Domingo II Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 18 enero, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 49, 3. 5-6: Te hago luz de las naciones, para que seas mi salvación
Sal 39, 2 y 4ab. 7-8a. 8b-9. 10: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad
1 Co 1, 1-3: A vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo
Jn 1, 29-34: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (18-01-1981): ¡Cordero de Dios!
domingo 18 de enero de 19811. «La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (1 Cor 1, 3).
Con estas palabras, con las que el Apóstol Pablo saludaba una vez a la Iglesia de Corinto,saludo hoy a vuestra parroquia...
3. El tiempo de Navidad, que hemos vivido hace poco, ha renovado en nosotros la concienciade que «el Verbo se hizo , carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Esta conciencia no nos abandona jamás; sin embargo, en este período se hace particularmente viva y expresiva. Se convierte en el contenido de la liturgia, pero también en el contenido de la vida cristiana, familiar y social. Nos preparamos siempre para esa santa noche del nacimiento temporal de Dios mediante el Adviento, tal como lo proclama hoy el Salmo responsorial: «Yo esperaba con ansia al Señor: El se inclinó y escuchó mi grito» (Sal 39 [40], 2).
Es admirable este inclinarse del Señor sobre los hombres. Haciéndose hombre, y ante todo como Niño indefenso, hace que más bien nos inclinemos sobre El, igual que María y José, como los pastores, y luego los tres Magos de Oriente. Nos inclinamos con veneración, pero también con ternura. ¡En el nacimiento terreno de su Hijo, Dios se «adapta» al hombre tanto, que incluso se hace hombre!
Y precisamente este hecho —si seguimos el hilo del Salmo— nos «puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios» (Sal 39 [40], 4). ¡Qué candor se trasluce en nuestros cantos navideños! ¡Cómo expresan la cercanía de Dios, que se ha hecho hombre y débil niño! ¡Que jamás perdamos el sentido profundo de este misterio! Que lo mantengamos siempre vivo, tal como nos lo han transmitido los grandes santos, y aquí, bajo el cielo italiano, de modo particular San Francisco de Asís. Esto es muy importante, queridos hermanos y hermanas: ¡De ello depende el modo de mirarnos a nosotros mismos y a cada uno de los hombres, el modo de vivir nuestra humanidad!
Lo expresa también el Profeta Isaías cuando proclama hoy en la primera lectura: «Mi Dios fue mi fuerza» (Is 49, 3). Y en la segunda lectura San Pablo se dirige a los Corintios —y al mismo tiempo indirectamente a nosotros— como a «los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que El llamó» (1 Cor 1, 2).
¡Pensemos en nosotros, a la luz de estas palabras! ¡Cada uno de nosotros piense en sí de esta manera, y pensemos mutuamente así los unos en los otros! En efecto, el reciente Concilio nos ha recordado la vocación de todos a la santidad. ¡Esta es precisamente nuestra vocación en Jesucristo! Y es don esencial del nacimiento temporal de Dios. ¡Al nacer como hombre, el Hijo de Dios confiesa la dignidad del ser humano, y a la vez le hace una nueva llamada, la llamada a la santidad!
4. ¿Quién es Jesucristo?
El que nació la noche de Belén. El que fue revelado a los pastores y a los Magos de Oriente. Pero el Evangelio de este domingo nos lleva una vez más a las riberas del Jordán, donde, después de 30 años de su nacimiento, Juan Bautista prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús, «que venía hacia él», dice: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).
Juan afirma que bautiza en el Jordán «con agua, para que —Jesús de Nazaret— sea manifestado a Israel» (Jn 1, 31).
Nos habituamos a las palabras: «Cordero de Dios». Y, sin embargo, éstas son siempre palabras maravillosas, misteriosas, palabras potentes. ¡Cómo podían comprenderlas los oyentes inmediatos de Juan, que conocían el sacrificio del cordero ligado a la noche del éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto!
¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!
Los versos siguientes del Salmo responsorial de hoy explican más plenamente lo que se reveló en el Jordán a través de las palabras de Juan Bautista, y que ya había comenzado la noche de Belén. El Salmo se dirige a Dios con las palabras del Salmista, pero indirectamente nos trae de nuevo la palabra del Hijo eterno hecho hombre: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: Aquí estoy —como está escrito en mi libro— para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero» (Sal 39 [40], 7-9).
Así habla, con las palabras del Salmo, el Hijo de Dios hecho hombre. Juan capta la misma verdad en el Jordán, cuando, señalándolo, grita: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).
5. Hermanos y hermanas: Hemos sido, pues, «santificados en Cristo Jesús». Y estamos «llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo Señor nuestro» (1 Cor 1, 2).
Jesucristo es el Cordero de Dios, que dice de Sí mismo: «Dios mío, quiero hacer tu voluntad, y llevo tu ley en las entrañas» (cf. Sal 39 [40], 9).
¿Qué es la santidad? Es precisamente la alegría de hacer la voluntad de Dios.
El hombre experimenta esta alegría por medio de una constante acción profunda sobre sí mismo, por medio de la fidelidad a la ley divina, a los mandamientos del Evangelio. E incluso con renuncias.
El hombre participa de esta alegría siempre y exclusivamente por obra de Jesucristo, Cordero de Dios. ¡Qué elocuente es que escuchemos las palabras pronunciadas por Juan en el Jordán, cuando debemos acercarnos a recibir a Cristo en nuestros corazones con la comunión eucarística!
Viene a nosotros el que trae la alegría de hacer la voluntad de Dios. El que trae la santidad.
La parroquia, como una pequeña parte viva de la Iglesia, es la comunidad en la que constantemente escuchamos las palabras: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Y continuamente sentimos la llamada a la santidad. La parroquia es una comunidad, cuya finalidad principal es hacer de esa común llamada a la santidad, que nos llega en Jesucristo, el camino de cada uno y de todos, el camino de toda nuestra vida y, a la vez, de cada día.
6. Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da la fuerza de la santificación. Continuamente nos da «el poder de llegar a ser hijos de Dios», como lo proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluya.
