San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia (1 de Agosto). Memoria – Homilías
/ 1 agosto, 2017 / Propio de los SantosHomilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Alfonso María de Ligorio
Obras: El amor a Cristo
Toda la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo; nuestro Dios, nuestro sumo bien y nuestro redentor. La caridad es la que da unidad y consistencia a todas las virtudes que hacen al hombre perfecto.
¿Por ventura Dios no merece todo nuestro amor? Él nos ha amado desde toda la eternidad. «Considera, oh hombre —así nos habla—, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo.»
Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones para que se sintiera obligado a amarlo: «Quiero atraer a los hombres a mi amor con los mismos lazos con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor.» Y éste es el motivo de todos los dones que concedió al hombre. Además de haberle dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria, entendimiento y voluntad; y un cuerpo con sus sentidos, no contento con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas criaturas estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a él en atención a tantos beneficios.
Y no sólo quiso darnos aquellas criaturas, con toda su hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a darnos a su Hijo único. Viendo que todos nosotros estábamos muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué es lo que hizo? Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer por nuestros pecados y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado.
Dándonos al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente menos que el Hijo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?
Benedicto XVI, papa
Audiencia General (30-03-2011): Bondad y celo pastoral
miércoles 30 de marzo de 2011Hoy quiero presentaros la figura de un santo doctor de la Iglesia al que debemos mucho, porque fue un insigne teólogo moralista y un maestro de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente sencilla. Es el autor de la letra y de la música de uno de los villancicos más populares en Italia y no sólo en Italia: Tu scendi dalle stelle.
Alfonso María de Ligorio nació en 1696 en el seno de una familia napolitana noble y rica. Dotado de notables cualidades intelectuales, con tan sólo 16 años obtuvo el doctorado en derecho civil y canónico. Era el abogado más brillante del foro de Nápoles: durante ocho años ganó todas las causas que defendió. Sin embargo, en su alma sedienta de Dios y deseosa de perfección el Señor lo llevó a comprender que lo llamaba a una vocación muy diferente. De hecho, en 1723, indignado por la corrupción y la injusticia que viciaban el ambiente del foro, abandonó su profesión —y con ella la riqueza y el éxito— y decidió hacerse sacerdote, a pesar de la oposición de su padre. Tuvo excelentes maestros, que lo introdujeron en el estudio de la Sagrada Escritura, de la historia de la Iglesia y de la mística. Adquirió una amplia cultura teológica, que comenzó a dar fruto cuando, algunos años después, emprendió su obra de escritor. Fue ordenado sacerdote en 1726 y se unió, para el ejercicio de su ministerio, a la Congregación diocesana de las Misiones Apostólicas. Alfonso inició una labor de evangelización y catequesis entre los estratos más bajos de la sociedad napolitana, a la que le gustaba predicar y a la que instruía en las verdades fundamentales de la fe. No pocas de estas personas, pobres y modestas, a las que se dirigía, a menudo se entregaban a los vicios y realizaban acciones criminales. Con paciencia les enseñaba a rezar, animándolas a mejorar su modo de vivir. Alfonso obtuvo resultados excelentes: en los barrios más miserables de la ciudad se multiplicaban los grupos de personas que, al caer la tarde, se reunían en las casas privadas y en los talleres, para rezar y meditar la Palabra de Dios, bajo la guía de algunos catequistas formados por Alfonso y por otros sacerdotes, que visitaban regularmente a estos grupos de fieles. Cuando, por deseo expreso del arzobispo de Nápoles, estas reuniones comenzaron a celebrarse en las capillas de la ciudad, tomaron el nombre de «capillas vespertinas». Estas capillas fueron una auténtica fuente de educación moral, de saneamiento social y de ayuda recíproca entre los pobres, con lo cual casi se acabaron los robos, los duelos y la prostitución.
Aunque el contexto social y religioso de la época de san Alfonso era muy distinto del nuestro, las «capillas vespertinas» son un modelo de acción misionera en el que nos podemos inspirar también hoy para una «nueva evangelización», especialmente de los más pobres, y para construir una convivencia humana más justa, fraterna y solidaria. A los sacerdotes se les ha confiado una tarea de ministerio espiritual, mientras que laicos bien formados pueden ser animadores cristianos eficaces, auténtica levadura evangélica en el seno de la sociedad.
Después de pensar en ir a evangelizar a los pueblos paganos, Alfonso, a la edad de 35 años, entró en contacto con los campesinos y los pastores de las regiones interiores del reino de Nápoles y, sorprendido por su ignorancia religiosa y por el estado de abandono en que se hallaban, decidió dejar la capital y dedicarse a estas personas, que eran pobres espiritual y materialmente. En 1732 fundó la Congregación religiosa del Santísimo Redentor, que puso bajo la protección del obispo Tommaso Falcoia, y de la que sucesivamente se convirtió en el superior. Estos religiosos, dirigidos por Alfonso, fueron auténticos misioneros itinerantes, que llegaban incluso a las aldeas más remotas, exhortando a la conversión y a la perseverancia en la vida cristiana sobre todo por medio de la oración. Todavía hoy, los redentoristas, esparcidos por numerosos países del mundo, con nuevas formas de apostolado, continúan esta misión de evangelización. Pienso en ellos con gratitud, exhortándolos a ser siempre fieles al ejemplo de su santo fundador.
