Domingo III Tiempo de Adviento (A) – Homilías
/ 14 diciembre, 2013 / Tiempo de AdvientoLecturas
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Is 35, 1-6a. 10: Dios vendrá y nos salvará
Sal 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10: Ven, Señor, a salvarnos
St 5, 7-10: Manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca
Mt 11, 2-11: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (14-12-1980): En medio del Adviento, una pregunta
domingo 14 de diciembre de 19801. Me alegro por el hecho de que hoy puedo estar en vuestra parroquia. Efectivamente, ya están muy cerca para nosotros las fiestas de la Navidad del Señor, y vuestra parroquia está dedicada precisamente a la Natividad. Por eso el período del Adviento se vive en vuestra comunidad de modo particularmente profundo, y me alegro porque puedo participar hoy en este modo vuestro de vivir el Adviento.
2. "¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?" (Mt 11, 3).
Hoy, III domingo de Adviento, la Iglesia repite la pregunta que fue hecha por primera vez a Cristo por los discípulos de Juan Bautista: ¿Eres tú el que ha de venir?
Así preguntaron los discípulos de aquel que dedicó toda su misión a preparar la venida del Mesías, los discípulos de aquel que "amó y preparó la venida del Señor" hasta la cárcel y hasta la muerte. Ahora sabemos que, cuando sus discípulos presentan esta pregunta a Jesús, Juan Bautista se encuentra ya en la cárcel, de la que no podrá salir más.
Y Jesús responde, remitiéndose a sus obras y a sus palabras y, a la vez, a la profecía mesiánica de Isaías: "Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia... Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo" (Mt 11, 5. 4).
En el centro mismo de la liturgia del Adviento nos encontramos, pues, esta pregunta dirigida a Cristo y su respuesta mesiánica.
Aunque esta pregunta se haya hecho una sola vez, sin embargo nosotros la podemos hacersiempre de nuevo. Debe ser hecha. ¡Y en realidad se hace!
El hombre plantea la pregunta en torno a Cristo. Diversos hombres, desde diversas partes del mundo, desde países y continentes, desde diversas culturas y civilizaciones, plantean la pregunta en torno a Cristo. En este mundo, en el que tanto se ha hecho y se hace siempre para cercar a Cristo con la conjura del silencio, para negar su existencia y misión, o para disminuirlas y deformarlas, retorna siempre de nuevo la pregunta en torno a Cristo. Retorna también cuando puede parecer que ya se ha extirpado esencialmente.
El hombre pregunta: ¿Eres tú, Cristo, el que ha de venir? ¿Eres tú el que me explicará el sentido definitivo de mi humanidad? ¿El sentido de mi existencia? ¿Eres tú el que me ayudará a plantear y a construir mi vida de hombre desde sus fundamentos?
Así preguntan los hombres, y Cristo constantemente responde. Responde como respondió ya a los discípulos de Juan Bautista. Esta pregunta en torno a Cristo es la pregunta de Adviento, y es necesario que nosotros la hagamos dentro de nuestra comunidad cristiana. Hela aquí:
¿Quién es para mi Jesucristo?
¿Quién es realmente para mis pensamientos, para mi corazón, para mi actuación? ¿Cómo conozco yo, que soy cristiano y creo en El, y cómo trato de conocer al que confieso? ¿Hablo de El a los otros? ¿Doy testimonio de El, al menos ante los que están más cercanos a mí en la casa paterna, en el ambiente de trabajo, de la universidad o de la escuela, en toda mi vida y en mi conducta? Esta es precisamente la pregunta de Adviento, y es preciso que, basándonos en ella, nos hagamos las referidas, ulteriores preguntas, para que profundicen en nuestra conciencia cristiana y nos preparen así a la venida del Señor.
3. El Adviento retorna cada año, y cada año se desarrolla en el arco de cuatro semanas, cediendo luego el lugar a la alegría de la Santa Navidad.
Hay, pues, diversos Advientos:
Está el adviento del niño inocente y el adviento de la juventud inquieta (frecuentemente crítica); está el adviento de los novios; está el adviento de los esposos, de los padres, de los hombres dedicados a múltiples formas de trabajo y de responsabilidad con frecuencia grave. Finalmente están los advientos de los hombres ancianos, enfermos, de los que sufren, de los abandonados. Este año está el adviento de nuestros compatriotas víctimas de la calamidad del terremoto y que han quedado sin casa.
