San Pedro y San Pablo, apóstoles, solemnidad (29 de junio) – Homilías
/ 25 junio, 2015 / Propio de los SantosLecturas (29 de junio: Solemnidad de San Pedro y San Pablo. Misa del Día)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Hch 12, 1-11 : Ahora sé realmente que el Señor me libró de las manos de Herodes.
-Salmo: 33, 2-9 : R. El Señor me libró de todas mis ansias.
-2ª Lectura: 2 Tim 4, 6-8. 17-18 : Me está reservada la corona de la justicia.
+Evangelio: Mt 16, 13-19 : Tú eres Pedro, y te daré las llaves del reino de los cielos
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
*Nota: Es posible que algunas de los homilías contengan párrafos propios de la celebración en ese momento, que no han sido editados por falta de tiempo. Lo dejo al discernimiento de cada uno, mientras pueda revisar con más calma los textos 🙂 .
San Agustín, obispo
Sermón: Ambos eran una sola cosa
Sermón 295,1-2. 4. 7-8: PL 38,1348-1352
Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto
El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. No nos referimos, ciertamente, a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto y, con un desinterés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.
San Pedro, el primero de los apóstoles, que amaba ardientemente a Cristo, y que llegó a oír de él estas palabras: Ahora te digo yo “Tú eres Pedro”. Él había dicho antes: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Cristo le replicó: “Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Sobre esta piedra edificaré esta misma fe que profesas. Sobre esta afirmación que tú has hecho: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi Iglesia. Porque tú eres Pedro. «Pedro», una palabra que se deriva de piedra, y no al revés. «Pedro» viene de «piedra», del mismo modo que «cristiano» viene de «Cristo,».
El Señor Jesús, antes de su pasión, como sabéis, eligió a sus discípulos, a los que dio el nombre de apóstoles. Entre ellos, Pedro fue el único que representó la totalidad de la Iglesia casi en todas partes. Por ello, en cuanto que él solo representaba en su persona a la totalidad de la Iglesia, pudo escuchar estas palabras: Te daré las llaves del reino de los cielos. Porque estas llaves las recibió no un hombre único, sino la Iglesia única. De ahí la excelencia de la persona de Pedro en cuanto que él representaba la universalidad y la unidad de la Iglesia, cuando se le dijo: Yo te entrego, tratándose de algo que ha sido entregado a todos. Pues sepáis que la Iglesia ha recibido las llaves del reino de los cielos, escuchad lo que el Señor dice en otro lugar a todos sus apóstoles: Recibid el Espíritu Santo. Y a continuación: A quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes se los retengáis les quedan retenidos.
En este mismo sentido, el Señor, después de su resurrección, encomendó también a Pedro sus ovejas para que las apacentara. No es que él fuera el único de los discípulos que tuviera el encargo de apacentar las ovejas del Señor; es que Cristo, por el hecho de referirse a uno solo, quiso significar con ello la unidad de la Iglesia; y, si se dirige a Pedro con preferencia a los demás, es porque Pedro es el primero entre los apóstoles. No te entristezcas, apóstol; responde una vez, responde dos, responde tres. Venza por tres veces tu profesión de amor, ya que por tres veces el temor venció tu presunción. Tres veces ha de ser desatado lo que por tres veces habías ligado. Desata por el amor lo que habías ligado por el temor. A pesar de su debilidad, por primera, por segunda y por tercera vez encomendó el Señor sus ovejas a Pedro.
En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueran martirizados en días diversos. Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (1979)
SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
Basílica Vaticana, Viernes 29 de junio de 1979
1. La liturgia de hoy nos lleva, como todos los años, a la región de Cesarea de Filipo, donde Simón, hijo de Jona, oyó de labios de Cristo estas palabras: «Bienaventurado tú… porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos» (Mt 16, 17).
Simón oyó estas palabras de labios de Cristo, cuando a la pregunta «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?», solamente él dio esta respuesta: «Tú eres el Mesías (Christos), el Hijo de Dios vivo»(Mt 16, 16).
En dicha respuesta se centra la historia de Simón, a quien Cristo comenzó a llamar Pedro.
El lugar en que fue pronunciada es un lugar histórico. Cuando el Papa Pablo Vl visitó Tierra Santa, como peregrino, dedicó a ese lugar una particular atención. Todos los Sucesores de Pedro deben volver a ese lugar con el pensamiento y con el corazón. Allí fue nuevamente confirmada la fe de Pedro: «no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que esta en los cielos» (Mt 16, 17).
Cristo oye la confesión de Pedro, que poco antes ha sido pronunciada. Cristo mira el alma del Apóstol, que confiesa. Bendice la obra del Padre en esta alma. La obra del Padre penetra en el entendimiento, la voluntad y el corazón, independientemente de la «carne» y de la sangre». independientemente de la naturaleza y de los sentidos. La obra del Padre, mediante el Espíritu Santo, penetra en el alma del hombre sencillo, del pescador de Galilea. La luz interior que surge de esta acción encuentra su expresión en las palabras: «Tú eres el Mesías, el Hilo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Las palabras son sencillas, pero en ellas se expresa una verdad sobrehumana. La verdad sobrehumana. divina, se expresa con palabras sencillas, muy sencillas. Como lo fueron las palabras de María en el momento de la Anunciación. Como lo fueron las de Juan Bautista en el Jordán. Como lo son las palabras de Simón en las cercanías de Cesarea de Filipo: de Simón, a quien Cristo llamó Pedro.
Cristo mira dentro del alma de Simón. Parece admirar la obra realizada en ella por el Padre, mediante el Espíritu Santo: confesando la verdad revelada sobre la filiación divina de su Maestro, Simón se hace partícipe del divino conocimiento, de la inescrutable ciencia que el Padre tiene del Hijo, como el Hijo la tiene del Padre.
Y Cristo le dice: «Bienaventurado tú, Simón Bar Jona» (Mt 16. 17).
2. Estas palabras constituyen el centro mismo de la historia de Simón Pedro. Jamás fue retirada esa bendición. Como jamás se oscureció, en el alma de Pedro, esa confesión que hizo entonces junto a Cesarea de Filipo.
Con ella transcurrió toda su vida hasta el último día. Transcurrió con ella aquella terrible noche de la captura de Cristo en el Huerto de Getsemaní; la noche de su propia debilidad, de la más grande debilidad que se manifestó en el renegar al hombre…, pero que no destruyó la fe en el Hijo de Dios. La prueba de la cruz fue recompensada por el testimonio de la resurrección. Esta confirió, a la confesión hecha en la región de Cesarea de Filipo, un argumento decisivo.
Pedro, con esa su fe en el Hijo de Dios, salía ahora al encuentro de la misión, que el Señor le había asignado.
Cuando, por orden, de Herodes, se halló en la prisión de Jerusalén, encadenado y condenado a muerte, parecía que tal misión había durado poco. En cambio, Pedro fue liberado por la misma fuerza con que había sido llamado. Le esperaba todavía un largo camino.
El final de este camino llegó, como indica una tradición —confirmada. además, por muchas y rigurosas investigaciones—, solamente el 29 de junio del año 68 de nuestra era, que convencionalmente se cuenta desde el nacimiento de Cristo.
Al final de este camino, el Apóstol Pedro, antes Simón, hijo de Jona, se encontró aquí en Roma: aquí, en este lugar sobre el que ahora nos hallamos, bajo el altar donde se celebra esta Eucaristía.
