Domingo I Tiempo de Adviento (A) – Homilías
/ 30 noviembre, 2013 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 2, 1-5: El Señor reúne a todos los pueblos en la paz eterna del Reino de Dios
Sal 121, 1-2. 4-9: Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»
Rm 13, 11-14: Nuestra salvación está cerca
Mt 24, 37-44: Vigilemos para estar preparados
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Elredo de Rievaulx, abad
Sermón: Este tiempo nos recuerda las dos venidas del Señor
Debéis saber, carísimos hermanos, que este santo tiempo que llamamos Adviento del Señor, nos recuerda dos cosas: por eso nuestro gozo debe referirse a estos dos acontecimientos, porque doble es también la utilidad que deben reportarnos.
Este tiempo nos recuerda las dos venidas del Señor, a saber: aquella dulcísima venida por la que el más bello de los hombres y el deseado de todas las naciones, es decir, el Hijo de Dios, manifestó a este mundo su presencia visible en la carne, presencia largamente esperada y ardientemente deseada por todos los padres: es la venida por la que vino a salvar a los pecadores. La segunda venida –que hemos de esperar aún con inquebrantable esperanza y recordar frecuentemente con lágrimas— es aquella en la que nuestro Señor, que primero vino oculto en la carne, vendrá manifiesto en su gloria, como de él cantamos en el Salmo: Vendrá Dios abiertamente, esto es, el día del juicio, cuando aparecerá para juzgar.
De su primera venida se percataron sólo unos pocos justos; en la segunda se manifestará abiertamente a justos y réprobos, como claramente lo insinúa el Profeta cuando dice: Y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios. Propiamente hablando, el día que dentro de poco celebraremos en memoria de su nacimiento nos lo presenta nacido, es decir, que nos recuerda más bien el día y la hora en que vino a este mundo; en cambio este tiempo que celebramos como preparación para la Navidad, nos recuerda al Deseado, esto es, el gran deseo de los santos padres que vivieron antes de su venida.
Con muy buen acuerdo ha dispuesto en consecuencia la Iglesia que en este tiempo se lean las palabras y se traigan a colación los deseos de quienes precedieron la primera venida del Señor. Y este su deseo no lo celebramos solamente un día, sino durante un tiempo más bien largo, pues es un hecho de experiencia que si sufre alguna dilación la consecución de lo que ardientemente deseamos, una vez conseguido nos resulta doblemente agradable.
A nosotros nos corresponde, carísimos hermanos, seguir los ejemplos de los santos padres y recordar sus deseos, para así inflamar nuestras almas en el amor y el deseo de Cristo. Pues debéis saber, hermanos, que la celebración de este tiempo fue establecida para hacernos reflexionar sobre el ferviente deseo de nuestros santos padres en relación con la primera venida de nuestro Señor, y para que aprendamos, a ejemplo suyo, a desear ardientemente su segunda venida.
Debemos considerar los innumerables beneficios que nuestro Señor nos hizo con su primera venida, y que está dispuesto a concedérnoslos aún mayores con su segunda venida. Dicha consideración ha de movernos a amar mucho su primera venida y a desear mucho la segunda. Y si no tenemos la conciencia tan tranquila como para atrevernos a desear su venida, debemos al menos temerla, y que este temor nos mueva a corregirnos de nuestros vicios: de modo que si aquí no podemos evitar el temor, al menos que, cuando venga, no tengamos miedo y nos encuentre tranquilos.
Sermón (01-12-2013)
domingo 1 de diciembre de 2013Comienza un nuevo año litúrgico, vuelve el tiempo del Adviento a despertar en nosotros el sentido de la espera de la llegada de Jesús.
En este período del año litúrgico recordamos un evento-advenido: la venida en la historia del Mesías, el Hijo de Dios, que asume nuestra misma carne de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo. Y este tiempo también anuncia otro evento-adviento: la espera de la segunda venida de Cristo en su gloria, al final de los tiempos.
Es un tiempo para la memoria y para la espera y, sobre todo, es el tiempo de vigilar, como nos anima el Evangelio de San Mateo de este domingo, para comprender mejor el sentido de la primera venida de Cristo, que ha cambiado con su presencia y su Palabra el curso de la historia y también nuestro recorrido humano.
Hoy se nos invita a vigilar, también para estar prontos y así recibir al Señor, que vendrá al final de los tiempos, para manifestar la gloria del Padre y pronunciar el juicio sobre la historia y sobre cada hombre y cada mujer. Este juicio será, ciertamente, rico en misericordia, porque Dios conoce la fragilidad del hombre y la socorre, pero la misericordia de Dios tiene su fuente en la justicia, que ilumina las intenciones profundas que guían el camino de nuestra vida. No obstante, este tiempo no es tiempo de miedo, sino más bien de una ansiosa y alegre espera, un tiempo de vigilancia que se hace oración, atención a las necesidades de los hermanos, primero en la propia familia y después, más allá, es premura por los pobres, los pequeños, los marginados, los enfermos, los exiliados... La espera de Cristo, en fin, nos empuja a salir de nosotros mismos para ir a encontrarlo en el mundo, sobre todo en los miembros que más sufren de la humanidad, como el Santo Padre, con la palabra y con el ejemplo, constantemente nos invita a hacer.
Esta vigilancia se alimenta de una fe robusta, para no desanimarnos y continuar caminando hacia el monte de Dios, al que son invitados todos los pueblos, como dice Isaías en la primera lectura.
El Adviento es un tiempo bendecido por Dios, que se nos da como don para que, despertando del sopor de la costumbre y de las distracciones por obra del Espíritu Santo, se nos conceda liberarnos de tantas cosas mundanas que no sólo nos enlentecen y apesadumbran en el camino hacia Dios y a los hermanos, sino que terminan por meternos en un profundo sueño, en un triste atardecer, del cual Señor viene a despertarnos.
El Adviento, pues, es como un cambio de estación. Es necesario prestar atención a lo que nos ocupa, a lo que llena nuestra vida, de manera que no nos suceda descubrir de repente que no estamos preparados para vivir el tiempo que se nos ha concedido, o que desaprovechamos las ocasiones que Dios nos ofrece para prepararnos y de preparar al mundo para su venida.
Es necesario, en fin, mantener una espera hecha de vigilancia, de oración, caridad, fe..., que sabe esperarlo todo con segura esperanza. La esperanza cristiana, en efecto, que el Adviento nos pide vivir, no es la espera inútil de que suceda algo, sino un amoroso darse qué hacer, día a día, esperando que el Amado, que ya vino una vez, finalmente venga para siempre en su gloria.
Se nos da este tiempo litúrgico para renovar la esperanza, para que en la intensidad de la oración irrumpa el grito que nace del corazón de la Iglesia: «MARA NA THA, ven Señor Jesús» (Ap 22,20).
Que Cristo resucitado surque los cielos y venga a este mundo, en la historia, en nuestra vida, para manifestar definitivamente que es no solo el Alfa de la creación, sino la Omega que todo recapitula y todo redime.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (30-11-1980): Vestirse de Cristo
domingo 30 de noviembre de 19801. Al escuchar las palabras del Evangelio de hoy según Mateo, ante nuestros ojos vienen espontáneamente a la memoria los acontecimientos que durante la semana pasada han sacudido a toda Italia... [se refiere a un terremoto] ...Mientras nosotros todos, con espíritu de solidaridad humana, queremos ayudar a nuestros hermanos y compatriotas, arrollados por la desgracia, al mismo tiempo, estos acontecimientos traen ante nuestros ojos, con una particular fuerza comparativa, el cuadro terrible que cada año trazan los Evangelios de este primer domingo de Adviento: anuncios de destrucción y de muerte, en la espera escatológica de la "venida del Hijo del Hombre" (Mt 24, 39).