Hay diversos advientos. Se repiten cada año, y todos se orientan hacia una dirección única.Todos nos preparan a la misma realidad. Hoy, en la segunda lectura litúrgica, escuchamos lo que escribe el Apóstol Santiago: "Hermanos, tened paciencia, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca". Y añade inmediatamente después: "Mirad que el juez está ya a la puerta" (5, 7-9).
Precisamente este reflejo deben tener tales advientos en nuestros corazones. Deben parecerse a la espera de la recolección. El labrador aguarda el fruto de la tierra durante todo un año o durante algunos meses. En cambio, la mies de la vida humana se espera durante toda la vida. Y todo adviento es importante. La mies de la tierra se recoge cuando está madura, para utilizarla en satisfacer las necesidades del hombre. La mies de la vida humana espera el momento en el que aparecerá en toda la verdad ante Dios y ante Cristo, que es juez de nuestras almas.
La venida de Cristo, la venida de Cristo en Belén anuncia también este juicio. ¡Ella dice al hombre por qué le es dado madurar en el curso de todos estos advientos, de los que se compone su vida en la tierra, y cómo debe madurar él!
En el Evangelio de hoy Cristo, ante las muchedumbres reunidas, da el siguiente juicio sobreJuan Bautista: "Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él" (Mt 11, 11). Mi deseo es que nosotros, queridos hermanos y hermanas, podamos ver el momento en que escuchemos palabras semejantes de nuestro Redentor, como la verdad definitiva sobre nuestra vida.
4. Estoy meditando sobre este mensaje de Adviento, unido a la liturgia de este domingo, juntamente con vosotros, queridos feligreses de la comunidad dedicada a la Natividad del Señor.
Por tanto, es necesario que cada uno lo considere como dirigido a él mismo y es necesario también que todos lo acojáis en vuestra comunidad.
Efectivamente, la parroquia existe para que los hombres bautizados en la comunidad, esto es, completándose y ayudándose recíprocamente, se preparen a la venida del Señor.
A este propósito quisiera preguntar: ¿Cómo se desarrolla y cómo debería desarrollarse en la comunidad esta preparación a la venida del Señor? La respuesta podría ser doble: desde un punto de vista inmediato, se puede decir que esta preparación se realiza siguiendo "en sintonía" la acción pedagógica de la Iglesia en el presente, típico período del Adviento: esto es, acogiendo la renovada invitación a la conversión y meditando el eterno misterio del Hijo de Dios que, encarnándose en el seno purísimo de María, nació en Belén. Pero, desde un punto de vista más amplio, no se trata sólo del Adviento de este año, o de la Navidad, para vivir en actitud de fe más viva; se trata también de la cotidiana, constante venida de Cristo en nuestra vida, gracias a una presencia que se alimenta con la catequesis y, sobre todo, con la participación litúrgico-sacramental.
Sé que en vuestra parroquia ésta es una de las líneas pastorales fundamentales: efectivamente, se da la catequesis sistemática y permanente, según las diversas edades, y se dedica una atención especial a la sagrada liturgia. En realidad, la vida sacramental, cuando está iluminada por un paralelo y profundo anuncio de Cristo, es el camino más expedito para ir al encuentro de El. En la oración y, ante todo, en la participación en la Santa Misa dominical nos encontramos precisamente con El. Pensándolo bien, esta participación es la renovación, cada semana, de la conciencia de la "venida del Señor". Si ella faltase, se disiparía esta conciencia, se debilitaría y pronto se destruiría. Por esto quiero dirigir la exhortación del Concilio acerca del permanente valor del domingo como "fiesta" primordial que se debe inculcar a la piedad de tos fieles, "a fin de que se reúnan en asamblea para escuchar la Palabra de Dios y participar en la Eucaristía" (cf.Sacrosanctum Concilium, 106).
Pero —como bien sabemos— Cristo viene a nosotros también en las personas de los hermanos, especialmente de los más pobres, de los marginados y de los alejados. También a este respecto sé que vuestra comunidad está comprometida según una línea pastoral, que configura una opción precisa y valiente. Sé, por ejemplo, que son muchas las Asociaciones y los grupos eclesiales que practican la acogida evangélica como "una sincera atención para todos los males, las tristezas y las esperanzas del hombre de hoy" (cf. Relazione pastorale, pág. 2): bajo la coordinación del consejo pastoral, esta solicitud florece en numerosas obras de asistencia, de promoción y de caridad.