La «carne y la sangre» fueron destruidas totalmente; fueron sometidas a la muerte. Pero lo que en un tiempo le había revelado el Padre (cf. Mt 16, 17), sobrevivió a la muerte de la carne; y fue el comienzo del eterno encuentro con el Maestro, de quien daría testimonio hasta el fin. El comienzo de la feliz visión del Hijo en el Padre.
Y fue también el inquebrantable fundamento de la fe de la Iglesia. Su piedra, la roca.
Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jona (cf. Mt 16, 17).
3. En la liturgia de hoy, que une la conmemoración de la muerte y la gloria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, leemos las siguientes palabras de la Carta a Timoteo: «Carísimo: en cuanto a mí, a punto estoy de derramarme en libación, siendo ya inminente el tiempo de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su manifestación» (2 Tim 4, 6-8).
Ciertamente, entre todos aquellos que han amado la manifestación del Señor, Pablo de Tarso fue el amante singular, el intrépido combatiente, el testigo inflexible.
«El Señor… me asistió»; recordamos el sitio donde sucedió esto; recordamos lo que ocurrió junto a los muros de Damasco. «El Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todos los gentiles la oigan» (2 Tim 4, 17).
Pablo, en una grandiosa pincelada, diseña la obra de toda su vida. Habla de ello aquí, en Roma, a su querido discípulo, cuando se acerca el fin de su vida enteramente dedicada al Evangelio.
Es muy penetrante —todavía en esa última etapa— la conciencia del pecado y de la gracia; de la gracia que supera al pecado y abre el camino de la gloria: «El Señor me librará de todo mal y me guardará para su reino celestial» (2 Tim 4, 18).
La Iglesia romana vuelve a evocar hoy, de modo especial, en su memoria, las dos últimas miradas, ambas en la misma dirección; en la dirección de Cristo crucificado y resucitado. La mirada de Pedro agonizante sobre la cruz y la mirada de Pablo muriendo bajo la espada.
Estas dos miradas de fe —de aquella fe que llenó completamente su vida hasta el fin y puso los fundamentos de la luz divina en la historia del hombre sobre la tierra— permanecen en nuestra memoria.
Y en este día revivimos nuestra fe en Cristo con una fuerza especial.
En esta perspectiva, me complazco en saludar a la Delegación enviada por nuestro querido hermano, el Patriarca Ecuménico Dimitrios I, para asociarse a esta celebración de los corifeos de los Apóstoles, los Santos Pedro y Pablo, dando así testimonio de que las relaciones entre nuestras dos Iglesias se intensifican cada vez más en un común esfuerzo hacia la plena unidad.
Homilía (1980)
FESTIVIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
Domingo 29 de junio de 1980
1. En este día, en que la Iglesia celebra la memoria de los Santos Pedro y Pablo, nos encontramos en Roma, última etapa del camino terrestre de los dos Apóstoles. Y, contemporáneamente, nos vamos con el pensamiento y con el corazón en peregrinación a los diversos lugares que conocemos por el Evangelio, por los Hechos de los Apóstoles y por las Cartas. Entre todos esos lugares (diseminados por el radio de casi todo el Mediterráneo, del Oriente hacia el Norte) el más importante es ciertamente el de las cercanías de Cesarea de Filipo, que se recuerda en el Evangelio de hoy. El más importante no sólo para la historia de Pedro, sino también, en cierto sentido, para la historia de Pablo, para la historia de la Iglesia y del cristianismo, para la historia de la salvación.
Jesús pregunta a sus Apóstoles: ¿»Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre»? (Mt 16, 13). Se recogen diversas opiniones que ciertamente circulaban entonces entre la gente de Palestina. Y cuando Jesús pregunta por segunda vez: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mt 16, 15), responde Pedro. Y precisamente su respuesta es la respuesta clave. Es la respuesta clave por lo que respecta a su contenido y, al mismo tiempo, con mayor motivo aún, por lo que respecta a la fuente de Ja que procede.
Ese contenido lo pronuncia Pedro con las palabras «Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Y el mismo Cristo anuncia de qué fuente procede esa verdad, de qué fuente ha surgido esa confesión, sobre la cual, de ahora en adelante, se va a construir la Iglesia, Cristo dice: «No es la carne, ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos» (Mt 16, 17).
2. En la liturgia de la Misa vespertina de ayer, que es prólogo de la solemnidad de los dos Apóstoles, Pablo dice así en la Carta a los Gálatas: …»cuando plugo al que me segregó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, para revelar en mí a su Hijo… al instante, sin consultar a ningún hombre… partí para Arabia y de nuevo volví a Damasco… Pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas, a cuyo lado permanecí quince días…» (Gál 1, 15-18).
El Apóstol de los gentiles resume en estas palabras su itinerario. Se ha encontrado con Pedro en Jerusalén, después en Antioquía y solo más tarde en Roma, donde a ambos les esperaba la última prueba. Sin embargo, estuvo siempre unido con Pedro, y Pedro con él, en esto: en que Dios se complació en revelar en él a su Hijo. Por primera vez, junto a las puertas de Damasco, cuando estaba caído en tierra y cegado por una luz del cielo, tras la pregunta, ¿»Quién eres, Señor»?, había oído esta respuesta: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Act 9, 5). Entonces se cumplió en Pablo lo mismo que se había cumplido en Pedro junto a Cesarea de Filipo, cuando confesó: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo». El Padre le reveló en Cristo al Mesías, su Hijo. El Hijo de Dios vivo. Y Pablo aceptó interiormente las palabras del Padre «sin consultar a ningún hombre», al igual que Pedro, el cual había oído de boca de Cristo: «Ni la carne ni la sangre te lo han revelado».
3. Nos encontramos en el punto clave de la Economía divina. Dios da a su Hijo y al mismo tiempo revela su Hijo ante todo a Pedro, que primero se llamaba Simón y era hijo de Juan y hermano de Andrés, y luego —a su tiempo— a Pablo, que primero se llamaba Saulo de Tarso. Gracias a la potencia de esta revelación del Hijo por parte del Padre, Pedro, que ha creído y confesado su fe, debe ser «piedra». Y yo te digo: Tú eres Pedro, «la piedra» y «sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Gracias a la potencia de la misma revelación del Hijo por parte del Padre, Pablo, que había creído y confesado su fe en Cristo con el mismo fervor de ánimo con que antes había perseguido a los confesores de Cristo, debía convertirse en el «instrumento elegido» para llevar el nombre del Señor ante los pueblos (cf. Act 9, 15).
La Iglesia de Roma celebra hoy la memoria de ambos. La «Piedra» y el «instrumento elegido» se encontraron definitivamente aquí. Aquí realizaron su ministerio apostólico, aquí lo sellaron definitivamente con el testimonio de su sangre por ellos derramada, con el testimonio del sacrificio total de la vida.
Previendo ese día, Pablo escribía a Timoteo, como leemos en la liturgia de hoy: «A punto estoy de derramarme en libación, siendo ya inminente el tiempo de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo juez, y no sólo a mí sino a todos los que aman su manifestación» (2 Tim 4, 6-8).
