Sagrado Corazón de Jesús (A) – Homilías
/ 19 junio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
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Dt 7, 6-11: El Señor se enamoró de vosotros y os eligió
Sal 102, 1bc-2 .3-4. 6-7. 8 y 10: La misericordia del Señor dura por siempre para aquellos que lo temen
1 Jn 4, 7-16: Dios nos amó
Mt 11, 25-30: Soy manso y humilde de corazón
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Obras: En ti está la fuente de la vida
Y tú, hombre redimido, considera quién, cuál y cuán grande es este que está pendiente de la cruz por ti. Su muerte resucita a los muertos, su tránsito lo lloran los cielos y la tierra, y las mismas piedras, como movidas de compasión natural, se quebrantan. ¡Oh corazón humano, más duro eres que ellas, si con el recuerdo de tal víctima ni el temor te espanta, ni la compasión te mueve, ni la compunción te aflige, ni la piedad te ablanda!
Para que del costado de Cristo dormido en la cruz se formase la Iglesia y se cumpliese la Escritura que dice: Mirarán al que atravesaron, uno de los soldados lo hirió con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina providencia, a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de nuestra salud, el cual, manando de la fuente arcana del corazón, diese a los sacramentos de la Iglesia la virtud de conferir la vida de la gracia, y fuese para los que viven en Cristo como una copa llenada en la fuente viva, que salta hasta la vida eterna.
Levántate, pues, alma amiga de Cristo, y sé la paloma que anida en la pared de una cueva; sé el gorrión que ha encontrado una casa y no deja de guardarla; sé la tórtola que esconde los polluelos de su casto amor en aquella abertura sacratísima. Aplica a ella tus labios para que bebas el agua de las fuentes del Salvador. Porque ésta es la fuente que mana en medio del paraíso y, dividida en cuatro ríos que se derraman en los corazones amantes, riega y fecunda toda la tierra.
Corre, con vivo deseo, a esta fuente de vida y de luz, quienquiera que seas, ¡oh alma amante de Dios!, y con toda la fuerza del corazón exclama:
«¡Oh hermosura inefable del Dios altísimo, resplandor purísimo de la eterna luz! ¡Vida que vivificas toda vida, luz que iluminas toda luz y conservas en perpetuo resplandor millares de luces, que desde la primera aurora fulguran ante el trono de tu divinidad!
¡Oh eterno e inaccesible, claro y dulce manantial de la fuente oculta a los ojos mortales, cuya profundidad es sin fondo, cuya altura es sin término, su anchura ilimitada y su pureza imperturbable! De ti procede el río que alegra la ciudad de Dios, para que, con voz de regocijo y gratitud, te cantemos himnos de alabanza, probando por experiencia que en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz».
San Juan Pablo II, papa
Carta (04-06-1999): Amor que nos impulsa
viernes 4 de junio de 19991. Mientras numerosos peregrinos se preparan para celebrar solemnemente en Paray-le-Monial la fiesta del Sagrado Corazón y a recordar la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús realizada hace cien años por el Papa León XIII, me complace dirigirles, a través de usted, mi cordial saludo y unirme mediante la oración a su itinerario espiritual y al de todas las personas que en este día hacen un acto de consagración al Sagrado Corazón.
2. Siguiendo el ejemplo de san Juan Eudes, que nos enseñó a contemplar a Jesús, el Corazón de los corazones, en el corazón de María y a hacer amar a ambos, el culto tributado al Sagrado Corazón se difundió, sobre todo gracias a santa Margarita María, religiosa de la Visitación en Paray-le-Monial. El 11 de junio de 1899, León XIII, invitando a todos los obispos a unirse a su iniciativa, pidió al Señor que fuera el Rey de todos los fieles, así como de los hombres que lo han abandonado o de los que no lo conocen, suplicándole que los lleve a la verdad y los conduzca a Aquel que es la vida. En la encíclica Annum sacrum expresó su compasión por los hombres alejados de Dios y su deseo de encomendarlos a Cristo redentor.
3. La Iglesia contempla sin cesar el amor de Dios, manifestado de forma sublime y particular en el Calvario, durante la pasión de Cristo, sacrificio que se hace sacramentalmente presente en cada eucaristía. «Del Corazón amorosísimo de Jesús proceden todos los sacramentos, y especialmente el mayor de todos, el sacramento del amor, por el cual Jesús ha querido ser el compañero de nuestra vida, el alimento de nuestra alma, sacrificio de un valor infinito» (San Alfonso María de Ligorio, Meditación II sobre el Corazón amoroso de Jesús con ocasión de la novena de preparación para la fiesta del Sagrado Corazón). Cristo es una hoguera ardiente de amor que invita y tranquiliza: «Venid a mí (...) que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 28-29).