Deseo expresaros públicamente mi aprecio y también mi gratitud por cuanto hacéis en favor de los ancianos, de los jóvenes en dificultad, de los enfermos, de las familias necesitadas, como por el interés y la ayuda que ofrecéis a la misión de Matany en Uganda.
5. Y ahora permitidme que termine esta meditación sobre el Adviento con las palabras que sugiere el Profeta Isaías: "Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios ... El os salvará" (Is 35, 3-4).
Que nunca falte en vuestra vida, queridos feligreses de la parroquia de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, esta esperanza que su venida deposita en el corazón de cada hombre y en la que lo confirma saludablemente.
Homilía (13-12-1998): El motivo de nuestra alegría
domingo 13 de diciembre de 19981. «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos. El Señor está cerca» (Antífona de entrada).
De esta apremiante invitación a la alegría, que caracteriza la liturgia de hoy, recibe su nombre el tercer domingo de Adviento, llamado tradicionalmente domingo «Gaudete». En efecto, ésta es la primera palabra en latín de la misa de hoy: «Gaudete», es decir, alegraos porque el Señor está cerca.
El texto evangélico nos ayuda a comprender el motivo de nuestra alegría, subrayando el gran misterio de salvación que se realiza en Navidad. El evangelista san Mateo nos habla de Jesús, «el que ha de venir» (Mt 11, 3), que se manifiesta como el Mesías esperado mediante su obra salvífica: «Los ciegos ven y los cojos andan, (...) y se anuncia a los pobres la buena nueva» (Mt 11, 5). Viene a consolar, a devolver la serenidad y la esperanza a los que sufren, a los que están cansados y desmoralizados en su vida.
También en nuestros días son numerosos los que están envueltos en las tinieblas de la ignorancia y no han recibido la luz de la fe; son numerosos los cojos, que tienen dificultades para avanzar por los caminos del bien; son numerosos los que se sienten defraudados y desalentados; son numerosos los que están afectados por la lepra del mal y del pecado y esperan la salvación. A todos ellos se dirige la «buena nueva» del Evangelio, encomendada a la comunidad cristiana. La Iglesia, en el umbral del tercer milenio, proclama con vigor que Cristo es el verdadero liberador del hombre, el que lleva de nuevo a toda la humanidad al abrazo paterno y misericordioso de Dios.
2. «Sed fuertes, no temáis. Vuestro Dios va a venir a salvaros» (Is 35, 4).
[...] con gran afecto, hago mías las palabras del profeta Isaías que acabamos de proclamar: «Sed fuertes, no temáis. (...) El Señor va a venir a salvaros ». Estas palabras expresan mi mejor deseo, que renuevo a todos aquellos con quienes Dios me permite encontrarme en cualquier parte del mundo. Resumen lo que quiero repetiros también a vosotros esta mañana. Mi presencia desea ser una invitación a tener valor, a perseverar dando razón de la esperanza que la fe suscita en cada uno de vosotros.
«Sed fuertes». No temáis las dificultades que se han de afrontar en el anuncio del Evangelio. Sostenidos por la gracia del Señor, no os canséis de ser apóstoles de Cristo en nuestra ciudad que, aunque se ciernen sobre ella los numerosos peligros de la secularización típicos de las metrópolis, mantiene firmes sus raíces cristianas, de las que puede recibir la savia espiritual necesaria para responder a los desafíos de nuestro tiempo. Los frutos positivos que la misión ciudadana está produciendo, y por los que damos gracias al Señor, son estímulos para proseguir sin vacilación la obra de la nueva evangelización.
4. «El Espíritu del Señor (...) me ha enviado para dar la buena nueva a los pobres».
Estas palabras del Aleluya reflejan bien el clima de la misión ciudadana, que ya ha entrado en su última fase, en la que todos los cristianos son impulsados a llevar el Evangelio a los diversos ambientes de la ciudad... Como recuerda la Escritura: Un hermano ayudado por su hermano es como una plaza fuerte (cf. Pr 18, 19)» (n. 6).
