San Juan Crisóstomo, obispo (13 de septiembre) – Homilías
/ 12 septiembre, 2016 / Propio de los SantosHomilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir
Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual. Por eso, os hablo de lo que sucede ahora exhortando vuestra caridad a la confianza.
¿No has oído aquella palabra del Señor: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos? Y, allí donde un pueblo numeroso esté reunido por los lazos de la caridad, ¿no estará presente el Señor? Él me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Este es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña. Si no me hubiese retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión yo digo: «Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, sino lo que tú quieres que haga.» Éste es mi alcázar, ésta es mi roca inamovible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así se haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me mande, le doy gracias también.
Además, donde yo esté estaréis también vosotros, donde estéis vosotros estaré también yo: formamos todos un solo cuerpo, y el cuerpo no puede separarse de la cabeza, ni la cabeza del cuerpo. Aunque estemos separados en cuanto al lugar, permanecemos unidos por la caridad, y ni la misma muerte será capaz de desunirnos. Porque, aunque muera mi cuerpo, mi espíritu vivirá y no echará en olvido a su pueblo.
Vosotros sois mis conciudadanos, mis padres, mis hermanos, mis hijos, mis miembros, mi cuerpo y mi luz, una luz más agradable que esta luz material. Porque, para mí, ninguna luz es mejor que la de vuestra caridad. La luz material me es útil en la vida presente, pero vuestra caridad es la que va preparando mi corona para el futuro.
Benedicto XVI, papa
Carta (10-08-2007)
viernes 10 de agosto de 2007Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:
1. Introducción
Se celebra este año el XVI centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo, gran Padre de la Iglesia, al que miran con veneración los cristianos de todos los tiempos. En la Iglesia antigua san Juan Crisóstomo se distingue por haber promovido el «fecundo encuentro entre el mensaje cristiano y la cultura griega» que «ha influido de forma duradera en las Iglesias de Oriente y de Occidente». Tanto la vida como el magisterio doctrinal de este santo obispo y doctor resuenan en todos los siglos y siguen hoy suscitando la admiración universal.
Los Romanos Pontífices siempre han reconocido en él una viva fuente de sabiduría para la Iglesia, y su atención por su magisterio se intensificó ulteriormente a lo largo del último siglo. Hace cien años san Pío X conmemoró el XV centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo, invitando a la Iglesia a imitar sus virtudes. El Papa Pío XII puso de relieve el gran valor de la contribución que san Juan aportó a la historia de la interpretación de las sagradas Escrituras con la teoría de la «condescendencia», es decir, de la synkatábasis. A través de ella, san Juan Crisóstomo reconoció que «las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes al lenguaje humano». El concilio Vaticano II incorporó esta afirmación en la constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación. El beato Juan XXIII subrayó la profunda comprensión que san Juan Crisóstomo tiene del nexo íntimo que existe entre la liturgia eucarística y la solicitud por la Iglesia universal. El siervo de Dios Pablo VI destacó el modo en que «trató con palabra tan elevada y con piedad tan profunda el misterio eucarístico».
Quiero recordar el gesto solemne con el que mi amadísimo predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, en noviembre de 2004, entregó importantes reliquias de los santos Juan Crisóstomo y Gregorio Nacianceno al Patriarcado ecuménico de Constantinopla. El Sumo Pontífice puso de relieve que ese gesto era realmente para la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas «una ocasión bendita para purificar nuestras memorias heridas y afianzar nuestro camino de reconciliación».
Yo mismo, durante el viaje apostólico a Turquía, precisamente en la catedral del Patriarcado de Constantinopla, recordé «los insignes santos y pastores que velaron por la Sede de Constantinopla, entre los que se encuentran san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo, venerados también en Occidente como doctores de la Iglesia. (...) Verdaderamente, son dignos intercesores por nosotros ante el Señor».
Por tanto, me alegra que la circunstancia del XVI centenario de la muerte de san Juan me brinde la oportunidad de volver a recordar su luminosa figura y proponerla a la Iglesia universal para la edificación común.
2. La vida y el ministerio de san Juan
San Juan Crisóstomo nació en Antioquía de Siria a mediados del siglo IV. Fue instruido en las artes liberales según la práctica tradicional de su tiempo y se manifestó especialmente dotado en el arte de hablar en público. Durante sus estudios, siendo aún joven, pidió el bautismo y aceptó la invitación de su obispo, Melecio, a prestar el servicio de lector en la Iglesia local .
