fe impulsa a transformarse en palabra proclamada a los demás y testimoniada mediante opciones concretas de vida. Esta es la misión de los creyentes, que brota y se desarrolla a partir del encuentro personal con el Señor.
[…] 5. «La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5).
También estas palabras del apóstol san Pablo, proclamadas en la segunda lectura, se refieren al don del Espíritu, simbolizado por el agua viva prometida por Jesús a la samaritana. El Espíritu es la «prenda» de la salvación definitiva que Dios nos ha prometido. El hombre no puede vivir sin esperanza. Sin embargo, muchas esperanzas naufragan contra los escollos de la vida. Pero la esperanza del cristiano «no defrauda», porque se apoya en el sólido fundamento de la fe en el amor de Dios, revelado en Cristo.
A María, Madre de la esperanza, le encomiendo vuestra parroquia y el camino cuaresmal hacia la Pascua. María, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a todos a ser discípulos fieles de aquel que hace saltar en nuestro corazón agua para la vida eterna (cf. Jn 4, 14).
Benedicto XVI, papa
Homilía (24-02-2008): Dios tiene sed de nuestra fe
domingo 24 de febrero de 2008En los textos bíblicos de este tercer domingo de Cuaresma hay sugerencias útiles para la meditación... A través del símbolo del agua, que encontramos en la primera lectura y en el pasaje evangélico de la samaritana, la palabra de Dios nos transmite un mensaje siempre vivo y actual: Dios tiene sed de nuestra fe y quiere que encontremos en él la fuente de nuestra auténtica felicidad. Todo creyente corre el peligro de practicar una religiosidad no auténtica, de no buscar en Dios la respuesta a las expectativas más íntimas del corazón, sino de utilizar más bien a Dios como si estuviera al servicio de nuestros deseos y proyectos.
En la primera lectura vemos al pueblo hebreo que sufre en el desierto por falta de agua y, presa del desaliento como en otras circunstancias, se lamenta y reacciona de modo violento. Llega a rebelarse contra Moisés; llega casi a rebelarse contra Dios. El autor sagrado narra: «Habían tentado al Señor diciendo: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?» (Ex 17, 7). El pueblo exige a Dios que salga al encuentro de sus expectativas y exigencias, más bien que abandonarse confiado en sus manos, y en la prueba pierde la confianza en él. ¡Cuántas veces esto mismo sucede también en nuestra vida! ¡En cuántas circunstancias, más que conformarnos dócilmente a la voluntad divina, quisiéramos que Dios realizara nuestros designios y colmara todas nuestras expectativas! ¡En cuántas ocasiones nuestra fe se muestra frágil, nuestra confianza débil y nuestra religiosidad contaminada por elementos mágicos y meramente terrenos!
En este tiempo cuaresmal, mientras la Iglesia nos invita a recorrer un itinerario de verdadera conversión, acojamos con humilde docilidad la recomendación del salmo responsorial: «Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras» (Sal 94, 7-9).
El simbolismo del agua vuelve con gran elocuencia en la célebre página evangélica que narra el encuentro de Jesús con la samaritana en Sicar, junto al pozo de Jacob. Notamos enseguida un nexo entre el pozo construido por el gran patriarca de Israel para garantizar el agua a su familia y la historia de la salvación, en la que Dios da a la humanidad el agua que salta hasta la vida eterna. Si hay una sed física del agua indispensable para vivir en esta tierra, también hay en el hombre una sed espiritual que sólo Dios puede saciar. Esto se refleja claramente en el diálogo entre Jesús y la mujer que había ido a sacar agua del pozo de Jacob.
Todo inicia con la petición de Jesús: «Dame de beber» (Jn 4, 7). A primera vista parece una simple petición de un poco de agua, en un mediodía caluroso. En realidad, con esta petición, dirigida por lo demás a una mujer samaritana —entre judíos y samaritanos no había un buen entendimiento—, Jesús pone en marcha en su interlocutora un camino interior que hace surgir en ella el deseo de algo más profundo. San Agustín comenta: «Aquel que pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer» (In Io. ev. Tract. XV, 11: PL 35, 1514). En efecto, en un momento determinado es la mujer misma la que pide agua a Jesús (cf. Jn 4, 15), manifestando así que en toda persona hay una necesidad innata de Dios y de la salvación que sólo él puede colmar. Una sed de infinito que solamente puede saciar el agua que ofrece Jesús, el agua viva del Espíritu. Dentro de poco escucharemos en el prefacio estas palabras: Jesús, «al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino».
