Solemnidad Cuerpo y Sangre del Señor (Corpus Christi) – Homilías (A)
/ 14 junio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Dt 8, 2-3. 14b-16a: Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres
Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20: Glorifica al Señor, Jerusalén
1 Co 10, 16-17: El pan es uno; nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo
Jn 6, 51-58: Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Santo Tomás de Aquino, presbítero
Obras: ¡Oh banquete precioso y admirable!
El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres.
Además, entregó por nuestra salvación todo cuanto tomó de nosotros. Porque, por nuestra reconciliación, ofreció, sobre el altar de la cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre como precio de nuestra libertad y como baño sagrado que nos lava, para que fuésemos liberados de una miserable esclavitud y purificados de todos nuestros pecados.
Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida.
¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?
No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales.
Se ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido para la salvación de todos.
Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión.
Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando después de celebrar la Pascua con sus discípulos iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia.
San Pablo VI, papa
Homilía (28-06-1978): Alimento que redime de toda esclavitud.
miércoles 28 de junio de 1978Venerados hermanos e hijos queridísimos:
Con paterna efusión de sentimiento queremos ante todo dirigir nuestro saludo a todos vosotros que, impulsados por la fe y por el amor, os habéis reunido en esta basílica para celebrar con nosotros la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, para tributar a Jesús eucarístico un acto de culto público y solemne, reconociendo en El al Pastor bueno que nos guía por los caminos de la existencia, al Maestro sabio que dispensa luz a nuestros corazones entenebrecidos, al Redentor que con tanta prodigalidad de amor y de gracia nos viene al encuentro y se hace inefablemente el Pan de vida para este caminar nuestro en el tiempo hacia la posesión eterna de Dios.
Querríamos llegar a cada uno de vosotros con una palabra personal y afectuosa, cual corresponde entre personas a quienes anima el mismo gozo, por estar llamadas a sentarse a la misma mesa festiva. Mas, desafortunadamente, no podemos, y por eso hemos de confiar en vuestra atenta y cordial intuición, que sabrá percibir en las palabras dirigidas a todos nuestra sincera intención de acercarnos, con respetuoso y participante cariño, a la situación particular de cada uno para invitaros a estar atentos, conscientes y exultantes por la realidad del misterio eucarístico.
Queridísimos hijos, la solemnidad que hoy celebramos fue querida por la Iglesia, como bien sabéis, para que sus hijos pudiesen tributar al sacramento de la Eucaristía, habitualmente oculto en el recoleto silencio de los sagrarios, ese testimonio público de gozoso reconocimiento, cuya apremiante necesidad no puede menos de sentir todo corazón consciente de la realidad de esta misteriosa presencia de Cristo. Por eso la fe de los cristianos prorrumpe hoy, con sobrio regocijo, en la exultación de oraciones corales y de cantos jubilosos, que se desborda también fuera de los templos, llevando a todas partes una nota de alegría y un anuncio de esperanza.
Y, ¿cómo iba a poder ser de otro modo, si bajo los blancos velos de la Hostia consagrada sabemos que tenemos con nosotros al Señor de la vida y de la muerte, "el que es y era y ha de venir" ( Ap 1, 4)? Celebramos una fiesta del gozo porque, a despecho de todo, El está con nosotros cada día hasta el fin (cf. Mt 28, 28): una fiesta del pasado, que está presente en el recuerdo de la cena y de la muerte del Señor, por encima de toda distancia temporal; una fiesta del futuro, porque ya ahora, bajo los velos del sacramento; está presente aquel que lleva consigo todo futuro, el Dios del amor eterno (cf. K. Rahner, La fede che ama la terra, 1968, pág. 114).
¡Qué mies de consideraciones sugestivas y corroborantes se ofrece a la mirada pensativa del alma en oración! Es una meditación que preferiríamos llevar a cabo en el silencio de una contemplación adorante, más bien que encomendarla a las palabras; queremos proponeros, más sugiriendo que desarrollando, algunos rápidos puntos de reflexión.
Ante todo acerca del valor de "recuerdo" del rito que estamos celebrando.
Vosotros sabéis el porqué de las dos especies eucarísticas. Jesús quiso permanecer bajo las apariencias del pan y del vino, figuras respectivamente de su Cuerpo y de su Sangre, para actualizar en el signo sacramental la realidad de su sacrificio, es decir, de aquella inmolación en la cruz que trajo la salvación al mundo. ¿Quién no recuerda las palabras del Apóstol Pablo: "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que El vuelva" ( 1 Cor 11, 26)?
Así, pues, Jesús está presente en la Eucaristía corno "varón de dolores" (cf. Is 53, 3), como "el cordero de Dios", que se ofrece víctima por los pecados del mundo (cf. Jn 1, 29).
Comprender esto significa ver abrirse ante uno perspectivas inmensas: en este mundo no hay redención sin sacrificio (cf. Heb 9, 22) y no hay existencia redimida que no sea al mismo tiempo una existencia de víctima.
En la Eucaristía se ofrece a los cristianos de todos los tiempos la posibilidad de dar al calvario cotidiano de sufrimientos, incomprensiones, enfermedades y muerte, la dimensión de una oblación redentora, que asocia el dolor de las personas a la pasión de Cristo, encaminando la existencia de cada uno a la inmolación de la fe que, en su última plenitud, se abre a la mañana pascual de la resurrección.
¡Cómo nos gustaría poder repetir esta palabra de fe y de esperanza a cada uno personalmente, y sobre todo a los que en este momento están oprimidos por la tristeza, por la enfermedad! ¡El dolor no es inútil! Si está unido con el de Cristo, el dolor humano adquiere algo del valor redentor de la pasión misma del Hijo de Dios.
La Eucaristía —ésta es la segunda reflexión que querríamos proponeros— es evento de comunión.
El Cuerpo y la Sangre del Señor se ofrecen como alimento que nos redime de toda esclavitud y nos introduce en la comunión trinitaria, haciéndonos participar de la vida misma de Cristo y de su comunión con el Padre. No es casual la íntima conexión de la gran oración sacerdotal de Jesús con el misterio eucarístico, come tampoco el hecho de que su apasionada invocación ut unum sint esté situada precisamente en la atmósfera y en la realidad de este misterio.
La Eucaristía postula la comunión. Bien lo entendió el Apóstol a quien está dedicada esta Basílica, el cual, escribiendo a los cristianos de Corinto, les preguntaba: "El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?" Intuición fundamental, de la cual el Apóstol, con lógica férrea, sacaba la bien conocida conclusión: "Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" ( 1 Cor 10, 16-17).