Durante ese período, los fieles estaban turbados por la dificultad de encontrar un modo adecuado de expresar la divinidad de Cristo. San Juan se había alineado con los fieles ortodoxos que, en sintonía con el concilio ecuménico de Nicea, confesaban la plena divinidad de Cristo, aunque al hacerlo tanto él como los demás fieles no eran bien vistos en Antioquía por el gobierno imperial .
Después de su bautismo, san Juan abrazó la vida ascética. Por influjo de su maestro Diodoro de Tarso, decidió permanecer célibe durante toda su vida, dedicándose a la oración, al ayuno riguroso y al estudio de la sagrada Escritura. Habiéndose alejado de Antioquía, durante seis años llevó una vida ascética en el desierto de Siria; allí comenzó a escribir tratados sobre la vida espiritual. A continuación volvió a Antioquía, donde, una vez más, prestó servicio en la Iglesia como lector y, más tarde, durante cinco años, como diácono. En el año 386, llamado al presbiterado por Flaviano, obispo de Antioquía, añadió también el ministerio de la predicación de la palabra de Dios al de la oración y de la actividad literaria .
Durante sus doce años de ministerio presbiteral en la Iglesia antioquena, san Juan se distinguió notablemente por su capacidad de interpretar las sagradas Escrituras de un modo comprensible para los fieles. En su predicación se esmeraba con empeño por fortalecer la unidad de la Iglesia, afianzando en sus oyentes la identidad cristiana, en un momento histórico en que se hallaba amenazada tanto desde el interior como desde el exterior.
Con razón, intuía que la unidad entre los cristianos depende sobre todo de una verdadera comprensión del misterio central de la fe de la Iglesia, el de la santísima Trinidad y de la encarnación del Verbo divino. Sin embargo, muy consciente de la dificultad de estos misterios, san Juan ponía gran empeño en hacer accesible la enseñanza de la Iglesia a las personas sencillas de su asamblea, tanto en Antioquía como, más tarde, en Constantinopla. Y no dejaba de dirigirse a los que disentían, prefiriendo usar con ellos la paciencia más que la agresividad, pues creía que para vencer un error teológico «nada es más eficaz que la moderación y la amabilidad».
La fe firme de san Juan y su habilidad para predicar le permitieron pacificar a los antioquenos cuando, al inicio de su presbiterado, el emperador aumentó la presión fiscal sobre la ciudad, provocando un tumulto, durante el cual algunos monumentos públicos fueron destruidos. Después del tumulto, la gente, temiendo la cólera del emperador, se había reunido en el templo, deseosa de escuchar de san Juan palabras de esperanza cristiana y de consuelo: «Si no os consolamos nosotros, ¿dónde podréis encontrar consuelo?», les dijo.
En sus predicaciones durante la Cuaresma de aquel año, san Juan repasó los acontecimientos relacionados con la insurrección y recordó a sus oyentes las actitudes que deben caracterizar el compromiso cívico de los cristianos, en particular el rechazo de medios violentos para promover cambios políticos y sociales. Desde esta perspectiva, exhortaba a los fieles ricos a practicar la caridad con los pobres, para construir una ciudad más justa; al mismo tiempo, recomendaba que los más instruidos aceptaran actuar como maestros y que todos los cristianos se reunieran en las iglesias para aprender a llevar los unos las cargas de los otros.
Cuando convenía, sabía también consolar a sus oyentes fortaleciendo su esperanza y animándolos a tener confianza en Dios, tanto respecto de la salvación temporal como de la eterna, ya que «la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza» (Rm 5, 3-4).
Después de prestar durante doce años su servicio en la Iglesia antioquena como presbítero y predicador, san Juan fue consagrado obispo de Constantinopla en el año 398; allí permaneció durante cinco años y medio. En esa función se ocupó de la reforma del clero, impulsando a los presbíteros, tanto con su palabra como con su ejemplo, a vivir de acuerdo con el Evangelio. Sostuvo a los monjes que vivían en la ciudad y cuidó de sus necesidades materiales, pero también trató de reformar su vida, subrayando que se habían propuesto dedicarse exclusivamente a la oración y a una vida retirada. Atento a huir de toda ostentación de lujo y a adoptar un estilo de vida modesto, aun siendo obispo de una capital del imperio, fue generosísimo al distribuir la limosna a los pobres.