Al igual que Pablo, podría Pedro escribir de sí lo mismo. De cada uno de ellos se puede decir que amaron de modo especial la manifestación del Señor. Que lo acogieron con todo el corazón, que dieron testimonio de El con toda la vida y con la muerte. Dieron testimonio no de lo que «la carne y la sangre» pueden revelar al hombre, sino de lo que «ha revelado el Padre». La verdad y la potencia de esta revelación permanece en la Iglesia y aumenta en ella constantemente por la raíz de la fe de ambos Apóstoles: Pedro, que es la «piedra» y Pablo que es el «instrumento elegido».
4. Al festejar hoy el día de su nacimiento definitivo, la Iglesia romana y, al mismo tiempo, la Iglesia toda se mira a sí misma. Se ve a sí misma tal cual es en el año del Señor 1980.
Y viéndose a sí misma tal cual es, pensando en Pedro a quien el Señor llamó la «piedra», reza para tener una fuerza tal de fe en el Hijo de Dios vivo —fe revelada por el Padre— que le permita perdurar y desarrollarse como la Iglesia del Dios vivo y, al mismo tiempo, como la «piedra» angular del mundo y de los hombres en el mundo contemporáneo.
Pensando después en Pablo, a quien el Señor llamó el «instrumento elegido», la Iglesia no deja de rezar para tener una fuerza tal de fe en Cristo, que no le permita jamás abandonar el cumplimiento y el desarrollo de su misión. Más aún; que le «obligue» a llevar cada vez más a Cristo a todas las partes del globo y en toda dimensión de la existencia humana, precisamente como hacía aquel a quien el Señor llamó el «instrumento elegido».
Y, en fin, la Iglesia escucha las palabras, que por primera vez oyó Pedro junto a Cesarea de Filipo: «Yo te daré las llaves del reino de los cielos y todo cuanto atares en la tierra, atado será en los cielos y cuanto desatares en la tierra, desatado será en los cielos» (Mt 16, 19). Y escuchando esas palabras, toda la Iglesia reza para ser la siervo fiel y vigilante a cada venida del Señor, histórica y definitiva, así como para prepararse a sí misma y preparar a toda la familia humana, para esa venida.
Como la preparaban los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Que la Iglesia aspire a esta venida con todas las fuerzas. Igual que aspiraban ellos.
Hoy, nuestra alegría por esta fiesta de los Santos Pedro y Pablo se ve aumentada por la presencia de la Delegación enviada por el Patriarca Ecuménico Dimitrios I y por su Sínodo. Saludo con estima y afecto a esa Delegación, que se ha querido unir a nuestras oraciones. Esperamos que tal comunión nos lleve a la plena unidad y a la celebración común de la Eucaristía. Y aquel será un día de gozo pleno. Pero ya hoy nuestro gozo es grande. Demos gracias a Dios. Amén.
Homilía (1997)
MISA DE IMPOSICIÓN DEL PALIO A 28 ARZOBISPOS METROPOLITANOS
Solemnidad de san Pedro y san Pablo. Domingo 29 de junio de 1997
1. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).
La liturgia de la Palabra en esta solemnidad de san Pedro y san Pablo presenta dos elementos que aparentemente se contradicen, pero que en realidad se complementan recíprocamente. En efecto, por una parte, tenemos la extraordinaria vocación de los apóstoles Pedro y Pablo; y, por otra, las dificultades que tuvieron que afrontar en el cumplimiento de la misión que les confió el Señor.
En el pasaje evangélico, Jesús dirige a Simón Pedro, en las cercanías de Cesarea de Filipo, estas palabras: «Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16, 19). Cristo anuncia de esta manera la institución de la Iglesia, fundándola en el ministerio de Pedro, que para ella reviste, en consecuencia, un significado esencial y permanente.
Cuando Jesús preguntó: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los Apóstoles le refirieron varias opiniones que circulaban entre los judíos. Pero cuando les preguntó directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15), Pedro respondió, en nombre de los Doce: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Pedro hizo su profesión de fe en Cristo y esa fe constituye el sólido fundamento del pueblo de la nueva alianza. La Iglesia no es, ante todo, una estructura social; es la comunidad de los que comparten la misma fe de Pedro y de los Apóstoles; la comunidad de los que proclaman la única fe apostólica. Esta profesión común de fe representa la auténtica razón de ser de la Iglesia como institución visible: motiva y sostiene todos sus proyectos e iniciativas.
2. Hemos escuchado de nuevo estas palabras de Jesús en el día en que recordamos con veneración a los santos apóstoles Pedro y Pablo. Los santos Padres solían compararlos con dos columnas, sobre las que se apoya la construcción visible de la Iglesia. Siguiendo la antigua tradición, la liturgia los celebra juntos, recordando el mismo día su glorioso martirio: Pedro, cuya tumba se encuentra en esta colina Vaticana, y Pablo, cuyo sepulcro se venera en la vía Ostiense. Ambos sellaron con su sangre el testimonio que dieron de Cristo con la predicación y el ministerio eclesial.
La liturgia de hoy subraya muy bien este testimonio, y también permite vislumbrar la razón profunda por la cual convenía que la fe profesada por los dos Apóstoles con sus labios fuera coronada asimismo con la prueba suprema del martirio.
3. Esa razón se manifiesta en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de proclamar, así como en el salmo responsorial y en la lectura tomada de la carta a Timoteo, y la recuerda de modo sintético el estribillo del salmo responsorial: «¡Bendito el Señor, que libra a sus amigos!» (cf. Sal 33, 5).
La primera lectura recuerda la liberación milagrosa de Pedro de la cárcel de Jerusalén, donde había sido encerrado por el rey Herodes. En la segunda lectura, san Pablo, casi resumiendo toda su actividad apostólica y misionera, afirma: «El Señor me libró de la boca del león» (2Tm 4, 17). Esos testimonios muestran, en cierto sentido, el camino común que recorrieron los dos Apóstoles. Ambos fueron enviados por Cristo a anunciar el Evangelio en un ambiente hostil a la obra de la salvación. Pedro experimentó esta resistencia ya en Jerusalén, donde Herodes, para granjearse el favor de los judíos, lo encarceló con la intención de «ejecutarlo en público» (Hch 12, 4). Pero fue librado milagrosamente de las manos de Herodes, y así pudo llevar a término su misión evangelizadora, primero en Jerusalén y luego en Roma, poniendo todas sus energías al servicio de la Iglesia que nacía.
También san Pablo, enviado por el Resucitado a muchas ciudades y poblaciones paganas, pertenecientes al Imperio romano, encontró fuertes resistencias tanto por parte de sus compatriotas como de las autoridades civiles. Sus cartas son un testimonio espléndido de esas dificultades y del gran combate que tuvo que librar por la causa del Evangelio.
Al final de su misión, pudo escribir: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He librado bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2Tm 4, 6-7).
San Pedro y san Pablo, cada uno con su historia personal y eclesial, testimonian que, aun en medio de durísimas pruebas, el Señor no los abandonó nunca. Estuvo con Pedro para librarlo de las manos de sus enemigos en Jerusalén; estuvo con Pablo en sus continuos esfuerzos apostólicos, para darle la fuerza de su gracia, a fin de convertirlo en intrépido heraldo del Evangelio para bien de los gentiles (cf. 2 Tm 4, 17).