Esta potencia de santificación del hombre, potencia continua e inagotable, es el don del Cordero de Dios. Juan, señalándolo en el Jordán, dice: «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34), «Ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo» (Jn 1, 33), es decir, nos sumerge en ese Espíritu al que Juan vio, mientras bautizaba, «que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre El» (Jn 1, 32). Este fue el signo mesiánico. En este signo, El mismo, que está lleno de poder y de Espíritu Santo, se ha revelado como causa de nuestra santidad: el Cordero de Dios, el autor de nuestra santidad.
¡Dejemos que El actúe en nosotros con la potencia del Espíritu Santo!
¡Dejemos que el nos guíe por los caminos de la fe, de la esperanza, de la caridad, por el camino de la santidad!
¡Dejemos que el Espíritu Santo —Espíritu de Jesucristo— renueve la faz de la tierra a través de cada uno de nosotros!
De este modo, resuene en toda nuestra vida el canto de Navidad.
Homilía (15-01-1984): Se abre el camino de una vida nueva.
domingo 15 de enero de 19841. «Gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (1 Cor 1, 3). Con estas palabras del apóstol Pablo, que escuchamos en la segunda lectura de la liturgia de hoy, me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas de esta parroquia de San Giovanni Battista al Collatino, y les expreso mi profunda alegría de poder celebrar con vosotros el sacrificio eucarístico.
[...]
2. San Juan Bautista preside espiritualmente nuestra celebración, tanto porque es venerado aquí como el titular de la parroquia, como también porque el pasaje del Evangelio de Juan, que acabamos de escuchar, nos lo presenta como un intrépido testigo de Cristo. La figura del Bautista nos recuerda esa época del año litúrgico que se extiende desde el primer domingo de Adviento hasta la fiesta del Bautismo del Señor, que celebramos la semana pasada. En este período lo hemos visto como el bautizador y el precursor del Señor en el escenario austero y evocador del río Jordán y el desierto de Judá. Hoy él con la proclamación de Jesús, como «Cordero de Dios ... que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) abre el ciclo del tiempo ordinario del año litúrgico, que se centra totalmente en la historia de la salvación realizada por Cristo.
Dado que la imagen del Cordero de Dios está estrechamente relacionada con la del siervo sufriente, descrito por el profeta Isaías como «cordero llevado al matadero» (Is 53, 7) y al cordero pascual (Ex 12), que es un símbolo de la redención de Israel, con él, Juan nos señala a Cristo como Redentor. Jesús tiene que pasar por la pasión, la muerte y la resurrección para poder bautizar «en el Espíritu Santo» y obrar la salvación, como «hijo de Dios». La actitud del Bautista en este pasaje es la de quien, por etapas, progresa en la fe y en el conocimiento de Dios: primero dice que no lo conoce (Jn 1,31), luego ve en él al Mesías que sufre (Jn 1, 29), finalmente al Santificador (Jn 1,31) y al Hijo de Dios (Jn 1,34). Esta actitud es válida también para nosotros, porque nos enseña a acoger a Cristo como Aquel que, por medio del Bautismo, establece en nosotros una nueva realidad, una «nueva creación», un nuevo reino: aquello que es vivificado por el Espíritu Santo; pero también nos enseña a comenzar un viaje de fe, en el que nos sentimos cada vez más comprometidos a dar testimonio de Cristo no solo como el Hijo del hombre, sino también como el Hijo de Dios que ha venido a quitar la raíz de todo mal del corazón del hombre. Eso es el pecado. Todo esto evoca la imagen delicada y conmovedora del Cordero con el que Juan el Bautista «manifestó» a Cristo al mundo, en ese día distante a lo largo de las orillas del Jordán.
3. Debemos tener una mente y un corazón abiertos para recibir esta manifestación, que no pretende ser tanto un conocimiento del misterio de Cristo como nuestra inmersión y absorción en él. De alguna manera se trata de hacer nuestros los sentimientos expresados en el salmo responsorial, en el que la tradición cristiana ha visto a Cristo mismo representado (cf. Heb 10, 5.7): «No quieres sacrificios ni ofrendas,
me has abierto el oído.
No pediste holocausto ni víctima por la culpa.
Entonces yo dije: «Aquí estoy».
Como está escrito de mí en tu libro,
para hacer tu voluntad»(Salmo 40, 7-9).
Como ya hemos mencionado, el misterio de Cristo es un misterio de obediencia y sacrificio: es como un cordero dócil que se ofrece por todos nosotros. Parece que Juan el Bautista, después de su confesión, comenzó a guardar silencio para dar voz a Cristo, quien en este salmo mesiánico, que es uno de los Salmos más convincentes, anuncia el cumplimiento del nuevo pacto, es decir, esa «cántico nuevo» (Salmo 40, 4) que se hará realidad con la venida en su persona: «en lo más profundo de mi corazón» (Salmo 40, 9). Ya no son los sacrificios del antiguo pacto, sino el sacrificio único e irrepetible del «Hijo de Dios», el sacrificio de su corazón, desgarrado por la redención del hombre. Es esta «justicia» la que proclamó «en la gran asamblea» (Salmo 40,10), es decir, la salvación forjada en la faz del mundo, para la redención de cada hombre y mujer que está bajo el cielo.
4. Las últimas palabras de este Salmo revelan la dimensión universal de la obra del Redentor, que ya fue expresada en la primera lectura del profeta Isaías: «Es muy poco que seas mi siervo para restaurar las tribus de Jacob y traer de vuelta a los sobrevivientes de Israel. Te haré luz de las naciones, para que puedas llevar mi salvación a los confines de la tierra» (Is 49, 5-6). San Pablo se hace eco de esta visión profética en la segunda lectura de este domingo, que habla de los cristianos de Corinto como aquellos que «han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos junto con todos los que en todas partes invocan el nombre de Nuestro Señor» (1 Cor 1, 1-2). Como aparece claramente tanto en la primera como en la segunda lectura, es una salvación universal
Como aparece claramente tanto en la primera como en la segunda lectura, es una salvación universal, que tiene un carácter espiritual. En Isaías se habla de una gran luz, que traerá a las naciones el conocimiento del único Dios verdadero y su enviado, Cristo el Señor. De hecho, el viejo Simeón saludó al niño Jesús, cuando sus padres lo presentaron en el templo como: «Luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo de Israel» (Lc 2,32). Precisamente, de Cristo, luz y salvación, necesitan los hombres hoy, como ayer: los que están cerca y los que están lejos, los que creen y los que no creen, ya que se ha convertido para todos en «la causa de la salvación eterna» (Heb 5, 9).
