Domingo II de Pascua o de la Divina Misericordia (Ciclo A) – Homilías
/ 26 abril, 2014 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 2, 42-47: Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común
Sal 117, 2-4. 13-15. 22-24: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia
1 Pe 1, 3-9: Mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva
Jn 20, 19-31: A los ocho días llegó Jesús
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (26-04-1981): Trae su paz a nuestra Iglesia doméstica
domingo 26 de abril de 19811. «Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros» (Jn 20, 19).
La experiencia que vivieron los Apóstoles «al anochecer de aquel día, el primero de la semana» (ib.), experiencia que se repitió ocho días después en el mismo Cenáculo, también nosotros la revivimos, de modo misterioso pero real, esta tarde: en nuestra asamblea litúrgica, recogida en torno al altar para celebrar la Eucaristía, Cristo renueva su presencia de resucitado y repite su augurio: ¡Paz a vosotros!
El Cenáculo de Jerusalén es el primer lugar de la Iglesia sobre la tierra. Y es, en cierto sentido, el prototipo de la Iglesia en todo lugar y en toda época. También en la nuestra. Cristo, que fue adonde estaban los Apóstoles la primera tarde después de su resurrección, viene siempre de nuevo a nosotros para repetir continuamente las palabras: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos...» (Jn 20, 21-23).
¿La verdad contenida precisamente en estas palabras no se ha convertido tal vez en la idea guía del Concilio Vaticano II?, ¿del Concilio que ha dedicado sus trabajos al misterio de la Iglesia y a la misión del Pueblo de Dios, recibida de Cristo a través de los Apóstoles? ¿Misión de los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos? «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).
De este Concilio —cuya obra comenzó Juan XXIII guiado (como él mismo confesaba) por la clara inspiración del Espíritu Santo— la Iglesia ha salido con fe renovada en el poder de las palabras de Cristo, dirigidas a los Apóstoles en el Cenáculo. Ha salido con una nueva certeza sobre la propia misión: la misión recibida del Señor y Salvador. Ha salido hacia el porvenir. [...] la Iglesia como cenáculo de todos los pueblos y continentes, abierta hacia el futuro.
Es difícil someter aquí a un análisis profundo la perspectiva de esta apertura. Pero es también difícil no mencionar al menos lo que, de modo particular, salió del corazón del Papa Juan. Es el nuevo impulso hacia la unidad de los cristianos y una especial comprensión para la misión de la Iglesia en relación con el mundo contemporáneo. Éstos temas han visto una profundización esencial en la mesa del Concilio. Si bien en este espacioso cenáculo de la Iglesia de nuestros tiempos, difundida en todo el globo terrestre, no faltan las dificultades, las tensiones, las crisis, que crean temores justificados, sería difícil no reconocer que gracias al Papa salido de vuestra tierra bergamasca, de Sotto il Monte, ha tenido origen una obra providencial. Se necesita tan sólo que nosotros mantengamos fidelidad al Espíritu de Verdad, que ha guiado esta obra, que seamos honestos en comprender y realizar el Concilio, y éste demostrará que es precisamente ése el camino por el que la Iglesia de nuestros tiempos y del futuro debe caminar hacia el cumplimiento de su destino.
Aceptemos por tanto estas palabras de la liturgia de hoy, tomadas de la primera Carta de San Pedro: «Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe —de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego— llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo Nuestro Señor» (1 Pe 1, 6-7).
Acojamos estas palabras —y acojamos la prueba de nuestra fe— pidiendo al Señor resucitado que seamos capaces de ello como lo fue el Papa Juan.
4. [Aquí] se ven las grandes perspectivas de la iglesia y del mundo. Las perspectivas de la familia humana que vive en la paz construida sobre la verdad, sobre la libertad, sobre la justicia y sobre el amor, gracias al mensaje que salió del cenáculo jerosolimitano. Se ve, pues, ese gran cenáculo de la Iglesia de nuestros tiempos, difundida en medio de las gentes y de los continentes, en medio de las naciones y de los pueblos... la dimensión universal de la Iglesia.
Pero se ve también la dimensión más pequeña de la Iglesia: la «iglesia doméstica». El Papa Juan ha permanecido fiel a esa Iglesia hasta el fin de la vida, y constantemente volvía a ella, primero en el sentido literal de la palabra, como sacerdote, obispo y cardenal patriarca de Venecia; después como Papa, entonces ya sólo con el recuerdo, con el pensamiento y con el corazón y mediante las visitas de sus seres queridos.
[...] Este mensaje hay que volverlo a leer con la óptica de las palabras de la primera Carta de San Pedro: «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo...» (1, 3-4).
