La Transfiguración del Señor, fiesta (6 de Agosto) – Homilías
/ 6 agosto, 2016 / Propio de los SantosHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Anastasio Sinaíta, obispo
Sermón:
Sermón en el día de la Transfiguración del Señor, Núms. 6-10: Mélanges d’archéologie et d’histoire 67 (1955), 241-244. Liturgia de las Horas del 6 de agosto.
¡Qué bien se está aquí!
El misterio que hoy celebramos lo manifestó Jesús a sus discípulos en el monte Tabor. En efecto, después de haberles hablado, mientras iba con ellos, acerca del reino y de su segunda venida gloriosa, teniendo en cuenta que quizá no estaban muy convencidos de lo que les había anunciado acerca del reino, y deseando infundir en sus corazones una firmísima e íntima convicción, de modo que por lo presente creyeran en lo futuro, realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación, en el monte Tabor, como una imagen prefigurativa del reino de los cielos. Era como si les dijese: «El tiempo que ha de transcurrir antes de que se realicen mis predicciones no ha de ser motivo de que vuestra fe se debilite, y, por esto, ahora mismo, en el tiempo presente, os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar al Hijo del hombre con la gloria de su Padre.»
Y el evangelista, para mostrar que el poder de Cristo estaba en armonía con su voluntad, añade: Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Éstas son las maravillas de la presente solemnidad, éste es el misterio, saludable para nosotros, que ahora se ha cumplido en la montaña, ya que ahora nos reúne la muerte y, al mismo tiempo, la festividad de Cristo. Por esto, para que podamos penetrar, junto con los elegidos entre los discípulos inspirados por Dios, el sentido profundo de estos inefables y sagrados misterios, escuchemos la voz divina y sagrada que nos llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña.
Debemos apresurarnos a ir hacia allí —así me atrevo a decirlo— como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía y precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen, y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la naturaleza divina, y dispuestos para los dones celestiales.
Corramos hacia allí, animosos y alegres, y penetremos en la intimidad de la nube, a imitación de Moisés y Elías, o de Santiago y Juan. Seamos como Pedro, arrebatado por la visión y aparición divina, transfigurado por aquella hermosa transfiguración, desasido del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: Señor, ¡qué bien se está aquí!
Ciertamente, Pedro, en verdad qué bien se está aquí con Jesús; aquí nos quedaríamos para siempre. ¿Hay algo más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él, vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a Dios en sí y de ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a exclamar con alegría: ¡Qué bien se está aquí! donde todo es resplandeciente, donde está el gozo, la felicidad y la alegría, donde el corazón disfruta de absoluta tranquilidad, serenidad y dulzura, donde vemos a (Cristo) Dios, donde él, junto con el Padre, pone su morada y dice, al entrar: Hoy ha sido la salvación de esta casa, donde con Cristo se hallan acumulados los tesoros de los bienes eternos, donde hallamos reproducidas, como en un espejo, las imágenes de las realidades futuras.
Pedro el Venerable, abad
Sermón:
Sermón 1º para la Transfiguración; PL 189, 959
«Su rostro resplandecía como el sol» (Mt 17,2)
¿Por qué nos asombra que la cara de Jesús resplandeciera como el sol, si él mismo era el sol? Era el sol, pero escondido detrás de una nube. Ahora la nube se aparta, y resplandece por un instante. ¿Qué es esta nube que se aparta? No es la carne misma, sino la debilidad de la carne que desaparece por un instante. Esta nube, es aquella de la que habla el profeta: «El Señor ascenderá ligero sobre una nube» (Is 19,1): nube de carne que cubre la divinidad, ligera porque esta carne no lleva nada malo en sí misma; nube que vela el esplendor divino y ligero porque debe elevarse hasta el esplendor eterno. Es la nube sobre la que se ha dicho en el Cantar de los Cantares: «Desearía yacer a su sombra…» (Ct 2,3). Nube ligera porque esta carne es la del «Cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29); y una vez quitados éstos, el mundo asciende a los cielos, liberado del lastre del peso de todos sus pecados.
El sol velado por esta carne no es «el que sale para buenos y malos» (Mt 5,45), sino «el Sol de justicia» (Ml 3,20) que sale exclusivamente para los que temen a Dios. Habitualmente velado por la nube de la carne, esta «luz que alumbra a todos los hombres» (Jn 1,9) brilla hoy con todo su esplendor. Hoy glorifica a la misma carne; la muestra deificada a los apóstoles, para que los apóstoles la revelen al mundo.