2. La historia de los hombres y de las naciones, la historia de toda la humanidad suministra pruebas suficientes para afirmar que en todos los tiempos se han multiplicado desgracias y catástrofes, calamidades naturales, como terremotos, o las causadas por el hombre, como guerras, revoluciones, estragos, homicidios y genocidios. Además, cada uno de nosotros sabe que nuestra existencia terrena lleva a la muerte, llegando así un día a su término. El mundo visible, con todos los bienes y las riquezas que oculta en sí mismo, al fin no es capaz de darnos más que la muerte: el término de la vida.
Esta verdad, aunque nos la recuerda también la liturgia de hoy, primer domingo de Adviento, sin embargo, no es la verdad específica anunciada en este día festivo, y en todo el período de Adviento. No es la palabra principal del Evangelio.
¿Cuál es, pues, la palabra principal? La hemos leído hace poco: la venida del Hijo del Hombre. La palabra principal del Evangelio no es "la separación", "la ausencia", sino "la venida" y "la presencia". Ni siquiera es la "muerte", sino la "vida". El Evangelio es la Buena Noticia, porque pronuncia la verdad sobre la vida en el contexto de la muerte.
La venida del Hijo del Hombre es el comienzo de esta Vida. Y de este comienzo nos habla precisamente el Adviento, que responde a la pregunta: ¿cómo debe vivir el hombre en el mundo con la perspectiva de la muerte? El hombre al que, en un abrir y cerrar de ojos, le puede ser quitada la vida, ¿cómo debe vivir en este mundo, para encontrarse con el Hijo del Hombre, cuya venida es el comienzo de la nueva vida, de la vida más potente que la muerte?
4. Nos encontramos, pues, todos en el primer domingo de Adviento. ¿Cuál es esta verdad que nos penetra y vivifica hoy? ¿Qué mensaje nos anuncia la Santa Iglesia, nuestra Madre? Como ya he dicho, no se trata de un mensaje de miedo y de muerte, sino del mensaje de la esperanza y de la llamada.
Tomemos como ejemplo la segunda lectura; he aquí lo que el Apóstol Pablo dice a los romanos de entonces, pero que debemos tomar en serio los romanos de hoy: "Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer. La noche está avanzada, el día se echa encima" (Rom 13, 11-12).
En realidad, al contrario de como podemos ser inducidos a pensar, la salvación está más cercana y no más lejana. Efectivamente, al vivir en una época de secularización, somos testigos de comportamientos de indiferencia religiosa y también de programas e ideologías ateas o incluso antiteístas. Se llegaría a pensar que los indicios humanos desmienten el mensaje de la liturgia de hoy. Ella, en cambio —aun haciendo referencia también a estos "indicios humanos"— proclama, sin embargo, la verdad divina y anuncia el designio divino que no decae jamás, que no cambia aun cuando puedan cambiar los hombres, los programas, los proyectos humanos. Ese designio divino es el designio de la salvación del hombre en Cristo, que, una vez emprendido, perdura, y consiguientemente mira a su cumplimiento.
Pero el hombre puede ser ciego y sordo a todo esto. Puede meterse cada Vez más profundamente en la noche, aunque se acerque el día. Puede multiplicar las obras de las tinieblas aunque Cristo le ofrezca "las armas de la luz".
Por lo tanto, la invitación apremiante de la liturgia de hoy es la del Apóstol: "Vestíos del Señor Jesucristo" (Rom 13, 14). Esta expresión es, en cierto sentido, la definición del cristiano. Ser cristiano quiere decir "vestirse de Cristo". El Adviento es la nueva llamada a vestirse de Jesucristo.
Dice además el Apóstol: "Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias..., y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos" (Rom 13, 13-14).
5. ¿Qué significa, además, el Adviento? El Adviento es el descubrimiento de una gran aspiración de los hombres y de los pueblos hacia la casa del Señor. No hacia la muerte y la destrucción, sino hacia el encuentro con El.
Y por esto en la liturgia de hoy oímos esta invitación: "Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor".
Y el mismo Salmo responsorial nos traza, por decirlo así, la imagen de esa casa, de esa ciudad, de ese encuentro: "Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Allá suben las tribus, las tribus del Señor. Según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor. En ella están los tribunales de justicia en el palacio de David. Por mis hermanos y compañeros voy a decir: "La paz contigo". Por la casa del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien" (Sal 121 [122]).
Sí. El Señor es el Dios de la paz, es el Dios de la Alianza con el hombre. Cuando en la noche de Belén los pobres pastores se pondrán en camino hacia el establo donde se realizará la primera venida del Hijo del Hombre, los conducirá el canto de los ángeles: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" (Lc 2, 14).
6. Esta visión de la paz divina pertenece a toda la espera mesiánica en la Antigua Alianza. Oímos hoy las palabras de Isaías: "Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven; caminemos a la luz del Señor" (Is 2, 4-5).
El Adviento trae consigo la invitación a la paz de Dios para todos los hombres. Es necesario que nosotros construyamos esta paz y la reconstruyamos continuamente en nosotros mismos y con los otros: en las familias, en las relaciones con los cercanos, en los ambientes de trabajo, en la vida de toda la sociedad.
Trabajad con espíritu de solidaridad fraterna a fin de que vuestra parroquia crezca cada vez más como comunidad de fieles, de familias, de grupos —me refiero particularmente a todos vuestros grupos organizados— en comunión de verdad y de amor. La comunidad parroquial, en efecto, se edifica sobre la Palabra de Dios, transmitida y garantizada por los Pastores, se alimenta por la gracia de los sacramentos, se sostiene por la oración, se une por el vínculo de la caridad fraterna. Que cada uno de sus miembros se sienta vivo, activo, partícipe, corresponsable, implicado en tareas efectivas de evangelización cristiana y de promoción humana. De este modo, vuestra parroquia se convierte en signo e instrumento de la presencia de Cristo en el barrio, irradiación de su amor y de su paz.
Para servir a esta paz de múltiples dimensiones, es necesario escuchar también estas palabras del Profeta: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la ley. de Jerusalén la palabra del Señor" (Is 2, 3).
También para vuestra comunidad eclesial el Adviento es el tiempo en el que se deben aprender de nuevo la ley del Señor y sus palabras. Es el tiempo de una catequesis intensificada. La ley y la palabra del Señor deben penetrar de nuevo en el corazón, deben encontrar de nuevo su confirmación en la vida social. Sirven al bien del hombre. ¡Construyen la paz!..
7. Queridos hermanos e hijos: Nos encontramos, pues, de nuevo al comienzo del camino. Ha comenzado de nuevo el Adviento: el tiempo de la gracia, el tiempo de la espera, el tiempo de la venida del Señor, que perdura siempre. Y la vida del hombre se desarrolla en el amor del Señor, a pesar de todas las dolorosas experiencias de la destrucción y de la muerte, hacia la realización final en Dios.
¡El Hijo del Hombre vendrá! Escuchemos estas palabras con la esperanza, no con el miedo, aunque estén llenas de una profunda seriedad.
Velad... y estad preparados, porque no sabéis en qué día vendrá el Hijo del Hombre. (Ven, Señor Jesús! ¡Marana tha!
Homilía (29-11-1998): Dios viene a nuestro encuentro
domingo 29 de noviembre de 19981. «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» (Estribillo del Salmo responsorial).
Son las palabras del Salmo responsorial de esta liturgia del primer domingo de Adviento, tiempo litúrgico que renueva año tras año la espera de la venida de Cristo. En estos años que estamos viviendo en la perspectiva del tercer milenio, el Adviento ha cobrado una dimensión nueva y singular. Tertio millennio adveniente: el año 1998, que está a punto de terminar, y el año próximo 1999 nos acercan al umbral de un nuevo siglo y de un nuevo milenio.