La Eucaristía es comunión con El, con Cristo, y por eso mismo se transforma y se manifiesta en comunión nuestra con los hermanos: es invitación a realizar entre nosotros la concordia y la unión, a promoverlo que juntos nos hermana, a construir la Iglesia, que es el místico Cuerpo de Cristo, del cual es signo, causa y alimento el sacramento eucarístico. En la Iglesia primitiva el encuentro eucarístico era la fuente de aquella comunión de caridad, que constituía un espectáculo frente, al mundo pagano. También para nosotros, cristianos del siglo XX, de nuestra participación en la mesa divina debe brotar el verdadero amor, el que se ve, se expande y hace historia.
Hay también un tercer aspecto en este misterio: la Eucaristía es anticipo y prenda de la gloria futura.
Celebrando este misterio, la Iglesia peregrina se acerca, día tras día, a la Patria y, avanzando por el camino de la pasión y de la muerte, se aproxima a la resurrección y a la vida eterna.
El pan eucarístico es el viático que la sustenta en la travesía, llena de sombras, de esta existencia terrena y que la introduce, en cierto modo ya desde ahora, en la experiencia de la existencia gloriosa del cielo. Repitiendo el gesto divino de la Cena, nosotros construirnos en el tiempo fugaz la ciudad celeste, que perdura.
Así, pues, a nosotros, los cristianos, nos corresponde ser, en medio de los demás hombres, testigos de esta realidad, pregoneros de esta esperanza. El Señor, presente en la verdad del sacramento, ¿no repite acaso a nuestros corazones en cada Misa: "¡No temas! ¡Yo soy el primero y el último y el que vive!" ( Ap 1, 17-18)?
Lo que tal vez más necesita el mundo actual es que los cristianos levanten alta, con humilde valentía, la voz profética de su esperanza. Precisamente en una vida eucarística intensa y consciente es donde su testimonio recabará la cálida transparencia y el poder persuasivo necesarios para abrir brecha en los corazones humanos.
¡Hermanos e hijos queridísimos, estrechémonos, pues, en torno al altar! Aquí está presente Aquel que, habiendo compartido nuestra condición humana, reina ahora glorioso en la felicidad sin sombras del cielo. El, que en otro tiempo domeñó las amenazantes olas del lago de Tiberíades, guíe la navecilla de la Iglesia, en la que estamos todos nosotros, a través de los temporales del mundo, hasta las serenas orillas de la eternidad. Nos encomendamos a El, reconfortados por la certeza de que nuestra esperanza no será defraudada.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (21-06-1984): La Iglesia es un cuerpo
jueves 21 de junio de 19841. «Iglesia santa, glorifica a tu Señor» (cf. Sal 147, 121.
Esta exhortación, que resuena en la liturgia de hoy, responde casi como un eco lejano a la invitación que el salmista dirigió a Jerusalén:
«Glorifica al Señor, Jerusalén; / alaba a tu Dios, Sión, / que ha reforzado los cerrojos de tus puertas / y ha bendecido a tus hijos dentro de ti» (Sal 147, 12-13).
La Iglesia creció desde Jerusalén y en lo más profundo de su corazón trae esta invitación a glorificar al Dios viviente. Hoy desea responder a esta invitación de modo particular. Este día —jueves después del domingo de la Santísima Trinidad — se celebra la solemnidad del Corpus Domini: del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
2. La Iglesia creció desde la Jerusalén de la Antigua Alianza como Cuerpo bien compacto en unidad mediante la Eucaristía. «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Cor 17).
«Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16).
«El cáliz de nuestra acción de gracias, ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo?» (1 Cor 10, 16).
Hoy queremos glorificar de modo particular, queremos adorar con un acto público y solemne a este pan y a este cáliz, por medio de los cuales participamos del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo.
Todo lo que hacemos: este santísimo Sacrificio, que celebramos ahora, y esta procesión eucarística que luego recorrerá algunas calles de Roma (desde la basílica en Letrán a la basílica de la Madre de Dios en el Esquilino): todo esto sólo tiene como finalidad:
glorificar este Pan y este Cáliz, mediante los cuales la Iglesia participa en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo: «Jerusalén, alaba a tu Dios».
3. Jesucristo dice:
«El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 56-57).
Esta es la vida de la Iglesia. Se desarrolla en el ocultamiento eucarístico. Lo indica la lámpara que arde día y noche ante el tabernáculo. Esta vida se desarrolla también en el ocultamiento de las almas humanas, en el intimo del tabernáculo del hombre.
La Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, rodeando de la máxima veneración este misterio, que Cristo ha establecido en su Cuerpo y en su Sangre; este misterio que es la vida interior de almas humanas.
Lo hace con toda la sagrada discreción que merece este Sacramento.
Pero hay un día, en el que la Iglesia quiere hablar a todo el mundo de este gran misterio suyo. Proclamarlo por las calles y las plazas. Cantar en alta voz la gloria de su Dios. De este Dios admirable, que se ha hecho Cuerpo y Sangre: comida y bebida de las almas humanas.
«...y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51).
Es necesario, pues, que «el mundo» lo sepa. Es necesario que «el mundo» acoja este día solemne el mensaje eucarístico: el mensaje del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
4. Deseamos, pues, rodear con un cortejo solemne a este «pan», por medio del cual nosotros —muchos— formamos un solo «Cuerpo».
Queremos caminar y proclamar, cantar, confesar: / He aquí a Cristo —Eucaristía— enviado por el Padre. / He aquí a Cristo, que vive por el Padre. / He aquí a nosotros, en Cristo: / a nosotros, que comemos su Cuerpo y su Sangre, / a nosotros, que vivimos por El: por medio de Cristo-Eucaristía. / Por Cristo, Hijo Eterno de Dios.
«El que come su Carne y bebe su Sangre tiene la vida eterna... El: Cristo lo resucitará el último día» (cf. Jn 6, 54).
A este mundo que pasa, / a esta ciudad, que también pasa, aunque se la llame «ciudad eterna», / queremos anunciarles la vida eterna, que está, mediante Cristo, en Dios: / la vida eterna, cuyo comienzo y signo evangélico es la Resurrección de Cristo; / la vida eterna, que acogemos como Eucaristía: sacramento de vida eterna.
¡Jerusalén!
¡Iglesia santa! ¡Alaba a tu Dios! Amén.
Homilía (18-06-1987): Memorial de la acción de Dios
jueves 18 de junio de 19871. «No... te olvides del Señor tu Dios... que te alimentó en el desierto con un maná» (Dt 8, 14. 16).
Hoy, mientras caminamos por las calles de Roma en procesión, desde la basílica de Letrán hasta la que se alza sobre el Esquilino, intentemos tener ante los ojos también aquel camino:
«No... te olvides del Señor tu Dios que te sacó de Egipto, de la esclavitud» (Dt 8, 14). Dice Moisés: «Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... para ponerte a prueba y conocer tus intenciones» (Dt 8, 2).
Es el camino del pueblo de la Antigua Alianza a través del desierto, hacia la tierra prometida.