Revestido de la nube de la carne, hoy, la luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9) ha resplandecido. Hoy glorifica esta misma carne, la muestra deificada a los apóstoles para que ellos mismos la revelen al mundo. Y tú, ciudad dichosa, gozarás eternamente de la contemplación de este Sol, cuando «descenderás del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2). Nunca jamás este Sol se pondrá para ti; permaneciendo él mismo eternamente, lucirá una mañana eterna. Este Sol nunca jamás se verá velado por ninguna nube, sino que brillará sin cesar, y te alegrará con una luz sin ocaso. Este Sol nunca más deslumbrará tus ojos sino que te dará la fuerza para mirarlo y te dejará encantada por su esplendor divino… «No habrá más muerte, ni luto, ni gemidos, ni penas» (Ap 21,4) que puedan ensombrecer el resplandor que Dios te ha dado porque, como dice Juan: «El mundo ha pasado».
Este es el Sol del que habla el profeta: «Nunca más tendrás necesidad del sol para alumbrarte ni de la luna para iluminarte, porque el Señor tu Dios será tu luz para siempre» (Is 60,19). Esta es la luz eterna que brilla para ti en el rostro del Señor. Oyes la voz del Señor, contemplas su rostro resplandeciente, y llegas a ser como el sol. Porque es en su rostro que se reconoce a alguien, y reconocerle, es como ser iluminado por él. Aquí abajo lo crees en la fe; allí le reconocerás. Aquí lo captas por la inteligencia; allí serás captado por ella. Aquí ves «como en un espejo»; allí le verás «cara a cara» (1Co 13,12)… Entonces se cumplirá este deseo del profeta: «Que haga brillar su rostro sobre nosotros» (Sl 66, 2)… Te gozarás sin fin en esta luz; con esta luz caminarás sin cansarte. En esta luz verás la luz eterna.
Autor anónimo (de Siria)
Homilía:
«Este es mi Hijo amado»
Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan sobre la montaña y les mostró, antes de su resurrección, la gloria de su divinidad; así, cuando resucitara de entre los muertos, en la gloria de su naturaleza divina, reconocieran que esa gloria no la había recibido como recompensa a su sufrimiento, como su tuviera necesidad de ello, sino que era la misma gloria que ya poseía entes de los siglos, junto al Padre y con el Padre. Es lo que él mismo dijo al acercarse su voluntaria Pasión: «Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese» (Jn 17,5). Es esta misma, la gloria de su divinidad, misteriosamente escondida en su humanidad, la que mostró a sus apóstoles en la montaña. Ésos… vieron dos soles, uno en el cielo resplandeciente como de costumbre, y otro resplandeciente de manera inhabitual; uno que iluminaba al mundo desde lo alto del firmamento, el otro que brillaba para ellos solos, con el rostro girado hacia ellos…
Entonces aparecieron Moisés y Elías… y le agradecían que, con su venida se hubieran cumplido sus palabras, como las de todos los profetas. Le adoraban por la salvación que operaba en favor del mundo entero y por el cumplimiento del misterio que ellos habían recibido el encargo de anunciar. Así es que, en esta montaña se llenaron de gozo tanto los apóstoles como los profetas. Los profetas se alegraron al ver su humanidad que, anteriormente, no habían podido conocer; los apóstoles se alegraron al ver la gloria de su divinidad que ellos todavía no conocían, y al escuchar la voz del Padre que daba testimonio en favor de su Hijo. A través de ella y de la gloria de su divinidad que su cuerpo dejaba traslucir, conocieron su encarnación que, hasta entonces, les era desconocida.
Pablo VI, papa
Ángelus (el mismo día de su muerte)
Fiesta de la Transfiguración del Señor
Domingo 6 de agosto de 1978
Publicamos la alocución dominical que el amado Pontífice había preparado para dirigirla a los peregrinos en Castelgandolfo, a la hora meridiana del Angelus, el domingo 6 de agosto, y que la ya grave enfermedad le impidió pronunciar. El Papa descansó en la paz del Señor a las 21,40 del domingo 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor.
Hermanos e hijos queridísimos:
La Transfiguración del Señor, recordada por la liturgia en la solemnidad de hoy, proyecta una luz deslumbrante sobre nuestra vida diaria y nos lleva a dirigir la mente al destino inmortal que este hecho esconde.