[...]
6. Queridos hermanos y hermanas. Han pasado casi dos mil años desde que sus ancestros lejanos, los romanos, en los tiempos de los Césares del antiguo imperio, recibieron el mensaje del Evangelio de los labios de los apóstoles Pedro y Pablo. Desde el principio, el rayo del misterio de la Redención se ha extendido sobre esta ciudad, de la cual ustedes son ciudadanos hoy. Vengo a vosotros como obispo de Roma para ser testigo de este misterio salvador:
- para profesar al Verbo que se hizo carne y vino a vivir entre nosotros.
Al mismo tiempo, en virtud de mi ministerio episcopal, os hago la pregunta que surge de la liturgia de hoy:
- ¿acogéis todos vosotros esta Palabra que se hizo carne?
- ¿obtenéis todos de Cristo este poder para convertiros en hijos de Dios?
Estas son preguntas fundamentales. El servicio episcopal consiste precisamente en hacer incansablemente estas preguntas fundamentales para que las respuestas siempre se puedan encontrar en la comunidad de cada parroquia. De hecho, toda la comunidad de la Iglesia lleva consigo una participación viva en ese «Bautismo en el Espíritu Santo» que, en palabras del Precursor inauguró a orillas del Jordán por Jesús de Nazaret: nacido de la Virgen María, Hijo del Dios vivo. Que también esta comunidad participe siempre vitalmente en este misterio de gracia y renovación y viva por la gracia de la Redención.
Francisco, papa
Homilía (19-01-2014): Amor y mansedumbre
domingo 19 de enero de 2014Es hermoso este pasaje del Evangelio. Juan que bautizaba; y Jesús, que había sido bautizado antes —algunos días antes—, se acercaba, y pasó delante de Juan. Y Juan sintió dentro de sí la fuerza del Espíritu Santo para dar testimonio de Jesús. Mirándole, y mirando a la gente que estaba a su alrededor, dijo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Y da testimonio de Jesús: éste es Jesús, éste es Aquél que viene a salvarnos; éste es Aquél que nos dará la fuerza de la esperanza.
Jesús es llamado el Cordero: es el Cordero que quita el pecado del mundo. Uno puede pensar: ¿pero cómo, un cordero, tan débil, un corderito débil, cómo puede quitar tantos pecados, tantas maldades? Con el Amor, con su mansedumbre. Jesús no dejó nunca de ser cordero: manso, bueno, lleno de amor, cercano a los pequeños, cercano a los pobres. Estaba allí, entre la gente, curaba a todos, enseñaba, oraba. Tan débil Jesús, como un cordero. Pero tuvo la fuerza de cargar sobre sí todos nuestros pecados, todos. «Pero, padre, usted no conoce mi vida: yo tengo un pecado que..., no puedo cargarlo ni siquiera con un camión...». Muchas veces, cuando miramos nuestra conciencia, encontramos en ella algunos que son grandes. Pero Él los carga. Él vino para esto: para perdonar, para traer la paz al mundo, pero antes al corazón. Tal vez cada uno de nosotros tiene un tormento en el corazón, tal vez tiene oscuridad en el corazón, tal vez se siente un poco triste por una culpa... Él vino a quitar todo esto, Él nos da la paz, Él perdona todo. «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado»: quita el pecado con la raíz y todo. Ésta es la salvación de Jesús, con su amor y con su mansedumbre. Y escuchando lo que dice Juan Bautista, quien da testimonio de Jesús como Salvador, debemos crecer en la confianza en Jesús.
Muchas veces tenemos confianza en un médico: está bien, porque el médico está para curarnos; tenemos confianza en una persona: los hermanos, las hermanas, nos pueden ayudar. Está bien tener esta confianza humana, entre nosotros. Pero olvidamos la confianza en el Señor: ésta es la clave del éxito en la vida. La confianza en el Señor, confiémonos al Señor. «Señor, mira mi vida: estoy en la oscuridad, tengo esta dificultad, tengo este pecado...»; todo lo que tenemos: «Mira esto: yo me confío a ti». Y ésta es una apuesta que debemos hacer: confiarnos a Él, y nunca decepciona. ¡Nunca, nunca! Oíd bien vosotros muchachos y muchachas que comenzáis ahora la vida: Jesús no decepciona nunca. Jamás. Éste es el testimonio de Juan: Jesús, el bueno, el manso, que terminará como un cordero, muerto. Sin gritar. Él vino para salvarnos, para quitar el pecado. El mío, el tuyo y el del mundo: todo, todo.
Y ahora os invito a hacer una cosa: cerremos los ojos, imaginemos esa escena, a la orilla del río, Juan mientras bautiza y Jesús que pasa. Y escuchemos la voz de Juan: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Miremos a Jesús en silencio, que cada uno de nosotros le diga algo a Jesús desde su corazón. En silencio. (Pausa de silencio).
Que el Señor Jesús, que es manso, es bueno —es un cordero—, y vino para quitar los pecados, nos acompañe por el camino de nuestra vida. Así sea.
Homilía (15-01-2017): Importancia del testimonio.
domingo 15 de enero de 2017El Evangelio nos presenta a Juan [el Bautista] en el momento en el que nos da testimonio de Jesús. Viendo a Jesús venir hacia él, dijo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: «Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí»» (Juan 1, 29-30). Este es el Mesías. Da testimonio. Y algunos discípulos, escuchando este testimonio —discípulos de Juan— siguieron a Jesús; fueron detrás de Él y se quedaron contentos: «Hemos encontrado al Mesías» (Juan 1, 41). Han escuchado la presencia de Jesús. ¿Pero por qué han encontrado a Jesús? Porque ha sido un testigo, porque ha habido un hombre que ha dado testimonio de Jesús.
