1 Cor 2, 6-10: Sabiduría del mundo – Sabiduría cristiana
/ 15 febrero, 2014 / 1 CorintiosEl Texto (1 Cor 2, 6-10)
6 Sin embargo, hablamos de sabiduría entre los perfectos, pero no de sabiduría de este mundo ni de los príncipes de este mundo, abocados a la ruina; 7 sino que hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, 8 desconocida de todos los príncipes de este mundo – pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria -. 9 Más bien, como dice la Escritura, anunciamos: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. 10 Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Juan Pablo II, papa
6-7. Jesús es la “sabiduría que no es de este siglo… predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria” (1 Cor 2, 6-7). La “Sabiduría de Dios” es identificada con el Señor de la gloria que ha sido crucificado. En la cruz y en la resurrección de Jesús se revela, pues, en todo su esplendor, el designio misericordioso de Dios, que ama y perdona al hombre hasta el punto de convertirlo en criatura nueva. La Sagrada Escritura haba además de otra sabiduría que no viene de Dios, la “sabiduría de este siglo”, la orientación del hombre que se niega a abrirse al misterio de Dios, que pretende ser el artífice de su propia salvación. A sus ojos la cruz aparece como una locura o una debilidad; pero quien tiene fe en Jesús, Mesías y Señor, percibe con el Apóstol que “la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres” (1 Cor 1, 25) (Catequesis Audiencia general 22-04-1987, n. 1).
8. «Porque Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6; cf. Act 9, 3). Diría que esta luz brilla particularmente sobre el rostro de Cristo crucificado, «Señor de la gloria» (1 Cor 2, 8), por quien el Apóstol precisamente fue enviado a predicar el Evangelio de la cruz (cf.ib., 1, 17; 2, 2). Esto nos dice lo que es una conversión: una iluminación especial, que nos hace ver de modo nuevo a Dios, a nosotros mismos, y a nuestros hermanos. Así, de maneras diversas, Jesucristo se da a conocer a los distintos hombres y a las sociedades en el curso de los tiempos y en diversos lugares. Los que lo siguen, lo hacen porque han encontrado en El la luz y la salvación: «El Señor es mi luz y mi salvación» (Homilía, 25-01-1981).
9. La fe se refiere a una realidad invisible, que está por encima de los sentidos y de la experiencia, y supera los límites del mismo intelecto humano (argumentum non apparentium: “prueba de las cosas que no se ven”: cf. Heb 11, 1); se refiere, como dice San Pablo, a “esas cosas que elojo no vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre”, pero que Dios ha preparado para los que lo aman (cf. 1 Cor 2, 9). Jesús exige una fe así cuando el día antes de morir en la cruz, humanamente ignominiosa, dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (cf. Jn 14, 2) (Catequesis Audiencia general 28-10-1987).
10. Jesucristo, el Hijo de Dios, que ha sido mandado por el Padre al mundo, llega a ser hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de María, la Virgen de Nazaret, y en la fuerza del Espíritu Santo cumple como hombre su misión mesiánica hasta la cruz y la resurrección.
En relación a esta verdad (que constituía el objeto de la catequesis precedente), es oportuno recordar el texto de San Ireneo que escribe: “El Espíritu Santo descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo Hijo del hombre, habituándose junto a Él a habitar en el género humano, a descansar en los hombres, y realizar las obras de Dios, llevando a cabo en ellos la voluntad del Padre y transformando su vetustez en la novedad de Cristo” (Adv. haer. III, 17, 1).
Es un pasaje muy significativo que repite con otras palabras lo que hemos tomado del Nuevo Testamento, es decir, que el Hijo de Dios se ha hecho hombre por obra del Espíritu Santo y en su potencia ha desarrollado la misión mesiánica, para preparar de esta manera el envío y la venida a las almas humanas de este espíritu, que “todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10), para renovar y consolidar su presencia y su acción santificante en la vida del hombre. Es interesante esta expresión de Ireneo, según cual, el Espíritu Santo, obrando en el Hijo del hombre, “se habituaba junto a Él a habitar en el género humano”. (Catequesis Audiencia general 12-08-1987, n. 1)
10. Nuestro testimonio de Cristo es a menudo muy imperfecto y defectuoso. ¡Qué consuelo para nosotros estar seguros de que fundamentalmente es él, el Espíritu de verdad, el que da testimonio de Cristo! (cfr. Jn 15, 26). ¡Ojalá nuestro testimonio humano se abra, por encima de todo, a su testimonio! En efecto, él mismo «escruta las profundidades de Dios» (cfr. 1 Cor 2, 10), y solamente él puede acercar estas «profundidades», estas «grandezas de Dios» (cfr. Hch2, 11) a las mentes y a los corazones de los hombres, a los cuales somos enviados como servidores del Evangelio de la salvación. Cuanto más sintamos que nos rebasa nuestra misión, tanto más debemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo. Especialmente cuando la resistencia de las mentes y de los corazones, la resistencia de una civilización generada bajo el influencia del «espíritu del mundo» (cfr. 1 Cor 2, 12), se hace particular mente perceptible y fuerte (Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo de 1991, n. 3).