En la cima del Tabor, durante unos instantes, Cristo levanta el velo que oculta el resplandor de su divinidad y se manifiesta a los testigos elegidos como es realmente, el Hijo de Dios. «el esplendor de la gloria del Padre y la imagen de su substancia» (cf. Heb 1, 5); pero al mismo tiempo desvela el destino trascendente de nuestra naturaleza humana que El ha tomado para salvarnos, destinada también ésta (por haber sido redimida por su sacrificio de amor irrevocable) a participar en la plenitud de la vida, en la «herencia de los santos en la luz» (Col 1, 12).
Ese cuerpo que se transfigura ante los ojos atónitos de los Apóstoles es el cuerpo de Cristo nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo destinado a la gloria; la luz que le inunda es y será también nuestra parte de herencia y de esplendor.
Estamos llamados a condividir tan gran gloria, porque somos «partícipes de la divina naturaleza» (2 Pe 1. 4).
Nos espera una suerte incomparable, en el caso de que hayamos hecho honor a nuestra vocación cristiana y hayamos vivido con la lógica consecuencia de palabras y comportamiento, a que nos obligan los compromisos de nuestro bautismo.
El tiempo restaurador de las vacaciones traiga a todos oportunidad de reflexionar más a fondo sobre estas realidades estupendas de nuestra fe. Una vez más deseamos a todos los aquí presentes, y a cuantos pueden disfrutar de una pausa de solaz en este tiempo de vacación, que los transforméis en ocasión para madurar espiritualmente.
Pero tampoco este domingo podemos olvidar a cuantos sufren por hallarse en circunstancias especiales y no pueden sumarse a quienes gozan, en cambio, de un reposo ciertamente merecido. Queremos aludir a los desocupados, que no alcanzan a subvenir a las necesidades crecientes de sus seres queridos, con un trabajo acorde con su preparación y su capacidad; a los que padecen hambre, una multitud que aumenta cada día en proporciones pavorosas; y en general, a todos aquellos que no aciertan a encontrar un puesto satisfactorio en la vida económica y social.
Por todas estas intenciones se eleve hoy fervorosa nuestra oración mariana, que estimule asimismo a cada uno a propósitos de solidaridad fraterna.
María, Madre solícita y afectuosa, dirija a todos su mirada y su protección.
San Juan Pablo II, papa
Ángelus (06-08-1989)
Domingo 6 de agosto de 1989
Solemnidad de la Transfiguración del Señor
1. Este domingo, en el que la liturgia celebra la solemnidad de la Transfiguración del Señor sobre el monte Tabor, la Virgen María nos llama aquí a recogernos para meditar este inefable misterio, como se nos presenta en las páginas de los Evangelios, en que resuenan las palabras del Padre: «Este es mi Hijo, el escogido: escuchadle» (Mc 9, 7 y paralelos). Obedeciendo a este mandato, la Iglesia vive en continua escucha de la voz del Hijo de Dios, en el que reconoce a su Señor, haciéndose pregonera de su alegre Nueva en medio de los hombres de todo tiempo y de todo lugar.
2. De este mensaje evangélico fue testigo intrépido y anunciador incansable el Papa Pablo VI, mi venerado Predecesor, que precisamente el 6 de agosto de hace once años, también entonces domingo de la Transfiguración, era llamado de la luz de este mundo a la luz del cielo. Se puede afirmar que la solemnidad de la Transfiguración ha marcado de modo especial, casi profético, el servicio eclesial de aquel gran Pontífice, hasta el punto de que se podría definir, como me he expresado en otras ocasiones, «el Papa de la Transfiguración». En efecto, la primera Encíclica de su Pontificado, la programática «Ecclesiam suam«, lleva la fecha del 6 de agosto; y en ese mismo día concluía su vida terrena.
Es más, se puede decir que toda su existencia fue una continua transfiguración en la escuela del Señor Jesucristo «luz del mundo» (Jn 8, 12). Pablo VI no se cansó nunca de poner en guardia a los fieles contra las tentaciones, de hacer opaco el espíritu, sometiéndolo al dominio de los sentidos. A la luz del Resucitado y de la Virgen Asunta, él inculcó en los ánimos el amor a la Iglesia, transparencia de Dios sobre la tierra, la fuerza de la verdad que nos hace libres, y el gusto de la belleza de quien sabe rescatar el propio cuerpo de la corrupción del pecado con la ayuda de la gracia de los sacramentos; de quien sabe recobrar la dignidad para su propia persona a fin de conseguir el título de inmortalidad sobrehumana de la resurrección y de la vida eterna.