Pero hay que volver a leer al mismo tiempo que este mensaje, el mensaje particular del Papa Juan, en el contexto de las amenazas, amenazas reales, que hieren el patrimonio humano y cristiano de la familia, desarraigando los principios fundamentales sobre los que está construida, desde sus fundamentos, la más espléndida comunidad humana. Estos principios afectan, al mismo tiempo, a los valores esenciales, de los cuales no puede prescindir ningún programa, no sólo el cristiano, sino el simplemente humano.
El primero de estos valores es el amor fiel de los mismos esposos, como fuente de su confianza recíproca y también de la confianza de los hijos hacia ellos. Sobre esta confianza como sobre una roca se basa toda la sutil construcción interior de la familia, toda la «arquitectura de las almas», que se irradia con una humanidad madura sobre las generaciones nuevas.
El segundo valor fundamental es el respeto a la vida desde el momento de su concepción bajo el corazón de la madre.
[...] «Efectivamente, existe en nuestra época una amenaza creciente al valor de la vida. Esta amenaza que, sobre todo, se hace notar en las sociedades del progreso técnico, de la civilización material y del bienestar, plantea un interrogante a la misma autenticidad humanade ése progreso. Quitar la vida humana significa siempre que el hombre ha perdido la confianza en el valor de su existencia; que ha destruido en sí, en su conocimiento, en su conciencia y voluntad, ese valor primario y fundamental.
Dios dice: «No matarás» (Ex 20, 13). Y este mandamiento es al mismo tiempo el principio fundamental y la norma del código de la moralidad inscrito en la conciencia de cada hombre.
»Si se concede derecho de ciudadanía al asesinato del hombre cuando todavía está en el seno de la madre, entonces, por esto mismo, se nos pone en el resbaladero de incalculables consecuencias de naturaleza moral. Si es lícito quitar la vida a un ser humano, cuando es el más débil, totalmente dependiente de la madre, de los padres, del ámbito de las conciencias humanas, entonces se asesina no sólo a un hombre inocente, sino también a las conciencias mismas.
»Y no se sabe lo amplia y velozmente que se propaga el radio de esa destrucción de las conciencias, sobre las que se basa, ante todo, el sentido más humano de la cultura y del progreso del hombre.
»Si aceptamos el derecho a quitar el don de la vida al hombre aún no nacido, ¿lograremos defender después el derecho del hombre a la vida en todas las demás situaciones? ¿Lograremos detener el proceso de destrucción de las conciencias humanas?» (L"Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 de abril de 1981, pág. 1).
¡Papa Juan! He pronunciado estas palabras el domingo 5 de abril y las repito hoy aquí, en tu tierra natal. Fueron dictadas por el amor hacia el hombre, por ese amor que tiene su fuente en la caridad con la que abraza al hombre Aquel que lo ha creado y Aquel que lo ha redimido: Cristo crucificado y resucitado. Fueron dictadas por el sentido de la especial dignidad que tiene todo hombre desde el instante de la concepción hasta la muerte. ¡Papa Juan! Estas palabras fueron dictadas por el amor y por el respeto hacia esta nación de la que tú has sido hijo, así como yo soy hijo de mi nación. Y como hijo de mi patria, Polonia, deseo intercambiar el amor que tú has tenido hacia ella, sirviendo yo a Italia, así como, a causa de la misión que he heredado de ti en la Sede de San Pedro, deseo servir a toda la sociedad, a todas las naciones, a todos los hombres, puesto que el hombre es «el camino de la Iglesia» (cf. Redemptor hominis, 14), así como Cristo es para todo hombre en la Iglesia «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
¡Queridos hermanos y hermanas! Por la memoria del Papa Juan debemos hacer todo lo que puede servir a tutelar la familia y la dignidad de la paternidad y de la maternidad responsable, la confianza recíproca de las generaciones, debemos hacer todo lo posible para tutelar nuestra «iglesia doméstica», en medio de la cual se revela Cristo resucitado, así como se reveló a los Apóstoles en el Cenáculo, donde El entra... y dice: «¡Paz a vosotros!».
Amén.
Regina Caeli (26-04-1987): Nacimiento y crecimiento cristiano
domingo 26 de abril de 19871. «Como niños recién nacidos, apeteced la leche espiritual no falsificada, para con ella crecer en orden a la salvación» (1 Pe 2, 2).
Esta exhortación de San Pedro, que la liturgia romana propone como conclusión de la octava de Pascua, habla de nacimiento y de crecimiento. Dos aspectos básicos también de la vida cristiana. En el bautismo la criatura humana nace a la gracia, entra en el número de los hijos de Dios como miembro de su Pueblo santo y del Cuerpo místico de Cristo, se hace «hombre nuevo», definitiva e irreversiblemente partícipe del orden sobrenatural. Este «hombre nuevo» necesita alimentarse mediante la escucha de la Palabra de Dios, de la que el cristiano debe alimentarse con avidez, como subraya Pedro con lapidaria sencillez. Por lo tanto, la conciencia del bautismo recibido no puede dejar de acompañar al cristiano en todas las dimensiones de su vocación.
