Asunción de la Bienaventurada Virgen María, solemnidad (15 de agosto) – Homilías
/ 14 agosto, 2015 / Propio de los Santos15 de agosto: Solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Misa del Día
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Ap 11, 19a; 12, 1. 3-6a. 10ab : Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
-Salmo: 44, 10-16 : R. De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
-2ª Lectura: 1 Cor 15, 20-27a : Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo.
+Evangelio: Lc 1, 39-56 : El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Bernardo, abad
Sermón
1er sermón sobre la Asunción
«Por Cristo todos volverán a la vida, cada uno en su puesto» (1Co 15,22- 23)
Hoy, la Virgen María, sube gloriosa al cielo. Colma completamente el gozo de los ángeles y de los santos. En efecto, es ella quien, con la simple palabra de salutación, hizo exultar al niño todavía encerrado en el seno materno (Lc 1,41). ¡Cuál ha debido de ser la exultación de los ángeles y de los santos cuando han podido escuchar su voz, ver su rostro, y gozar de su bendita presencia! ¡Y para nosotros, amados hermanos, qué fiesta en su gloriosa Asunción, qué causa de alegría y qué fuente de gozo el día de hoy! La presencia de María ilumina el mundo entero tal como el cielo resplandece por la irradiación esplendorosa de la santísima Virgen. Es, pues, con todo derecho, que en los cielos resuena la acción de gracias y la alabanza.
Pero nosotros…, en la misma medida que el cielo exulta de gozo por la presencia de María ¿no es razonable que nuestro mundo de aquí abajo llore su ausencia? Pero no nos lamentamos porque no tenemos aquí abajo la ciudad permanente (Hb 13,14) sino que buscamos aquella a donde la Virgen María ha llegado hoy. Si estamos ya inscritos en el número de los habitantes de esta ciudad, es conveniente que hoy nos acordemos de ella…, compartamos su gozo, participemos de la misma alegría que goza hoy la ciudad de Dios, y que hoy cae como rocío sobre nuestra tierra. Sí, ella nos ha precedido, nuestra reina nos ha precedido y ha sido recibida con tanta gloria que nosotros, sus humildes siervos, podemos seguir a nuestra soberana con toda confianza gritando [con la Esposa del Cantar de los Cantares]: «Llévame en pos de ti: ¡Correremos tras el olor de tus perfumes!» (Ct 1,3-4). Viajeros todavía en la tierra, hemos enviado por delante a nuestra abogada…, madre de misericordia, para defender eficazmente nuestra salvación.
Pío XII, papa
Munificentissimus Deus: Tu cuerpo es santo y sobremanera glorioso
Constitución apostólica, AAS 42 [1950), 760-762. 767-769.Liturgia de las Horas, 15 de Agosto
Los santos Padres y grandes doctores, en las homilías y disertaciones dirigidas al pueblo en la fiesta de la Asunción de la Madre de Dios, hablan de este hecho como de algo ya conocido y aceptado por los fieles y lo explican con toda precisión, procurando, sobre todo, hacerles comprender que lo que se conmemora en esta festividad es no sólo el hecho de que el cuerpo sin vida de la Virgen María no estuvo sujeto a la corrupción, sino también su triunfo sobre la muerte y su glorificación en el cielo, a imitación de su Hijo único Jesucristo.
Y, así, san Juan Damasceno, el más ilustre transmisor de esta tradición, comparando la asunción de la santa Madre de Dios con sus demás dotes y privilegios, afirma, con elocuencia vehemente:
«Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios.»
Según el punto de vista de san Germán de Constantinopla, el cuerpo de la Virgen María, la Madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al cielo, porque así lo pedía no sólo el hecho de su maternidad divina, sino también la peculiar santidad de su cuerpo virginal:
«Tú, según está escrito, te muestras con belleza; y tu cuerpo virginal es todo él santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual hace que esté exento de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin perder su condición humana, sea transformado en cuerpo celestial e incorruptible, lleno de vida y sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta.»
Otro antiquísimo escritor afirma:
«La gloriosísima Madre de Cristo, nuestro Dios y salvador, dador de la vida y de la inmortalidad, por él es vivificada, con un cuerpo semejante al suyo en la incorruptibilidad, ya que él la hizo salir del sepulcro y la elevó hacia sí mismo, del modo que él solo conoce.»
Todos estos argumentos y consideraciones de los santos Padres se apoyan, como en su último fundamento, en la sagrada Escritura; ella, en efecto, nos hace ver a la santa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo divino y solidaria siempre de su destino.
Y, sobre todo, hay que tener en cuenta que, ya desde el siglo segundo, los santos Padres presentan a la Virgen María como la nueva Eva asociada al nuevo Adán, íntimamente unida a él, aunque de modo subordinado, en la lucha contra el enemigo infernal, lucha que, como se anuncia en el protoevangelio, había de desembocar en una victoria absoluta sobre el pecado y la muerte, dos realidades inseparables en los escritos del Apóstol de los gentiles. Por lo cual, así como la gloriosa resurrección de Cristo fue la parte esencial y el último trofeo de esta victoria, así también la participación que tuvo la santísima Virgen en esta lucha de su Hijo había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal, ya que, como dice el mismo Apóstol: Cuando esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria.»
Por todo ello, la augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de modo arcano, desde toda la eternidad, por un mismo y único decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, asociada generosamente a la obra del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, alcanzó finalmente, como suprema coronación de todos sus privilegios, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (1979): En el umbral de la eternidad
Iglesia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Miércoles 15 de agosto de 1979.
1. Estamos en el umbral de la casa de Zacarías, en la localidad de Ain-Karin. María llega a esta casa, llevando en sí el misterio gozoso. El misterio de un Dios que se ha hecho hombre en su seno. María llega a Isabel, persona que le es muy cercana, a quien le une un misterio análogo; llega para compartir con ella la propia alegría.
En el umbral de la casa de Zacarías le espera una bendición, que es la continuación de lo que ha oído de los labios de Gabriel: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre… Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor» (Lc 1, 42-45).
Y en ese instante, desde lo profundo de la intimidad de María, desde lo profundo de su silencio, brota ese cántico que expresa toda la verdad del gran Misterio. Es el cántico que anuncia la historia de la salvación y manifiesta el corazón de la Madre: «Mi alma engrandece al Señor…» (Lc 1, 46).
2. Hoy no nos encontramos ya en el umbral de la casa de Zacarías en Ain-Karin. Nos encontramos en el umbral de la eternidad. La vida de la Madre de Cristo ahora ya ha terminado sobre la tierra. En Ella debe cumplirse esa ley que el Apóstol Pablo proclama en su Carta a los Corintios: la ley de la muerte vencida por la resurrección de Cristo. En realidad, «Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen… Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango» (1 Cor 15, 20, 22-25). En este rango María es la primera. En efecto, ¿quién «pertenece a Cristo» más que Ella?
Y he aquí que en el momento en que se cumple en Ella la ley de la muerte, vencida por la resurrección de su Hijo, brota de nuevo del corazón de María el cántico, que es cántico de salvación y de gracia: el cántico de la asunción al cielo. La Iglesia pone de nuevo en boca de la Asunta, Madre de Dios, el «Magníficat».
3. ¡En esta nueva verdad resuenan las siguientes palabras que un día pronunció María durante la visita a Isabel!:
«Exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador…
Porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso» (Lc 1, 47-49).
Las ha hecho desde el principio. Desde el momento de su concepción en el seno de su madre, Ana, cuando, habiéndola elegido como Madre del propio Hijo, la ha liberado del yugo de la herencia del pecado original. Y luego, a lo largo de los años de la infancia cuando la ha llamado totalmente para sí, a su servicio, como la Esposa del Cantar de los Cantares. Y después: a través de la Anunciación, en Nazaret, y a través de la noche de Belén, y a través de los treinta años de la vida oculta en la casa de Nazaret. Y sucesivamente, mediante las experiencias de los años de enseñanza de su Hijo Cristo y mediante los horribles sufrimientos de la cruz y la aurora de la resurrección…
En realidad «ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es Santo» (Lc 1, 49).
En este instante se cumple el último acto en la dimensión terrestre, acto que es, al mismo tiempo, el primero en la dimensión celeste. En el seno de la eternidad.
María glorifica a Dios, consciente de que a causa de su gracia la habían de glorificar todas las generaciones, porque «su misericordia se derrama de generación en generación» (Lc 1, 50),
4. También nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, alabamos juntos a Dios por todo lo que ha hecho por la humilde Esclava del Señor. Le glorificamos, le damos gracias. Reavivamos nuestra confianza y nuestra esperanza, inspirándonos en esta maravillosa fiesta mariana.