Queridos hermanos y hermanas, en el diálogo entre Jesús y la samaritana vemos delineado el itinerario espiritual que cada uno de nosotros, que cada comunidad cristiana está llamada a redescubrir y recorrer constantemente. Esa página evangélica, proclamada en este tiempo cuaresmal, asume un valor particularmente importante para los catecúmenos ya próximos al bautismo. En efecto, este tercer domingo de Cuaresma está relacionado con el así llamado «primer escrutinio», que es un rito sacramental de purificación y de gracia.
Así, la samaritana se transforma en figura del catecúmeno iluminado y convertido por la fe, que desea el agua viva y es purificado por la palabra y la acción del Señor. También nosotros, ya bautizados, pero siempre tratando de ser verdaderos cristianos, encontramos en este episodio evangélico un estímulo a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, el verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesús quiere llevarnos, como a la samaritana, a profesar con fuerza nuestra fe en él, para que después podamos anunciar y testimoniar a nuestros hermanos la alegría del encuentro con él y las maravillas que su amor realiza en nuestra existencia. La fe nace del encuentro con Jesús, reconocido y acogido como Revelador definitivo y Salvador, en el cual se revela el rostro de Dios. Una vez que el Señor conquista el corazón de la samaritana, su existencia se transforma, y corre inmediatamente a comunicar la buena nueva a su gente (cf. Jn 4, 29).
Queridos hermanos y hermanas… la invitación de Cristo a dejarnos implicar por su exigente propuesta evangélica resuena con fuerza esta mañana para cada [uno de nosotros]. San Agustín decía que Dios tiene sed de nuestra sed de él, es decir, desea ser deseado. Cuanto más se aleja el ser humano de Dios, tanto más él lo sigue con su amor misericordioso.
Hoy la liturgia, teniendo en cuenta también el tiempo cuaresmal que estamos viviendo, nos estimula a examinar nuestra relación con Jesús, a buscar su rostro sin cansarnos. Y esto es indispensable para que vosotros, queridos amigos, podáis continuar, en el nuevo contexto cultural y social, la obra de evangelización y de educación humana y cristiana...
Abrid cada vez más el corazón a una acción pastoral misionera, que impulse a cada cristiano a encontrar a las personas —en particular a los jóvenes y a las familias— donde viven, trabajan y pasan el tiempo libre, para anunciarles el amor misericordioso de Dios.
Santa María… que juntamente con su esposo san José educó a Jesús niño y adolescente, proteja a las familias, a los religiosos y a las religiosas en su tarea de formadores y les dé la alegría, como deseaba don Bosco, de ver crecer en este barrio «buenos cristianos y ciudadanos honrados». Amén.
Ángelus (24-02-2008): Dios sacia nuestra sed
domingo 24 de febrero de 2008En este tercer domingo de Cuaresma la liturgia vuelve a proponernos este año uno de los textos más hermosos y profundos de la Biblia: el diálogo entre Jesús y la samaritana (cf. Jn 4, 5-42). San Agustín... se sentía con razón fascinado por este relato, e hizo un comentario memorable de él. Es imposible expresar en una breve explicación la riqueza de esta página evangélica: es preciso leerla y meditarla personalmente, identificándose con aquella mujer que, un día como tantos otros, fue a sacar agua del pozo y allí se encontró a Jesús sentado, «cansado del camino», en medio del calor del mediodía. «Dame de beber», le dijo, dejándola muy sorprendida. En efecto, no era costumbre que un judío dirigiera la palabra a una mujer samaritana, por lo demás desconocida. Pero el asombro de la mujer estaba destinado a aumentar: Jesús le habló de un «agua viva» capaz de saciar la sed y de convertirse en ella en un «manantial de agua que salta hasta la vida eterna»; le demostró, además, que conocía su vida personal; le reveló que había llegado la hora de adorar al único Dios verdadero en espíritu y en verdad; y, por último, le aseguró —cosa muy rara— que era el Mesías.