2. Una de esas dimensiones es la propiamente «apostólica». Todo cristiano, por el hecho de serlo, es un apóstol. Identificado con Cristo luz (cf. Lumen gentium, 1), está llamado a ser, también él, luz del mundo.
Es ésta la línea en la que el Concilio ha tratado ?y lo ha hecho con amplitud? sobre elapostolado de los laicos. No lo ha concebido como una especie de suplencia al ministerio consagrado, sino como un concreto y también necesario ejercicio de la vocación cristiana.
He aquí una afirmación fundamental: «Los laicos... están llamados, a ser de miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas... al crecimiento de la Iglesia. Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación» (Lumen gentium, 33).
3. Están destinados en primera persona. El apostolado individual que realiza cada uno haciendo fructificar los propios «carismas», «es el principio y la condición de todo apostolado seglar, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo» (Apostolicam actuositatem, 16). Su expresión fundamental es el testimonio de una vida vivida seriamente según el Evangelio, haciendo de la religión no un paréntesis de la actividad profesional o una costumbre ocasional, sino una síntesis verdaderamente vital. En la mentalidad moderna, el testimonio asume un valor particular. «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio» (Pablo VI, Evangelli nuntiandi, 41).
Numerosas señales nos están indicando que el sentido apostólico se ha ido difundiendo y profundizando en nuestros hermanos y hermanas del laicado, si bien entre oscilaciones de diverso tipo. El próximo Sínodo podrá individuar los caminos concretos para un nuevo, decisivo impulso. Depositemos esta esperanza en el corazón de la Virgen María, definida por el Concilio como «el modelo perfecto de vida espiritual y apostólica» (Apostolicam actuositatem, 4), de los laicos.
Homilía (11-04-1999): Acoger el don de la paz
domingo 11 de abril de 19991. «A los ocho días (...) llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y dijo: «Paz a vosotros»» (Jn 20, 26).
En esta octava de Pascua, resuena el saludo de paz que Jesús dirigió a los Apóstoles el mismo día de su resurrección: «Paz a vosotros». Con su muerte y resurrección, Cristo nos ha reconciliado con el Padre, y a todos los que lo acogen les ha ofrecido el don valioso de la paz. Su gracia redentora los hace testigos de su paz y los compromete a convertirse en artífices de paz, acogiendo este don sobrenatural de Dios y traduciéndolo en gestos concretos de reconciliación y fraternidad.
¡Cuánta necesidad de auténtica paz tiene el mundo en este último tramo del milenio! Afecta a las personas, a las familias y a la vida misma de las naciones. Por desgracia, ¡cuántas situaciones de tensión y guerra perduran en el mundo, tanto en Europa como en otros continentes! Durante estos días, nuestros ojos están llenos de las imágenes de violencia y muerte que provienen de Kosovo y de los Balcanes, donde se libra una guerra con consecuencias dramáticas. A pesar de todo, no queremos perder la esperanza de la paz. Como santo Tomás y los demás Apóstoles, durante este tiempo pascual estamos llamados a renovar nuestra fe en el Señor vencedor del pecado y la muerte, acogiendo su don de la paz y difundiéndolo con todos los medios de que disponemos.
[...] Queridos hermanos y hermanas, el Señor resucitado os llama como individuos y como parroquia a anunciar su Evangelio con el mismo estilo de la comunidad apostólica descrito en la primera lectura de hoy (cf. Hch 2, 42-43). Así mostraréis el valor de la fe que os anima y la profundidad de vuestro amor a Cristo (cf. 1 P 1, 7-8). Y entonces seréis dichosos, según la promesa de Jesús (cf. Jn 20, 28), puesto que, aunque no tenéis la posibilidad de tocar, como santo Tomás, las señales de la crucifixión en el cuerpo del Resucitado, creéis en él y queréis ser sus apóstoles intrépidos y generosos.
[...] 4. El Señor resucitado nos llama a todos a un renovado esfuerzo apostólico. Id, nos dice a cada uno. Id, anunciad el Evangelio, y no tengáis miedo. Él está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos. Fortalecidos por esta certeza, amadísimos hermanos y hermanas, no dudéis en ser apóstoles del Resucitado. Cada uno tiene la tarea de dar, en su nombre, un generoso impulso a los valores espirituales, como la fidelidad, la acogida y la defensa de la vida en todas sus fases, el amor al prójimo, y la perseverancia en la fe también en medio de las inevitables dificultades de todos los días. No olvidéis que es necesario redescubrir el gusto de la oración, para que el testimonio cristiano alcance el anhelado y vigoroso despertar.