3. Sentimos el deber de dar gracias al Señor por haber dado a la Iglesia ese Maestro y Pastor que supo amarla, defenderla e ilustrarla con sabia palabra y con la vida penitente y operosa para la gloria de Dios y la salvación de las almas. Con sus escritos convincentes y con su existencia consagrada al testimonio de la fe católica, supo ayudar a los cristianos e inspirar a la sociedad humana, tan amada por él.
Elevemos nuestra oración a María, a quien Pablo VI, en su citada Encíclica invocaba como «la beatísima, la dulcísima, la humildísima, la inmaculada creatura, a quien cupo el privilegio de ofrecer al Verbo de Dios la carne humana en su primigenia e inocente belleza» (II; cf. L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de agosto de 1974. pág. 7) a fin de que le obtenga a él la paz eterna y a nosotros la fuerza para seguir sus enseñanzas y sus ejemplos, mientras lo contemplamos en el abrazo del Cristo transfigurado.
Ángelus (04-08-1991)
Fiesta de la Transfiguración del Señor
Domingo 4 de agosto de 1991
Queridos hermanos y hermanas:
1. Pasado mañana 6 de agosto, celebraremos en la liturgia la Transfiguración del Señor. Deseo dirigir vuestra atención hacia este significativo acontecimiento de la vida del Señor, que la Iglesia recuerda solemnemente.
El evangelio narra que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y subió a un monte alto. Mientras estaba rezando allí, su rostro cambió de aspecto, resplandeció de luz fulgente, y sus vestidos relumbraron; aparecieron entonces Moisés y Elías, que conversaban con Él. Pedro dijo a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No había terminado de hablar, cuando una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle» (Mc 9, 5. 7).
En este episodio admirable, nuestro Señor Jesucristo revela a los Apóstoles su «divinidad», su identidad «mesiánica» y su «misión redentora».
En efecto, toda nuestra fe se funda en la convicción clara y firme de la «divinidad» de Cristo, Hijo de Dios, que al venir a este mundo, se hizo Siervo sufriente y Redentor universal.
¡Ojalá que la fiesta de la «Transfiguración» del Señor confirme en todos vosotros la verdadera fe en Cristo y refuerce el deseo de conocerlo aún mejor, como Hijo predilecto de Dios, que se hizo por nosotros camino, verdad y vida!
2. Con el pensamiento dirigido a la visión extraordinaria del Monte Tabor, recordamos también el aniversario de la muerte de Pablo VI, acaecida hace trece años, precisamente al atardecer del día 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor. A pesar de los años transcurridos, el recuerdo de este Pontífice sigue vivo en la Iglesia. Todos guardamos en la memoria su ansia apostólica y su convencimiento de que la Iglesia «existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa misa, (Evangelii nuntiandi, 14: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 1975, pág. 4). En su última audiencia del 2 de agosto, pocos días antes de morir, pronunció una frase que sintetiza maravillosamente su espiritualidad y su mensaje doctrinal: «La Iglesia profesa y enseña una doctrina estable y segura (…). Anuncia una palabra que dimana del pensamiento trascendente de Dios. Ésta es su fuerza y su luz (…). Cristo se ha hecho nuestro maestro para enseñarnos verdades que de suyo superan la capacidad de nuestra inteligencia. Sólo las aceptan los humildes y por ello viven en atmósfera de sabiduría y de orden superior» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de agosto de 1978, pág. 3).
3. Mientras admiramos a este gran Pontífice y rezamos por el sufragio de su alma a la luz de Cristo transfigurado y resucitado, nos dirigimos con confianza a la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, para que acoja favorablemente nuestras intenciones.
Discurso (06-08-1999):
Al inicio de la Misa en la Fiesta de la Transfiguración del Señor
Viernes 6 de agosto de 1999.
La Eucaristía, que nos disponemos a celebrar, nos lleva hoy espiritualmente al Tabor, junto a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, para admirar extasiados el resplandor del Señor transfigurado. En el acontecimiento de la Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre la historia, que se construye diariamente, y la herencia bienaventurada, que nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y fin.
A nosotros, peregrinos en la tierra, se nos concede gozar de la compañía del Señor transfigurado, cuando nos sumergimos en las cosas del cielo, mediante la oración y la celebración de los misterios divinos. Pero, como los discípulos, también nosotros debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos de los creyentes.
Esta profunda convicción espiritual guió toda la misión eclesial de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, que volvió a la casa del Padre precisamente en la fiesta de la Transfiguración, hace veintiún años. En el Ángelus que debía rezar aquel día, el 6 de agosto de 1978, afirmaba: «La solemnidad de hoy proyecta una luz deslumbrante sobre nuestra vida diaria y nos lleva a dirigir la mente al destino inmortal que este hecho esconde» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de agosto de 1978, p. 3).