10. El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre del Hijo, hace que el hombre participe de la vida íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo (cf. Gal 4, 7). En esto consiste la religión del « permanecer en la vida íntima de Dios », que se inicia con la Encarnación del Hijo de Dios. El Espíritu Santo, que sondea las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10), nos introduce a nosotros, hombres, en estas profundidades en virtud del sacrificio de Cristo (Tertio Millenio Adveniente, n. 8).
Santo Tomás de Aquino, ad Corintios
Explica seguidamente cual sea esta sabiduría, que menciono, al decir: «mas una sabiduría no de este siglo. . «, cuya exposición con su razón confirma con estas palabras: «sabiduría que ninguno de los principes de este siglo ha entendido». Acerca de lo primero dos cosas: qué se entiende por esta sabiduría, según se trate de fieles o infieles. Así que, reiterando lo dicho, quede claro que tratamos de una sabiduría para gente perfecta; pero sabiduría «no de este siglo, quiero decir, de cosas seculares o que estriba en razones humanas, ni de los principes de este siglo». Y con esto la discierne y separa de la sabiduría mundana, cuanto al modo y materia de investigar, y cuanto a sus autores, que son los principes de este siglo, por cuyo nombre pueden entenderse los tres géneros de principes que hay en el mundo, según la triple sabiduría humana:
a) los reyes y magnates del siglo, según aquello: «alzanse los reyes de la tierra y los principes conspiran de consuno contra el Señor y contra su Cristo» (Sal 2,2). De tales principes procede la sabiduría de las leyes humanas, por las que se gobiernan las cosas de este mundo en la vida humana.
b) los demonios (Jn 14), de quienes procede la sabiduría del culto a los mismos, es a saber, la nigromancia, la magia negra y otras artes magicas.
c) los filosofos que, como principes, hicieron raya por su magisterio a los ojos humanos, de quienes dice Isaías : «los principes de Tanis, los sabios consejeros de Faraon, ¡qué necios son!» (19,1 1). De estos principes procede toda la filosofia humana; y de estos principes, así reyes como filosofos, los hombres fenecen con la muerte, o perdiendo su autoridad y poder; los demonios, en cambio, no por la muerte, sino perdiendo autoridad y poder, como dice San Juan: «ahora el principe de este mundo va a ser lanzado fuera» (12,31). De los hombres dice Baruc: «¿donde están los principes de las naciones? .. exterminados fueron y descendieron a los infiernos».
Así como ellos no tienen firmeza, tampoco tenerla puede su sabiduría; por tanto no hay que apoyarse en ella.
Explica luego qué se entiende por sabiduría respecto de los fieles, al decir: «sino que predicamos… «; y la describe primeramente cuanto a la materia o autoridad, diciendo: «la sabiduría de Dios», esto es, la sabiduría que es Dios y dimana de Dios; porque aunque toda sabiduría viene del Señor Dios -como dice el Eclesiastico- de modo especial ésta que trata de Dios procede de Dios por revelación, según aquello: «sobre todo ¿quién podra conocer tus designios, si Tu no le das sabiduría, y no envias desde lo mas alto de los cielos tu santo espiritu?» (Sab 9,17).
Muestra, en segundo lugar, lo peculiar de ella, diciendo: «una sabiduría divina, misteriosa, escondida», que, por cuanto queda a trasmano del entendimiento humano, dicese oculta a los hombres (Si 3 JobSi 28). Y porque el modo de enseñarla e imbuirla debe estarle acomodado, por eso dice que habla de ella misteriosamente, esto es, por medio de algo oculto, o palabra o señal (1Co 14).