Estimado por su bondad y por su celo pastoral, en 1762 Alfonso fue nombrado obispo de Sant’Agata dei Goti, ministerio que, por concesión del Papa Pío VI, abandonó en 1775 a causa de las enfermedades que sufría. El mismo Pontífice, en 1787, al recibir la noticia de su muerte, que se produjo en medio de muchos sufrimientos, exclamó: «¡Era un santo!». Y no se equivocó: Alfonso fue canonizado en 1839, y en 1871 fue declarado doctor de la Iglesia. Este título es muy apropiado por muchas razones. Ante todo, porque propuso una rica enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina católica, hasta el punto de que fue proclamado por el Papa Pío XII «patrono de todos los confesores y los moralistas». En su época se había difundido una interpretación muy rigorista de la vida moral, entre otras razones por la mentalidad jansenista que, en vez de alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano del que nos reveló Jesús. San Alfonso, sobre todo en su obra principal, titulada Teología moral, propone una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo e interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la libertad del hombre, que precisamente en la adhesión a la verdad y al bien permiten la maduración y la realización de la persona. A los pastores de almas y a los confesores Alfonso recomendaba ser fieles a la doctrina moral católica, asumiendo al mismo tiempo una actitud caritativa, comprensiva, dulce, para que los penitentes se sintieran acompañados, sostenidos y animados en su camino de fe y de vida cristiana. San Alfonso nunca se cansaba de repetir que los sacerdotes son un signo visible de la infinita misericordia de Dios, que perdona e ilumina la mente y el corazón del pecador para que se convierta y cambie de vida. En nuestra época, en la que son claros los signos de pérdida de la conciencia moral y —es preciso reconocerlo— de cierta falta de estima hacia el sacramento de la Confesión, la enseñanza de san Alfonso sigue siendo de gran actualidad.
Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos otros escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. El estilo es sencillo y agradable. Las obras de san Alfonso, leídas y traducidas a numerosas lenguas, han contribuido a plasmar la espiritualidad popular de los últimos dos siglos. Algunas de ellas son textos que se leen con gran provecho también hoy, como Las máximas eternas, Las glorias de María, La práctica de amar a Jesucristo, obra —esta última— que representa la síntesis de su pensamiento y su obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia divina para cumplir diariamente la voluntad de Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración escribe: «Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y replicaré siempre, mientras viva, que toda nuestra salvación está en el rezar». De aquí su famoso axioma: «Quien reza se salva» (Del gran mezzo della preghiera e opusculi affini. Opere Ascetiche II, Roma 1962, p. 171). Me viene a la mente, a este propósito, la exhortación de mi predecesor, el venerable siervo de Dios Juan Pablo II: «Nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas de oración»... Hace falta, por tanto, que enseñar a orar se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral» (Novo millennio ineunte, 33 y 34).
Entre las formas de oración aconsejadas encarecidamente por san Alfonso destaca la visita al Santísimo Sacramento o, como diríamos hoy, la adoración, breve o prolongada, personal o comunitaria, ante la Eucaristía. «Ciertamente —escribe Alfonso— entre todas las devociones esta de adorar a Jesús sacramentado es la primera después de los sacramentos, la más querida por Dios y la más útil para nosotros... ¡Oh, qué gran delicia estar ante un altar con fe... y presentarle nuestras necesidades, como hace un amigo a otro con el que se tiene total confianza!» (Visitas al Santísimo Sacramento y a María santísima para cada día del mes. Introducción). La espiritualidad alfonsiana es, de hecho, eminentemente cristológica, centrada en Cristo y en su Evangelio. La meditación del misterio de la Encarnación y de la Pasión del Señor son frecuentemente objeto de su predicación, pues en estos acontecimientos se ofrece «abundantemente» la Redención a todos los hombres. Y precisamente porque es cristológica, la piedad alfonsiana es también exquisitamente mariana. Muy devoto de María, Alfonso ilustra su papel en la historia de la salvación: asociada a la Redención y Mediadora de gracia, Madre, Abogada y Reina. Además, san Alfonso afirma que la devoción a María nos confortará grandemente en el momento de nuestra muerte. Estaba convencido de que la meditación sobre nuestro destino eterno, sobre nuestra llamada a participar para siempre en la felicidad de Dios, así como sobre la trágica posibilidad de la condenación, contribuye a vivir con serenidad y compromiso, y a afrontar la realidad de la muerte conservando siempre la confianza en la bondad de Dios.
San Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que conquistó las almas predicando el Evangelio y administrando los sacramentos, combinado con un modo de actuar basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión optimista, pero realista, de los recursos de bien que el Señor da a cada hombre y concedió importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y al prójimo.
En conclusión, quiero recordar que nuestro santo, análogamente a san Francisco de Sales —del que hablé hace algunas semanas— insiste en decir que la santidad es accesible a todos los cristianos: «El religioso como religioso, el seglar como seglar, el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el comerciante como comerciante, el soldado como soldado, y así sucesivamente en todos los estados» (Pratica di amare Gesù Cristo. Opere ascetiche I, Roma 1933, p. 79). Demos gracias al Señor porque, con su Providencia, suscita santos y doctores en lugares y tiempos diversos, que hablan el mismo lenguaje para invitarnos a crecer en la fe y a vivir con amor y con alegría nuestra vida cristiana en las sencillas acciones de cada día, para caminar por la senda de la santidad, por la senda que lleva a Dios y a la verdadera alegría. Gracias.