Así sucede en nuestra vida. Hay muchos cristianos que profesan que Jesús es Dios; hay muchos sacerdotes que profesan que Jesús es Dios, muchos obispos... ¿Pero todos dan testimonio de Jesús? ¿O ser cristianos es como... una forma de vivir como otra, como ser hincha de un equipo? «Pero sí, soy cristiano...». O como tener una filosofía: «Yo cumplo los mandamientos, soy cristiano, tengo que hacer esto...». Ser cristiano, en primer lugar, es dar testimonio de Jesús. Lo primero. Y esto es lo que han hecho los Apóstoles: los Apóstoles han dado testimonio de Jesús, y por esto el cristianismo se ha difundido en todo el mundo. Testimonio y martirio: lo mismo. Se da testimonio en lo pequeño, y algunos llegan a lo grande, a dar la vida en el martirio, como los Apóstoles. Pero los Apóstoles no habían hecho un curso para convertirse en testigos de Jesús; no habían estudiado, no fueron a la universidad. Habían escuchado al Espíritu dentro y han seguido la inspiración del Espíritu Santo; han sido fieles a esto. Pero eran pecadores, ¡todos! Los doce eran pecadores. «¡No, Padre, solamente Judas!». No, pobrecillo... Nosotros no sabemos qué ha sucedido después de su muerte, porque la misericordia de Dios está también en el momento. Pero todos eran pecadores, todos. Envidiosos, tenían celos entre ellos: «No, yo tengo que ocupar el primer lugar y tú el segundo...»; y dos de ellos hablan con la madre para que vaya a hablar con Jesús y que les dé el primer lugar a sus hijos... Eran así, con todos los pecados. También eran traidores, porque cuando Jesús fue capturado, todos se escaparon, llenos de miedo; se escondieron: tenían miedo. Y Pedro, que sabía que era el jefe, sintió la necesidad de acercarse un poco a ver qué sucedía; y cuando la asistenta del sacerdote dijo: «Pero tú también eres...», dijo: «¡No, no, no!». Renegó de Jesús, traicionó a Jesús. ¡Pedro! El primer Papa. Traicionó a Jesús. ¡Y estos son los testigos! Sí, porque eran testigos de la salvación que Jesús lleva, y todos, por esta salvación se han convertido, se han dejado salvar. Es bonito cuando, en la orilla del lago, Jesús hace ese milagro [la pesca milagrosa] y Pedro dice: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lucas 5, 8). Ser testigo no significa ser santo, sino ser un pobre hombre, una pobre mujer que dice: «Sí, soy pecador, pero Jesús es el Señor y yo doy testimonio de Él, y yo busco hacer el bien todos los días, corregir mi vida, ir por el camino correcto».
Solamente quisiera dejaros un mensaje. Esto lo entendemos todos, lo que he dicho: testigos pecadores. Pero, leyendo el Evangelio, yo no encuentro un cierto tipo de pecado en los Apóstoles. Algunos violentos había, que querían incendiar un pueblo que no les había acogido... Tenían muchos pecados: traidores, cobardes... Pero no encuentro uno: no eran chismosos, no hablaban mal de los otros, no hablaban mal uno de otro. En esto eran buenos. No se «desplumaban». Yo pienso en nuestras comunidades: cuántas veces, este pecado, de quitarse la piel el uno al otro, de hablar mal, de creerse superior al otro y ¡hablar mal a escondidas! Esto, en el Evangelio, ellos no lo han hecho. Han hecho cosas feas, han traicionado al Señor, pero esto no. También en una parroquia, en una comunidad donde se sabe... este ha engañado, este ha hecho esa cosa..., pero después se confiesa, se convierte... Todos somos pecadores. Pero una comunidad donde hay chismosos y chismosas, es una comunidad incapaz de dar testimonio.
Yo diré solamente esto: ¿queréis una parroquia perfecta? Nada de chismes. Nada. Si tú tienes algo contra uno, vas a decírselo a la cara, o dilo al párroco; pero no entre vosotros. Este es el signo de que el Espíritu Santo está en una parroquia. Los otros pecados, todos los tenemos. Hay una colección de pecados: uno toma este, uno toma ese otro, pero todos somos pecadores. Pero eso que destruye, como el gusano, a una comunidad son los chismorreos, a la espalda.
Yo quisiera que en este día de mi visita esta comunidad hiciera el propósito de no chismorrear. Y cuando te vienen ganas de decir un chisme, muérdete la lengua: se hinchará, pero os hará mucho bien, porque en el Evangelio estos testigos de Jesús —pecadores: ¡también han traicionado al Señor!— nunca han chismorreado uno del otro. Y esto es bonito. Una parroquia donde no hay chismes es una parroquia perfecta, es una parroquia de pecadores, sí, pero de testigos. Y este es el testimonio que daban los primeros cristianos: «¡Cómo se aman, cómo se aman!». Amarse al menos en esto. Comenzad con esto. El Señor os dé este regalo, esta gracia: nunca, nunca hablar mal uno del otro.
Gracias.
Ángelus (15-01-2017): ¿Cómo se cumple la justicia de Dios?
domingo 15 de enero de 2017Queridos hermanos y hermanas:
En el centro del Evangelio de hoy (Juan 1, 29-34) está la palabra de Juan Bautista: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (v. 29). Una palabra acompañada por la mirada y el gesto de la mano que le señalan a Él, Jesús. Imaginamos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay mucha gente, hombres y mujeres de distintas edades, venidos allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de ese hombre que a muchos les recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría y les había reconducido a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.
Juan predica que el Reino de los cielos está cerca, que el Mesías va a manifestarse y es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; e inicia a bautizar en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (cf Mateo 3, 1-6). Esta gente venía para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para comenzar de nuevo la vida. Él sabe, Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; de hecho Él llevará el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (cf Juan 1, 33).
Y el momento llega: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores —como todos nosotros—. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a los treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué sucede —lo hemos celebrado el domingo pasado—: sobre Jesús baja el Espíritu Santo en forma de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf Mateo 3, 16-17). Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de una forma impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su diseño de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma consigo y quita el pecado del mundo.
Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un numeroso círculo de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus nombres: Simón, llamado después Pedro, su hermano Andrés, Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores, todos galileos como Jesús.
Queridos hermanos y hermanas: ¿Por qué nos hemos detenido mucho en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota, es un hecho histórico decisivo. Es decisiva por nuestra fe; es decisiva también por la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan el Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Él es un el único Salvador, Él es el Señor, humilde, en medio de los pecadores. Pero es Él. Él, no es otro poderoso que viene. No, no. Él.
Y estas son las palabras que nosotros sacerdotes repetimos cada día, durante la misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, la cual no se anuncia a sí misma. Ay, ay cuando la Iglesia se anuncia a sí misma. Pierde la brújula, no sabe dónde va. La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y solo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la vida y de la libertad.
La Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo.
Ángelus (19-01-2020): Quitó el pecado para que seamos libres.
domingo 19 de enero de 2020Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!
Este segundo domingo del tiempo ordinario supone una continuación a la Epifanía y la fiesta del Bautismo de Jesús. El pasaje evangélico (cf. Juan 1, 29-34) nos habla aún de la manifestación de Jesús. En efecto, después de haber sido bautizado en el río Jordán, Jesús fue consagrado por el Espíritu Santo que se posó sobre Él y fue proclamado Hijo de Dios por la voz del Padre celestial (cf. Mateo 3, 16-17 y siguientes). El evangelista Juan, a diferencia de los otros tres, no describe el evento, sino que nos propone el testimonio de Juan el Bautista. Fue el primer testigo de Cristo. Dios lo había llamado y preparado para esto.
El Bautista no puede frenar el urgente deseo de dar testimonio de Jesús y declara: «Y yo lo he visto y doy testimonio» (v. 34). Juan vio algo impactante, es decir, al Hijo amado de Dios en solidaridad con los pecadores; y el Espíritu Santo le hizo comprender la novedad inaudita, un verdadero cambio de rumbo. De hecho, mientras que en todas las religiones es el hombre quien ofrece y sacrifica algo para Dios, en el caso de Jesús es Dios quien ofrece a su Hijo para la salvación de la humanidad. Juan manifiesta su asombro y su consentimiento ante esta novedad traída por Jesús, a través de una expresión significativa que repetimos cada día en la misa: «¡He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (v. 29).
El testimonio de Juan el Bautista nos invita a empezar una y otra vez en nuestro camino de fe: empezar de nuevo desde Jesucristo, el Cordero lleno de misericordia que el Padre ha dado por nosotros. Sorprendámonos una vez más por la elección de Dios de estar de nuestro lado, de solidarizarse con nosotros los pecadores, y de salvar al mundo del mal haciéndose cargo de él totalmente.
Aprendamos de Juan el Bautista a no dar por sentado que ya conocemos a Jesús, que ya lo conocemos todo de Él (cf. v. 31). No es así. Detengámonos en el Evangelio, quizás incluso contemplando un icono de Cristo, un «Rostro Santo». Contemplemos con los ojos y más aún con el corazón; y dejémonos instruir por el Espíritu Santo, que dentro de nosotros nos dice: ¡Es Él! Es el Hijo de Dios hecho cordero, inmolado por amor. Él, sólo Él ha cargado, sólo Él ha sufrido, sólo Él ha expiado el pecado de cada uno de nosotros, el pecado del mundo, y también mis pecados. Todos ellos. Los cargó todos sobre sí mismo y los quitó de nosotros, para que finalmente fuéramos libres, no más esclavos del mal. Sí, todavía somos pobres pecadores, pero no esclavos, no, no somos esclavos: ¡somos hijos, hijos de Dios!
Que la Virgen María nos otorgue la fuerza de dar testimonio de su Hijo Jesús; de anunciarlo con alegría con una vida liberada del mal y palabras llenas de fe maravillada y gratitud.
Congregación para el Clero
Homilía: Testimonio auténtico
La página del Evangelio nos presenta a Juan Bautista como ejemplo representativo del «testigo perfecto», del anunciador excelente y ejemplar. La eminencia del testimonio del Bautista es afirmada en un doble sentido: respecto al contenido del testimonio y respecto a su estilo.
Respecto al contenido.
El Bautista define a Jesús: «el cordero de Dios», que vino a quitar los pecados del mundo. El cuarto evangelista abre así su relato, anticipando rápidamente el rol de mediación y salvación de Jesús, a través de las palabras del Bautista. El cordero, de hecho, nos recuerda la idea de la salvación: es el don de la liberación, que el pueblo de Israel, sacrifica después de la fuga de Egipto; el cordero nos recuerda la figura del Siervo del Señor, imagen mesiánica descrita por el profeta Isaías en el capitulo 53: «como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el esquilador». Y por último, el cordero nos recuerda la imagen del cordero victorioso del Apocalipsis, el cual al final de la historia destruirá definitivamente el mal y el pecado.
Juan Bautista es por lo tanto el testigo autorizado que conoce exactamente la identidad de Jesús y el propósito de su venida entre los hombres.
Respecto al estilo.
El Evangelio de Juan (cfr. Jn. 3,28-29) presenta la figura del Bautista a través de la imagen del amigo del esposo. Él da testimonio, pero no se pone al centro. Su atención es toda centrada en Cristo.
Juan indica al Señor presente y después se pone al margen: «No soy yo el Cristo» - afirma- «pero he sido enviado delante de él. En las bodas, el que se casa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz. Por eso mi gozo es ahora perfecto. Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn. 3,28-30)
El Evangelio del día nos ofrece por tanto un ejemplo eficaz a imitar para ser nosotros mismos testigos auténticos. El testimonio de un creyente se puede definir auténtico solo si en el mismo conviven en perfecta armonía las dos cualidades esenciales del testimonio del Bautista: el conocimiento de Cristo, que se cultiva a través de la oración, la vida sacramental y eclesial, las sanas lecturas, las relaciones edificantes, etc...; y el comportamiento constante del amigo del esposo, que se busca a través de la virtud de la humildad, para que siempre en la vida de cada uno, Cristo crezca y nosotros disminuyamos.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Iglesia de Dios
A partir de hoy, durante los próximos domingos, leeremos la primera carta a los corintios. Intentaremos recoger algunas de las indicaciones que San Pablo hace a esta joven comunidad, llena de vitalidad, pero también con problemas y dificultades de crecimiento. Esas indicaciones, el Espíritu Santo nos las hace también a nosotros hoy.
«Llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios». Llama la atención la profunda conciencia que San Pablo tiene de haber sido llamado personalmente al apostolado. Si ha recibido esta misión no es por iniciativa suya, sino por voluntad de Dios. Por eso la realiza en nombre de Cristo, con la autoridad del mismo Cristo, como embajador suyo (2 Cor 5, 20). También nosotros hemos de considerarnos así. Cada uno ha recibido una llamada de Cristo y una misión dentro de la Iglesia para contribuir al crecimiento de la Iglesia. Debe sentirse apóstol de Cristo Jesús, colaborador suyo, instrumento suyo (1 Cor 3,9).
«A la Iglesia de Dios». Cualquier comunidad, por pequeña que sea, es Iglesia de Dios. Así debe considerarse a sí misma. Esta es nuestra identidad y a la vez la fuente única de nuestra seguridad: somos Iglesia de Dios, a Él pertenecemos, somos obra suya, construcción suya (1 Cor 3,9). No somos una simple asociación humana.
«A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos». Es casi una definición de lo que significa ser Iglesia de Dios: Los santificados llamados a ser santos. Por el bautismo hemos sido santificados, consagrados; pertenecemos a Dios, hemos entrado en el ámbito de lo divino, formamos parte de la casa de Dios. Pero este don conlleva el impulso, la llamada y la exigencia a «completar nuestra consagración», a «ser santos en toda nuestra conducta». Esta es la voluntad de Dios (1 Tes 4,3). La Iglesia es santa. La santidad es una nota esencial e irrenunciable de la Iglesia. Si nosotros no somos santos, estamos destruyéndonos a nosotros mismos... y estamos destruyendo la Iglesia.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La finalidad de la Encarnación del Verbo se manifiesta en el ansia profunda del Corazón de Cristo Redentor para llevar a los hombres, purificados de sus pecados, hasta la condición de hijos de Dios. Para conseguirlo, los ilumina primero con su palabra y su vida, y los santifica, al fin, con su propio sacrificio, como Cordero destinado a expiar los pecados de todos los hombres. Así lo vemos en las lecturas siguientes:
–Isaías 49,3.5-6: Te hago Luz de las naciones, para que seas mi salvación. Todo hombre, de cualquier condición y origen, necesita de la salvación. Jesús es el Siervo de Dios, que tiene poder para iluminar y reconciliar a todos los hombres hasta el último confín de la tierra. El Siervo, en su condición difícil, pero preciosa, experimenta la dureza del corazón del Pueblo elegido. Pero sufre pacientemente, para que todos podamos ser como Él. Comenta San Gregorio Nacianceno:
«Vengamos a ser como Cristo, ya que Cristo es como nosotros. Lleguemos a ser dioses por Él, ya que Él es hombre por nosotros. Él ha tomado lo que es inferior para darnos lo que es superior. Se ha hecho pobre para que su pobreza nos enriquezca (2 Cor 8,9); ha tomado forma de esclavo (Flp 2,7) para que nosotros recobremos la libertad (Rom 8,1); se ha abajado para alzarnos a nosotros; aceptó la tentación para hacernos vencedores; ha sido deshonrado para glorificarnos; murió para salvarnos y subió al cielo para unirnos a su séquito, a nosotros que estábamos derribados a causa del pecado» (Sermón 1,5).
–Con el Salmo 39 unimos nuestra voz a la de Cristo y cantamos: ««Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». Yo esperaba con ansia al Señor: Él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios... He proclamado su salvación ante la gran asamblea».
–1 Corintios 1,1-3: Gracia y paz os dé nuestro Padre y Jesucristo, nuestro Señor. Es por Cristo, Salvador por quien el Padre nos ofrece la gracia que nos reconcilia y la paz que nos salva. En la Carta a Diogneto leemos:
«Nadie jamás ha visto ni ha conocido a Dios, pero Él ha querido manifestarse a Sí mismo. Se manifestó a través de la fe, que es la única a la que se le concede ver a Dios. Porque Dios es Señor y Creador de todas las cosas, que todo lo hizo y todo lo dispuso con orden, no sólo amó a los hombres, sino que también fue paciente con ellos. Siempre lo fue, lo es y lo será: bueno, benigno, exento de toda ira, veraz; más aún Él, es el único bueno. Después de haber concebido un designio grande e inefable se lo comunicó a su único Hijo.
«Mientras mantenía oculto su sabio designio y lo reservaba para Sí, parecía abandonarnos y olvidarse de nosotros. Pero, cuando lo reveló por medio de su amado Hijo y manifestó lo que había establecido desde el principio, nos dio juntamente todas las cosas: participar de sus beneficios y ver y comprender sus designios. ¿Quién de nosotros hubiera esperado jamás tanta generosidad?
«Dios, que todo lo había dispuesto junto con su Hijo, permitió que hasta el tiempo anterior a la venida del Salvador viviéramos desviados del camino recto, atraídos por los deleites y concupiscencias, y nos dejáramos arrastrar por nuestros impulsos desordenados... Nos dio a su propio Hijo como precio de nuestra redención: entregó al que es santo para redimir a los impíos, al inocente por los malos, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales...
«¡Oh admirable intercambio, mediación incomprensible, beneficios inesperados: que la impiedad de muchos sea cubierta por un solo justo, y que la justicia de uno solo justifique a tantos impíos!» (Diogneto 8).