Indica, en tercer lugar, el fruto de esta sabiduría, diciendo: «la cual predestino Dios antes de los siglos, esto es, preparo, para gloria nuestra», conviene a saber, de los predicadores de la fe, que, por predicar tan alta sabiduría, hacense acreedores, de parte de Dios y de los hombres, de una gran gloria (Pr 3). También habrá que aplicar este texto: «para gloria nuestra» a todos los fieles, cuya gloria en esto consiste, en que conozcan en el cénit de su luz lo que ahora se les predica envuelto en el misterio, como lo dice San Juan: «la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tu enviaste» (17,3).
Dios revelo a los Apóstoles por su mismo Espíritu su sabiduría, que permaneció escondida para los príncipes de este siglo.
Luego de haber tratado de la sabiduría que el Apóstol enseña a gente perfecta, aquí señala el por qué de la antedicha exposición, así por lo que mira a los infieles, como a los fieles. Acerca de lo primero dos cosas: propone lo que pretende y lo prueba, «porque si la hubiesen entendido…». Dice, pues: ya esta declarado que la sabiduría de que tratamos no es la de los principes de este siglo, ya que «ninguno de ellos la entendió», proposición verdadera, séanse quienes se fueren; porque, si se entiende de los principes seculares, esta sabiduría no llegó a su noticia, pues está por encima de toda razón de humano gobierno (Job 12). Si de los filosofos, tampoco la alcanzaron, ya que sobrepuja la razón humana (Ba 3). Ni aun los demonios vinieron en conocimiento de ella, estando tan de tejas arriba de toda sabiduría creada (Job 28).
«Porque si hubiesen entendido… «. Prueba lo antedicho, que no conocieron los principes la sabiduría divina, en cuanto recondita de por si, y en cuanto preparada para gloria nuestra, lo primero por señal, lo segundo por autoridad: «como esta escrito». Dice, pues: estoy en lo dicho, que los principes de este siglo no entendieron cosa de la sabiduría divina; pues «si la hubiesen entendido», hubiesen conocido que Cristo, cuyo conocimiento en esta sabiduría va envuelto, era Dios, y con tal noticia «nunca hubierán crucificado al Dios de la gloria», esto es, a Cristo Señor que da la gloria a los suyos, según aquello: «el Señor de las virtudes el mismo es el Rey de la gloria» (Ps 23 He 12); puesto que, siendo la gloria naturalmente apetecible para la criatura racional, no es posible a la voluntad humana determinarse a dar muerte al autor de la gloria. Cuanto al hecho de haber crucificado a Jesucristo los principes es, cosa cierta, si se entiende de los principes que ejercen potestad entre los hombres; ya que lo que dice el Salmo 2: «conspirán los principes contra el Señor y contra su Cristo» lo aplican los Hechos a Herodes y a Pilato, y a los principes de los judíos que convinieron en dar muerte a Cristo. Pero también los demonios tuvieron su parte, persuadiendo y atizando el odio (Jn 13); así como los Fariseos y Escribas, dados al estudio de la sabiduría y peritos en la ley, con sus instigaciones y aprobaciones, contribuyeron a la muerte de Cristo. Acerca de lo cual se ofrecen dos dudas:
-la primera, por llamarle el Dios de la gloria crucificado; puesto que la divinidad de Cristo, según la cual se llama el Señor de la gloria, nada podia padecer. A esto se responde que en Cristo hay una persona y dos naturalezas, la divina y la humana. De ahí que pueda designarsele con el nombre de una o de otra y, con el nombre que sea, predicarse de El lo que es propio de cada naturaleza, porque a entrambas las une en si una sola persona; y de esta manera podemos decir que el hombre creó las estrellas, y que el Señor de la gloria fue crucificado, no habiéndolas creado como hombre, mas como Dios, ni habiendo sido crucificado en cuanto Dios, sino en cuanto hombre; con lo que queda hecho trizas el error de Nestorio, al decir que en Cristo no hay mas que una naturaleza para Dios y el hombre, pues según esto de ningun modo pudiera ser verdad que el Señor de la gloria fue crucificado.