El Corazón del Verbo encarnado es el signo del amor por excelencia; por eso, he destacado personalmente la importancia para los fieles de penetrar el misterio de este Corazón rebosante de amor a los hombres, que contiene un mensaje extraordinariamente actual (cf. Redemptor hominis, 8). Como escribió san Claudio de La Colombière: «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, que no ha escatimado nada con tal de agotarse y consumirse para testimoniar su amor» (Escritos espirituales, n. 9).
4. En el umbral del tercer milenio, «el amor de Cristo nos impulsa» (2 Co 5, 14) a hacer que sea conocido y amado el Salvador, que derramó su sangre por los hombres. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17, 19). Por tanto, exhorto encarecidamente a los fieles a adorar a Cristo, presente en el santísimo Sacramento del altar, permitiéndole que cure nuestra conciencia, nos purifique, nos ilumine y nos unifique. En el encuentro con él los cristianos hallarán la fuerza para su vida espiritual y para su misión en el mundo. En efecto, en la relación de corazón a corazón con el divino Maestro, descubriendo el amor infinito del Padre, serán realmente adoradores en espíritu y verdad. Su fe se reavivará; entrarán en el misterio de Dios y serán profundamente transformados por Cristo. En las pruebas y en las alegrías conformarán su vida al misterio de la cruz y de la resurrección del Salvador (cf. Gaudium et spes, 10). Serán cada día más hijos en el Hijo. Así, a través de ellos, el amor se derramará en el corazón de los hombres, para edificar el cuerpo de Cristo que es la Iglesia y construir una sociedad de justicia, paz y fraternidad. Serán intercesores de la humanidad entera, pues toda alma que se eleva hacia Dios, a la vez eleva al mundo y contribuye de modo misterioso a la salvación ofrecida gratuitamente por nuestro Padre celestial.
Por consiguiente, invito a todos los fieles a proseguir con piedad su devoción al culto del Sagrado Corazón de Jesús, adaptándola a nuestro tiempo, para que no dejen de acoger sus insondables riquezas, a las que responden con alegría amando a Dios y a sus hermanos, encontrando así la paz, siguiendo un camino de reconciliación y fortaleciendo su esperanza de vivir un día en la plenitud junto a Dios, en compañía de todos los santos (cf. Letanías del Sagrado Corazón). También conviene transmitir a las generaciones futuras el deseo de encontrarse con el Señor, de fijar su mirada en él, para responder a la llamada a la santidad y descubrir su misión específica en la Iglesia y en el mundo, realizando así su vocación bautismal (cf. Lumen gentium, 10). En efecto, «la caridad divina, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu» (Haurietis aquas, III), se comunica a los hombres para que sean, a su vez, testigos del amor de Dios.
5. Invocando la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, a la que el 13 de mayo de 1982 consagré los hombres y las naciones, le imparto de buen grado la bendición apostólica a usted y a todos los fieles que, con ocasión de la fiesta del Sagrado Corazón, se dirijan en peregrinación a Paray-le-Monial o que participen con devoción en una celebración litúrgica o en otro momento de oración al Sagrado Corazón.
Homilía (06-06-1999): Contemplar su amor y participar de él.
domingo 6 de junio de 19991. «Damos gloria a tu Corazón, Jesús nuestro, oh Jesús...».
Doy gracias a la divina Providencia por poder estar con vosotros para alabar y glorificar al sacratísimo Corazón de Jesús, en el que se ha manifestado del modo más pleno el amor paterno de Dios. Me alegra que se mantenga viva siempre en Polonia la buena costumbre de rezar o cantar todos los días del mes de junio las letanías del Sagrado Corazón.
Saludo a todos los que participáis hoy en esta ceremonia...
2. «Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad, ten piedad de nosotros».
Así lo invocamos en las letanías. Todo lo que Dios quería decirnos de sí mismo y de su amor, lo depositó en el Corazón de Jesús y lo expresó mediante este Corazón. Nos encontramos frente a un misterio inescrutable. A través del Corazón de Jesús leemos el eterno plan divino de la salvación del mundo. Y se trata de un proyecto de amor. Las letanías que hemos cantado contienen de modo admirable toda esta verdad.