Todo esto a partir de la experiencia real y sensible de la sed. El tema de la sed atraviesa todo el evangelio de san Juan: desde el encuentro con la samaritana, pasando por la gran profecía durante la fiesta de las Tiendas (cf. Jn 7, 37-38), hasta la cruz, cuando Jesús, antes de morir, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed» (Jn 19, 28). La sed de Cristo es una puerta de acceso al misterio de Dios, que tuvo sed para saciar la nuestra, como se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Co 8, 9).
Sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso, desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es él mismo. En cambio, la mujer samaritana representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había tenido «cinco maridos» y convivía con otro hombre; sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir repetitivo y resignado. Pero todo cambió para ella aquel día gracias al coloquio con el Señor Jesús, que la desconcertó hasta el punto de inducirla a dejar el cántaro del agua y correr a decir a la gente del pueblo: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?» (Jn 4, 28-29).
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros abramos el corazón a la escucha confiada de la palabra de Dios para encontrar, como la samaritana, a Jesús que nos revela su amor y nos dice: el Mesías, tu Salvador, «soy yo: el que habla contigo» (Jn 4, 26). Nos obtenga este don María, la primera y perfecta discípula del Verbo encarnado.
Ángelus (27-03-2011): El cansancio de Jesús
domingo 27 de marzo de 2011Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el célebre diálogo de Jesús con la mujer samaritana, narrado por el evangelista san Juan. La mujer iba todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a los tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, «cansado del camino» (Jn 4, 6). San Agustín comenta: «Hay un motivo en el cansancio de Jesús... La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado... Con la fuerza nos ha creado, con su debilidad vino a buscarnos» (In Ioh. Ev., 15, 2). El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema de la «sed» de Cristo, que culmina en el grito en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene una base física. Pero Jesús, como dice también Agustín, «tenía sed de la fe de esa mujer» (In Ioh. Ev., 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre lo envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para hacernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; llama a su corazón y espera con paciencia su respuesta.
En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo del agua, que alude claramente al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva por la fe en la gracia de Dios. En efecto, este Evangelio… forma parte del antiguo itinerario de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. «El que beba del agua que yo le daré —dice Jesús—, nunca más tendrá sed. El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). Esta agua representa al Espíritu Santo, el «don» por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace por el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23.24), como revela también Jesús a la mujer samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios.
Cada uno de nosotros puede identificarse con la mujer samaritana: Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablar a nuestro corazón, a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos su voz que nos dice: «Si conocieras el don de Dios...». Que la Virgen María nos ayude a no faltar a esta cita, de la que depende nuestra verdadera felicidad.
Francisco, papa
Ángelus (23-03-2014): El amor vence los prejuicios
domingo 23 de marzo de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, acaecido en Sicar, junto a un antiguo pozo al que la mujer iba cada día a sacar agua. Ese día encontró allí a Jesús, sentado, «fatigado por el viaje» (Jn 4, 6). Y enseguida le dice: «Dame de beber» (v. 7). De este modo supera las barreras de hostilidad que existían entre judíos y samaritanos y rompe los esquemas de prejuicio respecto a las mujeres. La sencilla petición de Jesús es el comienzo de un diálogo franco, mediante el cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de una persona a la cual, según los esquemas sociales, no habría debido ni siquiera dirigirle la palabra. ¡Pero Jesús lo hace! Jesús no tiene miedo. Jesús cuando ve a una persona va adelante porque ama. Nos ama a todos. No se detiene nunca ante una persona por prejuicios. Jesús la pone ante su situación, sin juzgarla, sino haciendo que se sienta considerada, reconocida, y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.
Aquella sed de Jesús no era tanto sed de agua, sino de encontrar un alma endurecida. Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que había en ella misma. La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Jesús esos interrogantes profundos que todos tenemos dentro, pero que a menudo ignoramos. También nosotros tenemos muchas preguntas que hacer, ¡pero no encontramos el valor de dirigirlas a Jesús! La cuaresma, queridos hermanos y hermanas, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro, para hacer emerger nuestras necesidades espirituales más auténticas, y pedir la ayuda del Señor en la oración. El ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así: «Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed eternamente».