-la otra duda es que la frase del Apóstol parece suponer que los demonios o los principes de los judíos no llegaron a conocer que Cristo era Dios, como parece corroborarlo San Pedro en lo que mira a éstos ultimos: «ahora bien, hermanos, ya sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también vuestros principes» (Ac 3,17); lo cual parece contrario a lo que dice San Mateo: «pero los agricultores, cuando vieron al hijo, se dijeron: es el heredero; vamos a matarle, y tendremos su herencia» (21,38); texto que San Crisostomo explica diciendo: con estas palabras da claramente a entender el Señor que los principes de los judíos, no por ignorancia, sino por envidia, crucificaron al Hijo de Dios. Tercia la Glosa para resolver esta aparente contradicción con decir que si sabian que era el prometido en la ley, mas no penetraban el misterio de su filiación divina, ni alcanzaban a entender el sacramento de la Encarnación y Redención. Mas contra esto nuevamente Crisostomo: que si conocieron que era el Hijo de Dios. Así que, en resumidas cuentas, tuvieron por cosa averiguada los principes de los judíos que Cristo era el prometido en la ley, no así el pueblo, que lo ignoraba; lo que si no sabian a ciencia cierta, sino por barruntos y conjeturas, era que fuese el verdadero Hijo de Dios; pero este conocimiento a tientaparedes entenebreciase tanto mas cuanto era la envidia que le tenían y la codicia de la propia gloria, a que veian hacerle sombra la deslumbrante excelencia de Cristo.
Duda parecida puede también ofrecerse acerca de los demonios, ya que en Marcos y Lucas dicese que el demonio a grandes voces grito: sé que eres el Santo de Dios; pues, para que no se achaque a presunción demoniaca jactarse de saber lo que no sabian, el conocimiento que tenían de Cristo lo afirman los mismos evangelistas. Así San Mateo: «no les permitia hablar, por cuanto sabian que era el Cristo»; y San Lucas: «pero El los reprendia y no los dejaba hablar, porque conocian que era El el Mesias». A esto se responde que los demonios sabian que El era el tantas veces prometido en la ley, por ver que los milagros que anunciaron los profetas tenían cabal cumplimiento en El; lo que si ignoraban era el misterio de su divinidad. Contra lo cual parece estar lo que San Atanasio dice: que los demonios declaraban a Cristo por Santo de Dios, como si dijéramos, el Santo de modo singular; ya que por naturaleza es santo aquel por cuya participación todos los otros se llaman santos. Digamos entonces, en sentir del Crisostomo, que su conocimiento de la venida de Cristo no era cierto y seguro, sino de tanteo y por conjeturas. De donde dice San Agustín que haber venido en conocimiento de ello no fue por medio de lo que es vida eterna, sino por cosas temporales obradas por su virtud.
Demuestra luego, por autoridad, que los principes de este siglo no conocieron la sabiduría de Dios, en cuanto a predestinada para gloria de los fieles, al decir: «mas como esta escrito» en Is 64, donde nuestro texto dice así: «ni ha visto ojo alguno, sino solo Tu, ¡oh Dios!, las cosas que tienes preparadas para los que te aman». Demuestra a todas luces que la visión gloriosa es para los hombres algarabia, por dos capitulos: uno, porque no es cosa que toque a la jurisdicción de los sentidos humanos, de donde todo humano conocimiento da principio. Y pone dos sentidos: el de la vista, al decir: «que ojo no vio» (Job 28), ya que no es algo colorado y visible; y el oído: «ni oreja oyo», porque la gloria no es sonido o voz sensible: «no habéis oído jamas su voz ni visto su semblante» (Jn 5,37).
El otro capitulo se refiere al conocimiento intelectual, al decir: «ni paso a hombre por pensamiento», que puede entenderse de dos maneras: de una, de suerte que la frase: «ascenderé in cor hominis»: subir al corazón del hombre, se entienda de todo lo que de un modo o de otro viene a conocer el hombre, según aquello de Jeremias: «Jerusalén (suba sobre) ocupe vuestro corazón» (51,50); y en este sentido por corazón del hombre ha de entenderse el del hombre carnal, como se dice mas abajo (1Co 3): «habiendo entre vosotros celos y discordias, ¿no es claro que sois carnales, y procedéis como hombres?» Quiere decir que esa gloria no solo esta vedada al sentido, sino también al corazón del hombre carnal, según lo que dice San Juan: «a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce» (14,17).