¡Sí! Nos recuerda Pablo VI: hemos sido creados para la eternidad, y la eternidad comienza ya desde ahora, puesto que el Señor está en medio de nosotros, vive con su Iglesia y en ella.
Mientras con íntima emoción hacemos memoria este inolvidable predecesor mío en la sede de Pedro, oremos a fin de que todos los cristianos obtengan de la contemplación de Cristo, «resplandor de la gloria del Padre e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3), valentía y constancia para anunciarlo y testimoniarlo fielmente con palabras y obras. María, Madre solícita y diligente, nos ayude a ser destello de la luz salvífica de su Hijo Jesús.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (06-08-2006)
Palacio pontificio de Castelgandolfo
Domingo 6 de agosto de 2006
En este domingo el evangelista san Marcos refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, «como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (cf. Mc 9, 2-10). La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una anticipación del misterio pascual.
La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat lux», «Haya luz» (Gn 1, 3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, «su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos» (Ha 3, 4). La luz -se dice en los Salmos– es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104, 2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7, 27. 29 s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).
¡Cuánta necesidad tenemos, también en nuestro tiempo, de salir de las tinieblas del mal para experimentar la alegría de los hijos de la luz! Que nos obtenga este don María, a quien ayer, con particular devoción, recordamos en la memoria anual de la dedicación de la basílica de Santa María la Mayor. Que la Virgen santísima consiga, además, la paz para las poblaciones de Oriente Próximo, martirizadas por luchas fratricidas. Sabemos bien que la paz es ante todo don de Dios, que hemos de implorar con insistencia en la oración, pero en este momento queremos recordar también que es compromiso de todos los hombres de buena voluntad. ¡Que nadie se substraiga a este deber!
Por tanto, ante la amarga constatación de que hasta ahora se han desoído las voces que pedían un alto el fuego inmediato en aquella martirizada región, siento la urgencia de renovar mi apremiante llamamiento en ese sentido, pidiendo a todos que den su contribución concreta a la construcción de una paz justa y duradera. Encomiendo este renovado llamamiento a la intercesión de la Virgen santísima.
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Homilía (10-08-1978)
En la Catedral del Baviera
Durante quince años, en la plegaria eucarística durante la santa misa, hemos pronunciado las palabras: “Celebramos en comunión con tu siervo, nuestro Papa Pablo”. Desde el 7 de agosto esta frase está vacía. La unidad de la Iglesia en esta hora no tiene ningún nombre; su nombre está ahora en el recuerdo de quienes nos han precedido en el signo de la fe y duermen en la paz. El Papa Pablo ha sido llamado a la casa del Padre en la tarde la fiesta de la Transfiguración del Señor, poco después de haber oído la santa misa y recibido los sacramentos. “Qué bueno es que estemos aquí”, dijo Pedro a Jesús en el monte de la transfiguración. Quería quedarse. Lo que a él se le negó entonces, sin embargo, se le ha concedido a Pablo VI en esta fiesta de la Transfiguración de 1978: no ha tenido ya que bajar a la cotidianidad de la historia. Ha podido quedarse allí, donde el Señor eternamente está a la mesa con Moisés, Elías y los muchos que llegan de oriente y de occidente, desde el septentrión y desde el meridión. Su camino terreno ha concluido. En la Iglesia de Oriente, que tanto amó Pablo VI, la fiesta la Transfiguración ocupa un lugar muy especial. No está considerada como un acontecimiento entre tantos, como un dogma entre dogmas, sino como la síntesis de todo: cruz y resurrección, presente y futuro de la creación se reúnen aquí. La fiesta de la Transfiguración es garantía del hecho de que el Señor no abandona la creación. Que no se desprende del cuerpo como si fuera un vestido y que no deja la historia como si fuera un papel teatral. A la sombra de la cruz, sabemos que precisamente así la creación va hacia la transfiguración.
Lo que nosotros indicamos como transfiguración, en el griego del Nuevo Testamento se llama metamorfosis (“transformación”), y esto hace que emerja un hecho importante: la transfiguración no es algo muy lejano, que en la perspectiva puede suceder. En el Cristo transfigurado se revela mucho más aquello que es la fe: transformación, que en el hombre acontece en el curso de toda la vida. Desde el punto de vista biológico la vida es una metamorfosis, una transformación perenne que se concluye con la muerte. Vivir significa morir, significa metamorfosis hacia la muerte. El relato de la transfiguración del Señor añade algo nuevo: morir significa resucitar. La fe es una metamorfosis en la que el hombre madura en lo definitivo y se hace maduro para ser definitivo. Por eso el evangelista Juan define la cruz como glorificación, fundiendo la transfiguración y la cruz: en la última liberación de uno mismo la metamorfosis de la vida llega a su meta.