San Juan se dedicaba a la predicación todos los domingos y en las fiestas principales. Estaba muy atento a evitar que los aplausos, recibidos a menudo por su predicación, lo indujeran a hacer que el Evangelio que predicaba perdiera su fuerza. Por eso, a veces se lamentaba de que con demasiada frecuencia la misma asamblea que aplaudía sus homilías no hacía caso de sus exhortaciones a vivir auténticamente la vida cristiana.
Denunció incansablemente el contraste que existía en la ciudad entre el despilfarro extravagante de los ricos y la indigencia de los pobres; y, al mismo tiempo, sugería a los ricos que acogieran a los indigentes en sus casas. Veía a Cristo en el pobre; por eso invitaba a sus oyentes a hacer lo mismo y a obrar en consecuencia. Fue tan persistente su defensa de los pobres y su reproche hacia quienes eran demasiado ricos, que suscitó la contrariedad e incluso la hostilidad contra él de parte de algunos ricos y de quienes detentaban el poder político en la ciudad.
Entre los obispos de su tiempo san Juan Crisóstomo destacó por su celo misionero. Envió misioneros a difundir el Evangelio entre quienes no lo habían oído. Construyó hospitales para la curación de los enfermos. Predicando en Constantinopla sobre la carta a los Hebreos, afirmó que la ayuda material de la Iglesia se debe extender a todos los necesitados, sin tener en cuenta su credo religioso: «El necesitado pertenece a Dios, aunque sea pagano o judío. Aunque no crea, es digno de ayuda».
Su papel de obispo en la capital del imperio de Oriente imponía a san Juan mediar en las delicadas relaciones entre la Iglesia y la corte imperial. A menudo fue objeto de hostilidad de parte de muchos oficiales imperiales, a veces a causa de su firmeza al criticar el lujo excesivo de que se rodeaban. Al mismo tiempo, su posición de arzobispo metropolitano de Constantinopla lo ponía en la difícil y delicada situación de tener que negociar una serie de cuestiones eclesiales que implicaban a otros obispos y a otras sedes. Como consecuencia de las intrigas urdidas contra él por poderosos opositores, tanto eclesiásticos como imperiales, dos veces fue condenado por el emperador al destierro. Murió el 14 de septiembre del año 407, hace exactamente 1600 años, en Comana del Ponto durante el viaje hacia la meta final de su segundo destierro, lejos de su amada grey de Constantinopla.
3. El magisterio de san Juan
Desde el siglo V en adelante, san Juan Crisóstomo fue venerado por toda la Iglesia cristiana, tanto oriental como occidental, por su valiente testimonio en defensa de la fe eclesial y por su generosa entrega al ministerio pastoral. Su magisterio doctrinal y su predicación, así como su solicitud por la sagrada liturgia, le merecieron muy pronto el reconocimiento de Padre y doctor de la Iglesia. También su fama de predicador quedó consagrada, ya a partir del siglo VI, con la atribución del título de «Boca de oro», en griego «Crisóstomo».
De él escribe san Agustín: «Mira, Juliano, en qué asamblea te he introducido. Aquí está Ambrosio de Milán, (...); aquí está Juan de Constantinopla (...); aquí está Basilio (...); aquí están los demás; y su admirable consenso debería hacerte reflexionar. (...) Ellos brillaron en la Iglesia católica por el estudio de la doctrina. Revestidos y protegidos por las armas espirituales, libraron arduas guerras contra los herejes y, después de realizar fielmente las obras que Dios les había encomendado, duermen el sueño de la paz. (...) Este es el lugar donde te he introducido; la asamblea de estos santos no es la multitud del pueblo; ellos no son sólo hijos, sino también Padres de la Iglesia».
Asimismo, es digno de mención especial el extraordinario esfuerzo que realizó san Juan Crisóstomo por promover la reconciliación y la comunión plena entre los cristianos de Oriente y de Occidente. En particular, fue decisiva su contribución para poner fin al cisma que separaba la sede de Antioquía de la de Roma y de las demás Iglesias occidentales. En la época de su consagración como obispo de Constantinopla san Juan envió una delegación al Papa Siricio, a Roma. Para apoyar esa misión, con vistas a su proyecto de acabar con el cisma, obtuvo la colaboración del obispo de Alejandría de Egipto. El Papa Siricio respondió con favor a la iniciativa diplomática de san Juan; así, el cisma quedó resuelto pacíficamente y se restableció la comunión plena entre las Iglesias.