La otra manera de entender con mas propiedad la frase: «in cor hominis ascenderé» es que por ella se diga que sube al corazón del hombre lo que de fuera le llega a su entendimiento, esto es, de lo que perciben sus sentidos; porque las cosas se hallan en él a su modo, de suerte que las inferiores están en el entendimiento de modo muy superior a como están en si y, por consiguiente, cuando el entendimiento las capta, en cierto modo suben al corazón. De ahí que diga Is : «no habra memoria de lo pasado, ni hara presa en el corazón». Mas aquellas cosas que sobrepujan la inteligencia están en si mismas de modo muy superior a como están en el entendimiento, y en cierto modo descienden cuando el entendimiento hace presa en ellas (Stg. 1). Así que, porque el conocimiento de aquella gloria no se deriva de las cosas sensibles, sino de la revelación divina, por eso señaladamente dice: «ni ascendio al corazón del hombre», sino descendio, es a saber, lo que preparo Dios, esto es, predestino, para los que le aman, porque él premio esencial de la gloria eterna se debe a la caridad, según aquello de San Juan: «y el que me ama sera amado de mi Padre, y Yo le amaré, y Yo mismo me manifestaré a él» (14,21), en lo cual consiste la perfección de la vida eterna; y aquello de Job: «a quien El ama le declara como esta luz es posesión suya» (36,33). Las virtudes restantes reciben su eficacia para merecer la vida eterna de la caridad, en cuanto que ella, como el alma, las informa.
«Pero a nosotros nos lo ha revelado . .». Prueba la antedicha exposición sobre la sabiduría divina en lo que mira a los fieles, propone su intento y lo demuestra. Dice, pues: ya esta declarado que ninguno de los principes de este siglo llego a entender la sabiduría divina, «mas a nosotros nos la ha revelado Dios por medio de su espiritu», es a saber, el que nos envió, según dice San Juan: «mas el Consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre enviara en mi nombre, os lo enseñara todo» (14,26; Job 31); pues, por ser el Espíritu Santo el Espíritu de la verdad, ya que procede del Hijo, que es la verdad del Padre, inspira la verdad a quienes se envia, así como el Hijo enviado del Padre da noticia del Padre, como dice San Mateo: «nadie conoce al Padre sino el Hijo y a quien se dignase el Hijo revelarlo» (Mt 11).
Al decir luego: «pues el Espíritu todas las cosas penetra», prueba lo susodicho, es a saber, que por el Espíritu Santo fue revelada a los fieles la sabiduría; y muestra que el Espíritu Santo para esto tiene eficacia, como ya lo había demostrado en los discipulos de Cristo.
San Juan Crisóstomo, Homilía, XXX
Sobre el martirio
9. ¿Quién, puesto que ha de comunicar las pasiones de Cristo y se ha de hacer conforme a Cristo en la muerte, no se dispondrá con gozo a semejantes certámenes? ¡Porque esto solo es ya suficiente premio y merced mucho mayor que los trabajos, y galardón que excede por sí mismo a las batallas, aun antes de entrar en el reino de los cielos. En consecuencia, no nos llenemos de horror si oímos decir que éste o aquél han padecido el martirio; horroricémonos cuando oigamos decir que éste o el otro se ha acobardado y ha perdido el premio de tantos y tan grandes combates. Y si acaso queréis oír qué es lo que se sigue después de esta vida, cierto es que no se puede declarar con discurso ninguno: Porque ni el ojo vio, dice Pablo, ni el oído oyó ni el corazón del hombre ha comprendido jamás lo que Dios ha preparado para los que lo aman. (1Cor 2, 9) ¡Y nadie ha amado más a Dios que los mártires!
San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, Libro 2, Canción II, capítulo 4
Trata en general cómo también el alma ha de estar a oscuras, en cuanto es de su parte, para ser bien guiada por la fe a suma contemplación.
1 Creo se va ya dando a entender algo cómo la fe es oscura noche para el alma y cómo también el alma ha de ser oscura o estar a oscuras de su luz para que de la fe se deje guiar a este alto término de unión. Pero para que eso el alma sepa hacer, convendrá ahora ir declarando esta oscuridad que ha de tener el alma algo más menudamente para entrar en este abismo de la fe. Y así, en este capítulo hablaré en general de ella, y adelante, con el favor divino, iré diciendo más en particular el modo que se ha de tener para no errar en ella ni impedir a tal guía.