Mientras atravesamos las calles de Roma en procesión eucarística, nos manifestamos ante el mundo como pueblo «en camino», que Dios mismo alimenta con el Pan de Vida, así como en el desierto alimentaba con maná a los hijos e hijas de Israel. El desierto no permite encontrar alimento, Dios mismo alimentaba a su pueblo.
No olvidemos aquel camino y aquel alimento que era preanuncio del Alimento eucarístico.
Cristo mismo alude a esta figura, contenida en la historia del pueblo de la Antigua Alianza, mientras anunciaba la institución de la Eucaristía. Habla a aquellos que lo escuchan en las cercanías de Cafarnaún del pan que ha bajado del cielo (cfr. Jn 6, 51). También el maná en el desierto bajaba del cielo. Era el pan que Dios ofrecía a Israel: «Vuestros padre comieron del maná —dice Jesús— ...y murieron» (Jn 6, 49). El pan que Dios ofrecía en el desierto saciaba el hambre del cuerpo, pero no preservaba de la muerte.
Cristo anuncia a sus discípulos un Pan, distinto: «El que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58).
Así, pues, junto con la institución de la Eucaristía, entramos en el centro mismo del drama del hombre: ¿La vida orientada hacia la muerte, o, por el contrario, la vida abierta hacia la eternidad?
Mientras marchamos en procesión eucarística, recogidos en torno al Pan bajado del cielo, junto con el Verbo Encarnado, anunciamos la verdad de la vida eterna. A nuestro alrededor palpita la vida de la gran ciudad y, sin embargo, esta vida pasa. Esta ciudad, Roma, como cualquier otra ciudad del globo terrestre, es un lugar de paso. Palpita de vida hasta umbral de la muerte. Y en su historia, en el curso de las generaciones y de los siglos, ella ha vivido profundamente la realidad de la muerte humana.
2. Así, pues, lo que Cristo dijo en los alrededores de Cafarnaún adquiere siempre de nuevo actualidad. También hoy. También aquí, en Roma: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros» (Jn 6, 53).
Para anunciar la Eucaristía, Cristo parte de la realidad de la muerte, que es la herencia de todo hombre sobre la tierra, así como fue la herencia de todos los que comieron el maná en el desierto.
Nos encontramos así en el centro mismo del eterno problema del hombre, de su historia, de su misterio.
Cristo nos pone ante la alternativa de «tener la vida» o «no tener vida en nosotros».
3. Nos encontramos aquí con el núcleo mismo de la Buena Noticia. Es el cénit de la esperanza que va más allá de la necesidad de morir: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).
El Evangelio —la Buena Noticia— conduce de la muerte temporal a la Vida eterna. Y, sin embargo, los que escuchaban dirán: «Duro es este lenguaje; ¿quién puede entenderlo?» (Jn 6, 60). Así reaccionaron los oyentes de entonces, en las cercanías de Cafarnaún, ¿Y los oyentes de hoy?
Hasta los Apóstoles fueron sometidos a prueba. Al final, sin embargo, venció la fe: «Señor, ¿a dónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
Mientras celebramos hoy la Eucaristía en medio de la ciudad de Roma, mientras hacemos la procesión del Corpus Christi, intentemos tener ante los ojos aquel episodio en las cercanías de Cafarnaún. Así como tenemos en la memoria el camino de Israel a través del desierto y el «maná». La liturgia nos hace seguir estas huellas.
4. ¿Quiénes somos hoy?
Somos los herederos. Somos herederos en el gran misterio de la fe, que gradualmente se hacía camino en la historia del pueblo elegido de Dios.
Somos los herederos de esta fe, que, durante la última Cena, tomó definitivamente forma en las almas de los Apóstoles.
Entonces, las palabras del anuncio hecho en las cercanías de Cafarnaún llegaron a ser institución: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6, 55-56).
Somos, pues, los «Christo-foros». Llevamos a Cristo en nosotros. Su Cuerpo y su Sangre. Su muerte y resurrección. La victoria de la vida sobre la muerte.
«Christo-foros»: esto somos constantemente, cada día. Hoy deseamos darle una expresión particular, pública.
«Christo-foros»: los que viven «por medio de Cristo». Así como El vive «por medio del Padre».
He aquí el misterio que llevamos en nosotros. Misterio de vida eterna en Dios. Por medio de Cristo. «El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6. 51).
5. Intentemos crecer día tras día en el misterio pascual de Cristo. Y crezcamos, sobre todo, en una particular manifestación suya, la de la unidad: «El pan es uno —escribe el Apóstol—, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Cor 10, 17).
La Eucaristía nos engendra en la comunidad como Iglesia, en el Cuerpo de Cristo.
A través de todos los continentes del globo terrestre camina el pueblo mesiánico, el pueblo de la Nueva Alianza, la Iglesia que se alimenta de la Eucaristía y, mediante la Eucaristía, como Cuerpo de Cristo participa en la realidad de la vida eterna: la lleva en sí gracias a esta divina comida y bebida: el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡He aquí el gran misterio de la fe!
Acojámoslo con alegría y gratitud renovadas. En la Eucaristía está la prenda de nuestra esperanza. Digamos, pues, también nosotros con el Apóstol Pedro:
«Tú solo tienes palabras de vida eterna».
¡Tú solo, Señor! Amén.
Homilía (10-06-1993): Partícipes de la vida eterna.
jueves 10 de junio de 19931. «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho andar» (Dt 8, 2).
Hoy nos reunimos para tomar parte en una liturgia del camino. La Eucaristía que celebramos debe convertirse en el camino que la Iglesia que está en Roma ha de recorrer día a día, tal como lo ha recorrido desde los tiempos de los apóstoles. Este camino constituye el recuerdo de todos los caminos por los que Dios conducía a su pueblo en el desierto.
«Que tu corazón no se engría de forma que olvides al Señor tu Dios que te sacó del país de Egipto... Te hizo pasar hambre, te dio a comer él maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 14. 3).
La procesión del Corpus Christi, nuestra liturgia del camino, debe ser un recuerdo de esos caminos. Esos cuarenta años de viaje por el desierto hicieron que aquellos caminos quedaran vinculados al recuerdo del maná, el alimento que Dios enviaba cada día a los hijos e hijas de Israel.
La comida y la bebida son indispensables para el hombre en todos los caminos de su existencia terrena.
2. «Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron» (Jn 6, 49).
Aquel pan-maná, alimento cotidiano de los peregrinos, era solamente un anuncio. Confirmaba la verdad de que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».
De la boca de Dios sale la Palabra. La Palabra eterna, consustancial al Padre, se hizo carne (cf. Jn 1, 14). En ella alcanzó su ápice la verdad acerca del hombre. En ella también se reveló la verdad divina acerca del Pan de la vida eterna, acerca del alimento y la bebida que la Palabra de Dios destinó al hombre peregrino por los caminos de la historia y por los desiertos del mundo.