[...] deseo de corazón que todos los cristianos sientan la urgencia de transmitir a los demás, especialmente a los jóvenes, los valores evangélicos que favorecen la instauración de la «civilización del amor».
5. «Tened paciencia (...) hasta la venida del Señor» (St 5, 7). Al mensaje de alegría, típico de este domingo «Gaudete », la liturgia une la invitación a la paciencia y a la espera vigilante, con vistas a la venida del Salvador, ya próxima.
Desde esta perspectiva, es preciso saber aceptar y afrontar con alegría las dificultades y las adversidades, esperando con paciencia al Salvador que viene. Es elocuente el ejemplo del labrador que nos propone la carta del apóstol Santiago: «aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía». «Tened paciencia también vosotros .añade.; manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca» (St 5, 7-8).
Abramos nuestro espíritu a esa invitación; avancemos con alegría hacia el misterio de la Navidad. María, que esperó en silencio y orando el nacimiento del Redentor, nos ayude a hacer que nuestro corazón sea una morada para acogerlo dignamente. Amén.
Homilía (16-12-2001): Alegría de la comunión
domingo 16 de diciembre de 20011. "El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa" (Is 35, 1).
Una insistente invitación a la alegría caracteriza la liturgia de este tercer domingo de Adviento, llamado domingo "Gaudete", porque precisamente "Gaudete" es la primera palabra de la antífona de entrada. "Regocijaos", "alegraos". Además de la vigilancia, la oración y la caridad, el Adviento nos invita a la alegría y al gozo, porque ya es inminente el encuentro con el Salvador.
En la primera lectura, que acabamos de escuchar, encontramos un verdadero himno a la alegría. El profeta Isaías anuncia las maravillas que el Señor realizará en favor de su pueblo, liberándolo de la esclavitud y conduciéndolo de nuevo a su patria. Con su venida, se realizará un éxodo nuevo y más importante, que hará revivir plenamente la alegría de la comunión con Dios.
Para los que están desanimados y han perdido la esperanza resuena la "buena nueva" de la salvación: "Gozo y alegría seguirán a los rescatados del Señor. Pena y aflicción se alejarán" (cf. Is 35, 10).
2. "Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios. (...) Viene a salvaros" (Is 35, 4). ¡Cuánta confianza infunde esta profecía mesiánica, que permite vislumbrar la verdadera y definitiva liberación, realizada por Jesucristo. En efecto, en la página evangélica que ha sido proclamada en nuestra asamblea, Jesús, respondiendo a la pregunta de los discípulos de Juan Bautista, se aplica a sí mismo lo que había afirmado Isaías: él es el Mesías esperado: "Id a anunciar a Juan -dice- lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena nueva" (Mt 11, 4-5).
Aquí radica la razón profunda de nuestra alegría: en Cristo se cumplió el tiempo de la espera. Dios realizó finalmente la salvación para todo hombre y para la humanidad entera. Con esta íntima convicción nos preparamos para celebrar la fiesta de la santa Navidad, acontecimiento extraordinario que vuelve a encender en nuestro corazón la esperanza y el gozo espiritual...
6. "Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor" (St 5, 7).
El Adviento nos invita a la alegría, pero, al mismo tiempo, nos exhorta a esperar con paciencia la venida ya próxima del Salvador. Nos exhorta a no desalentarnos, superando todo tipo de adversidades, con la certeza de que el Señor no tardará en venir.
Esta paciencia vigilante, como subraya el apóstol Santiago en la segunda lectura, favorece la consolidación de sentimientos fraternos en la comunidad cristiana. Al reconocerse humildes, pobres y necesitados de la ayuda de Dios, los creyentes se unen para acoger a su Mesías que está a punto de venir. Vendrá en el silencio, en la humildad y en la pobreza del pesebre, y a quien le abra el corazón le traerá su alegría.
Por tanto, avancemos con alegría y generosidad hacia la Navidad. Hagamos nuestros los sentimientos de María, que esperó en oración y en silencio al Redentor y preparó con cuidado su nacimiento en Belén. ¡Feliz Navidad!