2 Digo, pues, que el alma, para haberse de guiar bien por la fe a este estado, no sólo se ha de quedar a oscuras según aquella parte que tiene respecto a las criaturas y a lo temporal, que es la sensitiva e inferior, de que habemos ya tratado sino que también se ha de cegar y oscurecer también según la parte que tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la racional y superior, de que ahora vamos tratando. Porque, para venir un alma a llegar a la transformación sobrenatural, claro está que ha de oscurecerse y trasponerse a todo lo que contiene su natural, que es sensitivo y racional; porque sobrenatural eso quiere decir, que sube sobre el natural; luego el natural abajo queda.
Porque, como quiera que esta transformación y unión es cosa que no puede caer en sentido y habilidad humana, ha de vaciarse de todo lo que puede caer en ella perfectamente y voluntariamente, ahora sea de arriba, ahora de abajo, según el afecto, digo, y voluntad, en cuanto es de su parte; porque a Dios, ¿quién le quitará que él no haga lo que quisiere en el alma resignada, aniquilada y desnuda? Pero de todo se ha de vaciar como sea cosa que puede caer en su capacidad, de manera que, aunque más cosas sobrenaturales vaya teniendo, siempre se ha de quedar como desnuda de ellas y a oscuras, así como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que la hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo que es más, que es lo que enseña la fe.
3 El ciego, si no es bien ciego, no se deja bien guiar del mozo de ciego, sino que, por un poco que ve, piensa que por cualquiera parte que ve, por allí es mejor ir, porque no ve otras mejores; y así puede hacer errar al que le guía y ve más que él, porque, en fin, puede mandar más que el mozo de ciego. Y así, el alma, si estriba en algún saber suyo o gustar o saber de Dios, como quiera que ello, aunque más sea, sea muy poco y disímil de lo que es Dios para ir por este camino, fácilmente yerra o se detiene, por no se querer quedar bien ciega en fe, que es su verdadera guía.
4 Porque eso quiso decir también san Pablo (He 11,6), cuando dijo: Accedentem ad Deum oportet credere quod est; quiere decir: Al que se ha de ir uniendo a Dios, conviénele que crea su ser. Como si dijera: el que se ha de venir a juntar en una unión con Dios no ha de ir entendiendo ni arrimándose al gusto, ni al sentido, ni a la imaginación, sino creyendo su ser, que no cae en entendimiento, ni apetito, ni imaginación, ni otro algún sentido, ni en esta vida se puede saber; antes en ella lo más alto que se puede sentir y gustar, etc., de Dios, dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente. Isaías (Is 54,4) y san Pablo (1Co 2,9) dicen: Nec oculus vidit, nec auris audivit, neque in cor hominis ascendit, quae praeparavit Deus iis qui diligunt illum; que quiere decir: lo que Dios tiene aparejado para los que le aman, ni ojo jamás lo vio, ni oído lo oyó, ni cayó en corazón ni pensamiento de hombre. Pues, como quiera que el alma pretenda unirse por gracia perfectamente en esta vida con aquello que por gloria ha de estar unida en la otra (lo cual, como aquí dice san Pablo, no vio ojo, ni oyó oído, ni cayó en corazón de hombre en carne) claro está que, para venir a unirse en esta vida con ello por gracia y por amor perfectamente, ha de ser a oscuras de todo cuanto puede entrar por el ojo, y de todo lo que se puede recibir con el oído, y se puede imaginar con la fantasía, y comprehender con el corazón, que aquí significa el alma. Y así, grandemente se estorba una alma para venir a este alto estado de unión con Dios cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra cosa u obra propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello. Porque, como decimos, a lo que va, es sobre todo eso, aunque sea lo más que se puede saber o gustar; y así, sobre todo se ha de pasar al no saber.
5 Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o, por mejor decir, es pasar al término; y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto.