Posteriormente, hacia el final de su vida, tras haber regresado a Constantinopla de su primer destierro, san Juan escribió al Papa Inocencio y también a los obispos Venerio de Milán y Cromacio de Aquileya, para pedirles ayuda en su empeño por restablecer el orden en la Iglesia de Constantinopla, dividida a causa de las injusticias cometidas contra él. San Juan solicitaba al Papa Inocencio y a los demás obispos occidentales una intervención que «otorgue —como escribía él— benevolencia no sólo a nosotros sino también a toda la Iglesia».
En efecto, en el pensamiento de san Juan Crisóstomo, cuando una parte de la Iglesia sufre por una herida, toda la Iglesia sufre por esa misma herida. El Papa Inocencio defendió a san Juan en algunas cartas dirigidas a los obispos de Oriente. El Papa afirmaba su comunión plena con él, ignorando su destitución, que consideraba ilegítima. Luego escribió a san Juan para consolarlo; también escribió al clero y a los fieles de Constantinopla para manifestar pleno apoyo a su obispo legítimo: «Juan, vuestro obispo, ha sufrido injustamente», reconocía.
Además, el Papa convocó un sínodo de obispos italianos y orientales con el fin de obtener justicia para el obispo perseguido. Con el apoyo del emperador de Occidente, el Papa mandó una delegación de obispos occidentales y orientales a Constantinopla, al emperador de Oriente, para defender a san Juan y pedir que un sínodo ecuménico de obispos le hiciera justicia.
Cuando fracasaron estos proyectos, san Juan, poco antes de morir en destierro, escribió al Papa Inocencio para darle las gracias por el «gran consuelo» que había recibido por el generoso apoyo que le había otorgado. En su carta, san Juan afirmaba que, aun hallándose separado por la gran distancia del destierro, se encontraba «diariamente en comunión» con él, y decía: «Tú has superado incluso al padre más afectuoso en tu benevolencia y en tu celo con respecto a nosotros». Sin embargo, le suplicaba que perseverara en su esfuerzo por buscar justicia para él y para la Iglesia de Constantinopla, dado que «la batalla que has de afrontar ahora se ha de librar en favor de casi todo el mundo, de la Iglesia humillada hasta la tierra, del pueblo disperso, del clero agredido, de los obispos enviados al destierro, de las antiguas leyes violadas». San Juan escribió también a los demás obispos occidentales para agradecerles su apoyo: entre ellos, en Italia, a Cromacio de Aquileya, a Venerio de Milán y a Gaudencio de Brescia.
Tanto en Antioquía como en Constantinopla san Juan habló apasionadamente de la unidad de la Iglesia esparcida por el mundo. Al respecto afirmaba: «Los fieles, en Roma, consideran a los que están en la India como miembros de su mismo cuerpo» y subrayaba que en la Iglesia no caben las divisiones. «La Iglesia —exclamaba— no existe para que los que están congregados en ella se dividan, sino para que los que están divididos se unan». Y encontraba en las sagradas Escrituras la ratificación divina de esta unidad. Predicando sobre la primera carta de san Pablo a los Corintios, recordaba a sus oyentes que «san Pablo se refiere a la Iglesia como "Iglesia de Dios", mostrando que debe estar unida, porque si es "de Dios", está unida, y no sólo lo está en Corinto, sino en todo el mundo, pues el nombre de la Iglesia no es un nombre de separación, sino de unidad y concordia».
Para san Juan la unidad de la Iglesia está fundamentada en Cristo, el Verbo divino, que con su encarnación se unió a la Iglesia como la cabeza a su cuerpo: «Donde está la cabeza, allí está también el cuerpo» y, por tanto, «no hay separación entre la cabeza y el cuerpo». Había comprendido que, en la encarnación, el Verbo divino no sólo se hizo hombre, sino que también se unió a nosotros haciéndonos su cuerpo: «Dado que no le bastaba hacerse hombre, ser golpeado y muerto, no sólo se une a nosotros por la fe; de hecho, también nos convierte en su cuerpo».