4. La Iglesia está llamada a profundizar su vínculo con el testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo. Al celebrar esta solemnidad litúrgica, las comunidades cristianas de todo el mundo fortalecen entre sí los vínculos de unidad fundados en la profesión de la misma fe en Cristo y en la caridad fraterna. Signo elocuente de esa comunión eclesial es el rito de la imposición del sagrado palio por parte del Sucesor de Pedro a los nuevos arzobispos metropolitanos procedentes de diversas naciones.
Amadísimos hermanos en el episcopado, me alegra acogeros en esta solemne celebración, durante la cual recibiréis el palio como signo de unidad con la Sede de Pedro y de participación en la misión, encomendada por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, de anunciar el Evangelio a todas las naciones. Asimismo, deseo saludar y abrazar con afecto a las comunidades eclesiales confiadas a vosotros, pidiendo al Señor para vuestros fieles la abundancia de los dones del Espíritu Santo.
5. El testimonio de fe y el arduo combate que tuvieron que librar los apóstoles Pedro y Pablo a causa del Evangelio, si los consideramos sólo desde una perspectiva humana, terminaron con una derrota. También en esto siguieron fielmente el modelo de Cristo. En efecto, siempre hablando humanamente, la misión de Cristo, condenado a muerte y crucificado, terminó con una derrota.
Sin embargo, ambos Apóstoles, teniendo su mirada fija en el misterio pascual, no dudaron de que precisamente esa aparente derrota a los ojos del mundo, constituía en realidad el inicio de la realización del plan de Dios. Era la victoria sobre las fuerzas del mal, que obtuvo primero Cristo y, luego, sus discípulos, mediante la fe. La comunidad entera de los creyentes se basa en el firme cimiento de la fe apostólica y da gracias a Cristo por la sólida roca, sobre la que están construidas tanto su vida como su misión.
El Señor, que hoy nos alegra con el glorioso recuerdo de los apóstoles Pedro y Pablo, nos conceda escuchar con corazón dócil, conservar con devoción y transmitir con fidelidad su enseñanza, para que el anuncio evangélico llegue a todos los confines de la tierra. Amén.
Homilía (1998)
IMPOSICIÓN DEL PALIO A 17 METROPOLITANOS
Solemnidad de San Pedro y San Pablo. Lunes 29 de junio de 1998
1. La solemne memoria de los apóstoles Pedro y Pablo nos invita, una vez más, a ir en peregrinación espiritual al cenáculo de Jerusalén, el día de la resurrección de Cristo. Las puertas «estaban cerradas, por miedo a los judíos» (Jn 20, 19); los Apóstoles presentes, ya probados íntimamente por la pasión y muerte del Maestro, estaban turbados por las noticias sobre la tumba vacía, que se habían difundido a lo largo de aquel día. Y, repentinamente, a pesar de que las puertas estaban cerradas, aparece Jesús: «La paz con vosotros —les dice —. Como el Padre me envió, también yo os envío (…). Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos » (Jn 20, 21-23).
Él afirma esto con una fuerza que no deja lugar a dudas. Y los Apóstoles le creen, porque lo reconocen: es el mismo que habían conocido; es el mismo que habían escuchado; es el mismo que tres días antes había sido crucificado en el Gólgota y sepultado no muy lejos de allí. Él es el mismo: está vivo. Para asegurarles que es precisamente él, les muestra las heridas de las manos, de los pies y del costado. Sus heridas constituyen la prueba principal de lo que acaba de decirles y de la misión que les confía.
Así, los discípulos experimentan plenamente la identidad de su Maestro y, al mismo tiempo, comprenden a fondo de dónde le viene el poder de perdonar los pecados; poder que pertenece sólo a Dios. Una vez, Jesús había dicho a un paralítico: «Tus pecados te son perdonados », y ante los fariseos indignados, como signo de su poder, lo había curado (cf. Lc 5, 17-26). Ahora vuelve a donde estaban los Apóstoles, después de haber realizado el mayor milagro: su resurrección, en la que de modo singular y elocuente está inscrito el poder de perdonar los pecados. ¡Sí, es verdad! Sólo Dios puede perdonar los pecados, pero Dios quiso realizar esta obra mediante el Hijo crucificado y resucitado, para que todo hombre, en el momento en que recibe el perdón de sus culpas, sepa con claridad que de ese modo pasa de la muerte a la vida.
2. Si nos detenemos a reflexionar en la perícopa evangélica que acabamos de proclamar, volvemos más atrás aún en la vida de Cristo, para meditar en un episodio altamente significativo, que tuvo lugar en las cercanías de Cesarea de Filipo, cuando él preguntó a los discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (…). Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 13-15). Simón Pedro responde en nombre de todos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). A esta confesión de fe siguen las conocidas palabras de Jesús, destinadas a marcar para siempre el futuro de Pedro y de la Iglesia: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecer án contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 17-19).
El poder de las llaves. El Apóstol es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable: el tesoro de la redención. Tesoro que trasciende ampliamente la dimensión temporal. Es el tesoro de la vida divina, de la vida eterna. Después de la resurrección, fue confiado definitivamente a Pedro y a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Quien posee las llaves tiene la facultad y la responsabilidad de cerrar y abrir. Jesús habilita a Pedro y a los Apóstoles para que dispensen la gracia de la remisión de los pecados y abran definitivamente las puertas del reino de los cielos. Después de su muerte y resurrección, ellos comprenden bien la tarea que se les ha confiado y, con esa conciencia, se dirigen al mundo, impulsados por el amor a su Maestro. Van por doquier como sus embajadores (cf. 2 Co 5, 14. 20), puesto que el tiempo del Reino se ha convertido ya en su herencia.
3. Hoy la Iglesia, en particular la que está en Roma, celebra la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Roma, corazón de la comunidad católica esparcida por el mundo; Roma, lugar que la Providencia ha dispuesto como sede del testimonio definitivo ofrecido a Cristo por estos dos Apóstoles.
O Roma felix! En tu larguísima historia, el día de su martirio es seguramente el más importante. Ese día, mediante el testimonio de Pedro y Pablo, muertos por amor a Cristo, los designios de Dios se inscribieron en tu rico patrimonio de acontecimientos. La Iglesia, acercándose al comienzo del tercer milenio —tertio millennio adveniente—, no deja de anunciar esos designios a toda la humanidad.
4. En este día tan solemne vienen a Roma, según una significativa tradición, los arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. Han venido de diferentes partes del mundo, para recibir del Sucesor de Pedro el sagrado palio, signo de comunión con él y con la Iglesia universal.
Con gran alegría os acojo, venerados hermanos en el episcopado, y os abrazo en el Señor. Expreso mi sincera gratitud a cada uno de vosotros por vuestra presencia, que manifiesta de modo singular tres de las notas esenciales de la Iglesia, es decir, que es una, católica y apostólica; en cuanto a su santidad, resalta con claridad en el testimonio de las «columnas » Pedro y Pablo.
Al celebrar con vosotros la Eucaristía, oro de modo particular por las comunidades eclesiales encomendadas a vuestro cuidado pastoral; invoco sobre ellas la abundante efusión del Espíritu Santo; que las guíe para cruzar, rebosantes de fe, esperanza y amor, el umbral del tercer milenio cristiano.