En las palabras del «Magníficat» se manifiesta todo el corazón de nuestra Madre. Son hoy su testamento espiritual. Cada uno de nosotros debe mirar, en cierto modo con los ojos de María, la propia vida, la historia del hombre. A este propósito son muy hermosas las palabras de San Ambrosio, que me complazco en repetiros hoy: «Esté en cada uno el alma de María para engrandecer al Señor, esté en cada uno el espíritu de María para exultar en Dios; si, según la carne, es una sola la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas engendran a Cristo: en efecto, cada una acoge en sí al Verbo de Dios» (Exp. ev. sec. Lucam II, 26).
Y además, queridas hermanas y hermanos, ¿acaso no deberemos repetir también nosotros como María: ha hecho cosas grandes en mí? Porque lo que ha hecho en Ella, lo ha hecho para nosotros y, por lo tanto, también lo ha hecho en nosotros. Por nosotros se ha hecho hombre, nos ha traído la gracia y la verdad. Hace de nosotros hijos de Dios y herederos del cielo.
Las palabras de María nos dan una nueva visión de la vida. Visión de una fe perseverante y coherente. Fe que es la luz de la vida cotidiana. De esos días a veces tranquilos, pero frecuentemente tempestuosos y difíciles. Fe que, finalmente, ilumina las tinieblas de la muerte de cada uno de nosotros.
Sea esta mirada sobre la vida y la muerte el fruto de la fiesta de la Asunción.
5. Me siento feliz de poder vivir junto con vosotros, en Castelgandolfo, esta fiesta, hablando de la alegría de María y proclamando su gloria a todos a quienes les resulta querido y familiar el nombre de la Madre de Dios y de los hombres.
Homilía (1982): Dios ha hecho obras grandes
Castelgandolfo. Domingo 15 de agosto de 1982.
1. «Tu trono subsistirá por siempre jamás, / cetro de equidad es el cetro de tu reino… / Toda radiante de gloria entra la hija del rey; / su vestido está tejido de oro» (cfr. Sal 44, [451, 7. 14).
La liturgia de la Iglesia recurre hoy a las palabras del Salmo para presentar incluso, con imágenes humanas un gran misterio de la fe.
Es el misterio de la Asunción de la Santísima Madre de Dios, la Virgen María.
Sin embargo, aún más que las analogías que se sacan del Salmo 44, son elocuentes sus mismas palabras. María se presenta en el umbral de la casa de Isabel, su pariente, y —cuando ésta la saluda como «la madre del Señor»— pronuncia las palabras del Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador … Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo» (Lc 1, 46-47. 49).
2. Cuando María pronunció estas palabras, se había realizado ya en Ella, mediante «la anunciación del Ángel», el misterio de la Encarnación. El Hijo de Dios, el Verbo Eterno, se había hecho hombre en su seno por obra del Espíritu Santo.
Al dirigirse «a la montaña» para visitar a Isabel, María era ya la Madre del Hijo de Dios: llevaba en sí el más grande misterio de la historia del hombre.
De lo profundo de este misterio nacen las palabras del himno del Magníficat. De lo profundo de este misterio María alaba al Omnipotente porque «ha hecho cosas grandes» por Ella (Lc 1, 49).
Y no sólo por Ella. Por toda la humanidad: por todos los hombres y por cada uno de los hombres Dios ha hecho «grandes cosas» haciéndose hombre. Pero Ella, la Virgen de Nazaret, ha sido objeto de una elevación especial, de una dignidad particular. Pues ha llegado a ser la Madre del Dios-Hombre.
Hoy, en el día de la Asunción, la liturgia de la Iglesia pone en los labios de María sus mismas palabras: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí».
Entre la Visitación y la Asunción hay continuidad. Aquélla que ha sido elegida eternamente para ser Madre del Verbo Encarnado; Aquélla en la que Dios mismo ha habitado en la persona del Hijo, comienza a morar de modo particular en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
He aquí el misterio que meditamos con veneración hoy: el misterio de la Asunción.
3. Aquélla en la que Dios mismo tomó morada en la Persona del Hijo, fue concebida inmaculada: está libre de la herencia del pecado original.
De este modo fue también preservada de la ley de la muerte, que entró en la historia del hombre junto con el pecado.
Escribe San Pablo (y estas palabras las leemos en la liturgia de hoy): «Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida, pero cada uno en su puesto» (1 Cor 15, 21-23).
Libre —por obra de Cristo— del pecado original, redimida de modo particular y excepcional, María fue incluida en su resurrección también de modo particular y excepcional. La resurrección de Cristo venció en Ella la ley del pecado y de la muerte ya mediante la Inmaculada Concepción. Ya entonces se realizó en ella la victoria sobre el pecado y sobre la ley de la muerte, pena del pecado; y hoy se revela en toda la plenitud.
Era necesario que Ella, que era Madre del Resucitado, participase la primera entre los hombres en el pleno poder de su resurrección.
Era necesario que Ella, en la que habitó el Hijo de Dios como autor de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, también la primera habitase en Dios, libre del pecado y de la corrupción del sepulcro:
— del pecado, mediante la Inmaculada Concepción;
— de la corrupción del sepulcro, mediante la Asunción.
Creemos que «la Virgen Inmaculada, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste» (Pío XII, Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, 1 noviembre de 1950).
4. Contemplamos hoy de modo particular a la Madre de Dios. Fijamos la mirada en su definitiva morada en Dios. En su gloria.
Ella es aquel «signo» grandioso que, según las palabras de San Juan en el Apocalipsis, apareció en el cielo (cfr. Ap 12, 1).
Este signo está al mismo tiempo unido estrechamente con la tierra. Es, ante todo, el signo de la lucha «con el dragón» (cfr. Ap 12, 4), y en esta lucha releemos toda la historia de la Iglesia en la tierra: la lucha contra satanás, la lucha contra las fuerzas de las tinieblas, que no cesan de lanzar sus ataques al Reino de Dios.
Este es, al mismo tiempo, el signo de la victoria definitiva; en el misterio de su Asunción, María es el signo de esa victoria definitiva, de la que habla el autor del Apocalipsis: «Ya llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías» (Ap 12, 10).
5. La solemnidad de hoy es una gran fiesta de la fe. Se debe aguzar la mirada de la fe, para que el misterio de la Asunción pueda actuar libremente en nuestra mente y en nuestro corazón:
a fin de que se haga también para nosotros el signo de la victoria definitiva, la cual está precedida del trabajo y de la lucha respecto a las fuerzas de las tinieblas.
Se debe aguzar la mirada de la fe para vislumbrar a través de las fatigas y los sufrimientos de esta vida temporal la dimensión definitiva de la eternidad:
a semejanza de la Madre de Cristo debemos también nosotros habitar «en Dios», mediante la unión eterna con El.
¡Cuánto debemos esforzarnos mientras vivimos aquí en la tierra a fin de que Dios habite «en nosotros»! En María, en la cual tomó morada mediante el misterio de la Encarnación como Hijo en el seno de la Madre, El moró antes que nada mediante la gracia.
Y también en nosotros quiere habitar mediante la gracia: «Dios te salve, María, llena eres de gracia … ».
Que la solemnidad de hoy reavive en nosotros el ardiente deseo de vivir en gracia, de perseverar en la gracia de Dios.
«Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna … ». Si, a semejanza de María, debemos habitar eternamente en Dios, es necesario que aquí en la tierra Dios encuentre su habitación en nuestra alma.
Amén.
Ángelus (1982): Plenitud de gracia
Domingo 15 de agosto de 1982
Fiesta de la Asunción de la Virgen María.
1. «Dios te salve, María, llena de gracia…» (cf. Lc 1, 28).
Cada vez que rezamos estas palabras venimos a ser, en cierto sentido, el arcángel que dio el anuncio. Toda la Iglesia, reunida en oración para el «Ángelus», renueva el misterio de la anunciación.
El arcángel anuncia a María, ante todo que es «llena de gracia«. Antes de decirle que se convertirá en la Madre del Hijo de Dios, afirma: «llena eres de gracia».
Toda la Iglesia, y en ella cada uno de nosotros, hace propio este saludo y este anuncio. Cuántas veces en la vida (y especialmente en el «Ángelus») nos dirigimos a la Madre de Dios y le decimos: «llena eres de gracia«.
Estas palabras nos vuelven a unir directamente con el misterio de la Encarnación. Al pronunciarlas, pensamos en la Maternidad divina de la Virgen de Nazaret: es «llena de gracia» a causa de la Maternidad divina.
2. Hoy pronunciamos las palabras «llena de gracia» pensando en la Asunción de María.
La plenitud de gracia de que gozaba María desde el primer instante de su concepción, en consideración de los méritos de Cristo, se confirma en la asunción en alma y cuerpo.
Asunción significa la unión definitiva con Dios, Padre-Hijo-Espíritu Santo. La gracia lleva a esta unión y la realiza gradualmente durante la existencia terrena del hombre. La realiza definitivamente en el cielo. El cielo es el estado de la conclusiva e irreversible unión con Dios en el misterio de la Santísima Trinidad. La gracia de Dios prepara al hombre para este estado: la gracia santificante con todas las gracias actuales y todos los dones del Espíritu Santo.