Hoy hemos venido aquí para contemplar el amor del Señor Jesús, su bondad, que se compadece de todo hombre; para contemplar su Corazón ardiente de amor por el Padre, en la plenitud del Espíritu Santo. Cristo nos ama y nos muestra su Corazón como fuente de vida y santidad, como fuente de nuestra redención. Para comprender de modo más profundo esta invocación, tal vez es preciso volver al encuentro de Jesús con la samaritana, en la pequeña localidad de Sicar, junto al pozo, que se encontraba allí desde los tiempos del patriarca Jacob. Había acudido para sacar agua. Entonces Jesús le dijo: «Dame de beber»; ella le replicó: «¿cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». El evangelista añade que los judíos no se trataban con los samaritanos. Jesús, entonces, le dijo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice "dame de beber" tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva (...); el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 1-14). Palabras misteriosas.
Jesús es la fuente; de él brota la vida divina en el hombre. Sólo hace falta acercarse a él, permanecer en él, para tener esa vida. Y esa vida no es más que el inicio de la santidad del hombre, la santidad de Dios, que el hombre puede alcanzar con la ayuda de la gracia. Todos anhelamos beber del Corazón divino, que es fuente de vida y santidad.
3. «Dichosos los que respetan el derecho y practican siempre la justicia» (Sal 106, 3).
Queridos hermanos y hermanas, la meditación del amor de Dios, que se nos ha revelado en el Corazón de su Hijo, exige del hombre una respuesta coherente. No sólo hemos sido llamados a contemplar el misterio del amor de Cristo, sino también a participar en él. Cristo dice: «Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos» (Jn 14, 15). Así, al mismo tiempo que nos dirige una gran llamada, nos pone una condición: si quieres amarme, cumple mis mandamientos, cumple la santa ley de Dios, sigue el camino que Dios te ha señalado y que yo te he indicado con el ejemplo de mi vida.
La voluntad de Dios es que cumplamos sus mandamientos, es decir, la ley que dio en el monte Sinaí a Israel por medio de Moisés. La dio a todos los hombres. Conocemos esos mandamientos. Muchos de vosotros los repetís cada día en la oración. Es una devoción muy hermosa. Repitámoslos, tal como están escritos en el libro del Éxodo, para confirmar y renovar lo que recordamos:
«Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre.
No tendrás otros dioses delante de mí.
No tomarás en falso el nombre del Señor, tu Dios.
Recuerda el día del sábado para santificarlo.
Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que te va a dar el Señor, tu Dios.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás testimonio falso contra tu prójimo.
No codiciarás la casa de tu prójimo.
No codiciarás la mujer de tu prójimo» (cf. Ex 20, 2-17).
El fundamento de la moral que dio el Creador al hombre es el Decálogo, las diez palabras de Dios pronunciadas con firmeza en el Sinaí y confirmadas por Cristo en el sermón de la Montaña, en el marco de las bienaventuranzas. El Creador, que es al mismo tiempo el supremo legislador, ha inscrito en el corazón del hombre todo el orden de la verdad. Ese orden condiciona el bien y el orden moral, y constituye la base de la dignidad del hombre creado a imagen y semejanza de Dios.
Los mandamientos fueron dados para el bien del hombre, para su bien personal, familiar y social. Para el hombre son realmente el camino. El mero orden natural no basta. Es necesario completarlo y enriquecerlo con el orden sobrenatural. Gracias a él, la vida cobra nuevo sentido y el hombre se hace mejor. En efecto, la vida necesita fuerzas y valores divinos, sobrenaturales: sólo entonces adquiere pleno esplendor.
Cristo confirmó esa ley de la antigua Alianza. En el sermón de la Montaña lo dijo con claridad a los que lo escuchaban: «No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Cristo vino para dar cumplimiento a la ley, ante todo para colmarla de contenido y de significado, y para mostrar así su pleno sentido y toda su profundidad: la ley es perfecta cuando está impregnada del amor de Dios y del prójimo. Del amor depende la perfección moral del hombre, su semejanza con Dios. «El que acoge mis mandamientos y los cumple -dice Cristo-, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21). Esta ceremonia litúrgica, dedicada al sacratísimo Corazón de Jesús, nos recuerda ese amor de Dios, anhelado intensamente por el hombre, y nos señala que la respuesta concreta a ese amor es cumplir en la vida diaria los mandamientos de Dios. Dios ha querido que esos mandamientos no se borren de nuestra memoria, sino que permanezcan bien grabados para siempre en la conciencia del hombre, a fin de que, conociéndolos y cumpliéndolos, «tenga la vida eterna».
4. «Dichosos los que respetan el derecho».