Comentando el pasaje de la carta de san Pablo a los Efesios: «Bajo sus pies sometió todas la cosas y lo constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo», san Juan explica que «es como si la cabeza fuera completada por el cuerpo, dado que el cuerpo está compuesto y formado por sus diversas partes. En consecuencia, su cuerpo está compuesto por todos. Así pues, la cabeza está completa y el cuerpo llega a ser perfecto cuando todos nosotros nos encontramos juntos y unidos». Por consiguiente, san Juan concluye que Cristo une a todos los miembros de su Iglesia consigo y entre ellos. Nuestra fe en Cristo exige que nos esforcemos por lograr una unión sacramental efectiva entre los miembros de la Iglesia, poniendo fin a todas las divisiones.
Para san Juan Crisóstomo la unidad eclesial que se realiza en Cristo está testimoniada de un modo totalmente peculiar en la Eucaristía. «Llamado "doctor eucarístico" por la amplitud y profundidad de su doctrina sobre el santísimo Sacramento», enseña que la unidad sacramental de la Eucaristía constituye la base de la unidad eclesial en y por Cristo. «Ciertamente, hay muchas cosas que nos hacen mantenernos unidos. Ante todos está una mesa preparada... A todos se ofrece la misma bebida o, más bien, no sólo la misma bebida, sino incluso el mismo cáliz. Nuestro Padre, que quiere hacer que nos tengamos un profundo afecto, ha dispuesto también que bebamos de un mismo cáliz, algo que indica un amor intenso».
Reflexionando sobre las palabras de la primera carta de san Pablo a los Corintios: «El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?», san Juan comenta: para al Apóstol, por consiguiente, «como aquel cuerpo está unido a Cristo, así también nosotros estamos unidos a él por medio de este pan». Y con mayor claridad aún, a la luz de las palabras sucesivas del Apóstol: «Porque nosotros, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo», san Juan argumenta: «¿Qué es el pan? El cuerpo de Cristo. Y ¿qué llegamos a ser cuando lo comemos? El cuerpo de Cristo; no muchos cuerpos, sino un solo cuerpo. Del mismo modo que el pan, aunque está hecho de muchos granos de trigo, llega a ser uno (...), así también nosotros estamos unidos tanto los unos a los otros como a Cristo. (...) Ahora bien, si nos alimentamos de un mismo pan y llegamos a ser todos uno, ¿por qué no mostramos el mismo amor, para llegar a ser uno también bajo este aspecto?».
La fe de san Juan Crisóstomo en el misterio de amor que une a los creyentes con Cristo y entre sí lo llevó a tributar una profunda veneración a la Eucaristía, una veneración que alimentó de modo especial en la celebración de la Divina Liturgia. Una de las expresiones más ricas de la Liturgia oriental lleva precisamente su nombre: «Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo». San Juan entendía que la Divina Liturgia sitúa espiritualmente al creyente entre la vida terrena y las realidades celestiales que le ha prometido el Señor.
San Juan, escribiendo a san Basilio Magno, expresaba el temor reverencial que sentía al celebrar los sagrados misterios con estas palabras: «Cuando ves que el Señor, inmolado, yace sobre el altar y que el sacerdote, de pie, ora sobre la víctima (...), ¿piensas que estás entre los hombres, que estás en la tierra? ¿No te sientes, más bien, transportado al cielo?». Los ritos sagrados, dice san Juan, «no son sólo maravillosos para la vista, sino también extraordinarios por el temor reverencial que suscitan. Allí está de pie el sacerdote (...), el cual hace que el Espíritu Santo descienda; ora largamente para que la gracia que desciende sobre el sacrificio ilumine en aquel lugar las mentes de todos y las haga más resplandecientes que la plata purificada por el fuego. ¿Quién puede menospreciar este misterio digno de veneración?».
Con gran profundidad san Juan Crisóstomo desarrolla la reflexión sobre los efectos de la Comunión sacramental en los creyentes: «La sangre de Cristo renueva en nosotros la imagen de nuestro Rey, produce una belleza inefable y no permite que sea destruida la nobleza de nuestras almas, sino que continuamente la riega y la alimenta». Por eso, san Juan exhorta a menudo, con insistencia, a los fieles a acercarse dignamente al altar del Señor, «no con ligereza (...), no por costumbre y formalidad», sino con «sinceridad y pureza de espíritu».