«En el umbral» ha comenzado también esta celebración: en el umbral de la basílica vaticana, ante la puerta santa, con la entrega y la lectura de la bula de convocación del gran jubileo del año 2000.
«Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» es un estribillo que está perfectamente en armonía con el jubileo. Es, por decir así, un «estribillo jubilar», según la etimología de la palabra latina iubilar, que encierra una referencia al júbilo. ¡Vayamos, pues, con alegría! Caminemos jubilosos y vigilantes a la espera del tiempo que recuerda la venida de Dios en la carne humana, tiempo que llegó a su plenitud cuando en la cueva de Belén nació Cristo. Entonces se cumplió el tiempo de la espera.
Viviendo el Adviento, esperamos un acontecimiento que se sitúa en la historia y a la vez la trasciende. Al igual que los demás años, tendrá lugar en la noche de la Navidad del Señor. A la cueva de Belén acudirán los pastores; más tarde, irán los Magos de Oriente. Unos y otros simbolizan, en cierto sentido, a toda la familia humana. La exhortación que resuena en la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» se difunde en todos los países, en todos los continentes, en todos los pueblos y naciones. La voz de la liturgia, es decir, la voz de la Iglesia, resuena por doquier e invita a todos al gran jubileo.
[...] Dios que viene a nuestro encuentro.
3. [...] El estribillo «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» resulta adecuado. Nosotros podemos encontrar a Dios, porque él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es rico en misericordia, dives in misericordia, y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él sale el primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso.
Si Dios se pone en movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Padre. Debemos ir en compañía de cuantos forman parte de «la familia de Dios». Para prepararnos convenientemente al jubileo debemos disponernos a acoger a todas las personas. Todos son nuestros hermanos y hermanas, porque son hijos del mismo Padre celestial.
En esta perspectiva, podemos leer la bimilenaria historia de la Iglesia. Es consolador constatar cómo la Iglesia, en este paso del segundo al tercer milenio, está experimentando un nuevo impulso misionero. Lo ponen de manifiesto los Sínodos continentales que se están celebrando estos años, incluido el actual para Australia y Oceanía. Y también lo confirman los informes que llegan al Comit é para el gran jubileo sobre las iniciativas puestas en marcha por las Iglesias locales como preparación para ese histórico acontecimiento.
María, que el tiempo de Adviento nos invita a contemplar en espera activa del Redentor, os ayude a todos a ser apóstoles generosos de su Hijo Jesús.
4. En el evangelio de hoy hemos escuchado la invitación del Señor a la vigilancia. «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor». Y a continuación: «Estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 42.44). La exhortación a velar resuena muchas veces en la liturgia, especialmente en Adviento, tiempo de preparación no sólo para la Navidad, sino también para la definitiva y gloriosa venida de Cristo al final de los tiempos. Por eso, tiene un significado marcadamente escatológico e invita al creyente a pasar cada día, cada momento, en presencia de Aquel «que es, que era y que vendrá» (Ap 1, 4), al que pertenece el futuro del mundo y del hombre. Ésta es la esperanza cristiana. Sin esta perspectiva, nuestra existencia se reduciría a un vivir para la muerte.
Cristo es nuestro Redentor: Redemptor mundi et Redemptor hominis, Redentor del mundo y Redentor del hombre. Vino a nosotros para ayudarnos a cruzar el umbral que lleva a la puerta de la vida, la «puerta santa» que es él mismo.
5. Que esta consoladora verdad esté siempre muy presente ante nuestros ojos, mientras caminamos como peregrinos hacia el gran jubileo. Esa verdad constituye la razón última de la alegría a la que nos exhorta la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor». Creyendo en Cristo crucificado y resucitado, creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
Tertio millennio adveniente. En esta perspectiva, los años, los siglos y los milenios cobran el sentido definitivo de la existencia que el jubileo del año 2000 quiere manifestarnos.
Contemplando a Cristo, hagamos nuestras las palabras de un antiguo canto popular polaco:
«La salvación ha venido por la cruz;
éste es un gran misterio.
Todo sufrimiento tiene un sentido:
lleva a la plenitud de la vida».
Con esta fe en el corazón, que es la fe de la Iglesia, inauguro hoy, como Obispo de Roma, el tercer año de preparación para el gran jubileo. Lo inauguro en el nombre del Padre celestial, que «tanto amó (...) al mundo que le dio su Hijo único, para que quien cree en él (...) tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).
¡Alabado sea Jesucristo!
Ángelus (29-11-1998): Tiempo de Dios dado a los hombres
domingo 29 de noviembre de 19981. Comienza hoy, con el tiempo de Adviento, un nuevo año litúrgico. Es el año de la Iglesia, centrado en los dos grandes misterios de la Encarnación y de la Redención, Navidad y Pascua. Es el «tiempo de Dios» dado a los hombres para que las obras y los días se abran a la dimensión de lo eterno.
Desde que Dios se hizo hombre y entró en el tiempo, los ciclos de los años, de los siglos y de los milenios han recibido su sentido y su orientación: el universo entero, creado y redimido por Dios, está en camino hacia su cumplimiento, ya anticipado en la Pascua de Cristo.
Todo esto es un designio de amor y, como tal, no se cumple de modo determinista, sino en la libertad y, por eso, en el marco de una dramática lucha entre el bien y el mal. Toda persona está llamada a dar su adhesión y su disponibilidad al proyecto de Dios, a ejemplo de María santísima que, al acoger al Verbo encarnado, se convirtió en la nueva Eva, Madre de la humanidad redimida.
2. El Adviento que comienza hoy cobra un significado en verdad especial porque inaugura el último año del segundo milenio. La mirada de los cristianos y de todos los hombres está fija en el jubileo, ya inminente, que celebrará los dos mil años de la encarnación del Hijo de Dios.
El año 1999 completará el trienio de preparación inmediata para ese histórico acontecimiento espiritual: después del año de Jesucristo y del año del Espíritu Santo, viene el año del Padre. Invito a todos a emprender una peregrinación interior hacia la casa del Padre celestial, rico en misericordia; un camino de conversión en la caridad, en la solidaridad con los más pobres y en el diálogo con los hermanos.
3. En este marco se sitúa la misión ciudadana, que convoqué para ayudar a los romanos a renovar su fe con vistas al Año santo y para llevar el anuncio de Cristo a todos los habitantes, llegando hasta el ambiente donde viven, actúan, estudian, trabajan o sufren.
A los numerosos misioneros que han realizado con fruto las visitas a las familias los exhorto a consolidar esta importante forma de evangelización y, a la vez, los invito a ellos mismos y a todos los cristianos que trabajan obreros, profesores, profesionales, artesanos y comerciantes. a convertirse en protagonistas activos de la misión en el ambiente en donde desarrollan su actividad.
Para esta nueva fase de la misión ciudadana he escrito a toda la diócesis una Carta sobre el evangelio del trabajo, que se hará pública en la próxima fiesta de la Inmaculada. Quiere ser un signo de esperanza y una invitación a la colaboración entre los que trabajan en los diversos sectores o los que, por desgracia, se hallan en el paro y no logran encontrar trabajo.
Pidamos a María, la Virgen fiel, que nos ayude a vivir bien el tiempo de Adviento. Que la venida del Señor no nos halle cerrados en la indiferencia o en el orgullo, sino vigilantes en la espera y activos en el amor.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (02-12-2007): De nuevo en camino
domingo 2 de diciembre de 2007Con este primer domingo de Adviento comienza un nuevo año litúrgico: el pueblo de Dios vuelve a ponerse en camino para vivir el misterio de Cristo en la historia. Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8); en cambio, la historia cambia y necesita ser evangelizada constantemente; necesita renovarse desde dentro, y la única verdadera novedad es Cristo: él es su realización plena, el futuro luminoso del hombre y del mundo. Jesús, resucitado de entre los muertos, es el Señor al que Dios someterá todos sus enemigos, incluida la misma muerte (cf. 1 Co 15, 25-28).