El salmista define así a los que caminan por la senda de los mandamientos y los cumplen hasta el fin (cf. Sal 119, 32-33). En efecto, el cumplimiento de la ley de Dios es la condición para obtener el don de la vida eterna, o sea, la felicidad que nunca termina. A la pregunta del joven rico: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16), Jesús responde: «Si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos» (Mt 19, 17). Esta invitación de Cristo es particularmente actual en la realidad de hoy, en la que muchos viven como si Dios no existiera. La tentación de organizar el mundo y la propia vida sin Dios, o contra Dios, sin sus mandamientos y sin el Evangelio, existe y se cierne también sobre nosotros. Y la vida humana y el mundo construidos sin Dios, al final se volverán contra el hombre. Hemos visto numerosas pruebas de esta verdad en el siglo XX, que está a punto de concluir. Transgredir los mandamientos divinos, abandonar el camino trazado por Dios, significa caer en la esclavitud del pecado y «el salario del pecado es la muerte» (Rm 6, 23).
Nos encontramos frente a la realidad del pecado. Es una ofensa a Dios, una desobediencia a Dios, a su ley, a la norma moral que Dios dio al hombre, inscribiéndola en su corazón, confirmándola y perfeccionándola mediante la Revelación. El pecado se opone al amor de Dios hacia nosotros y aleja de él nuestro corazón. El pecado es «el amor de sí llevado hasta el desprecio de Dios», como dice san Agustín (De civitate Dei, 14, 28). El pecado es un gran mal, en sus múltiples dimensiones: comenzando por el original, pasando por todos los pecados personales de cada hombre, hasta los pecados sociales, los pecados que gravan sobre la historia de la humanidad entera.
Debemos ser siempre conscientes de ese gran mal; debemos tener siempre una fina sensibilidad, para reconocer claramente la semilla de muerte que entraña el pecado. Aquí se trata de lo que se suele llamar el sentido del pecado. Tiene su fuente en la conciencia moral del hombre y está vinculado con el conocimiento de Dios, con el sentido de la unión con el Creador, Señor y Padre. Cuanto más profunda es esta conciencia de la unión con Dios, fortalecida por la vida sacramental del hombre y por la oración sincera, tanto más claro es el sentido del pecado. La realidad de Dios esclarece e ilumina el misterio del hombre. Hagamos todo lo posible para que nuestra conciencia sea sensible y para protegerla contra la deformación o la insensibilidad.
Veamos las grandes tareas que Dios nos encomienda. Debemos formar en nosotros un verdadero hombre a imagen y semejanza de Dios. Un hombre que ame la ley de Dios y quiera vivir según ella. El salmista, que exclama: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado» (Sal 50, 3), ¿no es para nosotros un ejemplo conmovedor de hombre que se presenta ante Dios arrepentido? Quiere la metánoia de su corazón, para llegar a ser criatura nueva, diversa, transformada por el poder de Dios.
Tenemos el ejemplo de san Adalberto. Sentimos aquí su presencia, porque en esta tierra dio su vida por Cristo. Desde hace mil años nos dice, con el testimonio de su martirio, que la santidad se consigue mediante el sacrificio, que aquí no hay lugar para componendas, que es preciso ser fieles hasta el final y que es necesario tener valentía para proteger la imagen de Dios en la propia alma, hasta el sacrificio supremo. Su martirio es una exhortación a los hombres para que, muriendo al mal y al pecado, dejen que nazca en ellos un hombre nuevo, un hombre de Dios, que cumpla los mandamientos del Señor.
5. Queridos hermanos y hermanas, contemplemos al Sagrado Corazón de Jesús, que es fuente de vida, pues por medio de él se ha logrado la victoria sobre la muerte. También es fuente de santidad, pues en él ha quedado derrotado el pecado, que es el enemigo de la santidad, el enemigo del progreso espiritual del hombre. Del Corazón del Señor Jesús deriva la santidad de cada uno de nosotros. Aprendamos de ese Corazón el amor a Dios y la comprensión del misterio del pecado, mysterium iniquitatis.
Hagamos actos de reparación al Corazón divino por los pecados cometidos por nosotros y por nuestro prójimo. Reparemos por el rechazo de la bondad y del amor de Dios.
Acerquémonos diariamente a esta fuente, de la que brotan manantiales de agua viva. Pidamos, como la samaritana: «Dame de esa agua», pues da la vida eterna.
Corazón de Jesús, hoguera ardiente de caridad.
Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad.
Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados, ten piedad de nosotros. Amén.
Homilía (15-06-1999): Un Dios que ama
martes 15 de junio de 19991. «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1).