Regina Caeli (07-04-2002): La misericordia divina: fuente de la paz
domingo 7 de abril de 20021. «¡Paz a vosotros!». Así se dirige Jesús a los Apóstoles en el pasaje evangélico de este domingo, con el que concluye la octava de Pascua. Es un saludo que encuentra en nuestro corazón, en estas horas, un eco particularmente profundo ante la preocupante persistencia de los enfrentamientos en Tierra Santa. Precisamente por eso he pedido a todos los hijos de la Iglesia que se unan hoy en una concorde e insistente oración por la paz.
La paz es don de Dios. El Creador mismo escribió en el corazón de los hombres la ley del respeto a la vida humana: «Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo él al hombre», se dice en el Génesis (Gn 9, 6). Cuando en el entorno domina la lógica despiadada de las armas, sólo Dios puede suscitar de nuevo en los corazones pensamientos de paz. Sólo él puede dar las energías necesarias para renunciar al odio y a la sed de venganza, y emprender el camino de la negociación a fin de llegar a un acuerdo y a la paz.
[...] 2. La liturgia de hoy nos invita a encontrar en la Misericordia divina el manantial de la auténtica paz que nos ofrece Cristo resucitado. Las llagas del Señor resucitado y glorioso constituyen el signo permanente del amor misericordioso de Dios a la humanidad. De ellas se irradia una luz espiritual, que ilumina las conciencias e infunde en los corazones consuelo y esperanza.
Jesús, ¡en ti confío!, repetimos en esta hora complicada y difícil, sabiendo que necesitamos esa Misericordia divina que hace medio siglo el Señor manifestó con tanta generosidad a santa Faustina Kowalska. Allí donde son más arduas las pruebas y las dificultades, más insistente ha de ser la invocación al Señor resucitado y más ferviente la imploración del don de su Espíritu Santo, manantial de amor y de paz.
3. Encomendemos nuestra súplica a María... Que la Virgen, Madre de Misericordia, que al recibir el anuncio del ángel concibió al Verbo encarnado, nos ayude a respetar siempre la vida y a promover concordemente la paz.
Regina Caeli (03-04-2005): Dios ofrece de nuevo la misericordia
domingo 3 de abril de 2005Juan Pablo II había indicado el tema de la meditación del «Regina caeli» del II domingo de Pascua, o domingo de la Misericordia divina. El 3 de abril, al final de la misa en sufragio del Papa, presidida por el cardenal Angelo Sodano en la plaza de San Pedro, el arzobispo monseñor Leonardo Sandri leyó el texto preparado, que ofrecemos seguidamente.
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Resuena también hoy el gozoso aleluya de la Pascua. La página del evangelio de san Juan que leemos hoy destaca que el Resucitado, al atardecer de aquel día, se apareció a los Apóstoles y «les mostró las manos y el costado» (Jn 20, 20), es decir, los signos de la dolorosa pasión grabados de modo indeleble en su cuerpo también después de la resurrección. Aquellas heridas gloriosas, que ocho días después hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
Este misterio de amor está en el centro de la actual liturgia del domingo in Albis, dedicada al culto de la Misericordia divina.
2. A la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!
Señor, que con tu muerte y resurrección revelas el amor del Padre, creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: ¡Jesús, confío en ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero!
3. La solemnidad litúrgica de la Anunciación, que celebraremos mañana, nos impulsa a contemplar con los ojos de María el inmenso misterio de este amor misericordioso que brota del Corazón de Cristo. Ayudados por ella, podemos comprender el verdadero sentido de la alegría pascual, que se funda en esta certeza: Aquel a quien la Virgen llevó en su seno, que padeció y murió por nosotros, ha resucitado verdaderamente. ¡Aleluya!
Benedicto XVI, papa
Regina Caeli (23-04-2006): Manantial perenne al que acudir
domingo 23 de abril de 2006En este domingo, el evangelio de san Juan narra que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos, encerrados en el Cenáculo, al atardecer «del primer día de la semana» (Jn 20, 19), y que se manifestó nuevamente a ellos en el mismo lugar «ocho días después» (Jn 20, 26). Por tanto, desde el inicio la comunidad cristiana comenzó a vivir un ritmo semanal, marcado por el encuentro con el Señor resucitado. Es lo que subraya también la constitución del concilio Vaticano II sobre la liturgia, afirmando: «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón día del Señor o domingo» (Sacrosanctum Concilium, 106).