5. Además, es motivo de particular alegría y consuelo la presencia en esta celebración de los venerados hermanos de la Iglesia ortodoxa, delegados del Patriarca ecuménico de Constantinopla. Les agradezco de corazón este renovado signo de homenaje a la memoria de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y recuerdo con emoción que hace tres años, en esta solemne celebración, Su Santidad Bartolomé I quiso venir a encontrarse conmigo en Roma: juntos tuvimos entonces la alegría de profesar la fe ante la tumba de Pedro y bendecir a los fieles.
Estos signos de recíproca cercanía espiritual son providenciales, especialmente en este tiempo de preparación inmediata del gran jubileo del año 2000: todos los cristianos y, de modo especial los pastores, están invitados a realizar gestos de caridad que, en el respeto a la verdad, manifiesten el compromiso evangélico en favor de la unidad plena y, al mismo tiempo, la promuevan, seg ún la voluntad del único Señor Jesús. La fe nos dice que el itinerario ecuménico está firme en las manos de Dios, pero pide la cooperación solícita de los hombres. Encomendamos hoy su destino a la intercesión de san Pedro y san Pablo, que derramaron su sangre por la Iglesia.
6. Jerusalén y Roma, los dos polos de la vida de Pedro y Pablo. Los dos polos de la Iglesia, que la liturgia de hoy nos ha hecho evocar: del cenáculo de Jerusalén al «cenáculo» de esta basílica vaticana. El testimonio de Pedro y Pablo empezó en Jerusalén y culminó en Roma. Así lo quiso la divina Providencia, que los libró de los anteriores peligros de muerte, pero permitió que terminaran su carrera en Roma (cf. 2 Tm 4, 7) y recibieran aquí la corona del martirio.
Jerusalén y Roma son también los dos polos del gran jubileo del año 2000, hacia el cual la presente celebración nos hace avanzar con íntimo impulso de fe. ¡Ojalá que el testimonio de los santos Apóstoles recuerde a todo el pueblo de Dios el verdadero sentido de esta meta que, desde luego, es histórica, pero que trasciende la historia y la transforma con el dinamismo espiritual propio del reino de Dios!
Desde esta perspectiva, la Iglesia hace suyas las palabras del Apóstol de los gentiles: «El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (2 Tm 4, 18).
Homilía (1999)
SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO
Martes 29 de junio de 1999
1. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Pedro, como portavoz del grupo de los Apóstoles, proclama su fe en Jesús de Nazaret, el esperado Mesías Salvador del mundo. En respuesta a su profesión de fe, Cristo le confía la misión de ser el fundamento visible en que se apoyará todo el edificio de la comunidad de los creyentes: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).
Ésta es la fe que, a lo largo de los siglos, se ha difundido en todo el mundo mediante el ministerio y el testimonio de los Apóstoles y de sus sucesores. Ésta es la fe que proclamamos hoy, haciendo memoria solemne de los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo. Siguiendo una antigua y venerable tradición, la comunidad cristiana de Roma, que tiene el honor de conservar las tumbas de estos dos Apóstoles, «columnas» de la Iglesia, les rinde culto en una única fiesta litúrgica y, al mismo tiempo, los venera como sus patronos celestiales.
2. Pedro, el pescador de Galilea, junto con su hermano Andrés, fue llamado por Jesús, al comienzo de la actividad pública, para que se convirtiera en «pescador de hombres» (Mt 4, 18-20). Testigo de los momentos principales de la actividad pública de Jesús, como la Transfiguración (cf. Mt 17, 1) y la oración en el huerto de los Olivos en la víspera de la Pasión (cf. Mt 26, 36-37), después de los acontecimientos pascuales recibió de Cristo la misión de apacentar la grey de Dios (cf. Jn 21, 15-17) en su nombre.
Desde el día de Pentecostés, Pedro gobierna la Iglesia, velando por su fidelidad al Evangelio y guiando sus primeros contactos con el mundo de los gentiles. Su ministerio se manifiesta, de modo particular, en los momentos decisivos que marcan el ritmo del crecimiento de la Iglesia apostólica. En efecto, es él quien acoge en la comunidad de los creyentes al primer convertido del paganismo (cf. Hch 10, 1-48), y también es él quien interviene con autoridad en la asamblea de Jerusalén sobre el problema de la exención de las obligaciones que imponía la ley judía (cf. Hch 15, 7-11).
Los misteriosos designios de la Providencia divina llevarán al apóstol Pedro hasta Roma, donde derramará su sangre como supremo testimonio de fe y amor al divino Maestro (cf. Jn 21, 18-19). Así, cumplirá la misión de ser signo de la fidelidad a Cristo y de la unidad de todo el pueblo de Dios.
3. Pablo, el antiguo perseguidor de la Iglesia naciente, alcanzado por la gracia de Dios en el camino de Damasco, se convierte en infatigable apóstol de los gentiles. Durante sus viajes misioneros, no dejará de predicar a Cristo crucificado, conquistando para la causa del Evangelio a grupos de fieles en diversas ciudades de Asia y Europa.
Su intensa actividad no impidió al «Apóstol de los gentiles» hacer una amplia reflexión sobre el mensaje evangélico, confrontándolo con las diferentes situaciones que encontraba en su predicación.
El libro de los Hechos de los Apóstoles describe el largo itinerario que, desde Jerusalén, lo lleva primero a Siria y Asia Menor, después a Grecia y, por último, a Roma. Precisamente aquí, en el centro del mundo entonces conocido, corona con el martirio su testimonio de Cristo. Como él mismo afirma en la segunda lectura que acabamos de proclamar, la misión que le confió el Señor consiste en llevar el mensaje evangélico a los paganos: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17).
4. Según una tradición ya consolidada, en este día, dedicado a la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo, el Papa impone a los arzobispos metropolitanos, nombrados durante el último año, el «palio», como signo de comunión con la Sede de Pedro.
Por tanto, es para mí una gran alegría acogeros a vosotros, amados hermanos en el episcopado, que habéis venido a Roma de diversas partes del mundo para esta feliz circunstancia. Deseo, asimismo, saludar a las comunidades cristianas encomendadas a vuestro cuidado pastoral: están llamadas a dar, bajo vuestra sabia dirección, un valiente testimonio de fidelidad a Cristo y a su Evangelio. Los dones y carismas de cada comunidad son riqueza para todos, y confluyen en un único canto de alabanza a Dios, fuente de todo bien. Ciertamente, entre esos dones, uno de los principales es el de la unidad, bien simbolizada con esta imposición del «palio».
5. La aspiración a la unidad entre los cristianos se pone de relieve también por la presencia de los delegados del patriarca ecuménico de Constantinopla, que han venido para compartir la alegría de esta liturgia y venerar a los Apóstoles patronos de la Iglesia que está en Roma. Los saludo con deferencia y, por medio de ellos, saludo al patriarca ecuménico Bartolomé I. Los apóstoles Pedro, Pablo y Andrés, que fueron instrumentos de comunión entre las primeras comunidades cristianas, sostengan con su ejemplo y su intercesión el camino de todos los discípulos de Cristo hacia la unidad plena.
La cercanía del jubileo del año 2000 nos invita a hacer nuestra la oración por la unidad (cf. Jn 17, 20-23) que Jesús elevó al Padre la víspera de su pasión. Estamos llamados a acompañar esta súplica con signos concretos que favorezcan el camino de los cristianos hacia la comunión plena. Por este motivo, he pedido que en el calendario del año 2000, en la vigilia de la fiesta de la Transfiguración, se introduzca, según la propuesta de Su Santidad Bartolomé I, una jornada jubilar de oración y ayuno. Esta iniciativa constituirá una expresión concreta de nuestra voluntad de compartir las iniciativas de los hermanos de las Iglesias ortodoxas y, a la vez, de nuestro deseo de que ellos compartan las nuestras.