Este encuentro nos introduce directamente en lo más íntimo del misterio del amor de Dios. En efecto, estamos participando en las Vísperas en honor del Sagrado Corazón de Jesús, que nos permiten vivir y experimentar el amor que Dios tiene al hombre. «Pues tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Dios ama al mundo y lo amará hasta el final. El Corazón del Hijo de Dios, traspasado en la cruz y abierto, testimonia de modo profundo y definitivo el amor de Dios.
San Buenaventura escribe: «Uno de los soldados lo hirió con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina Providencia, a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de nuestra salud» (Liturgia de las Horas, Oficio de lectura de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, vol. III, p. 541).
Nos presentamos con el corazón conmovido y humildemente ante el gran misterio de Dios, que es amor. Hoy, aquí, en Gliwice, queremos manifestarle nuestra alabanza y nuestra inmensa gratitud.
Con gran alegría vengo a visitaros, porque os quiero mucho. Todo el pueblo de Silesia me es muy querido. Como arzobispo metropolitano de Cracovia, cada año iba en peregrinación a la Virgen de Piekary y allí nos reuníamos para orar en común. Apreciaba mucho cada invitación. Siempre era para mí una experiencia profunda. Sin embargo, en la diócesis de Gliwice me encuentro por primera vez, ya que es una diócesis joven, instituida hace pocos años. Por eso, recibid mi cordial saludo, que dirijo ante todo a vuestro obispo Jan Wieczorek y al obispo auxiliar Gerard Kusz. Saludo también a los sacerdotes, a las familias religiosas, a todas las personas consagradas y al pueblo fiel de esta diócesis.
Me alegra que en el itinerario de mi visita a la patria esté también Gliwice, una ciudad que visité muchas veces, y a la que me unen gratos recuerdos. Con gran gozo visito esta tierra de hombres avezados al trabajo duro: es la tierra del minero polaco, la tierra de las acererías, de las minas, de los hornos y de las fábricas, pero también es una tierra de rica tradición religiosa. Mi pensamiento y mi corazón se dirigen hoy a vosotros, aquí presentes, a todos los hombres de la alta Silesia y de toda Silesia. Os saludo a todos en el nombre de Dios, uno y trino.
2. «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de san Juan evangelista constituyen el lema que guía la peregrinación del Papa a Polonia. En vísperas del gran jubileo del año 2000, es preciso transmitir nuevamente al mundo esta alegre e impresionante noticia sobre un Dios que ama. Dios es una realidad que supera nuestra capacidad de comprensión. Precisamente por ser Dios, nunca podremos entender con nuestra razón su infinitud; no podremos nunca encerrarla en nuestras estrechas dimensiones humanas. Es él quien nos juzga, quien nos gobierna, quien nos guía y nos comprende, aunque no nos demos cuenta. Pero este Dios, inalcanzable en su esencia, se acercó al hombre mediante su amor paterno. La verdad sobre Dios que es amor constituye casi una síntesis y a la vez el culmen de todo lo que Dios ha revelado de sí mismo, de lo que nos ha dicho por medio de los profetas y por medio de Cristo sobre lo que él es.
Dios ha revelado este amor de muchas maneras. Primero, en el misterio de la creación. La creación es obra de la omnipotencia de Dios, guiada por su sabiduría y su amor. «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jr 31, 3), dice Dios a Israel a través del profeta Jeremías. Dios ama al mundo que ha creado y, dentro del mundo, ama sobre todo al hombre. Incluso cuando el hombre prevaricó contra ese amor original, Dios no dejó de amarlo y lo elevó de su caída, pues es Padre, es amor.
Dios reveló del modo más perfecto y definitivo su amor en Cristo, en su cruz y en su resurrección. San Pablo dice: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2, 4-5).
En mi mensaje de este año a los jóvenes escribí: «El Padre os ama». Esta magnífica noticia ha sido depositada en el corazón del hombre que cree, el cual, como el discípulo predilecto de Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y escucha sus confidencias: «El que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
«El Padre os ama»: estas palabras del Señor Jesús constituyen el centro mismo del Evangelio. Al mismo tiempo, nadie pone de relieve mejor que Cristo el hecho de que ese amor es exigente: «haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8), enseñó del modo más perfecto que el amor espera una respuesta de parte del hombre. Exige la fidelidad a los mandamientos y a la vocación que ha recibido de Dios.
3. «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16).