La transfiguración prometida por la fe como metamorfosis del hombre es ante todo camino de purificación, camino de sufrimiento. Pablo VI aceptó su servicio papal cada vez más como metamorfosis de la fe en el sufrimiento. Las últimas palabras del Señor resucitado a Pedro, después de haberle constituido pastor de su rebaño, fueron: “Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras” (Juan 21,18). Era una alusión a la cruz que esperaba a Pedro al final de su camino. Era, en general, una alusión a la naturaleza de este servicio. Pablo VI se dejó llevar cada vez más adonde humanamente, él solo, no quería ir. Cada vez más el pontificado significó para él dejarse ceñir las vestiduras por otro y ser clavado en la cruz. Sabemos que antes de su 75 cumpleaños, y también antes del 80, luchó intensamente con la idea de retirarse. Y podemos imaginar cuán pesado debió ser el pensamiento de no poder ya pertenecerse a sí mismo. De no tener ya un momento privado. De estar encadenado hasta el final, con el proprio cuerpo que cede, a una tarea que exige, día tras día, el pleno y vivo empleo de todas las fuerzas de un hombre. “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor” (Romanos 14,7-8). Estas palabras de la lectura de hoy marcaron literalmente su vida. Él dio nuevo valor a la autoridad como servicio, llevándola como un sufrimiento. No experimentaba ningún placer en el poder, en la posición, en la carrera conseguida; y precisamente por esto, siendo la autoridad un encargo soportado –“te llevará adonde no quieras”-, ésta se hizo grande y creíble.
Pablo VI desempeñó su servicio por fe. De ahí se derivaban tanto su firmeza como du disponibilidad al compromiso. Por ambas tuvo que aceptar críticas, e igualmente en algunos comentarios tras su muerte no ha faltado el mal gusto. Pero un Papa que hoy no sufriera críticas fracasaría en su tarea ante este tiempo. Pablo VI resistió a la telecracia y a la demoscopia, las dos potencias dictatoriales del presente. Pudo hacerlo porque no tomaba como parámetro el éxito y la aprobación, sino la conciencia, que se mide según la verdad, según la fe. Es por esto que en muchas ocasiones buscó el acuerdo: la fe deja mucho abierto, ofrece un amplio espectro de decisiones, impone como parámetro el amor, que se siente en obligación hacia el todo y por lo tanto impone mucho respeto. Por ello pudo ser inflexible y decidido cuando lo que ponía en juego era la tradición esencial de la Iglesia. En él esta dureza no se derivaba de la insensibilidad de aquellos cuyo camino lo dicta el placer del poder y el desprecio de las personas, sino de la profundidad de la fe, que le hizo capaz de soportar las oposiciones.
Pablo VI era, en lo profundo, un Papa espiritual, un hombre de fe. No por error un periódico le definió como el diplomático que había dejado a las espaldas la diplomacia. En el curso de su carrera curial había aprendido a dominar de modo virtuoso los instrumentos de la diplomacia. Pero estos pasaron cada vez más a un segundo plano en la metamorfosis de la fe a la que se sometió. En lo íntimo halló cada vez más el propio camino sencillamente en la llamada de la fe, en la oración, en el encuentro con Jesucristo. De tal manera se convirtió cada vez más en un hombre de bondad profunda, pura y madura. Quien le encontró en los últimos años pudo experimentar de modo directo la extraordinaria metamorfosis de la fe, su fuerza transfiguradora. Se podía ver cuánto el hombre, que por naturaleza era un intelectual, se entrega día tras día a Cristo, cómo se dejaba cambiar, transformar, purificar por Él y cómo ello le hacía cada vez más libre, cada vez más profundo, cada vez más bueno, perspicaz y sencillo.
La fe es una muerte, pero es también una metamorfosis para entrar en la vida auténtica, hacia la transfiguración. En el Papa Pablo VI se podía observar todo ello. La fe le dio valor. La fe le dio bondad. Y en él era también claro que la fe convencida no cierra, sino que abre. Al final, nuestra memoria conserva la imagen de un hombre que tiende la mano. Fue el primer Papa que viajó a todos los continentes, fijando así un itinerario del Espíritu, que tuvo comienzo en Jerusalén, fulcro del encuentro y de la separación de las tres grandes religiones monoteístas: después el viaje a las Naciones Unidas, el camino hasta Ginebra, el encuentro con la mayor cultura religiosa no monoteísta de la humanidad, la India, y la peregrinación a los pueblos que sufren de América Latina, de África, de Asia. La fe tiende manos. Su signo no es el puño, sino la mano abierta.