Repite incansablemente que la preparación para la sagrada Comunión debe incluir el arrepentimiento de los pecados y la gratitud por el sacrificio que Cristo realizó por nuestra salvación. Por tanto, exhorta a los fieles a participar plena y devotamente en los ritos de la Divina Liturgia y a recibir con las mismas disposiciones la sagrada Comunión: «Os suplico que no dejéis que nos mate vuestra irreverencia, sino acercaos a él con devoción y pureza, y cuando lo veis delante de vosotros, decíos a vosotros mismos: "en virtud de este cuerpo yo ya no soy tierra y ceniza, ya no soy prisionero, sino libre; en virtud de este cuerpo espero el paraíso, y espero recibir los bienes, la herencia de los ángeles, y conversar con Cristo"».
Naturalmente, de la contemplación del Misterio saca luego también las consecuencias morales con que compromete a sus oyentes: les recuerda que comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo les obliga a prestar ayuda material a los pobres y a los indigentes que viven entre ellos. La mesa del Señor es el lugar donde los creyentes reconocen y acogen a los pobres y necesitados que tal vez antes habían ignorado. Exhorta a los fieles de todos los tiempos a mirar más allá del altar sobre el que se ofrece el sacrificio eucarístico y a ver a Cristo en la persona de los pobres, recordando que gracias a la ayuda prestada a los necesitados pueden ofrecer en el altar de Cristo un sacrificio agradable a Dios.
4. Conclusión
Cada vez que nos encontramos con nuestros Padres —escribió el Papa Juan Pablo II a propósito de otro gran Padre y doctor, san Basilio—, nos sentimos «confirmados en la fe y animados en la esperanza». El XVI centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo brinda una ocasión propicia para incrementar los estudios sobre él, recordar sus enseñanzas y difundir su devoción.
En las diversas iniciativas y celebraciones que se están organizando con ocasión de este XVI centenario estoy espiritualmente presente con gratitud y con mis mejores deseos. También quiero expresar mi anhelo ardiente de que los Padres de la Iglesia «en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana», sean cada vez más punto firme de referencia para todos los teólogos de la Iglesia. Volver a ellos significa remontarse a las fuentes de la experiencia cristiana, para saborear su frescura y autenticidad. Así pues, no puedo expresar a los teólogos un deseo mejor que el de un renovado compromiso por recuperar el patrimonio sapiencial de los santos Padres. No podrá por menos de constituir un gran enriquecimiento para su reflexión incluso sobre los problemas de nuestros tiempos.
Me complace terminar este escrito con unas palabras del gran doctor, en las que invita a sus fieles —y, naturalmente, también a nosotros— a reflexionar sobre los valores eternos: «¿Durante cuánto tiempo aún estaremos clavados a la realidad presente? ¿Cuánto tiempo aún hará falta antes de que podamos librarnos de ella? ¿Durante cuánto tiempo aún descuidaremos nuestra salvación? Recordemos aquello de lo que Cristo nos ha considerado dignos; démosle gracias, glorifiquémoslo, no sólo con nuestra fe, sino también con nuestras obras efectivas, de modo que podamos alcanzar los bienes futuros por la gracia y la amorosa ternura de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea gloria al Padre y al Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos. Amén».
A todos imparto mi bendición.
Castelgandolfo, 10 de agosto de 2007, tercer año de mi pontificado
Audiencia General (19-09-2007)
miércoles 19 de septiembre de 2007Queridos hermanos y hermanas:
Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo (407-2007). Podría decirse que Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, o sea, "boca de oro" por su elocuencia, sigue vivo hoy, entre otras razones, por sus obras. Un copista anónimo dejó escrito que estas "atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes". Sus escritos nos permiten también a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que en varias ocasiones se vieron privados de él a causa de sus destierros, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es lo que él mismo sugería en una carta desde el destierro (cf. A Olimpia, Carta 8, 45).
Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desempeñó allí su ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos destierros, que se sucedieron a breve distancia uno del otro, entre los años 403 y 407. Hoy nos limitamos a considerar los años antioquenos de san Juan Crisóstomo.
Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, que le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Después de los estudios primarios y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre retórico de su tiempo. En su escuela, san Juan se convirtió en el mayor orador de la antigüedad griega tardía.
Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en el año 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en la carrera eclesiástica. Del año 367 al 372, frecuentó el Asceterio, una especie de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exegeta Diodoro de Tarso, que encaminó a san Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.
Después se retiró durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años, durante los cuales vivió solo en una caverna bajo la guía de un "anciano". En ese período se dedicó totalmente a meditar "las leyes de Cristo", los evangelios y especialmente las cartas de Pablo. Al enfermarse y ante la imposibilidad de curarse por sí mismo, tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquía (cf. Palladio, Vida 5). El Señor —explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento preciso para permitir a Juan seguir su verdadera vocación.