–Juan 1,29-34: Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Tras proclamar la necesidad de la penitencia y de la conversión, el Bautista coronó su misión de Precursor, señalando en Jesús la presencia santificadora del Cordero de Dios. Unas ocho veces ha comentado San Agustín este pasaje evangélico :
«Demuestra que tienes amor al Pastor amando a las ovejas, pues también las ovejas son miembros del Pastor. Para que las ovejas se conviertan en miembros suyos, fue conducido al sacrificio como una oveja (Is 53, 7); para que las ovejas se hicieran miembros suyos, se dijo de Él: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). Pero, grande es la fortaleza de este Cordero. ¿Quieres conocer cuánta fortaleza mostró tener? Fue crucificado el Cordero y resultó vencido el león. Ved y considerad con cuánto poder rige el mundo Cristo, el Señor, si con su muerte venció al diablo. Amémosle, pues; nada tengamos en mayor aprecio» (Sermón 225,1-2).
Jesús es el único justo en medio de aquella muchedumbre que confesaba sus pecados. Él es «el Cordero de Dios». ¿A quién se refiere esta imagen?: ¿Al cordero sacrificado en el templo?, ¿al cordero pascual?, ¿al Siervo de Yahvé? A los tres al mismo tiempo. Y esa imagen significa que Él es inocente, lleno de mansedumbre, de perfección ritual y de santidad, y que será sacrificado en la Cruz para salvar a todos los hombres de sus pecados, para irradiar en todas partes la Luz sin ocaso con su palabra y con su vida.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo 5
-Este es el Hijo de Dios (Jn 1, 29-34)
Todavía no empezamos la lectura continuada del evangelio de San Mateo. A veces se han utilizado determinados pasajes del evangelio de san Juan, por otra parte tradicionalmente vinculado con la Cuaresma y con el Tiempo pascual, para completar algunas series de los domingos ordinarios. Es lo que sucede en este caso.
El presente pasaje va asociado a la celebración del Bautismo del Señor que, en realidad, abre la primera semana del Tiempo ordinario. Parece como si el evangelista hubiera querido prolongar la meditación de dicha escena, con esta obra en la que Juan Bautista quiere dar fe de Jesús. En las palabras del Bautista llama especialmente la atención la designación de Cristo y de su papel, por el Espíritu que bajó del cielo y reposó sobre él. El tema es el típico de la designación de un profeta elegido por el Señor.
Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz. Sobre él se posará el Espíritu del Señor (Is 11, 1-2).
Es preciso continuar la lectura de este capítulo, donde leemos las cualidades y el papel del así designado por el Espíritu.
Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu (Is 42, 1).
Es el espíritu profético del que habla el capítulo 11 de Isaías, y la efusión de ese espíritu es el signo mesiánico por excelencia:
Después de esto derramaré mi espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán... Realizaré prodigios en el cielo (Joel 3, 1-4).
El evangelio de san Lucas nos describe a Cristo entrando en la sinagoga de Nazaret, en el momento en que se estaba leyendo el profeta; Cristo desenrolla el volumen y lee:
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los Pobres,
a vendar los corazones rotos... (Is 61, 1).
Y Cristo comenta este pasaje aplicándoselo a sí mismo. Pero para Juan Bautista, estos textos proféticos que él tenía que conocer, adquieren un vivo significado al verlos realizarse concretamente en el bautismo de Jesús. El tuvo la suerte de poder identificar con la mayor claridad posible al elegido y señalado por el Señor: "El que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo". Y concluye Juan Bautista: "Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios".
Pero Juan Bautista entendió lo que significa el Hijo de Dios y su misión. Da testimonio de él atribuyéndole todas las cualidades de Hijo. Y lo primero que le interesa afirmar es la eternidad del Hijo: "Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo" (1, 30). Pero la cualidad del verdadero Hijo es cumplir la voluntad de su Padre. Por eso Juan Bautista señala claramente a Jesús como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (1, 29).
Las expresiones "Cordero" y "quitar los pecados del mundo" nos hacen remontarnos a Isaías y, al mismo tiempo, nos introducen en el estilo y en las preocupaciones propias del evangelista Juan. "Cordero de Dios" recuerda inmediatamente el sacrificio (Ex 13, 13; 29, 38; 34, 25 - Lv 3, 7 - Nm 28, 9 - Is 7, 9 - Eclo 46, 19 - Is 53, 7 - Jr 1 1,19), y pensamos muy especialmente en el cordero pascual y en su inmolación (Ex 12, 3 - 2 Cro 35, 7; 35, 11). Isaías y Jeremías mencionan la inmolación del Cordero: "Como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca" (Is 53, 7). "Yo, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mí planeaban" (Jr 11, 19).
Cuando Isaías designa al Siervo de Yahvéh (Is 53, 4.7.12), prefigura el anuncio que Juan Bautista hace de Jesús: "Este es el Cordero de Dios". Es Hijo y Cordero, Siervo para cargar con los pecados del mundo. La palabra "Cordero" indica, como en los profetas, la inocencia del que va a ser inmolado. Cargar con los pecados es el papel del Siervo. "El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes" (Is 53, 6). "Soportó nuestros sufrimientos" (Is 53, 4).
"Tomó el pecado de muchos" (Is 53, l2). Jesús es verdaderamente el Cordero, el Siervo, el Hijo amado porque cumple la voluntad del Padre. Como lo hizo el Padre cuando el bautismo en el Jordán y en la Transfiguración, también Juan Bautista presenta a Cristo: "Este es el Cordero".
El Padre designó a su Hijo único como Cordero y como Siervo para cargar con los pecados del mundo. El Espíritu se posó sobre él y le escogió. La encarnación del Verbo viene a desembocar en esta obra de servicio hasta morir para redimir al mundo, a fin de que quienes le reciban vean la salvación de Dios (Canto del Aleluya).
-La elección del Siervo (Is 49, 3.5-6)
La lectura de Isaías nos lleva a los grandes tipos del Siervo Jesús, que lo anunciaron a lo largo de los siglos. Poseemos cuatro cantos del Siervo (Is 42, 1-7; 49, 1-9; 50, 4-9; 52, 13- 53, 12). Es bastante general que la exégesis actual piense que estos poemas, insertos progresivamente en la obra de Isaías, sean sin embargo obra de otro autor llamado por ellos el Deutero-Isaías. De esta lectura se han conservado sobre todo los versículos en que se trata de la elección del Siervo (Is 49, 1-4).