En la Carta a los Romanos de San Ignacio de Antioquía está escrita la maravillosa frase: “Es bello decaer al mundo por el Señor y resucitar con Él” (II, 2). El obispo mártir la escribió durante el viaje desde oriente hacia la tierra en la que se pone el sol, occidente. Allí, en el ocaso del martirio, esperaba recibir el surgimiento de la eternidad. El camino de Pablo VI, se convirtió, año tras año, en un viaje cada vez más consciente de testimonio soportado, un viaje en el ocaso de la muerte, que le llamó el día de la Transfiguración del Señor. Encomendamos su alma con confianza en las manos de la eterna misericordia de Dios para que sea para él aurora de vida eterna. Dejemos que su ejemplo sea un llamamiento y dé fruto en nuestra alma. Y oremos para que el Señor nos envíe otra vez a un Papa que cumpla de nuevo el mandamiento originario del Señor a Pedro: “Confirma a tus hermanos” (Lucas 22, 32).
Jesús de Nazaret: La Transfiguración
Tomo I, Capítulo IX, 2
En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra.
Jean-Marie van Cangh y Michel van Esbroeck han analizado minuciosamente la relación del pasaje con el calendario de fiestas judías. Llaman la atención sobre el hecho de que sólo cinco días separan dos grandes fiestas judías en otoño: primero el Yom Hakkippurim, la gran fiesta de la expiación; seis días más tarde, la fiesta de las Tiendas (Sukkoí), que dura una semana. Esto significaría que la confesión de Pedro tuvo lugar en el gran día de la expiación y que, desde el punto de vista teológico, se la debería interpretar en el trasfondo de esta fiesta, única ocasión del año en la que el sumo sacerdote pronuncia solemnemente el nombre de YHWH en el sancta sanctórum del templo. La confesión de Pedro en Jesús como Hijo del Dios vivo tendría en este contexto una dimensión más profunda. Jean Daniélou, en cambio, relaciona exclusivamente la datación que ofrecen los evangelistas con la fiesta de la Tiendas, que —como ya se ha dicho— duraba una semana. En definitiva, pues, las indicaciones temporales de Mateo, Marcos y Lucas coincidirían. Los seis o cerca de ocho días harían referencia entonces a la semana de la fiesta de las Tiendas; por tanto, la transfiguración de Jesús habría tenido lugar el último día de esta fiesta, que al mismo tiempo era su punto culminante y su síntesis interna.
Ambas interpretaciones tienen en común que relacionan la transfiguración de Jesús con la fiesta de las Tiendas. Veremos que, de hecho, esta relación se manifiesta en el texto mismo, lo que nos permite entender mejor todo el acontecimiento. Aparte de la singularidad de estos relatos, se muestra aquí un rasgo fundamental de la vida de Jesús, puesto de relieve sobre todo por Juan, como hemos visto en el capítulo precedente: los grandes acontecimientos de la vida de Jesús guardan una relación intrínseca con el calendario de fiestas judías; son, por así decirlo, acontecimientos litúrgicos en los que la liturgia, con su conmemoración y su esperanza, se hace realidad, se hace vida que a su vez lleva a la liturgia y que, desde ella, quisiera volver a convertirse en vida.
Precisamente al analizar las relaciones entre la historia de la transfiguración y la fiesta de las Tiendas veremos que todas las fiestas judías tienen tres dimensiones. Proceden de celebraciones de la religión natural, es decir, hablan del Creador y de la creación; luego se convierten en conmemoraciones de la acción de Dios en la historia y finalmente, basándose en esto, en fiestas de la esperanza que salen al encuentro del Señor que viene, en el cual la acción salvadora de Dios en la historia alcanza su plenitud, y se llega a la vez a la reconciliación de toda la creación. Veremos que estas tres dimensiones de las fiestas profundizan más y adquieren un carácter nuevo mediante su realización en la vida y la pasión de Jesús.