El evangelista recuerda, asimismo, que en ambas apariciones —el día de la Resurrección y ocho días después— el Señor Jesús mostró a los discípulos los signos de la crucifixión, bien visibles y tangibles también en su cuerpo glorioso (cf. Jn 20, 20. 27). Esas llagas sagradas en las manos, en los pies y en el costado son un manantial inagotable de fe, de esperanza y de amor, al que cada uno puede acudir, especialmente las almas más sedientas de la misericordia divina.
Por ello, el siervo de Dios Juan Pablo II, valorando la experiencia espiritual de una humilde religiosa, santa Faustina Kowalska, quiso que el domingo después de Pascua se dedicara de modo especial a la Misericordia divina; y la Providencia dispuso que él muriera precisamente en la víspera de este día, en las manos de la Misericordia divina. El misterio del amor misericordioso de Dios ocupó un lugar central en el pontificado de este venerado predecesor mío.
Recordemos, de modo especial, la encíclica Dives in misericordia, de 1980, y la dedicación del nuevo santuario de la Misericordia divina en Cracovia, en 2002. Las palabras que pronunció en esta última ocasión fueron como una síntesis de su magisterio, poniendo de relieve que el culto a la Misericordia divina no es una devoción secundaria, sino una dimensión que forma parte de la fe y de la oración del cristiano.
María santísima, Madre de la Iglesia, a quien ahora nos dirigimos con el Regina caeli, obtenga para todos los cristianos la gracia de vivir plenamente el domingo como «pascua de la semana», gustando la belleza del encuentro con el Señor resucitado y tomando de la fuente de su amor misericordioso, para ser apóstoles de su paz.
Regina Caeli (11-04-2010): Curó tocando sus llagas
domingo 11 de abril de 2010Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día «en que actuó el Señor», caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús. Desde la antigüedad este domingo se llama «in albis», del término latino «alba», dado al vestido blanco que los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a los ocho días, o sea, hoy. El venerable Juan Pablo II dedicó este mismo domingo a la Divina Misericordia con ocasión de la canonización de sor María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000.
De misericordia y de bondad divina está llena la página del Evangelio de san Juan (20, 19-31) de este domingo. En ella se narra que Jesús, después de la Resurrección, visitó a sus discípulos, atravesando las puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica que «las puertas cerradas no impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la divinidad. Aquel que naciendo había dejado intacta la virginidad de su madre, pudo entrar en el Cenáculo a puerta cerrada» (In Ioh. 121, 4: CCL 36/7, 667); y san Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero en un estado de gloria (cfr. Hom. in Evang., 21, 1: CCL141, 219). Jesús muestra las señales de la pasión, hasta permitir al incrédulo Tomás que las toque. ¿Pero cómo es posible que un discípulo dude? En realidad, la condescendencia divina nos permite sacar provecho hasta de la incredulidad de Tomás, y de la de los discípulos creyentes. De hecho, tocando las heridas del Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su desconfianza, sino también la nuestra.
La visita del Resucitado no se limita al espacio del Cenáculo, sino que va más allá, para que todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con el «Soplo creador». En efecto, en dos ocasiones Jesús dijo a los discípulos: «¡Paz a vosotros!», y añadió: «Como el Padre me ha enviado, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos, diciendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos». Esta es la misión de la Iglesia perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice san Juan— creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20, 31).
A la luz de estas palabras, aliento, en particular a todos los pastores a seguir el ejemplo del santo cura de Ars, quien «supo en su tiempo transformar el corazón y la vida de muchas personas, pues logró hacerles percibir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio semejante y un testimonio tal de la verdad del amor» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal). De este modo haremos cada vez más familiar y cercano a Aquel que nuestros ojos no han visto, pero de cuya infinita Misericordia tenemos absoluta certeza. A la Virgen María, Reina de los Apóstoles, pedimos que sostenga la misión de la Iglesia, y la invocamos exultantes de alegría: Regina caeli...
Francisco, papa
Ángelus (23-04-2017): La Misericordia: una forma de conocimiento
domingo 23 de abril de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada domingo, hacemos memoria de la resurrección del Señor Jesús, pero en este periodo después de Pascua, el domingo reviste un significado más iluminador. En la tradición de la Iglesia, este domingo después de la Pascua, se le denomina «in albis». ¿Qué significa esto? La expresión pretendía recordar el rito que cumplían aquellos que habían recibido el bautismo en la Vigilia pascual. A cada uno de ellos se le entregaba un hábito blanco —«alba», «blanca»— para indicar su nueva dignidad de hijos de Dios. Hoy todavía se sigue haciendo esto: a los neonatos se les coloca una pequeña tela simbólica, mientras que los adultos se ponen uno auténtico y verdadero, como lo hemos visto en la Vigilia pascual. Esta ropa blanca, en pasado, se llevaba puesta durante una semana, hasta este domingo, y de ahí deriva el nombre in albis deponendis, que significa el domingo en el cuál se quita el hábito blanco. Y así, quitada la ropa blanca, los neófitos comenzaban su nueva vida en Cristo y en la Iglesia.