En efecto, escribirá él mismo que, ante la alternativa de elegir entre las vicisitudes del gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, preferiría mil veces el servicio pastoral (cf. Sobre el sacerdocio, 6, 7): precisamente a este servicio se sentía llamado san Juan Crisóstomo. Y aquí se realiza el giro decisivo de la historia de su vocación: pastor de almas a tiempo completo. La intimidad con la palabra de Dios, cultivada durante los años de la vida eremítica, había madurado en él la urgencia irresistible de predicar el Evangelio, de dar a los demás lo que él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero lo impulsó así, alma de fuego, a la solicitud pastoral.
Entre los años 378 y 379 regresó a la ciudad. Diácono en el 381 y presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de las conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus santos. El año 387 fue el "año heroico" de san Juan Crisóstomo, el de la llamada "rebelión de las estatuas". El pueblo derribó las estatuas imperiales como protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia a causa de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías sobre las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Siguió un período de serena solicitud pastoral (387-397).
San Juan Crisóstomo es uno de los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a san Mateo y a san Pablo (cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Sin embargo, transmitió la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, es decir, por la negación de la divinidad de Cristo.
Por tanto, es un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en los siglos IV y V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Este es, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos para recibir el bautismo. Poco antes de su muerte, escribió que el valor del hombre está en el "conocimiento exacto de la verdadera doctrina y en la rectitud de la vida" (Carta desde el destierro). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Todas sus intervenciones se orientaron siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y poner en práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.
San Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en sus dimensiones física, intelectual y religiosa. Compara las diversas etapas del crecimiento a otros tantos mares de un inmenso océano: "El primero de estos mares es la infancia" (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). En efecto "precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud". Por eso, la ley de Dios debe imprimirse desde el principio en el alma "como en una tablilla de cera" (Homilía 3, 1 sobre el evangelio de san Juan): de hecho esta es la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera etapa de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva correcta a la existencia. Por ello, san Juan Crisóstomo recomienda: "Desde la más tierna edad proporcionad a los niños armas espirituales y enseñadles a persignarse la frente con la mano" (Homilía 12, 7 sobre la primera carta a los Corintios).
Vienen luego la adolescencia y la juventud: "A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan con fuerza..., porque en nosotros crece... la concupiscencia" (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). Por último, llegan el noviazgo y el matrimonio: "A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa" (ib.). Recuerda los fines del matrimonio, enriqueciéndolos —mediante la alusión a la virtud de la templanza— con una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con alegría y se puede educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, este es "como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo une las dos partes" (Homilía 12, 5 sobre la carta a los Colosenses) y los tres constituyen "una familia, pequeña Iglesia" (Homilía 20, 6 sobre la carta a los Efesios).
La predicación de san Juan Crisóstomo se desarrollaba habitualmente durante la liturgia, "lugar" en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8, 7 sobre la carta a los Romanos); en todo lugar la misma palabra se dirige a todos (Homilía 24, 2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se convierte en signo eficaz de unidad (Homilía 32, 7 sobre el evangelio de san Mateo).
Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico dice: "También a ti el bautismo te hace rey, sacerdote y profeta" (Homilía 3, 5 sobre la segunda carta a los Corintios). De aquí brota el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: "Este es el principio de nuestra vida social...: no interesarnos sólo por nosotros mismos" (Homilía 9, 2 sobre el Génesis). Todo se desarrolla entre dos polos: la gran Iglesia y la "pequeña Iglesia", la familia, en relación recíproca.
Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección de san Juan Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran maestro de la fe.
Audiencia General (26-09-2007)
miércoles 26 de septiembre de 2007Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos hoy nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Después del período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, san Juan proyectó la reforma de su Iglesia; la austeridad del palacio episcopal debía servir de ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos. Por desgracia no pocos de ellos, afectados por sus juicios, se alejaron de él.
Por su solicitud en favor de los pobres, san Juan fue llamado también "el limosnero". Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su espíritu emprendedor en los diferentes campos hizo que algunos lo vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como verdadero pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura con respecto a la mujer y dedicaba una atención especial al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.