Por tanto, el Adviento es el tiempo propicio para reavivar en nuestro corazón la espera de Aquel «que es, que era y que va a venir» (Ap 1, 8). El Hijo de Dios ya vino en Belén hace veinte siglos, viene en cada momento al alma y a la comunidad dispuestas a recibirlo, y de nuevo vendrá al final de los tiempos para «juzgar a vivos y muertos». Por eso, el creyente está siempre vigilante, animado por la íntima esperanza de encontrar al Señor, como dice el Salmo: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora» (Sal 130, 5-6).
Por consiguiente, este domingo es un día muy adecuado para ofrecer a la Iglesia entera y a todos los hombres de buena voluntad mi segunda encíclica, que quise dedicar precisamente al tema de la esperanza cristiana. Se titula Spe salvi, porque comienza con la expresión de san Pablo: «Spe salvi factum sumus», «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). En este, como en otros pasajes del Nuevo Testamento, la palabra «esperanza» está íntimamente relacionada con la palabra «fe». Es un don que cambia la vida de quien lo recibe, como lo muestra la experiencia de tantos santos y santas.
¿En qué consiste esta esperanza, tan grande y tan «fiable» que nos hace decir que en ella encontramos la «salvación»? Esencialmente, consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y su resurrección, nos reveló su rostro, el rostro de un Dios con un amor tan grande que comunica una esperanza inquebrantable, que ni siquiera la muerte puede destruir, porque la vida de quien se pone en manos de este Padre se abre a la perspectiva de la bienaventuranza eterna.
El desarrollo de la ciencia moderna ha marginado cada vez más la fe y la esperanza en la esfera privada y personal, hasta el punto de que hoy se percibe de modo evidente, y a veces dramático, que el hombre y el mundo necesitan a Dios —¡al verdadero Dios!—; de lo contrario, no tienen esperanza.
No cabe duda de que la ciencia contribuye en gran medida al bien de la humanidad, pero no es capaz de redimirla. El hombre es redimido por el amor, que hace buena y hermosa la vida personal y social. Por eso la gran esperanza, la esperanza plena y definitiva, es garantizada por Dios que es amor, por Dios que en Jesús nos visitó y nos dio la vida, y en él volverá al final de los tiempos.
En Cristo esperamos; es a él a quien aguardamos. Con María, su Madre, la Iglesia va al encuentro del Esposo: lo hace con las obra de caridad, porque la esperanza, como la fe, se manifiesta en el amor. ¡Buen Adviento a todos!
Homilía (02-12-2007): La gran esperanza
domingo 2 de diciembre de 2007Queridos hermanos y hermanas:
1. «Vamos alegres al encuentro del Señor». Estas palabras, que hemos repetido en el estribillo del salmo responsorial, interpretan bien los sentimientos que alberga nuestro corazón hoy, primer domingo de Adviento. La razón por la cual podemos caminar con alegría, como nos ha exhortado el apóstol san Pablo, es que ya está cerca nuestra salvación. El Señor viene. Con esta certeza emprendemos el itinerario del Adviento, preparándonos para celebrar con fe el acontecimiento extraordinario del Nacimiento del Señor. Durante las próximas semanas, día tras día, la liturgia propondrá a nuestra reflexión textos del Antiguo Testamento, que recuerdan el vivo y constante deseo que animó en el pueblo judío la espera de la venida del Mesías. También nosotros, vigilantes en la oración, tratemos de preparar nuestro corazón para acoger al Salvador, que vendrá a mostrarnos su misericordia y a darnos su salvación.
2. Precisamente porque es tiempo de espera, el Adviento es tiempo de esperanza, y a la esperanza cristiana he querido dedicar mi segunda encíclica, presentada oficialmente anteayer: comienza con las palabras que san Pablo dirigió a los cristianos de Roma: «Spe salvi facti sumus», «En esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). En la encíclica escribí, entre otras cosas, que «nosotros necesitamos tener esperanzas —más grandes o más pequeñas—, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar» (n. 31). Que la certeza de que sólo Dios puede ser nuestra firme esperanza nos anime a todos los que esta mañana nos hemos reunido en esta casa, en la que se lucha contra la enfermedad, sostenidos por la solidaridad.
3. Aprovecho mi visita a vuestro hospital, administrado por la asociación de los caballeros italianos de la Soberana Orden Militar de Malta, para entregar idealmente la encíclica a la comunidad cristiana de Roma y, en particular, a quienes, como vosotros, están en contacto directo con el sufrimiento y la enfermedad, porque precisamente sufriendo como enfermos tenemos necesidad de la esperanza, de la certeza que hay en un Dios que no nos abandona, que nos tiene de la mano y nos acompaña con amor. Es un texto que os invito a profundizar, para encontrar en él las razones de la «esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente (...), aunque sea un presente fatigoso» (n. 1).
4. Queridos hermanos y hermanas, «que el Dios de la esperanza, que nos colma de todo gozo y paz en la fe por la fuerza del Espíritu Santo, esté con todos vosotros». Con este deseo, que el sacerdote dirige a la asamblea al inicio de la santa misa, os saludo cordialmente...
El saludo más afectuoso es para vosotros, queridos enfermos, y para vuestros familiares, que con vosotros comparten angustias y esperanzas. El Papa está espiritualmente cerca de vosotros y os asegura su oración diaria; os invita a encontrar en Jesús apoyo y consuelo, y a no perder jamás la confianza. La liturgia de Adviento nos repetirá durante las próximas semanas que no nos cansemos de invocarlo; nos exhortará a salir a su encuentro, sabiendo que él mismo viene continuamente a visitarnos. En la prueba y en la enfermedad Dios nos visita misteriosamente y, si nos abandonamos a su voluntad, podemos experimentar la fuerza de su amor.
Los hospitales y las clínicas, precisamente porque en ellos se encuentran personas probadas por el dolor, pueden transformarse en lugares privilegiados para testimoniar el amor cristiano que alimenta la esperanza y suscita propósitos de solidaridad fraterna. En la oración colecta hemos rezado así: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras». Sí. Abramos el corazón a todas las personas, especialmente a las que atraviesan dificultades, para que, haciendo el bien a cuantos se encuentran en necesidad, nos dispongamos a acoger a Jesús que en ellos viene a visitarnos.
6. [...] En cada enfermo, cualquiera que sea, reconoced y servid a Cristo mismo; haced que en vuestros gestos y en vuestras palabras perciba los signos de su amor misericordioso.
Para cumplir bien esta «misión», como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, tratad de «pertrecharos con las armas de la luz» (Rm 13, 12), que son la palabra de Dios, los dones del Espíritu, la gracia de los sacramentos, y las virtudes teologales y cardinales; luchad contra el mal y abandonad el pecado, que entenebrece nuestra existencia. Al inicio de un nuevo año litúrgico, renovemos nuestros buenos propósitos de vida evangélica. «Ya es hora de espabilarse» (Rm 13, 11), exhorta el Apóstol; es decir, es hora de convertirse, de despertar del letargo del pecado para disponerse con confianza a acoger al «Señor que viene». Por eso, el Adviento es tiempo de oración y de espera vigilante.