Cuando, el día de la Asunción, decimos «llena de gracia», pensamos en la plenitud de estos dones sobrenaturales, que prepararon a la Madre de Dios para la glorificación en el seno de la Santísima Trinidad.
Y, a la vez, pensamos también en la gracia de Dios que actúa en cada uno de nosotros. Llevamos en nosotros un don tan grande, que supera los límites de lo temporáneo y, venciendo las fuerzas del pecado y de la muerte, nos prepara a cada uno de nosotros a la unión con Dios en la eternidad.
3. Este día se celebra la fiesta de la parroquia de Castelgandolfo.
Esta venera de modo especial a la Madre de Dios en el misterio de la Asunción, al estar bajo su patrocinio.
Roguemos, pues, hoy por la parroquia de Castelgandolfo que nos brinda hospitalidad. Roguemos por todos los feligreses. Oremos por los Pastores.
Que el misterio de la Asunción de María actúe de manera muy profunda en las almas de todos. Que dé frutos de gracia y de unión con Dios.
Que los difuntos gocen eternamente de esta unión. Que los que aún viven se preparen a ella.
«Assumpta est Maria in caelum».
Basílica de San Pedro
Lunes 15 de agosto de 1988.
1. «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48).
¡Madre de Dios y Virgen! En esta bienaventuranza proclamada por todas las generaciones, acoge también nuestras voces: te llama bienaventurada la generación de los hombres que viven en esté último retazo del segundo milenio después de Cristo.
Te llamamos bienaventurada, porque eres la que el Eterno Padre ha escogido para ser la Madre del Eterno Hijo, cuando «llegó la plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4, 4).
Te llamamos bienaventurada, porque eres la que el Eterno Hijo —Redentor del mundo— ha redimido la primera en el misterio de la Inmaculada Concepción.
Te llamamos bienaventurada, porque sobre Ti descendió el Espíritu Santo y el poder del Altísimo extendió su sombra (cf. Lc 1, 35), y así nació de Ti el Eterno Hijo de Dios, en cuanto hombre.
Te llamamos bienaventurada. Así te han llamado todas las generaciones. Así te llama nuestra generación, al final del siglo XX.
Una particular expresión de ello ha sido, en toda la Iglesia, el Año Mariano que hoy, en la solemnidad de tu Asunción, llega a su fin.
2. ¡Te saludamos, María! «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42).
Con tales palabras te saluda hoy la liturgia. Y éstas son las palabras de tu pariente Isabel, pronunciadas durante la Visitación, que tuvo lugar, según la tradición en Ain Karim.
¡Te saludamos, María! Bienaventurada eres Tú que has creído en el cumplimiento de las palabras del Señor (cf. Lc 1, 45).
Durante el Año Mariano te hemos seguido en el sendero de tu Visitación. Te ha seguido, Madre de Dios, la Iglesia entera, repitiendo las palabras de Isabel. Y ello, porque la Iglesia, en el Concilio Vaticano II, ha aprendido a mirarte como su figura viva y perfecta.
Lo ha aprendido nuevamente, a la medida de nuestros tiempos y de nuestra generación, recordando que así te miraron ya las antiguas generaciones de los discípulos que seguían a Cristo. Los ilustres Padres de los primeros siglos te han llamado el primer Modelo (Typus) de la Iglesia.
La Iglesia de nuestros tiempos lo ha aprendido nuevamente. Ha profesado una vez más que Tú, Bienaventurada Virgen, precedes en la peregrinación de la fe a todas las generaciones del Pueblo de Dios en la tierra (cf. Lumen gentium, 58).
¡Bendita Tú que has creído! En esa peregrinación de la fe, que fue tu vida en la tierra, avanzaste manteniendo fielmente tu unión con el Hijo, incluso junto a la cruz, donde te quedaste por voluntad de Dios (cf..ib.).
3. Esa misma peregrinación de la fe, que realizaste hasta las profundidades del misterio de Cristo, tu Hijo —desde la Anunciación hasta el Calvario—, la reanudaste luego junto con la Iglesia. La reanudaste el día de Pentecostés con la Iglesia de los Apóstoles y de los testigos, que nacía en el Cenáculo de Jerusalén bajo el soplo del Consolador, el Espíritu de Verdad.
Por ello, también nosotros hemos comenzado nuestra peregrinación del Año Mariano en la solemnidad de Pentecostés de 1987, en Roma y en. toda la Iglesia, hasta los confines del mundo.
Hemos comenzado nuestra peregrinación de la fe juntos contigo, nosotros, la generación que se acerca al comienzo del tercer milenio después de Cristo. Hemos comenzado a caminar contigo, nosotros, la generación que lleva en sí cierto aire de semejanza con aquel primer Adviento, cuando en el horizonte de las expectativas humanas por la venida del Mesías se encendió una luz misteriosa: La Estrella de la mañana, la Virgen de Nazaret, preparada por la Santísima Trinidad para ser la Madre del Hijo de Dios: Alma Redemptoris Mater.
4. Hemos dedicado a Ti, María, esta parte del tiempo humano, que es también el tiempo litúrgico de la Iglesia: el año que comenzó con Pentecostés de 1987, y que termina hoy con la solemnidad de tu Asunción, en el año 1988.
¡Lo hemos dedicado a Ti! En Ti hemos puesto nuestra confianza. En Ti, a quien Dios se había «confiado» a Sí mismo en la historia humana. En Ti, a quien tu Hijo crucificado había confiado al hombre como en un testamento supremo del misterio de la redención. Ese hombre a los pies de la cruz fue el Apóstol Juan, el Evangelista. Y en él, un hombre, estaban representados todos los hombres.
Con el espíritu de aquel acto de confianza pascual, que se transformó en un fruto particular de la fe, de la esperanza y de la caridad, cuando la espada del dolor atravesó tu Corazón, te siguen los hombres y las comunidades humanas de todo el mundo. Te siguen los pueblos y las naciones. Te siguen las generaciones. Desde lo alto de la cruz, Cristo mismo les guía hacia tu Corazón materno, y tu Corazón les restituye, del modo más sencillo, a Cristo: les introduce en el misterio de la redención. Verdaderamente, Redemptoris Mater!
5. Igual que en todas las generaciones pasadas, también en la nuestra, la Iglesia canta una antífona, en, la que reza así:
«Socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse» (Succurre cadenti – surgere qui eurat, populo!).
En las palabras de esta plegaria de confianza volvemos a encontrar también la verdad sobre nuestra generación. Esta, como las otras generaciones, y quizá incluso más que ellas, ¿no vive acaso entre el «sucumbir» y el «levantarse», entre el pecado y la gracia?
¡Oh Madre, que nos conoces, quédate siempre con tus hijos! Ayuda al hombre, a los pueblos, a las naciones, a la humanidad a levantarse. Este grito del Año Mariano ha repercutido en los diversos lugares de la tierra, a través de las distintas experiencias de nuestra época que, si bien alardea de un progreso antes desconocido, siente de modo particularmente agudo las amenazas que se ciernen sobre toda la gran familia humana. Por ello se hace cada vez más urgente la sollicitudo rei socialis.
6. ¡Hoy, solemnidad de la Asunción !
Hoy, en el horizonte del cosmos aparece —como dicen las palabras del Apocalipsis de Juan— la. Mujer vestida de sol: (cf. Ap 12, 1). ..
De esa Mujer `el Concilió dice: «La Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27) «. Y al mismo tiempo «los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María» (Lumen gentium, 65).
Todo este Año, que está a punto de terminar, ha sido el tiempo de los «ojos levantados» hacia Ti, Madre de Dios, Virgen, constantemente presente en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
El Año Mariano termina hoy. Pero no termina el tiempo de los «ojos levantados» hacia María.
7. Al seguirte, Madre, en nuestra peregrinación terrena mediante la fe; nos encontramos hoy en el umbral de tu glorificación en Dios.
La peregrinación de la fe, el camino de la fe. Tu camino de la fe lleva, desde el umbral de la Visitación, en Ain Karim, al umbral de la glorificación.
Es lo que nos enseña la liturgia de hoy.
Y en el umbral de la glorificación, en el umbral de la unión celestial con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, escuchamos una vez más las palabras del Magníficat:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador… porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1, 46-47. 49).
Obras grandes: magnalia! Magnalia Dei!
¡Bienaventurada eres Tú que has creído!
¡Amén!