Cristo dijo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51).
3. Caminando por las calles de la Ciudad Eterna, conservamos vivo el recuerdo de aquellos caminos por los que el Dios de la alianza conducía a su pueble a través del desierto. Conservamos vivo el recuerdo de cuanto el Señor realizó y continúa realizando en nuestra diócesis, que hace algunos días concluyó su asamblea sinodal. Nuestra vocación de creyentes es comunión en la fe. Estamos llamados a caminar en la comunión testimoniando, ante todo, a Cristo. Ser testigos de Jesucristo, de la Palabra que se hizo carne. Testigos de Jesucristo, que en su carne aceptó la muerte y, después de haber hecho morir a la muerte, vive.
4. Os saludo a todos con afecto, queridos hermanos y hermanas... que con vuestra presencia habéis querido rendir homenaje al sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, tesoro inestimable que la Iglesia custodia con gratitud siempre nueva y amor ardiente.
El patriarca de la Iglesia de Etiopía, Su Santidad Abuna Paulos, se ha unido a nuestra celebración. Su participación manifiesta la fe común de nuestras Iglesias en la Eucaristía, como presencia viva de Jesucristo en medio de sus discípulos.
En nuestra oración al Señor común incluyamos al Patriarca y a toda su Iglesia. Invoquemos con fervor a Jesucristo, presente en el Sacramento del altar, a fin de que nos sostenga a todos, católicos y ortodoxos, en el camino hacia la unidad plena.
[...]
A vosotros, jóvenes... os confío el «mandato» de dar testimonio con alegría de vuestra fe ante cuantos encontréis en vuestro camino .
El símbolo eucarístico del pelícano, distintivo que ostentaréis en Denver, y que dentro de poco será llevado al altar durante la procesión de las ofertas, expresa el sentido de este testimonio evangélico que se os pide. En efecto, alude muy bien al tema de la Jornada mundial de la juventud, que para nuestra diócesis es también el tema del día del Corpus Christi: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Queridos jóvenes, con la palabra y el ejemplo sed testigos de la vida nueva que Cristo trajo al mundo.
5. El misterio de la Eucaristía, el mensaje eucarístico es verdad de vida: «Si uno come de este pan, vivirá para siempre» .
Todos debemos ser testigos ante el mundo: tanto nosotros, los que participamos en la Eucaristía y que en esta solemnidad caminamos en la procesión del Corpus Christi, como vosotros, los jóvenes que iréis a Denver.
Testigos de la vida, que está en nosotros mediante Cristo: en el poder de ese Cuerpo que entregó en la cruz para la vida del mundo, y en el poder de esa sangre, que derramó para el perdón de los pecados.
Seamos testigos de Cristo.
6. A través de nosotros Cristo quiere proclamar hoy: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56).
Por medio de nosotros Cristo repite a nuestra generación: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54).
Todo el misterio de la vida se expresa aquí hasta el fin, hasta la plenitud escatológica: el hombre se hace partícipe de la vida eterna mediante el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Vida eterna significa la vida de Cristo en nosotros, nuestra vida por Cristo en Dios.
«Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57).
Somos testigos: Theo-fori, Christo-fori, Pneumato-fori.
Nuestra boca humana pronuncia palabras de alabanza, expresa la fe de la Iglesia, da testimonio de la Palabra que se hizo carne «para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
Verbum caro, vita in aeternum!
Amén.
Homilía (06-06-1996): La Eucaristía: una peregrinación, un camino.
jueves 6 de junio de 1996«Te alimentó con el maná» (Dt 8, 3).
1. En la solemnidad del Corpus Domini, nos reunimos cada año delante de la basílica de San Juan de Letrán para celebrar el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo. Jesús mismo nos invita a participar en el banquete eucarístico: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él (...). El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día (...). El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que come vivirá por mí» (Jn 6, 56. 54. 57). Jesús pronunció estas palabras en Cafarnaúm. Con ellas anunciaba la institución de la Eucaristía, que realizaría durante la última cena.
Las palabras de la institución de la Eucaristía, que leemos en los sinópticos y en san Pablo, y que el sacerdote repite en cada santa misa, constituyen una síntesis del anuncio que refiere Juan: «Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros». «Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derrama por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía» (cf. Lc 22,19-20 y par.; 1 Co 11, 23-25).
Acogiéndolas con fe y gratitud, la Iglesia sabe lo que debe hacer, y toma mayor conciencia de lo que la Eucaristía representa para su vida y para la salvación del mundo entero.
2. Hoy, solemnidad del Corpus Domini, la Iglesia vuelve a descubrir, por decirlo así, que la Eucaristía es una peregrinación, un camino. Moisés, en el pasaje del Deuteronomio proclamado en la primera lectura, afirma: «Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto (...). Te alimentó con el maná (...) para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. (...) Te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres» (Dt 8, 2. 3. 16).
¡Sí! En el tiempo del éxodo Dios alimentó a su pueblo con un alimento desconocido. Del mismo modo, los Apóstoles, testigos de la institución de la Eucaristía, cuando comenzaron la cena del Jueves santo no imaginaban lo que el Maestro les diría poco después: que ese pan era su verdadero Cuerpo y que ese vino era su verdadera Sangre. Y cuando Jesús habló, ¿qué entendieron? Sólo más tarde cayeron plenamente en la cuenta de que, precisamente en virtud de ese alimento y de esa bebida, el hombre sería capaz de emprender el camino hacia la definitiva tierra prometida. Hacia la casa del Padre. .
«O sacrum convivium...», «Oh sagrado banquete, en que Cristo se nos da como alimento, se perpetúa el memorial de su pasión, el alma se llena de gozo y se nos da la prenda de la vida futura» (Antífona al Magníficat de la solemnidad del Corpus Domini ).
3. El Señor nos invita a cada uno de los presentes a participar con fe y amor en el sagrado banquete, en el que ha querido hacerse nuestro alimento y nuestra bebida para comunicarnos su misma vida divina.
Consciente de esta verdad, quisiera saludaros cordialmente a vosotros, señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; a vosotros, queridos hermanos y hermanas que representáis a las comunidades parroquiales, a los grupos y a las asociaciones de compromiso apostólico y misionero de nuestra diócesis. Os saludo a vosotros, peregrinos que habéis querido uniros a nuestra solemne manifestación de fe en Cristo, pan vivo para la salvación de la humanidad.
Están presentes, en particular, en esta liturgia eucarística y participan en la procesión del Corpus Domini, numerosos fieles procedentes de la República Checa. A ellos va nuestro cordial saludo y nuestro agradecimiento por este gesto de comunión eclesial.