"Me dijo: tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso" (Is 49, 3). Esta elección por parte del Señor va a conferir al Siervo una elevada misión: reunir a Israel y ser luz de las naciones, para que la salvación alcance hasta los confines de la tierra (Is 49, 6).
El salmo 39, que sirve de responsorio a la primera lectura, se canta con un estribillo que expresa la cualidad del Servidor y del Cordero: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. El Siervo se ofrece a sí mismo como víctima, pero lo que el Señor exige es el cumplimiento de su voluntad: Como está escrito en mi libro: "Para hacer tu voluntad" (Sal 39, 9).
-El Apóstol es llamado y también nosotros (1 Co 1, 1-3)
Este domingo, la segunda lectura coincide casualmente con el tema propuesto por la primera lectura y por el evangelio: la elección para una misión. Desde las primeras palabras de su primera carta a los Corintios, san Pablo se presenta como llamado por la voluntad de Dios para ser Apóstol de Cristo Jesús. Como se llamó a Juan Bautista a dar testimonio de Jesús, se elige a Pablo para anunciar la Buena Noticia de Cristo.
Pero también los fieles han sido objeto de una elección por parte de Dios. Por el llamamiento de Dios, ellos son el pueblo santo, y su papel es invocar el nombre del Señor Jesús. Así han sido los fieles entresacados, elegidos por el Señor, separados para ser testigos de Cristo. Si a Pablo se le eligió para el apostolado, a los cristianos se les elige para la santidad. Esta santidad se vive en la comunión, en la Iglesia que invoca el nombre de su Cristo y cuya principal vocación consiste en una alabanza de adoración, base de su testimonio y de su apostolado.
-La elección que Dios hace hoy
Todo esto no es más que pasado; y nosotros, por el contrario, nos encontramos en plena actualidad que es lo que hemos de tratar de vivir. Palpamos la ocasión de entender mejor lo que son la enseñanza y la espiritualidad de la liturgia. No es un concepto: es una entrada en lo concreto: ya hemos visto lo que significa ser elegido y la misión que esta elección lleva consigo. Tampoco es teología abstracta de la elección que Dios realiza, sino mostrar a Dios que hace la elección. Así es también en lo que a nosotros respecta. No se precisan teorías sobre la elección de Dios. Sabemos que fuimos elegidos por él por nuestro bautismo; y este mismo término se utilizaba en la antigüedad para designar a los que se preparaban a recibirlo: "los elegidos", los "escogidos" para participar de la vida divina y de sus consecuencias. A nosotros corresponde sacarlas.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. El testimonio.
Del bautismo de Jesús (al que se referían también las dos lecturas), se habló en el evangelio del domingo pasado, que es además el primero del tiempo ordinario: Jesús es el siervo preferido de Dios (primera lectura) que ha sido «ungido con la fuerza del Espíritu Santo» que descendió sobre él (Crisma-Cristo-Mesías). El evangelio de hoy habla del Bautista como testigo que da testimonio de este acontecimiento. La figura del Bautista está tan centrada en el testimonio, que el evangelista Juan, para quien el «testimonio» es una noción central (testimonio del Padre, de Moisés, del Bautista, testimonio que los discípulos dan de Jesús, testimonio que Jesús da de sí mismo), ni siquiera menciona la acción bautismal. El Bautista está tan centrado en su misión de dar testimonio del que es mayor que él, que su acto personal ni siquiera es digno de mención: «A él le toca crecer, a mí menguar» (Jn 3,30). Todo su ser y obrar remite al futuro, al ser y al obrar de otro; él sólo es comprensible como una función al servicio de ese otro.
2. La situación del que da testimonio es extraña.
Es muy probable que el Bautista conociera personalmente a Jesús, con el que (según Lucas) estaba emparentado como hombre. Por eso cuando dice: «Yo no lo conocía», en realidad quiere decir: Yo no sabía que este hijo de un humilde carpintero era el esperado de Israel. El no lo sabe, pero tiene una triple presciencia para su propia misión. En primer lugar sabe que el que viene después de él es el importante, incluso el único importante, pues «existía antes que él», es decir: procede de la eternidad de Dios. Por eso es consciente también de la provisionalidad de su misión. (Que él, que es anterior, ha recibido su misión, ya en el seno materno, del que viene detrás de él, tampoco lo sabe). En segundo lugar conoce el contenido de su misión: dar a conocer a Israel, mediante su bautismo con agua, al que viene detrás de él. Con lo que conoce también el contenido de su tarea, aunque no conozca la meta y el cumplimiento de la misma. Y en tercer lugar ha tenido un punto de referencia para percibir el instante en que comienza dicho cumplimiento: cuando el Espíritu Santo en forma de paloma descienda y se pose sobre el elegido. Gracias a estas tres premoniciones puede Juan dar su testimonio total: si el que viene detrás de mí «existía antes que yo», debe venir de arriba, debe proceder de Dios: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios». Si él ha de bautizar con el Espíritu Santo, entonces «éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Sacar semejantes conclusiones de tales indicios es, junto con la gracia de Dios, la obra suprema del Bautista. Juan retoma la profecía de Isaías: «Yo te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».
3. El Bautista
El Bautista es el modelo del testimonio de los cristianos que, de otra manera, deben ser también precursores y testigos del que viene detrás de ellos (cfr. Lc 10,1). Por eso Pablo los bendice en la segunda lectura. Ellos saben más de Jesús que lo que sabía el Bautista, pero también ellos tienen que conformarse con los indicios que se les dan y que son al mismo tiempo promesas. Al principio también ellos están lejos de conocer a aquel del que dan testimonio como lo conocerán en su día gracias a la ejecución de su tarea: cuanto mejor cumplen su tarea, tanto más descollará aquél sobre su pequeña acción como el "semper maior". Entonces reconocerán su insignificancia y provisionalidad, pero al mismo tiempo experimentarán el gozo de haber podido cooperar por la gracia al cumplimiento de la tarea principal del Cristo: «Por eso mi alegría ha llegado a su colmo» (Jn 3,29).