6 Por tanto, trasponiéndose a todo lo que espiritual y naturalmente puede saber y entender, ha de desear el alma con todo deseo venir a aquello que en esta vida no puede saber ni caer en su corazón, y dejando atrás todo lo que temporal y espiritualmente gusta y siente y puede gustar y sentir en esta vida, ha de desear con todo deseo venir a aquello que excede todo sentimiento y gusto. Y, para quedar libre y vacía para ello, en ninguna manera ha de hacer presa en cuanto en su alma recibiere espiritual o sensitivamente, como declararemos luego, cuando esto tratemos en particular, teniéndolo todo por mucho menos. Porque, cuanto más piensa que es aquello que entiende, gusta e imagina, y cuanto más lo estima, ahora sea espiritual, ahora no, tanto más quita del supremo bien y más se retarda de ir a él. Y cuanto menos piensa qué es lo que puede tener, por más que ello sea, en respecto del sumo bien, tanto más pone en él y le estima, y, por el consiguiente, tanto más se llega a él. Y de esta manera, a oscuras, grandemente se acerca el alma a la unión por medio de la fe, que también es oscura, y de esta manera la da admirable luz la fe. Cierto que, si el alma quisiese ver, harto más presto se oscurecería acerca de Dios que el que abre los ojos a ver el gran resplandor del sol.
7 Por tanto, en este camino, cegándose en sus potencias, ha de ver luz, según lo que el Salvador dice en el Evangelio (Jn 9,39) de esta manera: In iudicium veni in hunc mundum: ut qui non vident, videant, et qui vident caeci fiant,esto es: Yo he venido a este mundo para juicio; de manera que los que no ven vean, y los que ven, se hagan ciegos. Lo cual, así como suena, se ha de entender acerca de este camino espiritual: que el alma, conviene saber, que estuviere a oscuras y se cegare en todas sus luces propias y naturales, verá sobrenaturalmente, y la que a alguna luz suya se quisiere arrimar, tanto más cegará y se detendrá en el camino de la unión.
8 Y para que procedamos menos confusamente, paréceme será necesario dar a entender en el siguiente capítulo qué cosa sea esto que llamamos unión del alma con Dios; porque, entendido esto, se dará mucha luz en lo que de aquí adelante iremos diciendo; y así entiendo viene bien aquí el tratar de ella como en su propio lugar. Porque, aunque se corta el hilo de lo que vamos tratando, no es fuera de propósito, pues en este lugar sirve para dar luz en lo mismo que se va tratando; y así, servirá el capítulo infrascrito como de paréntesis, puesto entre una misma entimema, pues luego habemos de venir a tratar en particular de las tres potencias del alma respecto de las tres virtudes teologales acerca de esta segunda noche.
Benedicto XVI, papa
Catequesis, Audiencia general, 22-10-2008
Los mismos textos sapienciales que hablan de la preexistencia eterna de la Sabiduría, hablan de su descenso, del abajamiento de esta Sabiduría, que se creó una tienda entre los hombres. Así ya sentimos resonar las palabras del Evangelio de san Juan que habla de la tienda de la carne del Señor. Se creó una tienda en el Antiguo Testamento: aquí se refiere al templo, al culto según la «Torá»; pero, desde el punto de vista del Nuevo Testamento, podemos entender que era sólo una prefiguración de la tienda mucho más real y significativa: la tienda de la carne de Cristo. Y ya en los libros del Antiguo Testamento vemos que este abajamiento de la Sabiduría, su descenso a la carne, implica también la posibilidad de ser rechazada.
San Pablo, desarrollando su cristología, se refiere precisamente a esta perspectiva sapiencial: reconoce en Jesús a la Sabiduría eterna que existe desde siempre, la Sabiduría que desciende y se crea una tienda entre nosotros; así, puede describir a Cristo como «fuerza y sabiduría de Dios»; puede decir que Cristo se ha convertido para nosotros en «sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención» (1Co 1,24 1Co 1,30). De la misma forma, san Pablo aclara que Cristo, al igual que la Sabiduría, puede ser rechazado sobre todo por los dominadores de este mundo (cf. 1Co 2,6-9), de modo que en los planes de Dios puede crearse una situación paradójica: la cruz, que se transformará en camino de salvación para todo el género humano.
Catequesis, Audiencia general, 29-10-2008
Para san Pablo la cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto central de su teología, porque decir cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro es la comunidad de Corinto. Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, san Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y la humildad de quien confía sólo en el «poder de Dios» (cf. 1Co 2,1-5).
La cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que conviene escuchar de sus mismas palabras: «La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. (…) Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1,18-23).
Las primeras comunidades cristianas, a las que san Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar, no sólo a los Corintios o a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo siempre Aquel que fue crucificado. El «escándalo» y la «necedad» de la cruz radican precisamente en el hecho de que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la cruz es skandalon, es decir, trampa o piedra de tropiezo: parece obstaculizar la fe del israelita piadoso, que no encuentra nada parecido en las Sagradas Escrituras.