El Evangelio dice que los discípulos quedaron maravillados de que su Maestro hablase con esa mujer. Pero el Señor es más grande que los prejuicios, por eso no tuvo temor de detenerse con la samaritana: la misericordia es más grande que el prejuicio. ¡Esto tenemos que aprenderlo bien! La misericordia es más grande que el prejuicio, y Jesús es muy misericordioso, ¡mucho! El resultado de aquel encuentro junto al pozo fue que la mujer quedó transformada: «dejó su cántaro» (v. 28) con el que iba a coger el agua, y corrió a la ciudad a contar su experiencia extraordinaria. «He encontrado a un hombre que me ha dicho todas las cosas que he hecho. ¿Será el Mesías?» ¡Estaba entusiasmada! Había ido a sacar agua del pozo y encontró otra agua, el agua viva de la misericordia, que salta hasta la vida eterna. ¡Encontró el agua que buscaba desde siempre! Corre al pueblo, aquel pueblo que la juzgaba, la condenaba y la rechazaba, y anuncia que ha encontrado al Mesías: uno que le ha cambiado la vida. Porque todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, siempre. Es un paso adelante, un paso más cerca de Dios. Y así, cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, siempre es así.
En este Evangelio hallamos también nosotros el estímulo para «dejar nuestro cántaro», símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pero que pierde valor ante el «amor de Dios». ¡Todos tenemos uno o más de uno! Yo os pregunto a vosotros, también a mí: ¿cuál es tu cántaro interior, ese que te pesa, el que te aleja de Dios? Dejémoslo un poco aparte y con el corazón escuchemos la voz de Jesús, que nos ofrece otra agua, otra agua que nos acerca al Señor. Estamos llamados a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y, como la samaritana, a dar testimonio a nuestros hermanos. ¿De qué? De la alegría. Testimoniar la alegría del encuentro con Jesús, porque he dicho que todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, y también todo encuentro con Jesús nos llena de alegría, esa alegría que viene de dentro. Así es el Señor. Y contar cuántas cosas maravillosas sabe hacer el Señor en nuestro corazón, cuando tenemos el valor de dejar aparte nuestro cántaro.
Ángelus (19-03-2017): ¿A qué pozo estás yendo?
domingo 19 de marzo de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo, el tercero de Cuaresma, nos presenta el diálogo de Jesús con la samaritana (cf. Juan 4, 5-42). El encuentro tiene lugar mientras Jesús atravesaba Samaria, región entre Judea y Galilea, habitada por gente que los judíos despreciaban, considerándoles cismáticos y heréticos. Pero precisamente esta población será una de las primeras en adherir a la predicación cristiana de los apóstoles. Mientras que los discípulos van al pueblo a buscar comida, Jesús se queda junto un pozo y pide a una mujer, que había ido allí para recoger agua, que le dé de beber. Y de esta petición comienza un diálogo. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: «dame de beber», tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva [...] el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (vv. 10-14).
Ir al pozo por agua es cansado y aburrido; ¡sería bonito tener a disposición una fuente brotando! Pero Jesús habla de un agua diferente. Cuando la mujer se da cuenta que el hombre con el que está hablando es un profeta, le confía la propia vida y le plantea cuestiones religiosas. Su sed de afecto y de vida plena no ha sido apagada por los cinco maridos que ha tenido, es más, ha experimentado desilusiones y engaños. Por eso la mujer queda impresionada del gran respeto que Jesús tiene por ella cuando Él le habla incluso de la verdadera fe, como relación con Dios Padre «en espíritu y verdad», entonces intuye que ese hombre podría ser el Mesías y Jesús —algo rarísimo— lo confirma: «yo soy, el que está hablando» (v. 26). Él dice que es el Mesías a una mujer que tenía una vida tan desordenada.
Queridos hermanos, el agua que dona la vida eterna ha sido derramada en nuestros corazones en el día de nuestro Bautismo; entonces Dios nos ha transformado y llenado de su gracia. Pero puede darse que este gran don lo hemos olvidado, o reducido a un mero dato personal; y quizá vamos en busca de «pozos» cuyas aguas no nos sacian. Cuando olvidamos el agua verdadera, buscamos pozos que no tienen aguas limpias. ¡Entonces este Evangelio es precisamente para nosotros! No solo para la samaritana, para nosotros. Jesús nos habla como a la samaritana. Cierto, nosotros ya lo conocemos, pero quizá todavía no lo hemos encontrado personalmente. Sabemos quién es Jesús, pero quizá no lo hemos encontrado personalmente, hablando con Él, y no lo hemos reconocido todavía como nuestro Salvador. Este tiempo de Cuaresma es una buena ocasión para acercarse a Él, encontrarlo en la oración en un diálogo de corazón a corazón, hablar con Él, escucharle; es una buena ocasión para ver su rostro también en el rostro de un hermano y de una hermana que sufre. De esta forma podemos renovar en nosotros la gracia del Bautismo, saciar nuestra sed en la fuente de la Palabra de Dios y de su Espíritu Santo; y así descubrir también la alegría de convertirse en artífices de reconciliación e instrumentos de paz en la vida cotidiana.