Queridos hermanos y hermanas, os doy una cordial bienvenida. Recuerdo con agrado mi visita pastoral de hace un año a la República Checa y aquellos memorables días en que experimenté la fuerza de la tradición de fe y el progreso de la civilización de vuestro país.
Mirad con esperanza al futuro, fieles a las profundas raíces cristianas de vuestra amada nación. El Señor, que está presente aquí bajo las especies sagradas del pan y vino os colme de sus gracias y os lleve a vosotros y a toda vuestra nación a una prosperidad y paz duradera.
4. «Éste es el pan de los ángeles, el pan de los peregrinos» (Secuencia ).
Con qué elocuencia la celebración del Corpus Domini nos ayuda a profundizar la verdad de que la Eucaristía es el sacramento de la peregrinación humana. Peregrinación prefigurada en el éxodo del pueblo de Israel de Egipto hasta la tierra prometida.
Quizá precisamente por esto, en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, la Iglesia no sólo celebra la Eucaristía, sino que se pone en camino y junto con Jesús-Eucaristía recorre las calles de la ciudad. También nosotros, aquí en Roma, esta tarde, con la solemne procesión que se realiza desde San Juan de Letrán hasta Santa María la Mayor, queremos recordar la presencia de Dios que guió a su pueblo en el desierto hasta la tierra prometida. Sobre todo, queremos proclamar que Cristo-Eucaristía guía a la Iglesia y a todos nosotros a lo largo del camino que es él mismo, camino que lleva al Padre.
Nuestro caminar junto a él, ¿no tiene en Dios su fin? Sólo por medio de Jesús, que se nos ofrece bajo las especies del pan y del vino, la vida del hombre alcanza su plenitud: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».
¡Cristo, tú eres el camino que lleva al Padre! (cf. Jn 14, 6). Tú nos guías en la peregrinación diaria hacia la patria celestial.
Con tu presencia sacramental nos haces gustar anticipadamente la alegría de la participación completa y definitiva en la vida del Padre durante el banquete eterno.
En el sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre «se nos da la prenda de la gloria futura» . ¡Quédate con nosotros!
¡Camina con nosotros hoy y siempre!
Amén.
Homilía (03-06-1999): Alimento que trae la paz.
jueves 3 de junio de 19991. «Lauda, Sion, Salvatorem». Alaba, Sión, al Salvador.
Alaba a tu Salvador, comunidad cristiana de Roma, reunida delante de esta basílica catedral, dedicada a Cristo Salvador y a su precursor, san Juan Bautista. Alábalo, porque «ha puesto paz en tus fronteras; te sacia con flor de harina» (Sal 147, 14).
La solemnidad del Corpus Christi es fiesta de alabanza y acción de gracias. En ella el pueblo cristiano se congrega en torno al altar para contemplar y adorar el misterio eucarístico, memorial del sacrificio de Cristo, que ha donado a todos los hombres la salvación y la paz. Este año, nuestra solemne celebración y, dentro de poco, la tradicional procesión, que nos llevará de esta plaza hasta la de Santa María la Mayor, tienen una finalidad particular: quieren ser una súplica unánime y apremiante por la paz.
Mientras adoramos el Cuerpo de aquel que es nuestra Cabeza, no podemos por menos de hacernos solidarios con sus miembros que sufren a causa de la guerra. Sí, amadísimos hermanos y hermanas, romanos y peregrinos, esta tarde queremos orar juntos por la paz; queremos orar, de modo particular, por la paz en los Balcanes. Nos ilumina y guía la palabra de Dios que acabamos de escuchar.
2. En la primera lectura ha resonado el mandato del Señor: «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer» (Dt 8, 2). «Recuerda» es la primera palabra. No se trata de una invitación, sino de un mandato que el Señor dirige a su pueblo, antes de introducirlo en la tierra prometida. Le ordena que no olvide.
Para tener la paz, que es la síntesis de todos los bienes prometidos por Dios, es preciso ante todo no olvidar, sino atesorar la experiencia pasada. Se puede aprender mucho, incluso de los errores, para orientar mejor el camino.
Contemplando este siglo y el milenio que está a punto de concluir, no podemos menos de traer a la memoria las terribles pruebas que la humanidad ha debido soportar. No podemos olvidar; más aún, debemos recordar. Ayúdanos, Dios, Padre nuestro, a sacar las debidas lecciones de nuestras vicisitudes y de las de los que nos han precedido.
3. La historia habla de grandes aspiraciones a la paz, pero también de recurrentes desilusiones, que la humanidad ha debido sufrir entre lágrimas y sangre. Precisamente en este día, el 3 de junio de hace treinta y seis años, moría Juan XXIII , el Papa de la encíclica Pacem in terris . ¡Qué coro unánime de alabanzas acogió ese documento, en el que se trazaban las grandes líneas para la edificación de una verdadera paz en el mundo! Pero, ¡cuántas veces en estos años se ha tenido que asistir al estallido de la violencia bélica en diferentes partes del mundo!
Con todo, el creyente no se rinde. Sabe que puede contar siempre con la ayuda de Dios. Son muy elocuentes, al respecto, las palabras que pronunció Jesús durante la última cena: «Mi paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo» (Jn 14, 27). Hoy queremos una vez más acogerlas y comprenderlas a fondo. Entremos espiritualmente en el cenáculo para contemplar a Cristo que dona, bajo las especies del pan y del vino, su cuerpo y su sangre, anticipando el Calvario en el sacramento. De este modo nos dio su paz. San Pablo comenta: «él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad (...) por medio de la cruz» (Ef 2, 14. 16).
Entregándose a sí mismo, Cristo nos dio su paz. Su paz no es como la del mundo, hecha a menudo de astucias y componendas, cuando no también de atropellos y violencias. La paz de Cristo es fruto de su Pascua: es decir, es fruto de su sacrificio, que arranca la raíz del odio y de la violencia y reconcilia a los hombres con Dios y entre sí; es el trofeo de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, de su pacífica guerra contra el mal del mundo, librada y vencida con las armas de la verdad y el amor.
4. No por casualidad es precisamente ése el saludo que dirige Cristo resucitado. Al aparecerse a los Apóstoles, primero les muestra en las manos y en el costado las huellas de la dura lucha librada y luego les desea: «¡La paz esté con vosotros!» (Jn 20, 19. 21. 26). Esta paz la da a sus discípulos como regalo preciosísimo, no para que lo tengan celosamente escondido, sino para que lo difundan mediante el testimonio.
Esta tarde, amadísimos hermanos, al llevar en procesión la Eucaristía, sacramento de Cristo, nuestra Pascua, difundiremos por los caminos de la ciudad el anuncio de la paz que él nos ha dejado y que el mundo no puede dar. Caminaremos interrogándonos sobre nuestro testimonio personal en favor de la paz, pues no basta hablar de paz si no nos comprometemos luego a cultivar en el corazón sentimientos de paz y a manifestarlos en nuestras relaciones diarias con los que viven en nuestro entorno.