Homilía (1991): Santuario de Dios que se abrió en el cielo
VI Jornada Mundial de la Juventud
Czestochowa, Polonia
Solemnidad de la Asunción
Jueves 15 de agosto de 1991
1. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Jóvenes amigos, hermanos y hermanas de Polonia y de todo el mundo. Comienzo con emoción esta homilía, pronunciada en polaco, pero me consuela la conciencia de que nuestros huéspedes la escuchan también en sus lenguas respectivas. Sucede algo semejante a lo que ocurrió el día de Pentecostés en Jerusalén; e incluso con más alcance, porque también los que se hallan lejos ven esta celebración litúrgica —y escuchan la homilía— gracias a las pantallas que nos han ofrecido benévolamente nuestros hermanos italianos. Asimismo, me consuela el buen tiempo que está haciendo y el sol.
[…] Saludo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo a todos vosotros, queridos jóvenes, que habéis venido aquí procedentes de diversos países de Europa y de los demás continentes. Habéis venido a Jasna Góra con la convicción de que «recibisteis un espíritu de hijos adoptivos» (Rm 8, 15). Gracias a este espíritu sois «herederos de Dios» y, al mismo tiempo, «coherederos de Cristo» (Rm 8, 17). Podéis exclamar junto con él: «Abbá, Padre!» (Rm 8, 15). En efecto, «el Espíritu mismo da testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16).
Durante el encuentro de anoche meditamos sobre la verdad de vuestra vocación en Cristo, concentrándonos en tres signos: la cruz, la Biblia y el icono mariano.
En la solemnidad de hoy deseamos dirigirnos de modo particular a María, que fue guiada sobre todo por el Espíritu de Dios. La saludamos como hija amada de Dios-Padre, elegida como madre humana del Hijo de Dios. Saludamos a María, que aceptó esa elección eterna, dando a la luz a Jesucristo por obra del Espíritu Santo: la Virgen de Nazaret creyó que lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (cf. Lc 1, 37).
2. Hoy la Iglesia celebra con especial solemnidad su Asunción al cielo. Este cumplimiento definitivo de la vida y de la vocación de la Madre de Dios nos permite, a la luz de la liturgia, contemplar toda la anterior existencia terrena de María y su peregrinación materna mediante la fe. De forma muy concisa y, a la vez, más completa, expresan todo esto las palabras de Isabel durante la Visitación: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor!» (Lc 1, 45).
Las palabras que María oyó durante la Visitación se cumplieron admirablemente: desde el nacimiento de Jesús en Belén hasta la cruz en el Gólgota y, luego, desde la mañana de Pascua hasta el día de Pentecostés. En todas estas etapas de su peregrinación terrena, María conoció cada vez más profundamente todas «las maravillas que el Poderoso hizo en su favor» (cf. Lc 1, 49). Y todas esas «maravillas» (magnalia Dei) alcanzan su coronamiento casi definitivo en la Asunción. María entra como esposa del Espíritu Santo en la casa del destino supremo del hombre. En la morada de la Santísima Trinidad se encuentra su morada eterna. Y aquí, en la tierra «todas las generaciones la llamarán bienaventurada» (cf. Lc 1, 48).
Y también nosotros —esta comunidad particular de jóvenes— proclamamos a María bienaventurada entre todas las mujeres, rindiendo así el honor supremo al Hijo unigénito del Padre, el fruto bendito de su seno. Efectivamente, en él «todos recibimos la adopción de hijos» (cf. Rm 8, 15).
3. La liturgia de la solemnidad de la Asunción no termina aquí. Nos hace mirar hacia el «Santuario de Dios que se abrió en el cielo» (cf. Ap 11, 19), en el que todos los hijos adoptivos de Dios, junto con la Madre de Dios, toman parte como «coherederos de Cristo» en la vida inefable del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que es la plenitud definitiva de toda verdad y amor. El libro del Apocalipsis nos hace contemplar, además, la Asunción de María como «un signo grandioso»: «Una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas» (Ap 12, 1). Por tanto, éste es el signo de ese cumplimiento, que alcanza las dimensiones de todo el cosmos. Las criaturas, en la totalidad de su múltiple riqueza, retornan en este signo a Dios, que es el Creador, o sea, el Comienzo absoluto de todo lo que existe.
En este signo retorna a Dios el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Todos nosotros debemos retornar de la misma manera, si hemos recibido la filiación adoptiva en el Hijo unigénito de Dios, quien por nuestra adopción se hizo Hijo del hombre: hijo de María.
Sin embargo, ese retorno omnicomprensivo de los hijos al Padre está unido a un drama particular a lo largo de toda la historia del hombre en la tierra. La liturgia de hoy pone de relieve este drama con las palabras de la carta de san Pablo a los Corintios: «Habiendo venido por un hombre la muerte (…), en Adán mueren todos» (1 Co 15, 21-22). Esta muerte tiene una dimensión más profunda que la muerte meramente biológica.
4. Es una muerte que afecta al espíritu, privándolo de la vida que proviene de Dios mismo. El pecado es la causa de esta muerte, pues es rebelión contra Dios por parte de la criatura racional y libre.
El drama se remonta a los orígenes, cuando el hombre, tentado por el Maligno, quiso alcanzar su propia realización de forma autónoma. «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal», fue la instigación de la serpiente (cf. Gn 3, 5); es decir, seréis capaces de decidir por vosotros mismos acerca de lo que es bueno y lo que es malo, independientemente de la Fuente de la Verdad y del Bien, que es Dios mismo.
Precisamente este drama, el drama original, encuentra su expresión simbólica en el marco grandioso que nos presenta la liturgia de este día. Delante de la mujer vestida de sol, símbolo del cosmos transformado en el reino de Dios vivo, aparece otro símbolo, el del Maligno del drama original. En la Sagrada Escritura tiene diferentes nombres. Aquí está representado por un dragón, que quiere devorar al niño que la mujer ha dado a luz, el pastor «de todas las naciones» (cf. Ap 12, 4-5).
El último libro del Nuevo Testamento confirma, por consiguiente, al primero, el Génesis: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre su linaje y su linaje» (Gn 3, 15). La historia humana se presenta así como una larga serie de combates y de luchas entre el bien y el mal, entre el Padre eterno, que ama el mundo hasta entregar a su Hijo unigénito, y el «padre de la mentira», que es «homicida desde el principio» (cf. Jn 8, 44).
5. ¿Por qué razón lucha, pues, el «padre de la mentira»? Lucha para privar al hombre de la filiación divina adoptiva, para quitarle la herencia que el Padre le otorgó en Cristo.
Lucha contra la Mujer, que es la Madre virginal del Redentor del mundo, contra aquella que es el modelo sublime de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 53).
El signo de la «Mujer» en el Apocalipsis indica a la Madre de Dios y a la Iglesia. Indica a todos los que «son guiados por el Espíritu de Dios». Todos los que, junto con Cristo, como hijos en el Hijo, claman: «¡Abbá, Padre!».
Ese signo se refiere también a nosotros. Al clamar junto con Cristo «Abbá, Padre», participamos como hijos adoptivos en la victoria pascual de la cruz y la resurrección, en la que María participó antes que nadie: ¡María elevada al cielo!
6. Queridos amigos, os habéis reunido aquí, desde muchos lugares; habláis muchas lenguas diferentes. Traéis en vosotros el patrimonio de muchas culturas, de muchas experiencias históricas. De diversos modos habéis experimentado y experimentáis, vosotros y vuestras sociedades, la lucha que a través de toda la historia del hombre se lleva a cabo en el hombre y por el hombre.
Nuestro siglo ha sido y sigue siendo un campo de batalla donde se libra esa lucha. Generaciones enteras han sido envueltas en semejante lucha, de la que todos y cada uno de nosotros somos los auténticos protagonistas: todo hombre, en la realidad de la creación a imagen y semejanza de Dios, que sufre, al mismo tiempo, la tentación de transformar esa imagen y semejanza en un reto dirigido a su Creador y Redentor. La tentación de rechazarlo. La tentación de vivir su propia vida aquí en la tierra, como «si Dios no existiera». Como si no existiera Dios en toda su realidad trascendente. Como si no existiera su amor al hombre, amor que movió al Padre «a entregar» a su Hijo unigénito para que el hombre, por medio de él, tuviera la vida eterna en Dios.
En esa lucha, en la sucesión de esos combates espirituales, se emplean muchos medios para privar a los hombres de su herencia: la «adopción como hijos». Vosotros, los jóvenes, habéis venido aquí en peregrinación con la finalidad de confirmar esta adopción como hijos, con el propósito de optar nuevamente por ella. Para modelar con ella vuestra existencia humana; para acercaros y atraer a los demás hacia ella.
¡Sed felices!
Sed felices junto con María, que creyó en el cumplimento de las palabras que le dijo el Señor.
¡Sed felices! Ojalá que el signo de la mujer vestida de sol camine con vosotros, con cada una y cada uno, a lo largo de todos los senderos de la vida. Ojalá que os conduzca al cumplimiento en Dios de vuestra adopción como hijos en Cristo.
¡El Señor ha hecho verdaderamente maravillas en vosotros!
7. De estas «maravillas», queridos jóvenes, debéis ser siempre testigos coherentes y valerosos en vuestro ambiente, entre vuestros coetáneos, en todas las circunstancias de vuestra vida.