7. A la «vigilancia», que por lo demás es la palabra clave de todo este período litúrgico, nos exhorta la página evangélica que acabamos de proclamar: «Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24, 42). Jesús, que en la Navidad vino a nosotros y volverá glorioso al final de los tiempos, no se cansa de visitarnos continuamente en los acontecimientos de cada día. Nos pide estar atentos para percibir su presencia, su adviento, y nos advierte que lo esperemos vigilando, puesto que su venida no se puede programar o pronosticar, sino que será repentina e imprevisible. Sólo quien está despierto no será tomado de sorpresa. Que no os suceda —advierte— lo que pasó en tiempo de Noé, cuando los hombres comían y bebían despreocupadamente, y el diluvio los encontró desprevenidos (cf. Mt 24, 37-38). Lo que quiere darnos a entender el Señor con esta recomendación es que no debemos dejarnos absorber por las realidades y preocupaciones materiales hasta el punto de quedar atrapados en ellas. Debemos vivir ante los ojos del Señor con la convicción de que cada día puede hacerse presente. Si vivimos así, el mundo será mejor.
8. «Estad, pues, en vela...». Escuchemos la invitación de Jesús en el Evangelio y preparémonos para revivir con fe el misterio del nacimiento del Redentor, que ha llenado de alegría el universo; preparémonos para acoger al Señor que viene continuamente a nuestro encuentro en los acontecimientos de la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad; preparémonos para encontrarlo en su venida última y definitiva.
Su paso es siempre fuente de paz y, si el sufrimiento, herencia de la naturaleza humana, a veces resulta casi insoportable, con la venida del Salvador «el sufrimiento —sin dejar de ser sufrimiento— se convierte a pesar de todo en canto de alabanza» (Spe salvi, 37). Confortados por estas palabras, prosigamos la celebración eucarística, invocando sobre los enfermos, sobre sus familiares y sobre cuantos trabajan en este hospital y en toda la Orden de los Caballeros de Malta, la protección materna de María, Virgen de la espera y de la esperanza, así como de la alegría, ya presente en este mundo, porque cuando sentimos la cercanía de Cristo vivo tenemos ya el remedio para el sufrimiento, tenemos ya su alegría. Amén.
Homilía (27-11-2010): Todo inicio es una gracia
sábado 27 de noviembre de 2010Con esta celebración vespertina, el Señor nos da la gracia y la alegría de abrir el nuevo Año litúrgico iniciando con su primera etapa: el Adviento, el período que conmemora la venida de Dios entre nosotros. Todo inicio lleva consigo una gracia particular, porque está bendecido por el Señor. En este Adviento se nos concederá, una vez más, experimentar la cercanía de Aquel que ha creado el mundo, que orienta la historia y que ha querido cuidar de nosotros hasta llegar al culmen de su condescendencia haciéndose hombre. Precisamente el misterio grande y fascinante del Dios con nosotros, es más, del Dios que se hace uno de nosotros, es lo que celebraremos en las próximas semanas caminando hacia la santa Navidad. Durante el tiempo de Adviento sentiremos que la Iglesia nos toma de la mano y, a imagen de María santísima, manifiesta su maternidad haciéndonos experimentar la espera gozosa de la venida del Señor, que nos abraza a todos en su amor que salva y consuela.
Mientras nuestros corazones se disponen a la celebración anual del nacimiento de Cristo, la liturgia de la Iglesia orienta nuestra mirada hacia la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el esplendor de la gloria. Por eso nosotros que en cada Eucaristía «anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida», vigilamos en oración. La liturgia no se cansa de alentarnos y de sostenernos, poniendo en nuestros labios, en los días de Adviento, el grito con el cual se cierra toda la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan: «¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20).
Queridos hermanos y hermanas, nuestro reunirnos aquí esta tarde para iniciar el camino del Adviento se enriquece con otro importante motivo: con toda la Iglesia, queremos celebrar solemnemente una vigilia de oración por la vida naciente. Deseo expresar mi agradecimiento a todos aquellos que se han adherido a esta invitación y a cuantos se dedican de modo específico a acoger y custodiar la vida humana en las distintas situaciones de fragilidad, especialmente en sus inicios y en sus primeros pasos. Precisamente el comienzo del Año litúrgico nos hace vivir nuevamente la espera de Dios que se hace carne en el seno de la Virgen María, de Dios que se hace pequeño, se hace niño; nos habla de la venida de un Dios cercano, que ha querido recorrer la vida del hombre, desde los comienzos, y esto para salvarla totalmente, en plenitud. Así, el misterio de la encarnación del Señor y el inicio de la vida humana están íntima y armónicamente conectados entre sí dentro del único designio salvífico de Dios, Señor de la vida de todos y de cada uno. La Encarnación nos revela con intensa luz y de modo sorprendente que toda vida humana tiene una dignidad altísima, incomparable.
El hombre presenta una originalidad inconfundible respecto a todos los demás seres vivientes que pueblan la tierra. Se presenta como sujeto único y singular, dotado de inteligencia y voluntad libre, pero también compuesto de realidad material. Vive simultánea e inseparablemente en la dimensión espiritual y en la dimensión corporal. Lo sugiere también el texto de la primera carta a los Tesalonicenses que hemos proclamado: «Que él, el Dios de la paz —escribe san Pablo—, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (5, 23). Somos, por tanto, espíritu, alma y cuerpo. Somos parte de este mundo, vinculados a las posibilidades y a los límites de la condición material; al mismo tiempo, estamos abiertos a un horizonte infinito, somos capaces de dialogar con Dios y de acogerlo en nosotros. Actuamos en las realidades terrenas y a través de ellas podemos percibir la presencia de Dios y tender a él, verdad, bondad y belleza absoluta. Saboreamos fragmentos de vida y de felicidad y anhelamos la plenitud total.
Dios nos ama de modo profundo, total, sin distinciones; nos llama a la amistad con él; nos hace partícipes de una realidad por encima de toda imaginación y de todo pensamiento y palabra: su misma vida divina. Con conmoción y gratitud tomamos conciencia del valor, de la dignidad incomparable de toda persona humana y de la gran responsabilidad que tenemos para con todos. «Cristo, el nuevo Adán —afirma el concilio Vaticano II— en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación... El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22).
Creer en Jesucristo conlleva también tener una mirada nueva sobre el hombre, una mirada de confianza, de esperanza. Por lo demás, la experiencia misma y la recta razón muestran que el ser humano es un sujeto capaz de inteligencia y voluntad, autoconsciente y libre, irrepetible e insustituible, vértice de todas las realidades terrenas, que exige que se le reconozca como valor en sí mismo y merece ser escuchado siempre con respeto y amor. Tiene derecho a que no se le trate como a un objeto que poseer o como a algo que se puede manipular a placer, que no se le reduzca a puro instrumento en favor de otros o de sus intereses. La persona es un bien en sí misma y es preciso buscar siempre su desarrollo integral.
El amor a todos, si es sincero, tiende espontáneamente a convertirse en atención preferente por los más débiles y los más pobres. En esta línea se sitúa la solicitud de la Iglesia por la vida naciente, la más frágil, la más amenazada por el egoísmo de los adultos y por el oscurecimiento de las conciencias. La Iglesia subraya continuamente lo que declaró el concilio Vaticano ii contra el aborto y toda violación de la vida naciente: «Se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción» (ib., n. 51).
Hay tendencias culturales que tratan de anestesiar las conciencias con motivaciones presuntuosas. Respecto al embrión en el seno materno, la ciencia misma pone de relieve su autonomía capaz de interacción con la madre, la coordinación de los procesos biológicos, la continuidad del desarrollo, la creciente complejidad del organismo. No se trata de un cúmulo de material biológico, sino de un nuevo ser vivo, dinámico y maravillosamente ordenado, un nuevo individuo de la especie humana. Así fue Jesús en el seno de María; así fue para cada uno de nosotros, en el seno de nuestra madre. Con el antiguo autor cristiano Tertuliano, podemos afirmar: «Ya es un hombre aquel que lo será» (Apologético, IX, 8); no existe ninguna razón para no considerarlo persona desde su concepción.