A pesar de su corazón bondadoso, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, a menudo se vio envuelto en cuestiones e intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. En el ámbito eclesiástico, dado que en el año 401 había depuesto en Asia a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de rebasar los límites de su jurisdicción, por lo que se convirtió en diana de acusaciones fáciles.
Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de san Juan Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo.
De este modo, fue depuesto en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer destierro breve. Tras regresar, la hostilidad que se suscitó contra él a causa de su protesta contra las fiestas en honor de la emperatriz, que san Juan consideraba fiestas paganas y lujosas, así como la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia pascual del año 404, marcaron el inicio de la persecución contra san Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados "juanistas".
Entonces, san Juan denunció los hechos en una carta al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue desterrado nuevamente, esta vez a Cucusa, en Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía el poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma, para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y quebrantar la resistencia del obispo exhausto: la condena al destierro fue una auténtica condena a muerte.
Son conmovedoras las numerosas cartas que escribió san Juan desde el destierro, en las que manifiesta sus preocupaciones pastorales con sentimientos de participación y de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana, provincia del Ponto. Allí san Juan, moribundo, fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entregó su alma a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, Vida 119). Era el 14 de septiembre del año 407, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Los restos del santo obispo, sepultados en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron trasladados en el año 1204 a Roma, a la primitiva basílica constantiniana, y descansan ahora en la capilla del Coro de los canónigos de la basílica de San Pedro.
El 24 de agosto de 2004, el Papa Juan Pablo II entregó una parte importante de sus reliquias al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII lo proclamó patrono del concilio Vaticano II.
De san Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la nueva Roma, es decir, de Constantinopla, Dios manifestó en él a un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en san Juan Crisóstomo hay una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Sólo cambian el papel y las situaciones.
Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, san Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: "Es de gran ayuda —dice— saber qué es la criatura y qué es el Creador". Nos muestra la belleza de la creación y el reflejo de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de "escalera" para ascender a Dios, para conocerlo.
Pero a este primer paso le sigue un segundo: este Dios creador es también el Dios de la condescendencia (synkatabasis). Nosotros somos débiles para "ascender", nuestros ojos son débiles. Así, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre, caído y extranjero, una carta, la sagrada Escritura. De este modo, la creación y la Escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. A Dios le llama "Padre tierno" (philostorgios) (ib.), médico de las almas (Homilía 40, 3 sobre el Génesis), madre (ib.) y amigo afectuoso (Sobre la Providencia 8, 11-12).
Pero a este segundo paso —el primero era la creación como "escalera" hacia Dios; y el segundo, la condescendencia de Dios a través de la carta que nos ha dado, la sagrada Escritura— se añade un tercer paso: Dios no sólo nos transmite una carta; en definitiva, él mismo baja, se encarna, se hace realmente "Dios con nosotros", nuestro hermano hasta la muerte en la cruz.
Y tras estos tres pasos —Dios que se hace visible en la creación, Dios nos envía una carta, y Dios desciende y se convierte en uno de nosotros— se agrega al final un cuarto paso: en la vida y la acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo (Pneuma), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra existencia misma a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.
Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, san Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (cf. Hch 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una "utopía" social (una especie de "ciudad ideal"). En efecto, se trataba de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, san Juan Crisóstomo comprendió que no basta con dar limosna o ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente.
Por tanto, san Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la doctrina social de la Iglesia: la vieja idea de la polis griega se debe sustituir por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. San Juan Crisóstomo defendía, como san Pablo (cf. 1 Co 8, 11), el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige así la tradicional visión griega de la polis, de la ciudad, en la que amplios sectores de la población quedaban excluidos de los derechos de ciudadanía, mientras que en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos.
El primado de la persona también es consecuencia del hecho de que, partiendo realmente de ella, se construye la ciudad, mientras que en la polis griega la patria se ponía por encima del individuo, el cual quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con san Juan Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida a partir de la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra polis es otra, "nuestra patria está en los cielos" (Flp 3, 20) y en esta patria nuestra, incluso en esta tierra, todos somos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.
Al final de su vida, desde el destierro en las fronteras de Armenia, "el lugar más desierto del mundo", san Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó un tema muy importante para él: Dios tiene un plan para la humanidad, un plan "inefable e incomprensible", pero seguramente guiado por él con amor (cf. Sobre la Providencia 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios se inspira siempre en su amor.
Así, a pesar de sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: "¡Gloria a Dios por todo!" (Paladio, Vida 11).