Está a vuestro lado María, la Virgen dócil a todos los soplos del Espíritu, la que con su «sí» generoso al proyecto de Dios abrió al mundo la perspectiva, largamente añorada, de la salvación.
Mirándola a ella, esclava humilde del Señor, hoy elevada a la gloria del cielo, os digo con san Pablo: ¡«Vivid según el Espíritu»! (Ga 5, 16). Dejad que el Espíritu de sabiduría e inteligencia, de consejo y fortaleza, de conocimiento, piedad y temor del Señor (cf. Is 11, 2) penetre en vuestros corazones y vuestras vidas y, por medio de vosotros, transforme la faz de la tierra.
Como os dijo un día el obispo al conferiros el sacramento de la confirmación, así hoy os repito a vosotros, jóvenes que habéis venido aquí desde todos los continentes: ¡Recibid el Espíritu Santo! Revestíos de la fuerza que brota de él, convertíos en constructores de un mundo nuevo: un mundo diferente, fundado en la verdad, la justicia, la solidaridad y el amor.
11. […] El fuego que Jesús ha traído, el fuego del Espíritu Santo, que quema toda miseria humana, todo egoísmo sórdido y todo pensamiento mezquino.
Dejad que este fuego arda en vuestros corazones.
La Virgen María lo ha encendido en vosotros aquí en Czestochowa.
Llevad este fuego a todo el mundo. ¡Que nada ni nadie lo apague nunca! ¿Qué ha sido para vosotros Jasna Góra? Ha sido para vosotros hoy el Cenáculo, un nuevo Pentecostés: la Iglesia, una vez más, reunida en compañía de María, una Iglesia joven y misionera, consciente de su misión. ¡Recibid el Espíritu Santo y sed fuertes! Amén.
Ángelus (1994): María nos precede
Lunes 15 de agosto de 1994
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María.
1. ¡Oh María!, hoy, en la solemnidad de tu Asunción, dirigimos nuestra mirada hacia ti, llena de gracia, Virgen, que nos indicas el cielo, la meta hacia la que todos nos encaminamos.
Te presentas en este día como nueva criatura, que, al pie de la cruz, cuando parecía triunfar la muerte, «creíste que se cumplirían las cosas que te fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45), y se ha realizado en ti la promesa de la resurrección.
Te sentimos cercana, Madre de los redimidos, que nos enseñas a superar toda turbación; que consuelas al pueblo de Dios en su lucha diaria contra el «príncipe de este mundo» (Jn 12, 31), que intenta desarraigar de los corazones el sentido de gratitud y de respeto a ese original y extraordinario don divino, que es la vida del hombre.
Tú nos precedes, Virgen celestial en nuestra peregrinación de fe. Fortalece oh María, nuestra esperanza; impulsa a la Iglesia a proseguir por el camino de la fidelidad a su Señor, confiando únicamente en la fuerza redentora de la santa cruz.
2. Con sentimientos de gratitud a Dios, nuestro pensamiento vuelve hoy al encuentro mundial de los jóvenes, que se celebró el año pasado, precisamente en este día, en Denver, Estados Unidos. Tú nos acompañaste allí y nos acogiste, Virgen del camino, allí, junto a ti, escuchamos las palabras de tu Hijo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
Todos los días nos renuevas, como entonces, la invitación de Cristo a ser mensajeros de la vida divina, única que puede saciar el hambre del corazón humano, y nos impulsas a reflexionar en lo que dijiste en Caná de Galilea: «Haced lo que Él [el Maestro] os diga» (Jn 2, 5). En efecto, sólo Jesús tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68).
Meditando en esa gran realidad, nos encaminamos espiritualmente hacia la próxima Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en enero de 1995 en Manila, Filipinas.
Ayúdanos a preparar ese importante encuentro eclesial con ferviente oración y con entusiasmo apostólico.
3. A ti, Reina de la paz y Madre de la Iglesia, en este día de fiesta, confiamos los anhelos más profundos de nuestro corazón. En tus manos, una vez más, ponemos a Italia, que este año está viviendo un tiempo especial de oración; a tu solicitud materna encomendamos las naciones que sufren en los diversos continentes a causa de la injusticia y de la guerra, en particular a la martirizada Ruanda, así como a las poblaciones de Bosnia-Herzegovina y de toda la zona de los Balcanes.
Te pedimos que dirijas tu mirada a los trabajos de la Conferencia sobre población y desarrollo, que se celebrará el próximo mes de septiembre en El Cairo.
Guía, oh María, a la humanidad por el camino de la búsqueda humilde de la verdad y de la auténtica paz; guíala a la felicidad verdadera, que sólo es posible en la comunión plena con Dios.
Reina elevada al cielo, ruega por nosotros.
Homilía (1997): Por su humildad se hizo grande
Viernes 15 de agosto de 1997
1. «De pie a tu derecha, Señor, está la Reina» (Salmo responsorial).
La liturgia de hoy nos presenta la resplandeciente imagen de la Virgen elevada al cielo en la integridad del alma y del cuerpo. En el esplendor de la gloria celestial brilla la Mujer que, en virtud de su humildad, se hizo grande ante el Altísimo hasta el punto de que todas las generaciones la llaman bienaventurada (cf. Lc 1, 48). Ahora se halla como Reina, al lado de su Hijo, en la felicidad eterna del paraíso y desde las alturas contempla a sus hijos.
Con esta consoladora certeza, nos dirigimos a ella y la invocamos pidiéndole por sus hijos: por la Iglesia y por la humanidad entera, para que todos, imitándola en el fiel seguimiento de Cristo, lleguen a la patria definitiva del cielo.
2. «De pie a tu derecha, Señor, está la Reina».
María, la primera entre los redimidos por el sacrificio pascual de Cristo, resplandece hoy como Reina de todos nosotros, peregrinos hacia la patria inmortal.
En ella, elevada al cielo, se nos manifiesta el destino eterno que nos espera más allá del misterio de la muerte: un destino de felicidad plena en la gloria divina. Esta perspectiva sobrenatural sostiene nuestra peregrinación diaria. María es nuestra Maestra de vida. Contemplándola, comprendemos mejor el valor relativo de las grandezas terrenas y el pleno sentido de nuestra vocación cristiana.
Desde su nacimiento hasta su gloriosa Asunción, su vida se desarrolló a lo largo del itinerario de la fe, la esperanza y la caridad. Estas virtudes, que florecieron en un corazón humilde y abandonado a la voluntad de Dios, son las que adornan su preciosa e incorruptible corona de Reina. Estas son las virtudes que el Señor pide a todo creyente, para admitirlo a la misma gloria de su Madre.
El texto del Apocalipsis, que acabamos de proclamar, habla del enorme dragón rojo, que representa la perenne tentación que se plantea al hombre: preferir el mal al bien, la muerte a la vida, el placer fácil de la despreocupación al exigente pero gratificante camino de la santidad, para el que todo hombre ha sido creado. En la lucha contra «el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado diablo y satanás, el seductor del mundo entero» (Ap12,9), aparece el signo grandioso de la Virgen victoriosa, Reina de gloria, de pie a la derecha del Señor.
Y en esta lucha espiritual su ayuda a la Iglesia es decisiva para lograr la victoria definitiva sobre el mal.
3. «De pie a tu derecha, Señor, está la Reina».
María, en este mundo, «hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, 68). Como Madre solícita de todos, sostiene el esfuerzo de los creyentes y los estimula a perseverar en el empeño. Pienso aquí, de manera muy especial, en los jóvenes, que son quienes más expuestos están a los atractivos y a las tentaciones de mitos efímeros y de falsos maestros.
Queridos jóvenes, contemplad a María e invocadla con confianza. La Jornada mundial de la juventud, que comenzará dentro de algunos días en París, os brindará la ocasión de experimentar una vez más su solicitud materna. María os ayudará a sentiros parte integrante de la Iglesia y os impulsará a no tener miedo de asumir vuestra responsabilidad de testigos creíbles del amor de Dios.
Hoy, María, elevada al cielo, os muestra a dónde llevan el amor y la plena fidelidad a Cristo en la tierra: hasta el gozo eterno del cielo.
4. María, Mujer vestida de sol, ante los inevitables sufrimientos y las dificultades de cada día, ayúdanos a tener fija nuestra mirada en Cristo.
Ayúdanos a no tener miedo de seguirlo hasta el fondo, incluso cuando nos parece que la cruz pesa demasiado. Haz que comprendamos que ésta es la única senda que lleva a la cumbre de la salvación eterna.
Y desde el cielo, donde resplandeces como Reina y Madre de misericordia, vela por cada uno de tus hijos.
Guíalos a amar, adorar y servir a Jesús, el fruto bendito de tu vientre, ¡oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!