Llevaremos en procesión la Eucaristía y elevaremos nuestra apremiante súplica al «Príncipe de la paz» por la cercana tierra de los Balcanes, donde ya se ha derramado demasiada sangre inocente y se han realizado demasiadas ofensas contra la dignidad y los derechos de los hombres y de los pueblos.
Nuestra oración, esta tarde, se ve confortada por las perspectivas de esperanza, que por fin parecen haberse abierto.
5. «El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Estas palabras de Jesús, que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, nos ayudan a comprender cuál es la fuente de la verdadera paz. Cristo es nuestra paz, «pan» entregado por la vida del mundo. Él es el «pan» que Dios Padre ha preparado para que la humanidad tenga la vida y la tenga en abundancia (cf. Jn 10, 10).
Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo dio como salvación para todos, como Pan que constituye el alimento para tener la vida. El lenguaje de Cristo es muy claro: para tener la vida no basta creer en Dios; es preciso vivir de él (cf. St 2, 14). Por eso el Verbo se encarnó, murió, resucitó y nos dio su Espíritu; por eso nos dejó la Eucaristía, para que podamos vivir de él como él vive del Padre. La Eucaristía es el sacramento del don que Cristo nos hizo de sí mismo: es el sacramento del amor y de la paz, que es plenitud de vida.
6. «Pan vivo, que da la vida».
Señor Jesús, ante ti, nuestra Pascua y nuestra paz, nos comprometemos a oponernos sin violencia a las violencias del hombre sobre el hombre.
Postrados a tus pies, oh Cristo, queremos hoy compartir el pan de la esperanza con nuestros hermanos desesperados; el pan de la paz , con nuestros hermanos martirizados por la limpieza étnica y por la guerra; el pan de la vida , con nuestros hermanos amenazados cada día por las armas de destrucción y muerte.
Con la víctimas inocentes y más indefensas, oh Cristo, queremos compartir el Pan vivo de tu paz.
«Por ellos (...) te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (Canon romano ), para que tú, oh Cristo, nacido de la Virgen María, Reina de la paz, seas para nosotros, con el Padre y el Espíritu Santo, fuente de vida, de amor y de paz.
Amén.
Homilía (30-05-2002): La Eucaristía, Memoria viva.
jueves 30 de mayo de 20021. «Lauda, Sion, Salvatorem, lauda ducem et pastorem in hymnis et canticis»: «Alaba, Sión, al Salvador, tu guía y tu pastor, con himnos y cánticos».
Acabamos de cantar con fe y devoción estas palabras de la tradicional Secuencia , que forma parte de la liturgia del Corpus Christi.
Hoy es fiesta solemne, fiesta en la que revivimos la primera Cena sagrada. Mediante un acto público y solemne, glorificamos y adoramos el Pan y el Vino que se han convertido en verdadero Cuerpo y en verdadera Sangre del Redentor. «Es un signo lo que aparece» -subraya la secuencia-, pero «encierra en el misterio realidades sublimes».
2. «Pan vivo que da la vida: este es el tema de tu canto, objeto de tu alabanza».
Celebramos hoy una fiesta solemne, que expresa el asombro del pueblo de Dios : un asombro lleno de gratitud por el don de la Eucaristía. En el sacramento del altar Jesús quiso perpetuar su presencia viva en medio de nosotros, en la forma misma en que se entregó a los Apóstoles en el cenáculo. Nos deja lo que hizo en la última Cena, y nosotros, fielmente, lo renovamos.
Según tradiciones locales consolidadas, la solemnidad del Corpus Christi comprende dos momentos: la santa misa, en la que se realiza la ofrenda del Sacrificio, y la procesión, que manifiesta públicamente la adoración del santísimo Sacramento.
3. «Obedientes a su mandato, consagramos el pan y el vino, hostia de salvación». Se renueva, ante todo, el memorial de la Pascua de Cristo.
Pasan los días, los años, los siglos, pero no pasa este gesto santísimo en el que Jesús condensó todo su evangelio de amor. No deja de ofrecerse a sí mismo, Cordero inmolado y resucitado, por la salvación del mundo. Con este memorial la Iglesia responde al mandato de la palabra de Dios, que hemos escuchado también hoy en la primera lectura: «Recuerda... No te olvides» (Dt 8, 2. 14).
La Eucaristía es nuestra Memoria viva. La Eucaristía, como recuerda el Concilio, «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio de su carne vivificada por el Espíritu Santo. Así, los hombres son invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo» (Presbyterorum ordinis , 5).
De la Eucaristía, «fuente y cumbre de toda evangelización» (ib. ), también nuestra Iglesia de Roma debe tomar diariamente fuerza e impulso para su acción misionera y para toda forma de testimonio cristiano en la ciudad de los hombres.
4. «Buen pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros: aliméntanos y defiéndenos».
Tú, buen Pastor, recorrerás dentro de poco las calles de nuestra ciudad. En esta fiesta, toda ciudad , tanto la metrópoli como la más pequeña aldea del mundo, se transforman espiritualmente en la Sión, la Jerusalén que alaba al Salvador: el nuevo pueblo de Dios, congregado de todas las naciones y alimentado con el único Pan de vida.
Este pueblo necesita la Eucaristía. En efecto, es la Eucaristía la que lo convierte en Iglesia misionera. Pero, ¿es posible esto sin sacerdotes que renueven el misterio eucarístico?
Por eso, en este día solemne, os invito a rezar por el éxito de la Asamblea eclesial diocesana , que se celebrará en la basílica de San Juan de Letrán a partir del lunes próximo, y que prestará particular atención al tema de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Muchachos romanos, os repito las palabras que dirigí, durante la Jornada mundial de la Juventud de 2000, a los jóvenes reunidos en Tor Vergata : «Si alguno de vosotros (...) siente en su interior la llamada del Señor a entregarse totalmente a él para amarlo con corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 34), no se deje paralizar por la duda o el miedo. Pronuncie con valentía su sí sin reservas, fiándose de Aquel que es fiel en todas sus promesas» (Homilía , 20 de agosto de 2000, n. 6: L"Osservatore Romano , edición en lengua española, 25 de agosto de 2000, p. 12).
5. «Ave, verum Corpus, natum de Maria Virgine» .
«Te adoramos, oh verdadero Cuerpo nacido de la Virgen María».
Te adoramos, santo Redentor nuestro, que te encarnaste en el seno purísimo de la Virgen María.
Dentro de poco la solemne procesión nos conducirá al más insigne templo mariano de Occidente, la basílica de Santa María la Mayor. Te damos gracias, Señor, por tu presencia eucarística en el mundo.