Benedicto XVI, papa
Ángelus (12-12-2010): ¿Eres tú?
domingo 12 de diciembre de 2010Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Maximiliano Kolbe:
Vivid con empeño el camino personal y comunitario de seguimiento del Señor. El Adviento es una fuerte invitación para todos a dejar que Dios entre cada vez más en nuestra vida, en nuestros hogares, en nuestros barrios, en nuestras comunidades, para tener una luz en medio de tantas sombras y de las numerosas pruebas de cada día. Queridos amigos, estoy muy contento de estar entre vosotros hoy para celebrar el día del Señor, el tercer domingo del Adviento, domingo de la alegría...[...] La liturgia de hoy —con las palabras del apóstol Santiago que hemos escuchado— nos invita no sólo a la alegría sino también a ser constantes y pacientes en la espera del Señor que viene, y a serlo juntos, como comunidad, evitando quejas y juicios (cf. St 5, 7-10).
Hemos escuchado en el Evangelio la pregunta de san Juan Bautista que se encuentra en la cárcel; el Bautista, que había anunciado la venida del Juez que cambia el mundo, y ahora siente que el mundo sigue igual. Por eso, pide que pregunten a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? ¿Eres tú o debemos esperar a otro?». En los últimos dos o tres siglos muchos han preguntado: «¿Realmente eres tú o hay que cambiar el mundo de modo más radical? ¿Tú no lo haces?». Y han venido muchos profetas, ideólogos y dictadores que han dicho: «¡No es él! ¡No ha cambiado el mundo! ¡Somos nosotros!». Y han creado sus imperios, sus dictaduras, su totalitarismo que cambiaría el mundo. Y lo ha cambiado, pero de modo destructivo. Hoy sabemos que de esas grandes promesas no ha quedado más que un gran vacío y una gran destrucción. No eran ellos.
Y así debemos mirar de nuevo a Cristo y preguntarle: «¿Eres tú?». El Señor, con el modo silencioso que le es propio, responde: «Mirad lo que he hecho. No he hecho una revolución cruenta, no he cambiado el mundo con la fuerza, sino que he encendido muchas luces que forman, a la vez, un gran camino de luz a lo largo de los milenios».
Comencemos aquí, en nuestra parroquia: san Maximiliano Kolbe, que se ofreció para morir de hambre a fin de salvar a un padre de familia. ¡En qué gran luz se ha convertido! ¡Cuánta luz ha venido de esta figura! Y ha alentado a otros a entregarse, a estar cerca de quienes sufren, de los oprimidos. Pensemos en el padre que era para los leprosos Damián de Veuster, que vivió y murió con y para los leprosos, y así llevó luz a esa comunidad. Pensemos en la madre Teresa, que dio tanta luz a personas, que, después de una vida sin luz, murieron con una sonrisa, porque las había tocado la luz del amor de Dios.
Y podríamos seguir y veríamos, como dijo el Señor en la respuesta a Juan, que lo que cambia el mundo no es la revolución violenta, ni las grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad, de la bondad de Dios, que es el signo de su presencia y nos da la certeza de que somos amados hasta el fondo y de que no caemos en el olvido, no somos un producto de la casualidad, sino de una voluntad de amor.
Así podemos vivir, podemos sentir la cercanía de Dios. «Dios está cerca» dice la primera lectura de hoy; está cerca, pero nosotros a menudo estamos lejos. Acerquémonos, vayamos hacia la presencia de su luz, oremos al Señor y en el contacto de la oración también nosotros seremos luz para los demás.
Precisamente este es el sentido de la iglesia parroquial: entrar aquí, entrar en diálogo, en contacto con Jesús, con el Hijo de Dios, a fin de que nosotros mismos nos convirtamos en una de las luces más pequeñas que él ha encendido y traigamos luz al mundo, que sienta que es redimido.
Nuestro espíritu debe abrirse a esta invitación; así caminemos con alegría al encuentro de la Navidad, imitando a la Virgen María, que esperó en la oración, con íntimo y gozoso temor, el nacimiento del Redentor. Amén.
Congregación para el Clero
Homilía: La alegría de Juan y la nuestra
El austero Juan el Bautista, primo de Jesús, hijo de Isabel y Zacarías, es llamado en la Escritura «el amigo que se alegra con la llegada del Esposo» (Jn 3,29).