Ángelus (1997): Destino final de quienes oyen y cumplen la Palabra
Solemnidad de la Asunción de la Virgen
Viernes 15 de agosto de 1997.
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. La liturgia celebra hoy la solemnidad de la Asunción de la Virgen al cielo en alma y cuerpo. Así la contempla la Iglesia, llamada en este día a exultar con intenso gozo, reconociendo en la Mujer vestida de sol, resplandeciente de luz, un signo de segura y consoladora esperanza. ¡Qué plenitud de felicidad y de gloria se anuncia a los creyentes en este misterio de la Asunción de la Virgen!
María santísima nos muestra el destino final de quienes «oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Nos estimula a no enfrascarnos en los afanes de la hora presente, sino a elevar nuestra mirada a las alturas, para que se dilate en los ilimitados y sosegantes horizontes donde se encuentra Cristo, sentado a la derecha del Padre, y donde está también María, la humilde esclava de Nazaret, ya en la gloria celestial.
El hombre moderno, inquieto y atónito frente al perenne interrogante sobre el enigma de la muerte, tiene necesidad sobre todo de esta gozosa esperanza, de este anuncio siempre nuevo.
2. En María y en el misterio de su Asunción, cada persona está llamada a redescubrir el atrevido y connatural fin de la existencia, según el proyecto establecido por el Creador: hacerse conforme a Cristo, Verbo encarnado, auténtica imagen del Padre celestial, para avanzar con él por el camino de la fe y resucitar con él a la plenitud de la vida bienaventurada.
En esta perspectiva, la solemnidad de la Asunción constituye un estímulo providencial a meditar en la altísima dignidad de todo ser humano, también en su dimensión corporal. Se trata de una reflexión que se inserta muy bien en la preparación para la Jornada mundial de la juventud, ya inminente. Sobre todo a los jóvenes, esperanza de un mundo nuevo en el alba del tercer milenio cristiano, quisiera dirigir la exhortación del Apóstol «a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios», sin acomodaros al mundo presente (cf. Rm 12, 1-2).
Jesús, Maestro de inmortalidad, nos llama a seguirlo con pureza de vida y amor auténtico.
3. Queridos chicos y chicas, con quienes, Dios mediante, espero encontrarme en París dentro de algunos días, contemplad a María, la toda hermosa, íntegra en su alma y en su cuerpo. Dejaos guiar por ella, para que de vuestro corazón abierto a la verdad y atraído por las bellezas de la creación puedan brotar significativos gestos de acogida y de generosa entrega a los hermanos.
Con María, sed testigos de una esperanza que rebasa los confines de la vida terrena. Con ella caminad día tras día, sostenidos por la esperanza de poder acompañarla un día en la eterna felicidad del paraíso.
Homilía (2003): Día de esperanza y de luz.
Solemnidad de la Asunción de María
Viernes 15 de agosto de 2003.
1. En el corazón del mes de agosto, para muchos tiempo de descanso y vacaciones de verano, la liturgia celebra con solemnidad la Asunción de la santísima Virgen María al cielo. Este es un día de esperanza y de luz, porque todos los hombres, peregrinos en la tierra, pueden vislumbrar en María «el destino glorioso» que les espera.
Hoy contemplamos a la Esclava del Señor envuelta en un resplandor regio en el Paraíso, adonde nos ha precedido también con su cuerpo glorificado. La contemplamos como signo de esperanza segura. En efecto, en María se cumplen las promesas de Dios a los humildes y a los justos: el mal y la muerte no tendrán la última palabra.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, por más oscuras que puedan ser las sombras que a veces cubren el horizonte, y por más incomprensibles que resulten algunos acontecimientos de la historia humana, no perdamos jamás la confianza y la paz. La fiesta de hoy nos invita a confiar en la Virgen María que, desde el cielo, como estrella resplandeciente, nos orienta en el camino diario de la existencia terrena.
En efecto, la Virgen, elevada a la Jerusalén celestial, «prosigue su obra junto al Rey de la gloria, como abogada nuestra y dispensadora de los tesoros de la redención» (Prefacio de la misa de Nuestra Señora de la Merced). María ayuda a comprender que sólo su Hijo divino puede dar sentido pleno y valor a nuestra vida. Así alimenta en nosotros «la esperanza en la meta escatológica», hacia la que estamos «encaminados como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia» (Rosarium Virginis Mariae, 23).
3. ¡Virgen Madre de Cristo, vela sobre la Iglesia! Haz que un día también nosotros podamos compartir tu misma gloria en el Paraíso, donde «hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas para siempre» (Antífona de entrada de la misa vespertina de la vigilia).
¡Alabado sea Jesucristo!
Benedicto XVI, papa
Homilía (2006): Es Dios quien vence, no el dragón
Santa Misa en la Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva.
Castelgandolfo, Martes 15 de agosto de 2006.
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones». La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo «ajeno» a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.
Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: «Dichosa la que ha creído». Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: «Me felicitarán todas las generaciones». Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.
Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la «Santa» que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.
«Me felicitarán todas las generaciones». Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es «feliz», feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: «Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas» (cf. Jn 14, 2). María, al decir: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra», preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.
San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: «Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma». Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.
Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es «feliz» porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.
Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: «Dichosa la que ha creído». El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.
Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.
Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: «Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros», orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.
María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: «Su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación». Con toda la Escritura, habla del «temor de Dios». Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el «temor de Dios» no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.
«Me felicitarán todas las generaciones»: esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.
Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.
Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.
Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: «Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!». Amén.
Ángelus (2006): María es ejemplo y apoyo para los creyentes
Martes 15 de agosto de 2006.
La tradición cristiana, como sabemos, ha colocado en el centro del verano una de las fiestas marianas más antiguas y sugestivas, la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Como Jesús resucitó de entre los muertos y subió a la diestra del Padre, así también María, terminado el curso de su existencia en la tierra, fue elevada al cielo.
La liturgia nos recuerda hoy esta consoladora verdad de fe, mientras canta las alabanzas de la Virgen María, coronada de gloria incomparable. «Una gran señal apareció en el cielo -leemos hoy en el pasaje del Apocalipsis que la Iglesia propone a nuestra meditación-: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). En esta mujer resplandeciente de luz los Padres de la Iglesia han reconocido a María. El pueblo cristiano en la historia vislumbra en su triunfo el cumplimiento de sus expectativas y señal de su esperanza cierta.
María es ejemplo y apoyo para todos los creyentes: nos impulsa a no desalentarnos ante las dificultades y los inevitables problemas de todos los días. Nos asegura su ayuda y nos recuerda que lo esencial es buscar y pensar «en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (cf. Col 3, 2). En efecto, inmersos en las ocupaciones diarias, corremos el riesgo de creer que aquí, en este mundo, en el que estamos sólo de paso, se encuentra el fin último de la existencia humana.
En cambio, el cielo es la verdadera meta de nuestra peregrinación terrena. ¡Cuán diferentes serían nuestras jornadas si estuvieran animadas por esta perspectiva! Así lo estuvieron para los santos: su vida testimonia que cuando se vive con el corazón constantemente dirigido a Dios, las realidades terrenas se viven en su justo valor, porque están iluminadas por la verdad eterna del amor divino.
A la Reina de la paz, que contemplamos hoy en la gloria celestial, quisiera encomendar una vez más los anhelos de la humanidad en todas las partes del mundo, sacudido por la violencia. Nos unimos a nuestros hermanos y hermanas que en estos momentos se encuentran reunidos en el santuario de Nuestra Señora del Líbano, en Harisa, para una concelebración eucarística presidida por el cardenal Roger Etchegaray, que ha viajado al Líbano como enviado especial mío para llevar consuelo y solidaridad concreta a todas las víctimas del conflicto y orar por la gran intención de la paz.
También estamos en comunión con los pastores y los fieles de la Iglesia en Tierra Santa, que se hallan congregados en la basílica de la Anunciación en Nazaret, en torno al representante pontificio en Israel y Palestina, el arzobispo Antonio Franco, para orar por esas mismas intenciones.
Mi pensamiento va, asimismo, a la querida nación de Sri Lanka, amenazada por el agravamiento del conflicto étnico; y a Irak, donde el horrible y diario derramamiento de sangre aleja la perspectiva de la reconciliación y la reconstrucción.
Que María obtenga para todos sentimientos de comprensión, voluntad de entendimiento y deseo de concordia.
Catequesis, Audiencia General (2006): Señal luminosa de esperanza
Miércoles 16 de agosto de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestro tradicional encuentro semanal del miércoles se realiza hoy todavía en el clima de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Por tanto, quisiera invitaros a dirigir la mirada, una vez más, a nuestra Madre celestial, que ayer la liturgia nos hizo contemplar triunfante con Cristo en el cielo.
Es una fiesta muy arraigada en el pueblo cristiano, ya desde los primeros siglos del cristianismo. Como es sabido, en ella se celebra la glorificación, también corporal, de la criatura que Dios se escogió como Madre y que Jesús en la cruz dio como Madre a toda la humanidad.