Quiera el Señor, por intercesión de los apóstoles Pedro y Pablo, que se intensifique en el corazón de los creyentes el compromiso ecuménico, para que, olvidando los errores cometidos en el pasado, todos lleguen a la unidad plena que quiso Jesús.
6. «El Señor me libró de todas mis angustias» (Estribillo del Salmo responsorial). En su misión apostólica, san Pedro y san Pablo tuvieron que afrontar dificultades de todo tipo. Sin embargo, lejos de debilitar su acción misionera, fortalecieron su celo en beneficio de la Iglesia y para la salvación de los hombres. Pudieron superar todas las pruebas porque su confianza no se basaba en los recursos humanos, sino en la gracia del Señor, quien, como recuerdan las lecturas de esta solemnidad, libra a sus amigos de todos los males y los salva para su Reino (cf. Hch 12, 11; 1 Tm 4, 18).
Esa misma confianza en Dios debe sostenernos también a nosotros. Sí, el «Señor libra de todas las angustias». Esta certeza debe infundirnos ánimo frente a las dificultades que encontramos al anunciar el Evangelio en la vida diaria. Que san Pedro y san Pablo, nuestros patronos, nos ayuden y nos obtengan el celo misionero que los hizo testigos de Cristo hasta los confines del mundo entonces conocido.
Orad por nosotros, san Pedro y san Pablo apóstoles, «columnas» de la Iglesia de Dios.
Y tú, Reina de los Apóstoles, a quien Roma venera con el hermoso título de Salus populi romani, acoge bajo tu protección al pueblo cristiano encaminado hacia el tercer milenio. Apoya todos los esfuerzos sinceros que se realizan para promover la unidad de los cristianos y vela por el camino de los discípulos de tu Hijo Jesús. Amén.
Homilía (2000)
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Jueves 29 de junio de 2000
1. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15).
Jesús formula esta pregunta sobre su identidad a los discípulos mientras se encuentra con ellos en la alta Galilea. Muchas veces ellos le habían hecho preguntas a Jesús; ahora es él quien los interpela. Su pregunta es precisa, y espera una respuesta. Simón Pedro toma la palabra en nombre de todos: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Esta respuesta es extraordinariamente lúcida. Refleja de modo perfecto la fe de la Iglesia. En ella nos vemos reflejados también nosotros. De manera particular, en las palabras de Pedro se ve reflejado el Obispo de Roma, que, por voluntad divina, es su indigno sucesor. Y, en torno a él y con él, os veis reflejados en dichas palabras vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido aquí de tantas partes del mundo para recibir el palio en la solemnidad de san Pedro y san Pablo.
Os dirijo a cada uno mi más cordial saludo y de buen grado lo extiendo a cuantos os han acompañado a Roma y a vuestras comunidades, unidas espiritualmente a nosotros en esta solemne circunstancia.
2. «Tú eres el Mesías». Jesús responde a la confesión de Pedro: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17).
¡Dichoso tú, Pedro! Dichoso, porque esta verdad, que es central en la fe de la Iglesia, no podía ser fruto de tu conocimiento de hombre, sino obra de Dios. «Nadie -dijo Jesús- conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).
Reflexionemos en esta página singularmente densa del Evangelio: el Verbo encarnado había revelado al Padre a sus discípulos; ahora llega el momento en que el mismo Padre les revela a su Hijo unigénito. Pedro acoge la iluminación interior y proclama con valentía: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».
Estas palabras en los labios de Pedro provienen de lo más profundo del misterio de Dios; revelan la verdad íntima, la vida misma de Dios. Y Pedro, bajo la acción del Espíritu divino, se convierte en testigo y confesor de esta verdad sobrehumana. Así, su profesión de fe constituye la base sólida de la fe de la Iglesia: «Sobre ti edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). La Iglesia de Cristo está edificada sobre la fe y sobre la fidelidad de Pedro.
La primera comunidad cristiana era muy consciente de ello y, como narran los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro se encontraba en la cárcel, se reunió para elevar a Dios una oración ferviente por él (cf. Hch 12, 5). Fue escuchada, porque la presencia de Pedro era aún necesaria para la comunidad que daba sus primeros pasos: el Señor envió a su ángel para liberarlo de las manos de sus perseguidores (cf. Hch 12, 7-11). Estaba escrito en los designios de Dios que Pedro, después de confirmar por mucho tiempo en la fe a sus hermanos, sufriría el martirio aquí, en Roma, juntamente con Pablo, el Apóstol de las gentes, quien también había escapado muchas veces de la muerte.
3. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17). En la segunda lectura hemos escuchado estas palabras, que san Pablo dirigió a su fiel discípulo Timoteo. Testimonian la obra que el Señor realizó en él, a quien había elegido como ministro del Evangelio, «alcanzándolo» en el camino de Damasco (cf. Flp 3, 12).
Envuelto en una luz deslumbrante, el Señor se le apareció diciéndole: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4), mientras una fuerza misteriosa lo arrojaba al suelo (cf. Hch 9, 5). «¿Quién eres, Señor?», había preguntado Saulo. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 5). Esta fue la respuesta de Cristo. Saulo perseguía a los seguidores de Jesús, y Jesús le hacía saber que, en ellos, lo perseguía a él mismo, a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de quien los cristianos afirmaban que había resucitado. Si Saulo experimentaba en ese momento su poderosa presencia, era evidente que Dios lo había resucitado realmente de entre los muertos. Era precisamente él el Mesías esperado por Israel, era él el Cristo vivo y presente en la Iglesia y en el mundo.
¿Podía comprender Saulo únicamente con su razón todo lo que implicaba ese acontecimiento? Ciertamente, no. En efecto, formaba parte de los designios misteriosos de Dios. El Padre dará a Pablo la gracia de conocer el misterio de la redención, realizada en Cristo. Dios le permitirá comprender la estupenda realidad de la Iglesia, que vive por Cristo, con Cristo y en Cristo. Y él, partícipe de esta verdad, no dejará de proclamarla incansablemente hasta los últimos confines de la tierra.
Pablo comenzará en Damasco su itinerario apostólico, que lo llevará a difundir el Evangelio en muchas partes del mundo entonces conocido. Así, su impulso misionero contribuirá al cumplimiento del mandato que Cristo dio a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes…» (Mt 28, 19).
4. Amadísimos hermanos en el episcopado, que habéis venido a recibir el palio, vuestra presencia muestra elocuentemente la dimensión universal de la Iglesia, que nació con el mandato del Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes…» (Mt 28, 19).
En efecto, procedéis de quince países de cuatro continentes, y habéis sido llamados por el Señor para ser pastores de Iglesias metropolitanas. La imposición del palio subraya bien el vínculo particular de comunión que os une a la Sede de Pedro y manifiesta la índole católica de la Iglesia.
Cada vez que os revistáis con estos palios, recordad, hermanos queridos, que como pastores estamos llamados a salvaguardar la pureza del Evangelio y la unidad de la Iglesia de Cristo, fundada sobre la «roca» de la fe de Pedro. A esto nos llama el Señor; esta es nuestra misión irrenunciable de guías prudentes de la grey que el Señor nos ha confiado.