Homilía, Vísperas, 19-12-2009
¿Qué sabiduría nace en Belén? Esta pregunta quisiera planteármela a mí mismo y a vosotros… Hoy, en vez de la santa misa, celebramos las Vísperas, y la feliz coincidencia con el inicio de la novena de Navidad nos hará cantar dentro de poco la primera de las antífonas llamadas «mayores»:
«Oh Sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo,
abarcando del uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad,
ven y muéstranos el camino de la salvación»
(Liturgia de las Horas, Vísperas del 17 de diciembre).
Esta estupenda invocación se dirige a la «Sabiduría», figura central en los libros de losProverbios, la Sabiduría y el Sirácida, que por ella se llaman precisamente «sapienciales» y en los que la tradición cristiana ve una prefiguración de Cristo. Esa invocación resulta realmente estimulante y, más aún, provocadora, cuando nos situamos ante el belén, es decir, ante la paradoja de una Sabiduría que, brotando «de los labios del Altísimo», yace envuelta en pañales dentro de un pesebre (cf. Lc 2,7 Lc 2,12 Lc 2,16).
Ya podemos anticipar la respuesta a la pregunta inicial: la Sabiduría que nace en Belén es la Sabiduría de Dios. San Pablo, en su carta a los Corintios, usa esta expresión: «La sabiduría de Dios, misteriosa» (1Co 2,7), es decir, un designio divino, que por largo tiempo permaneció escondido y que Dios mismo reveló en la historia de la salvación. En la plenitud de los tiempos, esta Sabiduría tomó un rostro humano, el rostro de Jesús, el cual, como reza el Credo apostólico, «fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos».
La paradoja cristiana consiste precisamente en la identificación de la Sabiduría divina, es decir, el Logos eterno, con el hombre Jesús de Nazaret y con su historia. No hay solución a esta paradoja, si no es en la palabra «Amor», que en este caso naturalmente se debe escribir con «A» mayúscula, pues se trata de un Amor que supera infinitamente las dimensiones humanas e históricas…
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 221
7-10. Pero san Juan irá todavía más lejos al afirmar: «Dios es Amor» (1 Jn 4,8.16); el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo (cf. 1 Cor 2,7-16; Ef 3,9-12); Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.
Julio Alonso Ampuero, Meditaciones bíblicas sobre el Año Litúrgico
Sabiduría divina
«Hablamos…una sabiduría divina, misteriosa…» Uno de los grandes dones que Cristo nos ha traído es esta sabiduría, este conocimiento de Dios y de sus planes. Es el misterio de Cristo, mantenido en secreto durante siglos, que ahora, en esta etapa final de la historia, nos ha sido dado a conocer por beneplácito de Dios para nuestra salvación (Ef 3,4-6; Rom 16,25-26). ¡Cuánta gratitud debería desbordar nuestro corazón! ¡Cómo deberíamos vivir a tono con este misterio y con esta sabiduría revelada! Por fin conocemos el sentido de la vida y de la muerte, del sufrimiento y del trabajo… Por fin sabemos el por qué y el para qué… «¡Cuántos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron!» (Mt 13,17).
«Dios nos lo ha revelado por su Espíritu». Necesitamos invocar continuamente el Espíritu para que nos dé a conocer a Cristo y al Padre. Sin Él somos ciegos, incapaces de ver y de entender (Mc 8,17-21). Sin Él no entendemos los planes de Dios, sin Él no comprendemos las Escrituras. Necesitamos pedir la acción de este Maestro interior para que nos invada con su luz y Cristo no nos parezca un fantasma, un extraño. Sólo Él, que sondea lo profundo de Dios, que conoce lo íntimo de Dios, puede dárnoslo a conocer, y de manera atractiva, de modo que ese conocimiento nos haga amarle hasta dar la vida por Él.
«Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó …» Nos equivocamos continuamente al valorar las cosas de Dios con nuestras capacidades naturales. Lo que Él tiene preparado para nosotros es infinitamente más grande, más bello, más rico de lo que imaginamos y pensamos. Y no sólo en el cielo; ya en este mundo Dios quiere colmarnos de manera insospechada, quiere hacer cosas grandes en nosotros. Por eso necesitamos dejar que el Espíritu Santo nos dilate la capacidad y el deseo de recibir estos dones.
Uso litúrgico de este texto
www.deiverbum.org [*]
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