Hay otra cosa. En el Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II estableció que este domingo estaría dedicado a la Divina Misericordia. Es verdad, fue una bonita intuición: el Espíritu Santo le inspiró. Hemos concluido el Jubileo extraordinario de la Misericordia hace pocos meses y este domingo nos invita a retomar con fuerza la gracia que viene de la misericordia de Dios. El Evangelio de hoy es la narración de la aparición de Cristo resucitado a los discípulos reunidos en el cenáculo (cf. Juan 20, 19-31). Escribe san Juan que Jesús, después de haber saludado a sus discípulos, les dijo: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (vv. 21-23). He aquí el sentido de la misericordia que se presenta precisamente en el día de la resurrección de Jesús como perdón de los pecados. Jesús resucitado, ha transmitido a su Iglesia, como primera misión, su propia misión de llevar a todos el anuncio concreto del perdón. Este es el primer deber: anunciar el perdón. Este signo visible de su misericordia lleva consigo la paz del corazón y la alegría del encuentro renovado con el Señor.
La misericordia a la luz de la Pascua se deja percibir como una verdadera forma de conocimiento. Y esto es importante: la misericordia es una verdadera forma de conocimiento. Sabemos que se conoce a través de muchas formas. Se conoce a través de los sentidos, se conoce a través de la intuición, a través de la razón y aún de otras formas. Bien, se puede conocer también a través de la experiencia de la misericordia, porque la misericordia abre la puerta de la mente para comprender mejor el misterio de Dios y de nuestra existencia personal. La misericordia nos hace comprender que la violencia, el rencor, la venganza no tienen ningún sentido y la primera víctima es quien vive de estos sentimientos, porque se priva de su propia dignidad. La misericordia también abre la puerta del corazón y permite expresar la cercanía sobre todo hacia aquellos que están solos y marginados, porque les hace sentirse hermanos e hijos de un solo Padre. Favorece el reconocimiento de cuantos tienen necesidad de consuelo y hace encontrar palabras adecuadas para dar consuelo.
Hermanos y hermanas, la misericordia calienta el corazón y le hace sensible a las necesidades de los hermanos, a través del compartir y de la participación. La misericordia, en definitiva, compromete a todos a ser instrumentos de justicia, de reconciliación y de paz. No olvidemos nunca que la misericordia es la llave en la vida de fe, y la forma concreta con la cual damos visibilidad a la resurrección de Jesús.
Homilía (19-04-2020): La resurrección del discípulo
domingo 19 de abril de 2020El domingo pasado celebramos la resurrección del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo. Había transcurrido una semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con «las puertas cerradas» (Jn 20,26), y ni siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. ¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar, «en medio» de los discípulos, y repitió el mismo saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre. En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericordia. Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.
Y tú puedes objetar: «¡Pero yo sigo siempre cayendo!». El Señor lo sabe y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia. Hoy, en esta iglesia que se ha convertido en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: «Yo soy el amor y la misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia» (Diario, 14 septiembre 1937). En otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con satisfacción, que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía. Pero la respuesta de Jesús la desconcertó: «Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente tuyo». ¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús le dijo amablemente: «Hija, dame tu miseria » (10 octubre 1937). También nosotros podemos preguntarnos: «¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?». ¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada... El Señor espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia.
Volvamos a los discípulos. Habían abandonado al Señor durante la Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, cuando fue a encontrarse con ellos, no les dio largos sermones. Sabía que estaban heridos por dentro, y les mostró sus propias llagas. Tomás pudo tocarlas y descubrió lo que Jesús había sufrido por él, que lo había abandonado. En esas heridas tocó con sus propias manos la cercanía amorosa de Dios. Tomás, que había llegado tarde, cuando abrazó la misericordia superó a los otros discípulos; no creyó sólo en su resurrección, sino también en el amor infinito de Dios. E hizo la confesión de fe más sencilla y hermosa: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Así se realiza la resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en la de Jesús. Allí se disipan las dudas, allí Dios se convierte en mi Dios, allí volvemos a aceptarnos a nosotros mismos y a amar la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas: En la prueba que estamos atravesando, también nosotros, como Tomás, con nuestros temores y nuestras dudas, nos reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos que somos valiosos en nuestra debilidad, nos damos cuenta de que somos como cristales hermosísimos, frágiles y preciosos al mismo tiempo. Y si, como el cristal, somos transparentes ante Él, su luz, la luz de la misericordia brilla en nosotros y, por medio nuestro, en el mundo. Ese es el motivo para alegrarse, como nos dijo la Carta de Pedro, «alegraos de ello, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas» (1 P 1,6).