5. ¡La unidad plena de la Iglesia! Resuena en mi alma el eco de esta consigna de Cristo. Se trata de una consigna sumamente urgente en el comienzo de este nuevo milenio. Por esta intención oremos y trabajemos sin cansarnos jamás de esperar.
Con estos sentimientos, abrazo y saludo con afecto a la delegación del patriarcado ecuménico de Constantinopla, que ha venido para celebrar con nosotros la memoria litúrgica de san Pedro y san Pablo. Gracias, venerados hermanos, por vuestra presencia y vuestra cordial participación en esta solemne celebración litúrgica. Que el Señor nos conceda llegar cuanto antes a la unidad plena de todos los creyentes en Cristo.
Que nos obtengan este don los apóstoles san Pedro y san Pablo, a quienes la Iglesia de Roma recuerda en este día, en el que se hace memoria de su martirio y, por eso, de su nacimiento a la vida en Dios. Por el Evangelio aceptaron sufrir y morir, y llegaron a ser partícipes de la resurrección del Señor. Su fe, confirmada por el martirio, es la misma fe de María, la Madre de los creyentes, de los Apóstoles, de los santos y de las santas de todos los siglos.
Hoy la Iglesia proclama nuevamente su fe. Es nuestra fe, la fe inmutable de la Iglesia en Jesús, único Salvador del mundo; en Cristo, el Hijo del Dios vivo, muerto y resucitado por nosotros y por la humanidad entera.
Homilía (2001)
SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
Viernes 29 de junio de 2001
1. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
¡Cuántas veces hemos repetido esta profesión de fe, que un día pronunció Simón, hijo de Jonás, en Cesarea de Filipo! ¡Cuántas veces yo mismo he encontrado en estas palabras una fuerza interior para proseguir la misión que la Providencia me ha confiado!
Tú eres el Cristo. Todo el Año santo nos impulsó a fijar la mirada en «Jesucristo, único Salvador, ayer, hoy y siempre». Cada una de las celebraciones jubilares fue una incesante profesión de fe en Cristo, renovada en común dos mil años después de la Encarnación. A la pregunta, siempre actual, de Jesús a sus discípulos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15), los cristianos del año 2000 han respondido una vez más uniendo su voz a la de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
2. «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17).
Después de dos milenios, la «roca» sobre la que está fundada la Iglesia sigue siendo la misma: es la fe de Pedro. «Sobre esta piedra» (Mt 16, 18) Cristo construyó su Iglesia, edificio espiritual que ha resistido al embate de los siglos. Desde luego, sólo sobre bases humanas e históricas no hubiera podido resistir el asalto de tantos enemigos.
A lo largo de los siglos, el Espíritu Santo ha iluminado a hombres y mujeres, de todas las edades, vocaciones y condiciones sociales, para que se convirtieran en «piedras vivas» (1 P 2, 5) de esta construcción. Son los santos, que Dios suscita con inagotable creatividad, mucho más numerosos que los que señala solemnemente la Iglesia como ejemplo para todos. Una sola fe; una sola «roca»; una sola piedra angular: Cristo, Redentor del hombre.
«¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!». La bienaventuranza de Simón es la misma que escuchó María santísima de labios de Isabel: «Bienaventurada tú, que has creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45).
Es la bienaventuranza reservada también a la comunidad de los creyentes de hoy, a la que Jesús repite: ¡Bienaventurada tú, Iglesia del año 2000, que conservas intacto el Evangelio y sigues proponiéndolo con renovado entusiasmo a los hombres del comienzo de un nuevo milenio!
En la fe, fruto del misterioso encuentro entre la gracia divina y la humildad humana que confía en ella, se halla el secreto de la paz interior y de la alegría del corazón que anticipan en cierta medida la felicidad del cielo.
3. «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he conservado la fe» (2 Tm 4, 7).
La fe se «conserva» dándola (cf. Redemptoris missio, 2). Esta es la enseñanza del apóstol san Pablo. Es lo que ha acontecido desde que los discípulos, el día de Pentecostés, al salir del Cenáculo y bajo el impulso del Espíritu Santo, se dispersaron en todas las direcciones. Esta misión evangelizadora prosigue en el tiempo y es la manera normal como la Iglesia administra el tesoro de la fe. Todos debemos participar activamente en su dinamismo.
Con estos sentimientos os dirijo mi más cordial saludo a vosotros, queridos y venerados hermanos, que estáis en torno a mí. De modo especial os saludo a vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis sido nombrados a lo largo del último año y habéis venido a Roma para el tradicional rito de la imposición del palio. Procedéis de veintiún países de los cinco continentes. En vuestros rostros contemplo el rostro de vuestras comunidades: una inmensa riqueza de fe y de historia, que en el pueblo de Dios se compone y se armoniza como en una sinfonía.
Saludo también a los nuevos obispos, ordenados durante este año. También vosotros provenís de diversas partes del mundo. En los diferentes miembros del cuerpo eclesial, que representáis aquí, hay esperanzas y alegrías, pero no faltan ciertamente las heridas. Pienso en la pobreza, en los conflictos, a veces incluso en las persecuciones. Pienso en la tentación del secularismo, de la indiferencia y del materialismo práctico, que mina el vigor del testimonio evangélico. Todo esto no debe debilitar, sino intensificar en nosotros, venerados hermanos en el episcopado, el anhelo de llevar la buena nueva del amor de Dios a todos los hombres.
Oremos para que la fe de san Pedro y san Pablo sostenga nuestro testimonio común y nos disponga, si fuera necesario, a llegar hasta el martirio.
4. Precisamente el martirio fue el coronamiento del testimonio de Cristo que dieron los dos apóstoles que hoy celebramos. Con algunos años de diferencia, uno y otro derramaron su sangre aquí en Roma, consagrándola de una vez para siempre a Cristo. El martirio de san Pedro marcó la vocación de Roma como sede de sus sucesores en el primado que Cristo le confirió al servicio de la Iglesia: servicio a la fe, servicio a la unidad y servicio a la misión (cf. Ut unum sint, 88).
Es urgente este anhelo de fidelidad total al Señor; es cada vez más intenso el deseo de la unidad plena de todos los creyentes. Soy consciente de que, «después de siglos de duras polémicas, las otras Iglesias y comunidades eclesiales escrutan cada vez más con una mirada nueva este ministerio de unidad» (ib., 89). Esto vale de modo particular para las Iglesias ortodoxas, como pude notar también en los días pasados durante mi visita a Ucrania. ¡Cómo quisiera que llegara cuanto antes el día de la reconciliación y de la comunión recíproca!
Con este espíritu, me alegra dirigir mi cordial saludo a la delegación del patriarcado de Constantinopla, guiada por su eminencia Jeremías, metropolita de Francia y exarca de España, a quien el patriarca ecuménico Bartolomé I ha enviado para la celebración de San Pedro y San Pablo. Su presencia añade una nota particular de alegría a nuestra fiesta. Que esos dos santos apóstoles intercedan por nosotros, para que nuestro compromiso común nos estimule a preparar el restablecimiento de la unidad, plena y armoniosa, que deberá caracterizar a la comunidad cristiana en el mundo. Cuando esto acontezca, el mundo podrá reconocer más fácilmente el auténtico rostro de Cristo.