La Asunción evoca un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros, porque, como afirma el concilio Vaticano II, María «brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, 68). Ahora bien, estamos tan inmersos en las vicisitudes de cada día, que a veces olvidamos esta consoladora realidad espiritual, que constituye una importante verdad de fe.
Entonces, ¿cómo hacer que todos nosotros y la sociedad actual percibamos cada vez más esta señal luminosa de esperanza? Hay quienes viven como si no tuvieran que morir o como si todo se acabara con la muerte; algunos se comportan como si el hombre fuera el único artífice de su propio destino, como si Dios no existiera, llegando en ocasiones incluso a negar que haya espacio para él en nuestro mundo.
Sin embargo, los grandes progresos de la técnica y de la ciencia, que han mejorado notablemente la condición de la humanidad, dejan sin resolver los interrogantes más profundos del alma humana. Sólo la apertura al misterio de Dios, que es Amor, puede colmar la sed de verdad y felicidad de nuestro corazón. Sólo la perspectiva de la eternidad puede dar valor auténtico a los acontecimientos históricos y sobre todo al misterio de la fragilidad humana, del sufrimiento y de la muerte.
Contemplando a María en la gloria celestial, comprendemos que tampoco para nosotros la tierra es una patria definitiva y que, si vivimos orientados hacia los bienes eternos, un día compartiremos su misma gloria y así se hace más hermosa también la tierra. Por esto, aun entre las numerosas dificultades diarias, no debemos perder la serenidad y la paz.
La señal luminosa de la Virgen María elevada al cielo brilla aún más cuando parecen acumularse en el horizonte sombras tristes de dolor y violencia. Tenemos la certeza de que desde lo alto María sigue nuestros pasos con dulce preocupación, nos tranquiliza en los momentos de oscuridad y tempestad, nos serena con su mano maternal. Sostenidos por esta certeza, prosigamos confiados nuestro camino de compromiso cristiano adonde nos lleva la Providencia. Sigamos adelante en nuestra vida guiados por María. ¡Gracias!
Homilía (2009): La vida tiene una meta bien precisa
Santa Misa en la Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolfo
Sábado 15 de agosto de 2009
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Con la solemnidad de hoy culmina el ciclo de las grandes celebraciones litúrgicas en las que estamos llamados a contemplar el papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En efecto, la Inmaculada Concepción, la Anunciación, la Maternidad divina y la Asunción son etapas fundamentales, íntimamente relacionadas entre sí, con las que la Iglesia exalta y canta el glorioso destino de la Madre de Dios, pero en las que podemos leer también nuestra historia.
El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. Aquel designio comprometido, pero no destruido por el pecado, mediante la Encarnación del Hijo de Dios, anunciada y realizada en María, fue recompuesto y restituido a la libre aceptación del hombre en la fe. Por último, en la Asunción de María contemplamos lo que estamos llamados a alcanzar en el seguimiento de Cristo Señor y en la obediencia a su Palabra, al final de nuestro camino en la tierra.
La última etapa de la peregrinación terrena de la Madre de Dios nos invita a mirar el modo como ella recorrió su camino hacia la meta de la eternidad gloriosa.
En el pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar, san Lucas narra que María, después del anuncio del ángel, «se puso en camino y fue aprisa a la montaña» para visitar a Isabel (Lc 1, 39). El evangelista, al decir esto, quiere destacar que para María seguir su vocación, dócil al Espíritu de Dios, que ha realizado en ella la encarnación del Verbo, significa recorrer una nueva senda y emprender en seguida un camino fuera de su casa, dejándose conducir solamente por Dios. San Ambrosio, comentando la «prisa» de María, afirma: «La gracia del Espíritu Santo no admite lentitud» (Expos. Evang. sec. Lucam, II, 19: pl 15, 1560). La vida de la Virgen es dirigida por Otro —»He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38)—, está modelada por el Espíritu Santo, está marcada por acontecimientos y encuentros, como el de Isabel, pero sobre todo por la especialísima relación con su hijo Jesús. Es un camino en el que María, conservando y meditando en el corazón los acontecimientos de su existencia, descubre en ellos de modo cada vez más profundo el misterioso designio de Dios Padre para la salvación del mundo.
Además, siguiendo a Jesús desde Belén hasta el destierro en Egipto, en la vida oculta y en la pública, hasta el pie de la cruz, María vive su constante ascensión hacia Dios en el espíritu del Magníficat, aceptando plenamente, incluso en el momento de la oscuridad y del sufrimiento, el proyecto de amor de Dios y alimentando en su corazón el abandono total en las manos del Señor, de forma que es paradigma para la fe de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 64-65).
Toda la vida es una ascensión, toda la vida es meditación, obediencia, confianza y esperanza, incluso en medio de la oscuridad; y toda la vida es esa «sagrada prisa», que sabe que Dios es siempre la prioridad y ninguna otra cosa debe crear prisa en nuestra existencia.
Y, por último, la Asunción nos recuerda que la vida de María, como la de todo cristiano, es un camino de seguimiento, de seguimiento de Jesús, un camino que tiene una meta bien precisa, un futuro ya trazado: la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, y la comunión plena con Dios, porque —como dice san Pablo en la carta a los Efesios— el Padre «nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2, 6). Esto quiere decir que, con el bautismo, fundamentalmente ya hemos resucitado y estamos sentados en los cielos en Cristo Jesús, pero debemos alcanzar corporalmente lo que el bautismo ya ha comenzado y realizado. En nosotros la unión con Cristo, la resurrección, es imperfecta, pero para la Virgen María ya es perfecta, a pesar del camino que también la Virgen tuvo que hacer. Ella ya entró en la plenitud de la unión con Dios, con su Hijo, y nos atrae y nos acompaña en nuestro camino.
Así pues, en María elevada al cielo contemplamos a Aquella que, por singular privilegio, ha sido hecha partícipe con alma y cuerpo de la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte. «Terminado el curso de su vida en la tierra —dice el concilio Vaticano II—, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59). En la Virgen elevada al cielo contemplamos la coronación de su fe, del camino de fe que ella indica a la Iglesia y a cada uno de nosotros: Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue elevada al cielo, es decir, fue acogida ella misma por el Hijo, en la «morada» que nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14, 2-3).
La vida del hombre en la tierra —como nos ha recordado la primera lectura— es un camino que se recorre constantemente en la tensión de la lucha entre el dragón y la mujer, entre el bien y el mal. Esta es la situación de la historia humana: es como un viaje en un mar a menudo borrascoso; María es la estrella que nos guía hacia su Hijo Jesús, sol que brilla sobre las tinieblas de la historia (cf. Spe salvi, 49) y nos da la esperanza que necesitamos: la esperanza de que podemos vencer, de que Dios ha vencido y de que, con el bautismo, hemos entrado en esta victoria. No sucumbimos definitivamente: Dios nos ayuda, nos guía. Esta es la esperanza: esta presencia del Señor en nosotros, que se hace visible en María elevada al cielo. «Ella (…) —leeremos dentro de poco en el prefacio de esta solemnidad— es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra».
Con san Bernardo, cantor místico de la santísima Virgen, la invocamos así: «Te rogamos, bienaventurada Virgen María, por la gracia que encontraste, por las prerrogativas que mereciste, por la Misericordia que tú diste a luz, haz que aquel que por ti se dignó hacerse partícipe de nuestra miseria y debilidad, por tu intercesión nos haga partícipes de sus gracias, de su bienaventuranza y gloria eterna, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén» (Sermo 2 de Adventu, 5: PL 183, 43).
Homilía (2012): ¿Qué sentido tiene la Asunción para nosotros?
Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Miércoles 15 de agosto de 2012.
Queridos hermanos y hermanas:
El 1 de noviembre de 1950, el venerable Papa Pío XII proclamó como dogma que la Virgen María «terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Esta verdad de fe era conocida por la Tradición, afirmada por los Padres de la Iglesia, y era sobre todo un aspecto relevante del culto tributado a la Madre de Cristo. Precisamente el elemento cultual constituyó, por decirlo así, la fuerza motriz que determinó la formulación de este dogma: el dogma aparece como un acto de alabanza y de exaltación respecto de la Virgen santa. Esto emerge también del texto mismo de la constitución apostólica, donde se afirma que el dogma es proclamado «para honor del Hijo, para glorificación de la Madre y para alegría de toda la Iglesia». Así se expresó en la forma dogmática lo que ya se había celebrado en el culto y en la devoción del pueblo de Dios como la más alta y estable glorificación de María: el acto de proclamación de la Asunción se presentó casi como una liturgia de la fe. Y, en el Evangelio que acabamos de escuchar, María misma pronuncia proféticamente algunas palabras que orientan en esta perspectiva. Dice: «Desde ahora me felicitarán todas la generaciones» (Lc 1, 48). Es una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta expresión del Magníficat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a la Virgen santa, Madre de Dios, íntimamente unida a Cristo su Hijo, concierne a la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares. Y la anotación de estas palabras por parte del evangelista presupone que la glorificación de María ya estaba presente en el tiempo de san Lucas y que él la consideraba un deber y un compromiso de la comunidad cristiana para todas las generaciones. Las palabras de María dicen que es un deber de la Iglesia recordar la grandeza de la Virgen por la fe. Así pues, esta solemnidad es una invitación a alabar a Dios, a contemplar la grandeza de la Virgen, porque es en el rostro de los suyos donde conocemos quién es Dios.