Mediante la gracia, el hombre está llamado a la alianza con su Creador, a dar la respuesta de fe y amor que nadie puede dar en su lugar. Esa respuesta no ha faltado aquí, en Silesia. La habéis dado a lo largo de siglos enteros con vuestra vida cristiana. En la historia siempre habéis estado unidos a la Iglesia y a sus pastores; os habéis mantenido fieles a la tradición religiosa de vuestros antepasados. En particular durante el largo período de la posguerra, hasta los cambios acaecidos en nuestro país en 1989, habéis vivido una época de gran prueba para vuestra fe. Habéis perseverado con fidelidad a Dios, resistiendo a la ateización, a la laicización de la nación y a la lucha contra la religión.
Recuerdo que miles de obreros de Silesia repetían con firmeza, en el santuario de Piekary: «El domingo es de Dios y nuestro». Siempre habéis sentido necesidad de la oración y de los lugares donde puede realizarse mejor. Por eso, no os ha faltado la fuerza de espíritu y la generosidad para comprometeros en la construcción de nuevas iglesias y lugares de culto, que surgieron en gran número en ese tiempo en las ciudades y en las aldeas de la alta Silesia.
Os interesabais por el bien de la familia. Por eso, reivindicabais los derechos debidos a ella, especialmente el de poder educar libremente a vuestros hijos y a los jóvenes en la fe. A menudo os reuníais en santuarios y en muchos otros lugares escogidos, para expresar vuestra adhesión a Dios y para dar testimonio de él. También me invitabais a mí a esas celebraciones comunes en Silesia. De buen grado os anunciaba yo la palabra de Dios, porque teníais necesidad de aliento en el difícil período de luchas por conservar la identidad cristiana, a fin de tener fuerza para obedecer «a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29).
Hoy, al contemplar el pasado, damos gracias a la Providencia por ese examen sobre la fidelidad a Dios y al Evangelio, a la Iglesia y a sus pastores. También era un examen sobre la responsabilidad con respecto a la nación, a la patria cristiana y a su patrimonio milenario, que a pesar de todas las grandes pruebas no fue destruido ni cayó en el olvido. Así sucedió porque «habéis conocido el amor que Dios nos tiene, y habéis creído en él», y habéis querido responder siempre con amor a Dios.
4. «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos (...) sino que se complace en la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Sal 1, 1-2).
Hemos escuchado estas palabras del salmista en la lectura breve de las Vísperas. Permaneced fieles a la experiencia de las generaciones que han vivido en esta tierra con Dios en el corazón y con la oración en los labios. Que en Silesia triunfe siempre la fe y la sana moralidad, el verdadero espíritu cristiano y el respeto a los mandamientos divinos. Conservad como el mayor tesoro lo que constituía la fuente de fuerza espiritual para vuestros padres. Ellos sabían incluir a Dios en su vida y en él vencer todas las manifestaciones del mal. Un símbolo elocuente de eso es el saludo: «Dios te sea propicio», que suelen decir los mineros. Conservad el corazón siempre abierto a los valores transmitidos por el Evangelio; vividlos, pues son característicos de vuestra identidad.
Queridos hermanos y hermanas, quería deciros que conozco vuestras dificultades, los temores y sufrimientos que estáis viviendo en la actualidad; los temores y sufrimientos que experimenta el mundo del trabajo en esta diócesis y en toda Silesia. Soy consciente de los peligros que acompañan a este estado de cosas, especialmente para muchas familias y para toda la vida social. Es necesario analizar atentamente las causas de esos peligros y buscar las posibles soluciones. Ya he hablado de ello, en Sosnowiec, durante esta peregrinación. Hoy me dirijo una vez más a todos mis compatriotas. Construid el futuro de la nación sobre el amor a Dios y a los hombres, sobre el respeto de los mandamientos de Dios y la vida de gracia, pues es feliz el hombre, es feliz la nación que se complace en la ley del Señor.
La certeza de que Dios nos ama debería impulsar al amor a los hombres, a todos los hombres, sin excepción alguna y sin distinguir entre amigos y enemigos. El amor al hombre consiste en desear a cada uno el verdadero bien. Consiste también en la solicitud por garantizar ese bien y rechazar toda forma de mal e injusticia. Es preciso buscar siempre y con perseverancia los caminos de un justo desarrollo para todos, a fin de «hacer más humana la vida del hombre» (cf. Gaudium et spes, 38). Ojalá que abunden en nuestro país el amor y la justicia, produciendo cada día frutos en la vida de la sociedad. Sólo gracias a ellos esta tierra podrá llegar a ser una casa feliz. Sin un amor grande y auténtico no hay casa para el hombre. Aun logrando grandes éxitos en el campo del progreso material, sin él estaría condenado a una vida sin sentido
«El hombre es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (ib., 24). Ha sido llamado a participar en la vida de Dios; ha sido llamado a la plenitud de gracia y de verdad. La grandeza, el valor y la dignidad de su humanidad los encuentra precisamente en esa vocación.