Por nosotros aceptaste padecer, y en la cruz manifestaste hasta el extremo tu amor a toda la humanidad. ¡Te adoramos, viático diario de todos nosotros, peregrinos en la tierra!
«Tú que todo lo sabes y puedes, que nos alimentas en la tierra, conduce a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos». Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (26-05-2005): La meta de nuestro camino
jueves 26 de mayo de 2005Queridos hermanos...
En la fiesta del Corpus Christi la Iglesia revive el misterio del Jueves santo a la luz de la Resurrección. También el Jueves santo se realiza una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al monte de los Olivos. En Israel, la noche de Pascua se celebraba en casa, en la intimidad de la familia; así, se hacía memoria de la primera Pascua, en Egipto, de la noche en que la sangre del cordero pascual, asperjada sobre el arquitrabe y sobre las jambas de las casas, protegía del exterminador. En aquella noche, Jesús sale y se entrega en las manos del traidor, del exterminador y, precisamente así, vence la noche, vence las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, se realiza en plenitud: Jesús da realmente su cuerpo y su sangre. Cruzando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, verdadero maná, alimento inagotable a lo largo de los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En la procesión del Jueves santo la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y va delante de nosotros.
En los relatos de la Resurrección hay un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor «irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis» (Mt 28, 7). Reflexionando en esto con atención, podemos decir que el hecho de que Jesús «vaya delante» implica una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad, precisamente en Galilea, en el monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: «Id... y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19).
La otra dirección del «ir delante» del Resucitado aparece en el evangelio de san Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: «No me toques, que todavía no he subido al Padre» (Jn 20, 17). Jesús va delante de nosotros hacia el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirlo.
Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen; ambas indican juntamente el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios; Dios mismo es la casa de muchas moradas (cf. Jn 14, 2 s). Pero sólo podemos subir a esta morada yendo «a Galilea», yendo por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos.
Por eso el camino de los Apóstoles se ha extendido hasta los «confines de la tierra» (cf. Hch 1, 6 s); así, san Pedro y san Pablo vinieron hasta Roma, ciudad que por entonces era el centro del mundo conocido, verdadera «caput mundi».
La procesión del Jueves santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el «via crucis». En cambio, la procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato del Resucitado: voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo.
Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras: Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados. De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios: «Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este cáliz» (1 Co 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad.
Que nuestras calles sean calles de Jesús. Que nuestras casas sean casas para él y con él. Que nuestra vida de cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran bendición pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros.
En la procesión del Corpus Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato: «Tomad, comed... Bebed de ella todos» (Mt 26, 26 s). No se puede «comer» al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de «comer», es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor.
La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: «Tomad y comed».
Nuestra procesión termina ante la basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con la Virgen, llamada por el amado Papa Juan Pablo II «Mujer eucarística». En verdad, María, la Madre del Señor, nos enseña lo que significa entrar en comunión con Cristo: María dio su carne, su sangre a Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar en el cuerpo y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a ella, nuestra santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más todo nuestro ser a la presencia de Cristo; que nos ayude a seguirlo fielmente, día a día, por los caminos de nuestra vida. Amén.
Homilía (22-05-2008): Estar con él, caminar con él, adorarle a él
jueves 22 de mayo de 2008Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo fuerte del año litúrgico, que, centrándose en la Pascua se prolonga durante tres meses —primero los cuarenta días de la Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo pascual—, la liturgia nos hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter «sintético»: la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús.
¿Cuál es el significado específico de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración misma que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en su presencia; luego, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; y, por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la vida por nosotros. Reflexionemos brevemente sobre estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.
Así pues, el primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba «statio». Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí para celebrar al Salvador, muerto y resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de los orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y en torno a él, en torno a la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad, única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era uno solo el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol san Pablo en la segunda lectura (cf. 1 Co 10, 16-17).
Viene a la mente otra famosa expresión de san Pablo: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). «Todos vosotros sois uno». En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen, en la presencia del Señor, personas de edad, sexo, condición social e ideas políticas diferentes.
La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. Nosotros, esta tarde, no hemos elegido con quién queríamos reunirnos; hemos venido y nos encontramos unos junto a otros, unidos por la fe y llamados a convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los inicios, la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido opuesto. Por tanto, el Corpus Christi ante todo nos recuerda que ser cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno en él y con él.
El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos después de la santa misa, como su prolongación natural, avanzando tras Aquel que es el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libra de nuestras «parálisis», nos levanta y nos hace «pro-cedere», es decir, nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y había decidido dejarse morir (cf. 1 R 19, 1-4). Pero Dios lo despertó y le puso a su lado una torta recién cocida: «Levántate y come —le dijo—, porque el camino es demasiado largo para ti» (1 R 19, 5. 7).
La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere librar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos reanudar el camino con la fuerza que Dios nos da mediante Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que resulta ejemplar para toda la humanidad.
De hecho, la expresión «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3) es una afirmación universal, que se refiere a todo hombre en cuanto hombre. Cada uno puede hallar su propio camino, si se encuentra con Aquel que es Palabra y Pan de vida, y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que nos acompaña y nos indica la dirección. En efecto, no basta avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No basta el «progreso», si no hay criterios de referencia. Más aún, si nos salimos del camino, corremos el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarnos más rápidamente de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo «camino» y ha venido a caminar juntamente con nosotros a fin de que nuestra libertad tenga el criterio para discernir la senda correcta y recorrerla.
Al llegar a este punto, no se puede menos de pensar en el inicio del «Decálogo», los diez mandamientos, donde está escrito: «Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3). Aquí encontramos el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).
Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.
Por eso, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Haciendo nuestra la actitud de adoración de María, a la que recordamos de modo especial en este mes de mayo, oramos por nosotros y por todos; oramos por todas las personas que viven en esta ciudad, para que te conozcan a ti, Padre, y al que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida en abundancia. Amén.
Homilía (23-06-2011): Camina en medio de nosotros para guiarnos a su Reino
jueves 23 de junio de 2011Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo, de la misa in Caena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Christi, este mismo misterio se presenta para la adoración y la meditación del pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento se lleva en procesión por las calles de la ciudad y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos. En la misa in Caena Domini del pasado Jueves Santo puse de relieve que en la Eucaristía tiene lugar la conversión de los dones de esta tierra —el pan y el vino—, con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar de esta forma la transformación del mundo. Esta tarde quiero retomar esta consideración.
Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su «oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo.
Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es bella y muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía. Lo escuchamos hace un momento, en la segunda lectura, de las palabras del apóstol san Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10, 16-17).
San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18). Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria. De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad. Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos. El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino de la verdadera justicia.
Volvamos ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo que sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del Calvario. Él acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta forma la transforma en un acto de donación. Esta es la transformación que necesita el mundo, porque lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos, según el designio de Dios.
Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche. «Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos». Amén.
Francisco, papa
Homilía (19-06-2014): ¿De qué pan te alimentas?
jueves 19 de junio de 2014«El Señor, tu Dios, ... te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).
Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y durante cuarenta años guió por el desierto hacia la tierra prometida. El pueblo elegido, una vez establecido en la tierra, alcanzó cierta autonomía, un cierto bienestar, y corrió el riesgo de olvidar los tristes acontecimientos del pasado, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Así pues, las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino recorrido en el desierto, en el tiempo de la carestía y del desaliento. La invitación es volver a lo esencial, a la experiencia de la total dependencia de Dios, cuando la supervivencia estaba confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que «no sólo de pan vive el hombre, sino... de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).
Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro hambre, un hambre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná —como toda la experiencia del éxodo— contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta profunda hambre que hay en el hombre. Jesús nos da este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (cf. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el cual saciar nuestro cuerpo, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la esencia de este pan es el Amor.
En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre de sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.
Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer manjares gustosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma?
El Padre nos dice: «Te he alimentado con el maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es la tarea, recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante la cual el Señor se nos da a sí mismo. A Él nos dirigimos con confianza: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, a fin de que no permanezca prisionera en la selectividad egoísta y mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se hace «memorial» de tu gesto de amor redentor. Amén.
Homilía (21-06-2014): Nuestra fuerza y nuestro alimento
sábado 21 de junio de 2014En la fiesta del Corpus Christi celebramos a Jesús «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6, 51), alimento para nuestra hambre de vida eterna, fuerza para nuestro camino. Doy gracias al Señor que hoy me concede celebrar el Corpus Christi con vosotros, hermanos y hermanas de esta Iglesia que está en Cassano all’Jonio.
La fiesta de hoy es la fiesta en la que la Iglesia alaba al Señor por el don de la Eucaristía. Mientras que el Jueves Santo hacemos memoria de su institución en la última Cena, hoy predomina la acción de gracias y la adoración. Y, en efecto, es tradicional en este día la procesión con el Santísimo Sacramento. Adorar a Jesús Eucaristía y caminar con Él. Estos son los dos aspectos inseparables de la fiesta de hoy, dos aspectos que dan la impronta a toda la vida del pueblo cristiano: un pueblo que adora a Dios y un pueblo que camina: ¡que no está quieto, camina!
Ante todo, nosotros somos un pueblo que adora a Dios. Adoramos a Dios que es amor, que en Jesucristo se entregó a sí mismo por nosotros, se entregó en la cruz para expiar nuestros pecados y por el poder de este amor resucitó de la muerte y vive en su Iglesia. Nosotros no tenemos otro Dios fuera de este.
Cuando la adoración del Señor es sustituida por la adoración del dinero, se abre el camino al pecado, al interés personal y al abuso; cuando no se adora a Dios, el Señor, se llega a ser adoradores del mal, como lo son quienes viven de criminalidad y de violencia. Vuestra tierra, tan hermosa, conoce las señales y las consecuencias de este pecado. La ’ndrangheta es esto: adoración del mal y desprecio del bien común. Este mal se debe combatir, se debe alejar. Es necesario decirle no. La Iglesia, que sé que está muy comprometida en educar las conciencias, debe entregarse cada vez más para que el bien pueda prevalecer. Nos lo piden nuestros muchachos, nos lo exigen nuestros jóvenes necesitados de esperanza. Para poder dar respuesta a estas exigencias, la fe nos puede ayudar. Aquellos que en su vida siguen esta senda del mal, como son los mafiosos, no están en comunión con Dios: están excomulgados.
Hoy lo confesamos con la mirada dirigida al Corpus Christi, al Sacramento del altar. Y por esta fe, nosotros renunciamos a satanás y a todas sus seducciones; renunciamos a los ídolos del dinero, de la vanidad, del orgullo, del poder, de la violencia. Nosotros cristianos no queremos adorar nada ni a nadie en este mundo salvo a Jesucristo, que está presente en la santa Eucaristía. Tal vez no siempre nos damos cuenta hasta el fondo de lo que esto significa, qué consecuencias tiene, o debería tener, esta nuestra profesión de fe.
Esta fe nuestra en la presencia real de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, en el pan y en el vino consagrados, es auténtica si nos comprometemos acaminar detrás de Él y con Él. Adorar y caminar: un pueblo que adora es un pueblo que camina. Caminar con Él y detrás de Él, tratando de poner en práctica su mandamiento, el que dio a los discípulos precisamente en la última Cena: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). El pueblo que adora a Dios en la Eucaristía es el pueblo que camina en la caridad. Adorar a Dios en la Eucaristía, caminar con Dios en la caridad fraterna.
Hoy, como obispo de Roma, estoy aquí para confirmaros no sólo en la fe sino también en la caridad, para acompañaros y alentaros en vuestro camino con Jesús Caridad...
Os aliento a todos a testimoniar la solidaridad concreta con los hermanos, especialmente los que tienen mayor necesidad de justicia, de esperanza, de ternura. La ternura de Jesús, la ternura eucarística: ese amor tan delicado, tan fraterno, tan puro. Gracias a Dios hay muchas señales de esperanza en vuestras familias, en las parroquias, en las asociaciones, en los movimientos eclesiales. El Señor Jesús no cesa de suscitar gestos de caridad en su pueblo en camino. [...] Vosotros, queridos jóvenes, no os dejéis robar la esperanza. Lo he dicho muchas veces y lo repito una vez más: ¡no os dejéis robar la esperanza! Adorando a Jesús en vuestro corazón y permaneciendo unidos a Él sabréis oponeros al mal, a las injusticias, a la violencia, con la fuerza del bien, de la verdad, de la belleza.
Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía nos ha congregado juntos. El Cuerpo del Señor hace de nosotros una cosa sola, una sola familia, el pueblo de Dios reunido en torno a Jesús, Pan de vida. Lo que he dicho a los jóvenes lo digo a todos: si adoráis a Cristo y camináis detrás de Él y con Él, vuestra Iglesia diocesana y vuestras parroquias crecerán en la fe y en la caridad, en la alegría de evangelizar. Seréis una Iglesia en la cual padres, madres, sacerdotes, religiosos, catequistas, niños, ancianos y jóvenes caminan uno junto al otro, se sostienen, se ayudan, se aman como hermanos, especialmente en los momentos de dificultad.
María, nuestra Madre, Mujer eucarística, que vosotros veneráis en tantos santuarios, especialmente en el de Castrovillari, os precede en esta peregrinación de la fe. Que Ella os ayude, os ayude siempre a permanecer unidos a fin de que, incluso por medio de vuestro testimonio, el Señor pueda seguir dando la vida al mundo. Que así sea.