Lamentablemente, incluso después del nacimiento, la vida de los niños sigue estando expuesta al abandono, al hambre, a la miseria, a la enfermedad, a los abusos, a la violencia, a la explotación. Las múltiples violaciones de sus derechos, que se cometen en el mundo, hieren dolorosamente la conciencia de todo hombre de buena voluntad. Frente al triste panorama de las injusticias cometidas contra la vida del hombre, antes y después del nacimiento, hago mío el apremiante llamamiento del Papa Juan Pablo II a la responsabilidad de todos y de cada uno: «¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad» (Evangelium vitae, 5). Exhorto a los protagonistas de la política, de la economía y de la comunicación social a hacer cuanto esté dentro de sus posibilidades para promover una cultura siempre respetuosa de la vida humana, para procurar condiciones favorables y redes de sostén a la acogida y al desarrollo de ella.
A la Virgen María, que acogió al Hijo de Dios hecho hombre con su fe, con su seno materno, con atenta solicitud, con el acompañamiento solidario y vibrante de amor, encomendamos la oración y el empeño en favor de la vida naciente. Lo hacemos en la liturgia —que es el lugar donde vivimos la verdad y donde la verdad vive con nosotros— adorando la divina Eucaristía, en la que contemplamos el Cuerpo de Cristo, ese Cuerpo que tomó carne de María por obra del Espíritu Santo, y de ella nació en Belén, para nuestra salvación. Ave, verum Corpus, natum de Maria Virgine!
Ángelus (28-11-2010): Dos dimensiones del Adviento
domingo 28 de noviembre de 2010Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, conmemora el acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Precisamente de esta doble perspectiva vive el tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a «juzgar a vivos y muertos», como decimos en el Credo. Sobre este sugestivo tema de la «espera» quiero detenerme ahora brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por decirlo así, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas: nuestra «estatura» moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se puede formular a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones?, ¿qué tienen en común? En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y política e instauraría el reino de Dios. Pero nadie habría imaginado nunca que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una madre digna. Por lo demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.
Francisco, papa
Homilía (01-12-2013): Encontrar a Jesús
domingo 1 de diciembre de 2013En la primera lectura, hemos escuchado que el profeta Isaías nos habla de un camino, y dice que al final de los días, al final del camino, el monte del Templo del Señor estará firme en la cima de los montes. Y esto, para decirnos que nuestra vida es un camino: debemos ir por este camino, para llegar al monte del Señor, al encuentro con Jesús. La cosa más importante que le puede suceder a una persona es encontrar a Jesús: este encuentro con Jesús que nos ama, que nos ha salvado, que ha dado su vida por nosotros. Encontrar a Jesús. Y nosotros caminamos para encontrar a Jesús.
Podemos preguntarnos: ¿Cuándo encuentro a Jesús? ¿Sólo al final? ¡No, no! Lo encontramos todos los días. ¿Pero cómo? En la oración, cuando tú rezas, encuentras a Jesús. Cuando recibes la Comunión, encuentras a Jesús, en los Sacramentos. Cuando llevas a bautizar a tu hijo, te encuentras a Jesús, hallas a Jesús. Y vosotros, hoy, que recibís la Confirmación, también vosotros encontraréis a Jesús; luego lo encontraréis en la Comunión. «Y más tarde, Padre, después de la Confirmación, adiós», porque dicen que la Confirmación se llama «el sacramento del ¡adiós!». ¿Es verdad esto o no? Después de la Confirmación no se va nunca a la iglesia: ¿es verdad o no?... ¡Más o menos! Pero también después de la Confirmación, toda la vida, es un encuentro con Jesús: en la oración, cuando vamos a misa y cuando realizamos buenas obras, cuando visitamos a los enfermos, cuando ayudamos a un pobre, cuando pensamos en los demás, cuando no somos egoístas, cuando somos amables... en estas cosas encontramos siempre a Jesús. Y el camino de la vida es precisamente este: caminar para encontrar a Jesús.
Hoy, también para mí es una alegría venir a encontrarme con vosotros, porque todos juntos, hoy, en la misa encontraremos a Jesús, y hacemos un tramo del camino juntos.
Recordad siempre esto: la vida es un camino. Es un camino. Un camino para encontrar a Jesús. Al final, y siempre. Un camino donde no encontramos a Jesús, no es un camino cristiano. Es propio del cristiano encontrar siempre a Jesús, mirarle, dejarse mirar por Jesús, porque Jesús nos mira con amor, nos ama mucho, nos quiere mucho y nos mira siempre. Encontrar a Jesús es también dejarte mirar por Él. «Pero, Padre, tú sabes —alguno de vosotros podría decirme—, tú sabes que este camino, para mí, es un camino difícil, porque yo soy muy pecador, he cometido muchos pecados... ¿cómo puedo encontrar a Jesús?». Pero tú sabes que las personas a las que Jesús mayormente buscaba eran los más pecadores; y le reñían por esto, y la gente —las personas que se creían justas— decía: pero éste, éste no es un verdadero profeta, ¡mira la buena compañía que tiene! Estaba con los pecadores... Y Él decía: He venido por quienes tienen necesidad de salud, necesidad de curación, y Jesús cura nuestros pecados. En el camino, nosotros —todos pecadores, todos, todos somos pecadores— incluso cuando nos equivocamos, cuando cometemos un pecado, cuando pecamos, Jesús viene y nos perdona. Este perdón que recibimos en la Confesión es un encuentro con Jesús. Siempre encontramos a Jesús.
Y así vamos por la vida, como dice el profeta, al monte, hasta el día que tendrá lugar el encuentro definitivo, cuando contemplemos esa mirada tan bella de Jesús, tan hermosa. Ésta es la vida cristiana: caminar, seguir adelante, unidos como hermanos, queriéndose uno a otro. Encontrar a Jesús. ¿Estáis de acuerdo, vosotros, los nueve? ¿Queréis encontrar a Jesús en vuestra vida? ¿Sí? Esto es importante en la vida cristiana. Vosotros, hoy, con el sello del Espíritu Santo, tendréis más fuerza para este camino, para encontrar a Jesús. ¡Sed valientes, no tengáis miedo! La vida es este camino. Y el regalo más hermoso es encontrar a Jesús. ¡Adelante, ánimo!
Y ahora, sigamos adelante con el Sacramento de la Confirmación.
Ángelus (01-12-2013): Un camino, una meta
domingo 1 de diciembre de 2013Comenzamos hoy, primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia la realización del Reino de Dios. Por ello este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y toda la humanidad, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.
¿En camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías, y dice así: «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas»» (2, 2-3). Esto es lo que dice Isaías acerca de la meta hacia la que nos dirigimos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado su realización en Jesucristo, y Él mismo, el Verbo hecho carne, se ha convertido en el «templo del Señor»: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y bajo su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia, hacia el Reino de la paz. Dice de nuevo el profeta: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (2, 4).
Me permito repetir esto que dice el profeta, escuchad bien: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra». ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desmontadas, para transformarse en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será ése! ¡Y esto es posible! Apostemos por la esperanza, la esperanza de la paz. Y será posible.
Este camino no se acaba nunca. Así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de comenzar de nuevo, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Es ese el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!
El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en el corazón toda la esperanza de Dios. En su seno, la esperanza de Dios se hizo carne, se hizo hombre, se hizo historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.
Ángelus (27-11-2016): Dios nos visita
domingo 27 de noviembre de 2016Hoy en la Iglesia se inicia un nuevo año litúrgico, es decir, un nuevo camino de fe del pueblo de Dios. Y como siempre iniciamos con el Adviento. La página del Evangelio (cf. Mt 24, 37-44) nos presenta uno de los temas más sugestivos del tiempo de Adviento: la visita del Señor a la humanidad. La primera visita —lo sabemos todos— se produjo con la Encarnación, el nacimiento de Jesús en la gruta de Belén; la segunda sucede en el presente: el Señor nos visita continuamente cada día, camina a nuestro lado y es una presencia de consolación; y para concluir estará la tercera y última visita, que profesamos cada vez que recitamos el Credo: «De nuevo vendrá en la gloria para juzgar a vivos y a muertos». El Señor hoy nos habla de esta última visita suya, la que sucederá al final de los tiempos y nos dice dónde llegará nuestro camino.