A esta interpretación litúrgica de la fecha se contrapone otra, defendida insistentemente sobre todo por Hartmut Gese, que no cree suficientemente fundada la relación con la fiesta de las Tiendas y, en su lugar, lee todo el texto sobre el trasfondo de Éxodo 24, la subida de Moisés al monte Sinaí. En efecto, este capítulo, en el que se describe la ratificación de la alianza de Dios con Israel, es una clave esencial para la interpretación del acontecimiento de la transfiguración. En él se dice: «La nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube» (Ex 24, 16). El hecho de que aquí —a diferencia de lo que ocurre en los Evangelios— se hable del séptimo día no impide una relación entre Éxodo 24 y el acontecimiento de la transfiguración; en cualquier caso, a mí me parece más convincente la datación basada en el calendario de fiestas judías. Por lo demás, nada tiene de extraño que en los acontecimientos de la vida de Jesús confluyan relaciones tipológicas diferentes, demostrando así que tanto Moisés como los Profetas hablan todos de Jesús.
Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia.
En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí… no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz.
Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación— de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.
Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso… también él debe sufrir la muerte» (Pesch, Markusevangelium II, p. 80).
De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «… no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5).
Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. Podría tratarse de una reminiscencia del texto de la Escritura antes citado; tanto la exégesis judía como la paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación, complementándose unas a otras. Sin embargo, el hecho de que debían construirse tres tiendas contrasta con una referencia de semejante tipo o, al menos, la hace parecer secundaria.
La relación con la fiesta de las Tiendas resulta plausible cuando se considera la interpretación mesiánica de esta fiesta en el judaísmo de la época de Jesús. Jean Daniélou ha profundizado en este aspecto de manera convincente y lo ha relacionado con el testimonio de los Padres, en los que las tradiciones judías eran sin duda todavía conocidas y se las reinterpretaba en el contexto cristiano. La fiesta de las Tiendas presenta el mismo carácter tridimensional que caracteriza —como ya hemos visto— a las grandes fiestas judías en general: una fiesta procedente originariamente de la religión natural se convierte en una fiesta de conmemoración histórica de las intervenciones salvíficas de Dios, y el recuerdo se convierte en esperanza de la salvación definitiva. Creación, historia y esperanza se unen entre sí. Si en la fiesta de las Tiendas, con la ofrenda del agua, se imploraba la lluvia tan necesaria en una tierra árida, la fiesta se convierte muy pronto en recuerdo de la marcha de Israel por el desierto, donde los judíos vivían en tiendas (chozas, sukkot) (cf. Lv 23,43). Daniélou cita primero a Riesenfeld: «Las Tiendas no eran sólo el recuerdo de la protección divina en el desierto, sino lo que es más importante, una prefiguración de los sukkot [divinos] en los que los justos vivirían al llegar el mundo futuro. Parece, pues, que el rito más característico de la fiesta de las Tiendas, tal como se celebraba en los tiempos del judaísmo, tenía relación con un significado escatológico muy preciso» (p. 451). En el Nuevo Testamento encontramos en Lucas las palabras sobre la morada eterna de los justos en la vida futura (16, 9). «La epifanía de la gloria de Jesús —dice Daniélou— es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico. Y una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en las tiendas, cuya figura era la fiesta de las Tiendas» (p. 459). La vivencia de la transfiguración durante la fiesta de las Tiendas hizo que Pedro reconociera en su éxtasis «que las realidades prefiguradas en los ritos de la fiesta se habían hecho realidad… La escena de la transfiguración indica la llegada del tiempo mesiánico» (p. 459). Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración —ser luz en virtud del Señor y con Él— comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión.
A partir de estas conexiones adquiere también un nuevo sentido la frase fundamental del Prólogo de Juan, en la que el evangelista sintetiza el misterio de Jesús: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14). Efectivamente, el Señor ha puesto la tienda de su cuerpo entre nosotros inaugurando así el tiempo mesiánico. Siguiendo esta idea, Gregorio de Nisa analiza en un texto magnífico la relación entre la fiesta de las Tiendas y la Encarnación. Dice que la fiesta de las Tiendas siempre se había celebrado, pero no se había hecho realidad. «Pues la verdadera fiesta de las Tiendas, en efecto, no había llegado aún. Pero precisamente por eso, según las palabras proféticas [en alusión al Salmo 118, 27] Dios, el Señor del universo, se nos ha revelado para realizar la construcción de la tienda destruida de la naturaleza humana» (De anima, PG 46,132 B; cf. Daniélou, pp. 464-466).
Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la transfiguración. «Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración —como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios»» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p. 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dynamis) del reino que llega en Cristo.
Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Primera Carta a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dynamis) de Dios y sabiduría de Dios» (1, 23s) Este «poder» (dynamis) del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.