El Bautista, dado a conocer por Jesús como «Elías que debe venir» (Mt 11,14), se nos presenta en la fragilidad de su fe. Los signos realizados por Jesús lo dejan en duda, no sabe reconocer la presencia del Mesías. Necesita ser sostenido en su fe por el mismo Jesús, que lo invita y lo acompaña a releer los signos que realiza, a la luz de las Escrituras.
La alegría de Juan el Bautista al reconocer en Jesús al Mesías, es también nuestra misma alegría. Este domingo, llamado «gaudete», nos invita a la alegría; a alegrarnos porque lo que nos fue anunciado por Isaías, en la primera lectura, se cumple en las palabras y en los gestos de Jesús, el Mesías: «Se abrirán los ojos de los ciegos, se destaparán los oídos de los sordos, entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo» (Is 35, 5-6).
Podemos sentir la tentación de buscar a nuestro alrededor los ciegos, los sordos, los mudos... Más difícil es descubrir, y sentir interiormente, que los verdaderos ciegos, sordos, cojos y mudos somos nosotros mismos. Por eso se nos da esta hermosa noticia: Dios viene a visitarnos y nos hará gustar su entrada en nuestra historia, para abrirnos a la plenitud de la vida en el reino. Las «mochilas» de nuestra vida están llenas de muchas cosas que nos impiden esperar vigilantes esta visita. Somos poco capaces de convertirnos a lo esencial.
Juan el Bautista, en cambio, con energía, nos señala lo esencial, nos lleva a lo esencial, nos abre a lo esencial.
¡Cuántas cosas inútiles llenan nuestra vida y a menudo terminan por causarnos daño, son nocivas, pesadas, nos perturban!... ¡Cuántas cosas inútiles en nuestras familias!
Lo esencial nos lleva a poner orden en nuestra vida. Es una disciplina que nos educa y que nos forma, no para llenarnos de cosas, no para desbordarnos con necesidades sin sentido, no para multiplicar nuestros ídolos, sino para hacer sitio a Dios y a los hermanos.
Lo esencial es la toma de conciencia de que somos exiliados, peregrinos en camino hacia el Padre. Nuestra verdadera realidad, la que se nos recuerda en este tiempo de Adviento, es que nuestro camino es visitado por Dios y va hacia Dios, hacia el día sin atardecer, en el que Dios será todo en todos. Este es el ejemplo que nos viene de Juan el Bautista, de los exiliados, de los emigrantes, de los pobres..., que no están ávidos de tantas cosas sino llenos de esperanza en una vida mejor, más simple y esencial que, para nosotros que tenemos fe, es Dios mismo.
El Espíritu Santo, que visitó a María, haciéndola Madre de Cristo y que preparó a Juan el Bautista para anunciar la presencia del Mesías en el mundo, prepare también nuestro corazón para acoger plenamente el don del Nacimiento del Señor, ya inminente.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: El desierto florecerá
«El desierto florecerá». He aquí la intensidad de la esperanza que la Iglesia quiere infundir en nosotros mediante las palabras del profeta. Nosotros solemos esperar aquello que nos parece al alcance de nuestra mano. Sin embargo, la verdadera esperanza es la que espera aquello que humanamente es imposible. Debemos esperar milagros: que el desierto de los hombres sin Dios florezca en una vida nueva, que el desierto de nuestra sociedad secularizada y materialista reverdezca con la presencia del Salvador.
Estos son los signos que Dios quiere darnos y que debemos esperar: que se abran a la fe los ojos de los que por no tenerla son ciegos, que se abran a escuchar la palabra de Dios los oídos endurecidos, que corra por la senda de la salvación el que estaba paralizado por sus pecados, que prorrumpa en cantos de alabanza a Dios la lengua que blasfemaba... Si esperamos estos signos, ciertamente se producirán, y todo el mundo los verá, y a través de ellos se manifestará la gloria del Señor, y los hombres creerán en Cristo, y no tendrán que preguntar más: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (evangelio).
El que tiene esta esperanza se siente fuerte y sus rodillas dejan de temblar. Pero el secreto para tenerla es mirar al Señor. La palabra de Dios quiere clavar nuestra mirada en el Señor que viene y dejarla fija en su potencia salvadora: «¡Animo! No temáis. Mirad a vuestro Dios que viene... Él vendrá y os salvará». Dejar la mirada fija en las dificultades arruina la esperanza; fijarla en el Señor y desde Él ver las dificultades acrecienta la esperanza.