La palabra de Dios hace resaltar el contraste entre el desarrollarse normal de las cosas, la rutina cotidiana y la venida repentina del Señor. Dice Jesús: «Como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en el que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrasó a todos» (vv. 38-39): así dice Jesús. Siempre nos impresiona pensar en las horas que preceden a una gran calamidad: todos están tranquilos, hacen las cosas de siempre sin darse cuenta que su vida está apunto de ser alterada. El Evangelio, ciertamente no quiere darnos miedo, sino abrir nuestro horizonte a la dimensión ulterior, más grande, que por una parte relativiza las cosas de cada día pero al mismo tiempo las hace preciosas, decisivas. La relación con el Dios que viene a visitarnos da a cada gesto, a cada cosa una luz diversa, una profundidad, un valor simbólico.
Desde esta perspectiva llega también una invitación a la sobriedad, a no ser dominados por las cosas de este mundo, por las realidades materiales, sino más bien a gobernarlas. Si por el contrario nos dejamos condicionar y dominar por ellas, no podemos percibir que hay algo mucho más importante: nuestro encuentro final con el Señor, y esto es importante. Ese, ese encuentro. Y las cosas de cada día deben tener ese horizonte, deben ser dirigidas a ese horizonte. Este encuentro con el Señor que viene por nosotros. En aquel momento, como dice el Evangelio, «estarán dos en el campo: uno es tomado, el otro dejado» (v. 40). Es una invitación a la vigilancia, porque no sabiendo cuando Él vendrá, es necesario estar preparados siempre para partir.
En este tiempo de Adviento estamos llamados a ensanchar los horizontes de nuestro corazón, a dejarnos sorprender por la vida que se presenta cada día con sus novedades. Para hacer esto es necesario aprender a no depender de nuestras seguridades, de nuestros esquemas consolidados, porque el Señor viene a la hora que no nos imaginamos. Viene para presentarnos una dimensión más hermosa y más grande.
Que Nuestra Señora, Virgen del Adviento, nos ayude a no considerarnos propietarios de nuestra vida, a no oponer resistencia cuando el Señor viene para cambiarla, sino a estar preparados para dejarnos visitar por Él, huésped esperado y grato, aunque desarme nuestros planes.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: El monte santo
En el pórtico del Adviento nos encontramos con el texto de Isaías. Es la primera lectura que la Iglesia nos proclama en este Adviento. Más aún, es el primer texto que escuchamos en el nuevo año litúrgico que hoy empezamos. Y ello nos indica el calibre de la esperanza con que hemos de vivir esta nueva etapa. La visión no puede ser más grandiosa: pueblos innumerables que confluyen hacia la casa de Dios.
La Iglesia es el monte santo, la casa del Señor, la ciudad puesta en lo alto de un monte, la lámpara colocada en el candelero para que ilumine a todos los que están en este mundo (Mt 5,14-16). De esta nueva Jerusalén sale la Palabra del Señor. Ella da a los hombres lo más grande que tiene y lo mejor que los hombres pueden recibir: da la Palabra de Dios, la voluntad de su Señor. Más aún, da a Cristo mismo, que es la Palabra personal del Padre. Y con Cristo da la paz y la hermandad entre todos los que le aceptan como Señor de sus vidas.
Frente a todo planteamiento individualista, esta visión debe dilatar nuestra mirada. Frente a toda desesperanza porque no vemos aún que de hecho esto sea así, Dios quiere infundir en nosotros la certeza de que será realidad porque Él lo promete. Más aún, a ello se compromete. Por eso la segunda lectura y el evangelio nos sacuden para que reaccionemos: «Daos cuenta del momento en que vivís». En esta etapa de la historia de la salvación estamos llamados a experimentar las maravillas de Dios, la conversión de multitudes al Dios vivo. Más aún, se nos llama a ser colaboradores activos y protagonistas de esta historia. Pero ello requiere antes nuestra propia conversión: «Es hora de espabilarse... dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz, caminemos a la luz del Señor».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Con el Adviento tratamos de abrir nuestras vidas al misterio de Cristo vivo, proclamando la inmensa necesidad que tenemos de Él. Evocamos la primera y segunda venida del Salvador. Es, pues, ocasión propicia para renovar nuestra fe y nuestra responsabilidad ante el misterio salvífico de Cristo.
–Isaías 2,1-5: El Señor reúne a todos los pueblos en la paz eterna del reino de Dios. No obstante la ignorancia y las aberraciones de los hombres, en los planes divinos el designio de salvación se extiende a toda la humanidad. Todos tenemos total necesidad de Cristo Redentor y de la revelación plena del amor de Dios. En esta primera lectura, el profeta Isaías contempla en lontananza el día del Señor y presenta el carácter universal de toda la salvación. El pueblo de la Alianza (el Antiguo y Nuevo Israel) ha sido elegido por Dios para poseer y transmitir la fe y la salvación a todos los pueblos. Dios obra en favor del mundo a través de la Iglesia, ya que el primer pueblo de la Alianza fue infiel.
De ahí la responsabilidad de todo cristiano de no poner obstáculos a la misión salvadora y redentora de Cristo. A todos nos incumbe siempre una actitud misionera, en la medida de nuestras posibilidades, según los diversos estados en que vivimos nuestra vocación.
–Salmo 121: Con este salmo expresamos nuestra alegría porque caminamos hacia la Jerusalén celeste, hacia la gloria futura, y esto nos obliga a exhortar a todos los hombres, nuestros hermanos, a que vivan en la paz y que también ellos se encaminen hacia la Casa del Padre.
–Romanos 13,11-14: Nuestra salvación está cerca. Quienes por la fe ya hemos conocido el misterio de Cristo no podemos caer en la inconsciencia de vivir en la irresponsabilidad de los hijos de las tinieblas. Tenemos ansias del encuentro definitivo de Cristo, como hemos pedido en la oración colecta. Nuestra vida presente es una marcha hacia el futuro. Por eso para el cristiano que espera ese encuentro y que ha hecho suyas las aspiraciones de los hombres de su tiempo, el sentido de la historia de la humanidad es el sentido de su misma historia, que solo tiene valor a la luz de Cristo. Apartarse de ahí es caminar en las tinieblas.
–Mateo 24,37-44: Vigilemos para estar preparados. Caminamos irreversiblemente hacia el encuentro definitivo con Cristo en la eternidad. No sabemos el día ni la hora. Solo la fe vigilante y la fidelidad permanente pueden hacer nuestras vidas dignas de salvación eterna. La realidad cotidiana con su monotonía exasperante nos adormece. A nuestro alrededor hay acontecimientos difíciles: guerras, violencias, injusticias, etc. A todo nos acostumbramos. Existe quien responde y quien se calla, quien se esfuerza y quien se abandona.
San Juan Crisóstomo llama aquí a la vigilancia esperanzada:
«En medio de la oscuridad no puedes distinguir al amigo del enemigo. No distinguimos de noche los metales preciosos de las meras piedras. Del mismo modo, el avaro y el licencioso no distinguen la verdad y el valor de la virtud.
Así como el que camina de noche va muerto de miedo, de igual modo los pecadores andan continuamente atormentados por el miedo de perder sus bienes y por el remordimiento de su conciencia.