Dios, que es amor, sea la luz de vuestra vida hoy y en el futuro. Sea la luz para toda nuestra patria. Construid un porvenir digno del hombre y de su vocación.
Os encomiendo a todos vosotros, a vuestras familias y vuestros problemas a María santísima, venerada en muchos santuarios de esta diócesis y en toda Silesia. Que ella nos enseñe el amor a Dios y al hombre, como lo practicó en su vida.
A todos os deseo: «Dios os sea propicio».
Francisco, papa
Homilía (27-06-2014): Se unió a nosotros con un vínculo eterno
viernes 27 de junio de 2014«El Señor se ha unido a vosotros y os ha elegido» (cf. Dt 7, 7).
Dios se ha unido a nosotros, nos ha elegido, este vínculo es para siempre, no tanto porque nosotros somos fieles, sino porque el Señor es fiel y soporta nuestras infidelidades, nuestra lentitud, nuestras caídas.
Dios no tiene miedo de vincularse. Esto nos puede parecer extraño: a veces llamamos a Dios «el Absoluto», que significa literalmente «libre, independiente, ilimitado»; pero, en realidad, nuestro Padre es «absoluto» siempre y solamente en el amor: por amor sella una alianza con Abraham, con Isaac, con Jacob, etc. Quiere los vínculos, crea vínculos; vínculos que liberan, que no obligan.
Con el Salmo hemos repetido: «El amor del Señor es para siempre» (cf. Sal 103). En cambio, de nosotros, hombres y mujeres, otro salmo afirma: «Desaparece la lealtad entre los hombres» (Sal 12, 2). Hoy, en particular, la fidelidad es un valor en crisis porque nos inducen a buscar siempre el cambio, una supuesta novedad, negociando las raíces de nuestra existencia, de nuestra fe. Pero sin fidelidad a sus raíces, una sociedad no va adelante: puede hacer grandes progresos técnicos, pero no un progreso integral, de todo el hombre y de todos los hombres.
El amor fiel de Dios a su pueblo se manifestó y se realizó plenamente en Jesucristo, el cual, para honrar el vínculo de Dios con su pueblo, se hizo nuestro esclavo, se despojó de su gloria y asumió la forma de siervo. En su amor, no se rindió ante nuestra ingratitud y ni siquiera ante el rechazo. Nos lo recuerda san Pablo: «Si somos infieles, Él —Jesús— permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2, 13). Jesús permanece fiel, no traiciona jamás: aun cuando nos equivocamos, Él nos espera siempre para perdonarnos: es el rostro del Padre misericordioso.
Este amor, esta fidelidad del Señor manifiesta la humildad de su corazón: Jesús no vino a conquistar a los hombres como los reyes y los poderosos de este mundo, sino que vino a ofrecer amor con mansedumbre y humildad. Así se definió a sí mismo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Y el sentido de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que celebramos hoy, es que descubramos cada vez más y nos envuelva la fidelidad humilde y la mansedumbre del amor de Cristo, revelación de la misericordia del Padre. Podemos experimentar y gustar la ternura de este amor en cada estación de la vida: en el tiempo de la alegría y en el de la tristeza, en el tiempo de la salud y en el de la enfermedad y la dificultad.
La fidelidad de Dios nos enseña a acoger la vida como acontecimiento de su amor y nos permite testimoniar este amor a los hermanos mediante un servicio humilde y manso. Es cuanto están llamados a hacer especialmente los médicos y el personal paramédico en este policlínico, que pertenece a la Universidad católica del Sacro Cuore. Aquí, cada uno de vosotros lleva a los enfermos un poco de amor del Corazón de Cristo, y lo hace con competencia y profesionalidad. Esto significa permanecer fieles a los valores fundantes que el padre Gemelli puso en la base del Ateneo de los católicos italianos, para conjugar la investigación científica iluminada por la fe y la preparación de cualificados profesionales cristianos.
Queridos hermanos: En Cristo contemplamos la fidelidad de Dios. Cada gesto, cada palabra de Jesús transparenta el amor misericordioso y fiel del Padre. Y entonces, ante Él, nos preguntamos: ¿cómo es mi amor al prójimo? ¿Sé ser fiel? ¿O soy voluble, sigo mis estados de humor y mis simpatías? Cada uno de nosotros puede responder en su propia conciencia. Pero, sobre todo, podemos decirle al Señor: Señor Jesús, haz que mi corazón sea cada vez más semejante al tuyo, pleno de amor y fidelidad.