En esta fiesta de la Divina Misericordia el anuncio más hermoso se da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás. Ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. Aprendamos de la primera comunidad cristiana, que se describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido misericordia y vivía con misericordia: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,44-45). No es ideología, es cristianismo.
En esa comunidad, después de la resurrección de Jesús, sólo uno se había quedado atrás y los otros lo esperaron. Actualmente parece lo contrario: una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás. Y cada uno podría decir: «Son problemas complejos, no me toca a mí ocuparme de los necesitados, son otros los que tienen que hacerse cargo». Santa Faustina, después de haberse encontrado con Jesús, escribió: «En un alma que sufre debemos ver a Jesús crucificado y no un parásito y una carga... [Señor], nos ofreces la oportunidad de ejercitarnos en las obras de misericordia y nosotros nos ejercitamos en los juicios» (Diario, 6 septiembre 1937). Pero un día, ella misma le presentó sus quejas a Jesús, porque: ser misericordiosos implica pasar por ingenuos. Le dijo: «Señor, a menudo abusan de mi bondad», y Jesús le respondió: «No importa, hija mía, no te fijes en eso, tú sé siempre misericordiosa con todos» (24 diciembre 1937). Con todos, no pensemos sólo en nuestros intereses, en intereses particulares. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos, sin descartar a ninguno: de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro.
Hoy, el amor desarmado y desarmante de Jesús resucita el corazón del discípulo. Que también nosotros, como el apóstol Tomás, acojamos la misericordia, salvación del mundo, y seamos misericordiosos con el que es más débil. Sólo así reconstruiremos un mundo nuevo.
Congregación para el Clero
Homilía
El santo Evangelio que la liturgia nos propone en este segundo domingo de Pascua es ciertamente uno de los textos más conocidos, discutidos y apreciados: el encuentro de Jesús Resucitado con el apóstol Tomás. Los planos de lectura puestos a la luz por los Padres de la Iglesia son múltiples: también la inspiración artística se ha cimentado en el hecho de ponerlos plásticamente ante nuestros ojos, para darnos una idea más clara de lo que sucedió «ocho días después», la primera aparición del Resucitado a los discípulos congregados en el Cenáculo.
Pero más que todo, tiene una fascinación misteriosa la frase que Jesús dirige a Tomás, después de que este lo reconoce como «Señor y Dios» y que debemos referir no tanto a los discípulos –los cuales han visto– si no más bien a aquellos que se les agregaron después, y por lo tanto a nosotros: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Dichosos los que creen sin haber visto!» (Jn 20,29).
La atención, que estas palabras provocan, aparece todavía más paradójico si se piensa que, al autor de este texto, el Señor había sugerido aquello que puede ser justamente considerado como el método cristiano: «Venid y lo veréis» (Jn 1,39). ¿Como se pueden conciliar estas dos frases de Jesús que enmarcan todo el cuarto evangelio? ¿Talvez el Señor ha decidido al final cambiar el proprio método? y, ¿qué significa «no ver»?.
La referencia temporal a los «ocho días después», y por lo tanto al domingo sucesivo a la resurrección, nos permite enlazar nuestra reflexión con uno de los himnos eucarísticos más significativos, compuesto por otro Tomas, de Aquino. En el Adoro Te devote, en referencia a la Eucaristía, leemos de hecho: «Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; Pero basta el oído para creer con firmeza». Apoyándonos en estas palabras del Evangelio del día, se puede justamente afirmar que nosotros no hemos sido excluidos de la experiencia del «ver», pero, a diferencia del Apóstol Tomás, que ha podido meter los propios dedos en las llagas de las manos y en el costado de Cristo, de lo que hoy nosotros hacemos experiencia, lo podemos comprender solo a la luz de la fe, custodiada y trasmitida por la Iglesia, nuestra Madre y Maestra.
Lo que nosotros «no vemos» es por lo tanto el Cuerpo glorioso del Resucitado; pero hoy nos ha dado la posibilidad de «escuchar» la Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia y entonces de «ver» el cuerpo real de Cristo que es la Eucaristía, de «ver» su Cuerpo místico que es la misma Iglesia, de «ver» la vida de tantos hermanos –más allá de la nuestra– que después de haber encontrado al Señor de modo misterioso, pero real, han renacido en su espíritu.