Ea, pues, dejemos una vida tan penosa. Ya sabéis que después de tantas calamidades viene la muerte... Creen los pecadores ser ricos, y no lo son. Creen vivir entre delicias, y no gozan de ellas... Nosotros vivamos sobrios y vigilantes, como quiere Cristo. «Andemos decentemente y como de día» (Rom 13,13). Abramos las puertas para que aquella Luz nos ilumine con sus rayos y gocemos siempre de la benignidad de nuestro Señor Jesucristo» (Comentario al Evang. Juan, hom. 5).
Nosotros, en este Adviento, hemos de reaccionar en medio de tanta perdición, tratando de verlo todo a través de Cristo, que nos interpela y nos solicita a la responsabilidad y al amor. Así es como los cristianos nos preparamos a salir al encuentro del Salvador, y así preparamos esta nueva Navidad, para que nuestra vida esté totalmente inmersa en Cristo. Iluminados por el misterio de Cristo y llamados a su encuentro en la eternidad, volvemos a la convivencia en un mundo en el que los hombres, nuestros hermanos, viven las más de las veces inconscientes de la necesidad que tienen de Cristo. Es preciso, es urgente que seamos luz para ellos.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. Dios viene.
Antes de distinguir entre una primera y una segunda venida de Dios, deberíamos comprender el mensaje central del Adviento y la apremiante exhortación que contiene: Dios está en camino hacia nosotros. Tal era el presentimiento creciente de todo el Antiguo Testamento, que con el advenimiento de su Mesías esperaba también el final de los tiempos; éste era también el presentimiento inmediato de Juan Bautista, quien, según los tres sinópticos, no quería sino preparar en el desierto un camino al Señor y anunciar un juicio decisivo: «El hacha está tocando la base de los árboles» (Lc 3,9). Lo que viene después de él es la última decisión divina de la historia. Los tres textos están orientados hacia esta venida de Dios: pretenden despertarnos del sueño y de la indiferencia; exhortarnos a esperar al Señor con la cintura ceñida y con las antorchas encendidas o con aceite en las lámparas.
En la segunda lectura Pablo nos apremia de una manera especial: se puede percibir la proximidad de Dios en el tiempo de la propia vida; él está ya cerca de nosotros desde el momento de nuestra conversión. El evangelio insiste en la necesidad de permanecer en un estado de alerta que no crea poder observar la venida de Dios en las relaciones terrenas. Dios irrumpe en la historia en cierto modo verticalmente, desde lo alto; viene para todos a una hora que nadie espera: precisamente por eso hay que estar siempre esperándole.
2. La espera.
El estado de vigilancia que se nos pide, exige en primer lugar distinguirse del curso del mundo que no tiene esperanza o que a lo sumo aspira a metas intramundanas, que no cambian nada esencial en las costumbres de la vida cotidiana: «comer, beber y casarse», sin sospechar siquiera que con la venida de Dios puede irrumpir en el mundo algo comparable al diluvio. Pablo llama a estas actividades puramente terrenales «las obras de las tinieblas», porque no han sido realizadas de cara a la luz que comienza a brillar. El apóstol no desprecia lo terreno: hay que comer y beber, pero «nada de comilonas ni borracheras»; hay que casarse, pero «nada de lujuria ni desenfreno»; hay que trabajar en el campo y en el molino, pero sin «riñas ni pendencias». Lo terreno es regulado, refrenado por la espera de Dios, quedando así reducido a lo necesario. La actividad del mundo es un sueño y ha llegado la hora de espabilarse: es el mejor momento para despertar. Este estar despierto es ya un comienzo de luz, un pertrecharse con las «armas de la luz» para no volver a caer en el sueño, para luchar contra la modorra que produce el tráfago del mundo abandonado de Dios.
3. A la luz del Señor.
La gran visión inicial de Isaías (en la primera lectura) muestra que los que esperan a Dios son un monte espiritual por cuya luz pueden orientarse todos los pueblos, pues únicamente de aquí saldrá «la ley, el árbitro de las naciones»; sólo aquí la interminable guerra intramundana cesará y se tornará sosiego en una paz de Dios; sólo aquí puede el mundo, oscuro de por sí, «caminar a la luz del Señor». Naturalmente -tanto en la perspectiva vetero como neotestamentaria- esto no sucederá sin división y juicio: unos serán tomados, otros dejados. La promesa del Dios que viene contiene también necesariamente una amenaza. Pero amenaza sólo en el sentido de una exhortación a estar despiertos y preparados. Para el que está despierto, la llegada de Dios no es motivo de temor: cuando Dios llegue, «alzad la cabeza, que se acerca vuestra liberación» (Lc 21,28).
Alessandro Pronzato
El Pan del Domingo (Ciclo A)
La etapa que comenzamos se llama adviento. Y está caracterizada por la espera humana del Salvador. Todo está proyectado hacia esa venida ("adviento"). Sin embargo, el evangelio de este domingo nos lanza inmediatamente hacia el fin de los tiempos. Nos pone brutalmente frente a la "venida última" del Señor. Esto puede parecer raro. Pero en la liturgia es normal esta superposición de planos, este entrecruzarse de niveles.
Los dos advenimientos -la encarnación y la venida final del Hijo del hombre- no sólo no se contraponen, sino que se reclaman e iluminan mutuamente. "En la celebración litúrgica no es posible proclamar el Génesis sin evocar en filigrana el Apocalipsis" (A. Nocent).
Dice San Cirilo de Jerusalén: "Hay dos venidas (del Verbo): una oscura como la lluvia sobre un velo, otra resplandeciente de gloria, la que llegará. En la primera venida Cristo aparece envuelto en pañales dentro de un pesebre, en la segunda vendrá envuelto de la luz como en un manto".
El cristiano tiene que vivir en "estado de espera", orientando la propia mirada en dirección a estas dos venidas. Sintetiza Mateo esta postura con un verbo característico: "velad". No es posible programar, pronosticar la llegada del Señor -tanto la primera como la última- porque es sorprendente, imprevista, imprevisible.
Solamente el "velar" permite no ser pillados de improviso, ser "contemporáneos" de esta doble venida.
El sueño nos hace "ausentes". El verdadero, el irreparable desfase respecto a la venida del Señor está representado por el sueño, por la indiferencia, por la inercia.
Jesús no duda en volver al recuerdo lejano de los tiempos de Noé, cuando la gente "comía y bebía" descuidadamente sin preocuparse de la cuestión fundamental: su relación con Dios. Y así, desprevenidos, fueron arrollados por la catástrofe del diluvio. Una advertencia más bien inquietante.
Para nosotros el sueño puede ser el desinterés, el sentirse ajenos. O sea, la salvación como algo que no nos concierne; no sabemos qué hacer con ella.
Esperar al Salvador significa sentirse interesados, reconocer que tenemos necesidad de salvación, admitir que somos pecadores, sentir la exigencia -¡y la urgencia!- de la conversión.
Significa, en medio de nuestras preocupaciones cotidianas, caer en la cuenta de que es necesario preocuparse de un "negocio" fundamental. (...).
La parábola del siervo y del señor (que puede llegar en el corazón de la noche) coloca la espera en una dimensión dinámica, activa, creativa, no, por supuesto, en una perspectiva de falta de compromiso. (...). La espera de aquel que viene se traduce en una conciencia lúcida de los deberes de cada día, de los programas ordinarios, de las responsabilidades terrenas, pero a la luz de las "realidades últimas". Velar es precisamente lo contrario de la evasión. Velar quiere decir romper con las "obras de las tinieblas" como dice S. Pablo, con la mentira, la hipocresía, la vanidad.
El cristiano vela no porque tenga miedo a la llegada del "señor". Sino porque quiere que el Señor, cuando se presente -y siempre será de improviso- lo encuentre comprometido en la construcción de una ciudad terrena más justa, fraterna, habitable.