Congregación para el Clero
Homilía: Se unió a nosotros con un vínculo eterno
Toda la Iglesia se reúne hoy, al celebrar el Sagrado Corazón de Jesús, como animada por el deseo de obedecer a las palabras del profeta Isaías: «Sacaréis agua con alegría de las fuentes de la salvación» y «dad gracias al Señor e invocad Su Nombre, proclamad sus obras entre los pueblos» (Is 12,3-4).
Estamos reunidos en esta Celebración Eucarística para saciar nuestra sed con el Sagrado Corazón y para proclamar la obra de nuestra Salvación, contenida en este Corazón. En verdad, el corazón humano, cuya imagen es de por sí símbolo de amor, en Cristo se ha hecho el compendio real del Amor de Dios por los hombres. Amor que, frente a la indiferencia de Israel, llega a decir: «Mi corazón se conmueve dentro de mí y se enciende toda mi ternura» (Os 11,8); Amor que supera toda nuestra capacidad de bien y de comprensión, hasta llegar a afirmar frente al rechazo: «No desfogaré el ardor de mi ira [...] porque soy Dios y no hombre« (Os 11,9).
El Corazón de Cristo, no obstante, no sólo «simboliza«, como una metáfora el Amor de Dios, sino que es su concreta y perfecta realización, la Presencia misma, viva y vivificadora. La Iglesia no celebra un amor genérico e indefinido, ni solamente alaba las obras que Dios ha realizado por nosotros, como si fueran un recuerdo lejano del cual nos beneficiamos, y menos aún promueve un malentendido sentimentalismo, al cual cierta cultura laicista quisiera reducir el precioso sentido de la devoción cristiana. La Iglesia, más bien, adora el Sagrado Corazón. Adora el Corazón de la Santísima Humanidad de Jesús, que hipostáticamente unido a la Persona del Verbo divino, es destinatario «legítimo» del culto de latría.
Delante del Corazón de Jesús, por tanto, la Iglesia dobla sus rodillas y en Él contempla al Dios-con-nosotros, el cual, no contento con llamar y educar a los hombres por medio de la voz de los profetas, Él mismo se ha hecho «hombre» en el seno de María, nos ha amado con un amor todo divino y todo humano, y ha tomado sobre sí nuestro pecado, derramando a cambio toda su Sangre.
La Iglesia, además, adora y contempla el Sagrado Corazón de Jesús como su propio Corazón, puesto que Ella, con Cristo –como diría Santo Tomás- forma una Mystica Persona. En efecto, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, al Corazón de Cristo está íntimamente unido todo cristiano, llamado así a conformar el propio corazón a este Principio de Amor que arde en Él y que, con la oración y la recepción de los sacramentos, con la escucha de la palabra de Verdad y las buenas obras, que Dios nos da para que las hagamos, llegará a impregnar, purificar e iluminar siempre más toda su persona.
De manera muy especial, todos los sacerdotes están unidos al Sacratísimo Corazón de Jesús. Ellos, como gustaba decir al Santo Cura de Ars, son «partícipes del Amor del Corazón de Jesús», puesto que es su Amor Sacerdotal el que ellos hacen presente, sobre todo con la celebración eucarística y administrando la Misericordia infinita, que desborda de este Corazón.
Profundizando siempre más en la intimidad con Cristo, ellos son llamados a querer lo que Él quiere, a tener sus mismos sentimientos, su misma caridad pastoral, llegando a sufrir sinceramente por la falta de correspondencia de los hombres al Amor, a interceder incesantemente por ellos y a ofrecer la propia vida en un acto de continua reparación.
Por esta razón, la Iglesia Universal coloca en esta Solemnidad la Jornada Mundial de Oración por la santificación del Clero, consciente de que, rezando por la santidad de sus sacerdotes, Ella obtendrá frutos de santidad también para todos los fieles, que reciben de las manos y de los labios de los ministros sagrados los medios indispensables de salvación, la verdad evangélica, el mismo Cristo Señor.
Recemos, pues, con fe sincera, sabiendo que nos precede y acompaña Aquella que es la Estrella de la Mañana, la que ha adelantado al Sol que saldría de su seno Purísimo y que ahora espera, como nuestra verdadera Madre, nuestro nacer con Cristo a la Vida eterna. Su Corazón Inmaculado interceda incesantemente por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.