Pero, ¿por qué María es glorificada con la asunción al cielo? San Lucas, como hemos escuchado, ve la raíz de la exaltación y de la alabanza a María en la expresión de Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1, 45). Y el Magníficat, este canto al Dios vivo y operante en la historia, es un himno de fe y de amor, que brota del corazón de la Virgen. Ella vivió con fidelidad ejemplar y custodió en lo más íntimo de su corazón las palabras de Dios a su pueblo, las promesas hechas a Abrahán, Isaac y Jacob, convirtiéndolas en el contenido de su oración: en el Magníficat la Palabra de Dios se convirtió en la palabra de María, en lámpara de su camino, y la dispuso a acoger también en su seno al Verbo de Dios hecho carne. La página evangélica de hoy recuerda la presencia de Dios en la historia y en el desarrollo mismo de los acontecimientos; en particular hay una referencia al Segundo libro de Samuel en el capítulo sexto (6, 1-15), en el que David transporta el Arca santa de la Alianza. El paralelo que hace el evangelista es claro: María, en espera del nacimiento de su Hijo Jesús, es el Arca santa que lleva en sí la presencia de Dios, una presencia que es fuente de consuelo, de alegría plena. De hecho, Juan danza en el seno de Isabel, exactamente como David danzaba delante del Arca. María es la «visita» de Dios que produce alegría. Zacarías, en su canto de alabanza, lo dirá explícitamente: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1, 68). La casa de Zacarías experimentó la visita de Dios con el nacimiento inesperado de Juan Bautista, pero sobre todo con la presencia de María, que lleva en su seno al Hijo de Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿qué da a nuestro camino, a nuestra vida, la Asunción de María? La primera respuesta es: en la Asunción vemos que en Dios hay espacio para el hombre; Dios mismo es la casa con muchas moradas de la que habla Jesús (cf. Jn 14, 2); Dios es la casa del hombre, en Dios hay espacio de Dios. Y María, uniéndose a Dios, unida a él, no se aleja de nosotros, no va a una galaxia desconocida; quien va a Dios, se acerca, porque Dios está cerca de todos nosotros, y María, unida a Dios, participa de la presencia de Dios, está muy cerca de nosotros, de cada uno de nosotros. Hay unas hermosas palabras de san Gregorio Magno sobre san Benito que podemos aplicar también a María: san Gregorio Magno dice que el corazón de san Benito se hizo tan grande que toda la creación podía entrar en él. Esto vale mucho más para María: María, unida totalmente a Dios, tiene un corazón tan grande que toda la creación puede entrar en él, y los ex-votos en todas las partes de la tierra lo demuestran. María está cerca, puede escuchar, puede ayudar, está cerca de todos nosotros. En Dios hay espacio para el hombre, y Dios está cerca, y María, unida a Dios, está muy cerca, tiene el corazón tan grande como el corazón de Dios.
Pero también hay otro aspecto: no sólo en Dios hay espacio para el hombre; en el hombre hay espacio para Dios. También esto lo vemos en María, el Arca santa que lleva la presencia de Dios. En nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios en nosotros, tan importante para iluminar al mundo en su tristeza, en sus problemas, esta presencia se realiza en la fe: en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios entre en nosotros, para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino a nuestro ser. En nosotros hay espacio; abrámonos como se abrió María, diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra». Abriéndonos a Dios no perdemos nada. Al contrario: nuestra vida se hace rica y grande.
Así, la fe, la esperanza y el amor se combinan. Hoy se habla mucho de un mundo mejor, que todos anhelan: sería nuestra esperanza. No sabemos, no sé si este mundo mejor vendrá y cuándo vendrá. Lo seguro es que un mundo que se aleja de Dios no se hace mejor, sino peor. Sólo la presencia de Dios puede garantizar también un mundo bueno. Pero dejemos esto. Una cosa, una esperanza es segura: Dios nos aguarda, nos espera; no vamos al vacío; él nos espera. Dios nos espera y, al ir al otro mundo, nos espera la bondad de la Madre, encontramos a los nuestros, encontramos el Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran alegría y la gran esperanza que nace precisamente de esta fiesta. María nos visita, y es la alegría de nuestra vida, y la alegría es esperanza.
Así pues, ¿qué decir? Corazón grande, presencia de Dios en el mundo, espacio de Dios en nosotros y espacio de Dios para nosotros, esperanza, Dios nos espera: esta es la sinfonía de esta fiesta, la indicación que nos da la meditación de esta solemnidad. María es aurora y esplendor de la Iglesia triunfante; ella es el consuelo y la esperanza del pueblo todavía peregrino, dice el Prefacio de hoy. Encomendémonos a su intercesión maternal, para que nos obtenga del Señor reforzar nuestra fe en la vida eterna; para que nos ayude a vivir bien el tiempo que Dios nos ofrece con esperanza. Una esperanza cristiana, que no es sólo nostalgia del cielo, sino también deseo vivo y operante de Dios aquí en el mundo, deseo de Dios que nos hace peregrinos incansables, alimentando en nosotros la valentía y la fuerza de la fe, que al mismo tiempo es valentía y fuerza del amor. Amén.
Ángelus (2012): Asunción y Pascua
Castelgandolfo
Miércoles 15 de agosto de 2012.
Queridos hermanos y hermanas:
En el corazón del mes de agosto la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, celebra la solemnidad de la Asunción de María santísima al cielo. En la Iglesia católica, el dogma de la Asunción —como es sabido— fue proclamado durante el Año santo de 1950 por el venerable Pío XII. Sin embargo, la celebración de este misterio de María hunde sus raíces en la fe y en el culto de los primeros siglos de la Iglesia, por la profunda devoción hacia la Madre de Dios que se fue desarrollando progresivamente en la comunidad cristiana. Ya desde fines del siglo iv e inicios del v, tenemos testimonios de varios autores que afirman que María está en la gloria de Dios con todo su ser, alma y cuerpo, pero fue en el siglo VI cuando en Jerusalén la fiesta de la Madre de Dios, la Theotókos, que se consolidó con el concilio de Éfeso del año 431, cambió su rostro y se convirtió en la fiesta de la dormición, del paso, del tránsito, de la asunción de María, es decir, se transformó en la celebración del momento en que María salió del escenario de este mundo glorificada en alma y cuerpo en el cielo, en Dios.
Para entender la Asunción debemos mirar a la Pascua, el gran Misterio de nuestra salvación, que marca el paso de Jesús a la gloria del Padre a través de la pasión, muerte y resurrección. María, que engendró al Hijo de Dios en la carne, es la criatura más insertada en este misterio, redimida desde el primer instante de su vida, y asociada de modo totalmente especial a la pasión y a la gloria de su Hijo. La Asunción de María al cielo es, por tanto, el misterio de la Pascua de Cristo plenamente realizado en ella: está íntimamente unida a su Hijo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, plenamente configurada con él. Pero la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia.
El pasaje del Evangelio de san Lucas que leemos en la liturgia de esta solemnidad nos presenta el camino que la Virgen de Nazaret recorrió para estar en la gloria de Dios. Es el relato de la visita de María a Isabel (cf. Lc 1, 39-56), en el que la Virgen es proclamada bendita entre todas las mujeres y dichosa por haber creído en el cumplimiento de las palabras que le había dicho el Señor. Y en el canto del Magníficat, que eleva con alegría a Dios, se refleja su fe profunda. Ella se sitúa entre los «pobres» y los «humildes», que no confían en sus propias fuerzas, sino que se fían de Dios, que dejan espacio a su acción capaz de obrar cosas grandes precisamente en la debilidad. La Asunción nos abre al futuro luminoso que nos espera, pero también nos invita con fuerza a confiar más en Dios, a abandonarnos más a Dios, a seguir su Palabra, a buscar y cumplir su voluntad cada día: este es el camino que nos hace «dichosos» en nuestra peregrinación terrena y nos abre las puertas del cielo.
Queridos hermanos y hermanas, el concilio ecuménico Vaticano II afirma: «María, con su múltiple intercesión continúa procurándonos los dones de la salvación eterna. Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz» (Lumen gentium, 62). Invoquemos a la Virgen santísima a fin de que ella sea la estrella que guíe nuestros pasos al encuentro con su Hijo en nuestro camino para llegar a la gloria del cielo, a la alegría eterna.