La Virgen María nos ayude a recurrir constantemente a la gracia, a esa agua que mana de la roca que es Cristo Salvador, para que podamos profesar con convicción nuestra fe y anunciar con alegría las maravillas del amor de Dios, misericordioso y fuente de todo bien.
Ángelus (15-03-2020): El agua
domingo 15 de marzo de 2020Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de este domingo, el tercero de la Cuaresma, presenta el encuentro de Jesús con una mujer samaritana (cf. Juan 4, 5-42). Está en camino con sus discípulos y se detienen ante un pozo en Samaria. Los samaritanos eran considerados herejes por los judíos y eran muy despreciados y tratados como ciudadanos de segunda clase. Jesús está cansado, sediento. Una mujer viene a buscar agua y Él le pide: «Dame de beber» (v. 7). De este modo, rompiendo toda barrera, comienza un diálogo en el que revela a aquella mujer el misterio del agua viva, esto es, del Espíritu Santo, don de Dios. En efecto, a la reacción de sorpresa de la mujer Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (v. 10).
En el centro de este diálogo está el agua. Por un lado, el agua como elemento esencial para la vida, que sacia la sed del cuerpo y sostiene la vida. Por el otro, el agua como símbolo de la gracia divina, que da la vida eterna. En la tradición bíblica Dios es la fuente de agua viva –como se dice en los Salmos, en los profetas–: alejarse de Dios, la fuente de agua viva, y de su Ley, conduce a la peor sequía. Esta es la experiencia del pueblo de Israel en el desierto. En el largo camino hacia la libertad, ellos, ardiendo de sed, protestan contra Moisés y Dios porque no hay agua. Entonces, por voluntad de Dios, Moisés hace brotar agua de una roca, como signo de la providencia de Dios que acompaña a su pueblo y le da vida (cf. Éxodo 17, 1-7).
Y el apóstol Pablo interpreta esa roca como un símbolo de Cristo. Dice: «Y la roca es Cristo» (cf. 1 Corintios, 10,4). Es la misteriosa figura de su presencia en medio del pueblo de Dios que camina. Porque Cristo es el Templo del que, según la visión de los profetas, brota el Espíritu Santo, es decir, el agua viva que purifica y da vida. Aquellos que tienen sed de salvación pueden saciarla gratuitamente en Jesús, y el Espíritu Santo se convertirá en él o ella en una fuente de vida plena y eterna. La promesa de agua viva que Jesús hizo a la mujer samaritana se hizo realidad en su Pascua: «sangre y agua» brotaron de su costado atravesado (Juan 19, 34). Cristo, Cordero inmolado y resucitado, es la fuente de la que mana el Espíritu Santo, que perdona los pecados y regenera la nueva vida.
Este don es también la fuente del testimonio. Como la samaritana, quien encuentra a Jesús vivo, siente la necesidad de decírselo a los demás, para que todos lleguen a confesar que Jesús «es verdaderamente el salvador del mundo» (Juan 4, 42), como dijeron más tarde los paisanos de esa mujer. También nosotros, engendrados a una nueva vida a través del Bautismo, estamos llamados a dar testimonio de la vida y la esperanza que hay en nosotros. Si nuestra búsqueda y nuestra sed encuentran en Cristo la satisfacción plena, manifestaremos que la salvación no está en las «cosas» de este mundo, que al final llevan a la sequía, sino en Aquél que nos ha amado y nos ama siempre: Jesús nuestro Salvador, en el agua viva que Él nos ofrece.
Que María Santísima nos ayude a cultivar el deseo de Cristo, la fuente de agua viva, la única que puede saciar la sed de vida y de amor que llevamos en nuestros corazones.