Por esto nosotros, como Tomás, somos llamados por Cristo a llenar con nuestras manos las llagas dejadas por los instrumentos de la pasión en su cuerpo, para poder ser testigos y anunciadores de la resurrección, junto al anuncio verbal con nuestra propia vida.
Nuestros sentidos podrían engañarnos, pero nosotros sabemos que hemos encontrado al Resucitado y lo hemos reconocido.
La esperanza cierta de la que Pedro nos habla –aquel mismo que en la noche en la cual el Señor fue traicionado, lo negó tres veces por miedo a morir– se hace así plenamente comprensible: «Exultáis de alegría inefable y gloriosa» (cfr. 1Pe 1,8), porque bienaventurados son aquellos que «no han visto» al Señor Resucitado, pero viendo la alegría de sus discípulos «han creído» en Él.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Continúa actuando
«Vivían todos unidos». En medio de la alegría pascual la liturgia proyecta nuestra mirada a la primera comunidad cristiana. «Todo el mundo estaba impresionado...» «Tenían todo en común». «Día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando». La Iglesia es fruto de la Pascua. La comunidad cristiana es posible porque Cristo ha resucitado. Toda esa belleza tan atrayente brota de la victoria de Cristo sobre el pecado. La Iglesia no es nada sin la presencia y la fuerza del Resucitado. Pero este tampoco se hace visible sin hombres y mujeres que se dejen transformar por su poder.
«Este es el día en que actuó el Señor». No sólo actuó en el pasado. Este es el día en que el Señor continúa actuando. Estamos en el día de la resurrección, en el tiempo en que Cristo, a quien «ha sido dado todo poder», desea seguir mostrando sus maravillas. El tiempo de Pascua es el tiempo por excelencia de las obras grandes del Resucitado. Si lo creemos y lo deseamos, si nos ponemos a acogerlo, seguiremos experimentando que «es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente».
«Nos ha hecho nacer de nuevo». Por la resurrección de Cristo somos ya criaturas nuevas. La vida del Resucitado nos inunda ya ahora. Hemos nacido de nuevo. Y, sin embargo, lo mejor está por llegar. Hay «una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo». ¿Hay acaso motivo para la tristeza, la desilusión o el desencanto?
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
El acontecimiento pascual y el reencuentro con el Corazón de Cristo Resucitado rehizo la fe y la vida del colegio apostólico y puso en marcha la Iglesia de Cristo como comunidad de creyentes reunidos en torno al Señor Jesús, viviente de nuevo en su Palabra y en su Eucaristía. Los neófitos dejaron ayer las túnicas bautismales.
–Hechos 2,42-47: Los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Por la fuerza de la predicación apostólica de los primeros testigos de la Resurrección se inició la Iglesia como comunidad de fe y de amor entre los hombres. Es el primer diseño de la Iglesia, fundada en la fe y en la Eucaristía. San Cipriano dice:
«Esta unidad de la Iglesia está prefigurada en la persona de Cristo... Quien no guarda esta unidad de la Iglesia, ¿va a creer que guarda la unidad de la fe? Quien resiste obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que está en la Iglesia? (Sobre la unidad de la Iglesia 3,2)
–Sal. 117. Salmo responsorial como en el Domingo de Resurrección.
–1 Pedro 1,3-9: Por la resurrección de Cristo de entre los muertos nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. San Pedro proclama la grandeza de nuestra vocación cristiana como miembros de la Iglesia, comunidad de salvación en medio del mundo por la fe en Cristo. Afirma, sobre el nuevo nacimiento San Hipólito:
«El que se sumerge con fe en este baño de regeneración renuncia al diablo y se adhiere a Cristo; reniega al enemigo del género humano y profesa su fe en la divinidad de Cristo, se despoja de su condición de siervo y se reviste de la de hijo adoptivo, sale del bautismo resplandeciente como el sol, emitiendo rayos de justicia y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero de Cristo» (Sermón sobre la Teofanía).
–Juan 20,19-31: A los ocho días se les apareció el Señor. Es el texto evangélico para los tres ciclos y presenta la primera comunidad eclesial surgida de la Pascua. Comunidad de creyentes, reunidos para iniciar su misión de testigos, por la fe, del acontecimiento de la Resurrección de Cristo. Nos fijamos aquí en la duda de Santo Tomás, comentada por San Gregorio Magno:
«Sólo Tomás, llamado el Mellizo, estaba ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo que le contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su costado para que lo palpe, le enseña las manos y, mostrándole la cicatriz de sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviese primero ausente, que luego al venir oyese, que al oir dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese?
«Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su Maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe.
«De este modo, en efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección... Teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada... «Dichosos los que crean sin haber visto»: en esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros. Con tal que las obras acompañen nuestra fe» (Homilía 26 sobre los Evangelios).