5. «He conservado la fe» (2 Tm 4, 7). Así afirma el apóstol san Pablo haciendo el balance de su vida. Y sabemos de qué modo la conservó: dándola, difundiéndola, haciéndola fructificar lo más posible. Hasta la muerte.
Del mismo modo, la Iglesia está llamada a conservar el «depósito» de la fe, comunicándolo a todos los hombres y a todo el hombre. Para esto el Señor la envió al mundo, diciendo a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19). Ahora, al comienzo del tercer milenio, este mandato misionero es más válido que nunca. Más aún, frente a la amplitud del nuevo horizonte, debe recuperar la lozanía de los comienzos (cf. Redemptoris missio, 1).
Si san Pablo viviera hoy, ¿cómo expresaría el anhelo misionero que distinguió su acción al servicio del Evangelio? Y san Pedro ciertamente no dejaría de animarlo en este generoso impulso apostólico, tendiéndole la mano en señal de comunión (cf. Ga 2, 9).
Así pues, encomendemos a la intercesión de estos dos santos apóstoles el camino de la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Invoquemos a María, la Reina de los Apóstoles, para que en todas partes el pueblo cristiano crezca en la comunión fraterna y en el impulso misionero.
Quiera Dios que cuanto antes toda la comunidad de los creyentes proclame con un solo corazón y una sola alma: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Tú eres nuestro Redentor, nuestro único Redentor, ayer, hoy y siempre. Amén.
Homilía (2002)
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Sábado 29 de junio de 2002
1. «Envuélvete en tu manto y sígueme» (Hch 12, 8).
Así el ángel se dirige a Pedro, detenido en la cárcel de Jerusalén. Y Pedro, según la narración del texto sagrado, «salió en pos de él» (Hch 12, 9).
Con esta intervención extraordinaria, Dios ayudó a su apóstol para que pudiera proseguir su misión. Misión no fácil, que implicaba un itinerario complejo y arduo. Misión que se concluirá con el martirio precisamente aquí, en Roma, donde aún hoy la tumba de Pedro es meta de incesantes peregrinaciones de todas las partes del mundo.
2. «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (…). Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer» (Hch 9, 4-6).
Pablo fue conquistado por la gracia divina en el camino de Damasco y de perseguidor de los cristianos se convirtió en Apóstol de los gentiles. Después de encontrarse con Jesús en su camino, se entregó sin reservas a la causa del Evangelio.
También a Pablo se le reservaba como meta lejana Roma, capital del Imperio, donde, juntamente con Pedro, predicaría a Cristo, único Señor y Salvador del mundo. Por la fe, también él derramaría un día su sangre precisamente aquí, uniendo para siempre su nombre al de Pedro en la historia de la Roma cristiana.
3. Con alegría la Iglesia celebra hoy juntamente la memoria de ambos. La «Piedra» y el «Instrumento elegido» se encontraron definitivamente aquí, en Roma. Aquí llevaron a cabo su ministerio apostólico, sellándolo con el derramamiento de su sangre.
El misterioso itinerario de fe y de amor, que condujo a Pedro y a Pablo de su tierra natal a Jerusalén, luego a otras partes del mundo, y por último a Roma, constituye en cierto sentido un modelo del recorrido que todo cristiano está llamado a realizar para testimoniar a Cristo en el mundo.
«Yo consulté al Señor, y me respondió, me liberó de todas mis ansias» (Sal 33, 5). ¿Cómo no ver en la experiencia de ambos santos, que hoy conmemoramos, la realización de estas palabras del salmista? La Iglesia es puesta a prueba continuamente. El mensaje que le llega siempre de los apóstoles san Pedro y san Pablo es claro y elocuente: por la gracia de Dios, en toda circunstancia, el hombre puede convertirse en signo del poder victorioso de Dios. Por eso no debe temer. Quien confía en Dios, libre de todo miedo, experimenta la presencia consoladora del Espíritu también, y especialmente, en los momentos de la prueba y del dolor.
4. Queridos y venerados hermanos en el episcopado, el ejemplo de san Pedro y san Pablo nos interpela ante todo a nosotros, constituidos con la ordenación episcopal en sucesores de los Apóstoles. Como ellos, estamos invitados a recorrer un itinerario de conversión y de amor a Cristo. ¿No es él quien nos ha llamado? ¿No es a él mismo a quien debemos anunciar con coherencia y fidelidad?
Me dirijo de modo particular a vosotros, amadísimos metropolitanos, que habéis venido de numerosos países del mundo para recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Os saludo cordialmente a vosotros, así como a cuantos os han acompañado. El vínculo especial con la Sede apostólica que expresa esta insignia litúrgica es estímulo a un compromiso más intenso en la búsqueda de la comunión espiritual y pastoral en beneficio de los fieles, promoviendo en ellos el sentido de la unidad y de la universalidad de la Iglesia. Custodiad fielmente en vosotros, y en las personas que os han sido encomendadas, la santidad de vida que es don sobrenatural de la gracia del Señor.
Saludo asimismo, con especial afecto, a la delegación enviada por el patriarca de Constantinopla Bartolomé I y guiada aquí por el metropolita Panteleimon. La tradicional visita de los representantes del patriarcado ecuménico para la solemnidad de San Pedro y San Pablo constituye un momento providencial del camino hacia el restablecimiento de la comunión plena entre nosotros. Al inicio del tercer milenio, advertimos con fuerza que debemos recomenzar desde Cristo, fundamento de nuestra fe y misión comunes. «Heri, hodie et in saecula» (Hb 13, 8), Cristo es la roca firme sobre la que está construida la Iglesia.
5. «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). La profesión de fe que Pedro hizo en Cesarea de Filipo cuando el Maestro preguntó a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15), cobra un valor y un significado del todo singulares para nosotros que formamos la comunidad eclesial de Roma. El testimonio de san Pedro y de san Pablo, sellado con el sacrificio extremo de su vida, recuerda a esta Iglesia la ardua tarea de «presidir en la caridad» (Ignacio de Antioquía, Ep. ad Rom., 1, 1).
Fieles de esta amada diócesis mía, seamos cada vez más conscientes de nuestra responsabilidad. Perseveremos en la oración juntamente con María, Reina de los Apóstoles.
Siguiendo el ejemplo de nuestros gloriosos patronos y con su constante apoyo, procuremos repetir en cada momento a Cristo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Tú eres nuestro único Redentor», Redentor del mundo.
Homilía (2003)
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO.
Domingo29 de junio de 2003
1. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas» (2 Tm 4, 17).
Así describe san Pablo a Timoteo la experiencia que vivió mientras estuvo preso en Roma. Sin embargo, estas palabras se pueden referir a toda la actividad misionera del Apóstol de los gentiles, así como a la de san Pedro. Lo testimonia, en esta liturgia, el pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que presenta la prodigiosa liberación de Pedro de la cárcel de Herodes y de una probable condena a muerte.
Por tanto, la primera y la segunda lecturas ponen de relieve el designio providencial de Dios sobre estos dos Apóstoles. Será el Señor mismo quien los conduzca al cumplimiento de su misión, cumplimiento que tendrá lugar precisamente aquí, en Roma, donde estos elegidos suyos darán la vida por él, fecundando con su sangre la Iglesia.
2. «Y lograron ser amigos de Dios» (Antífona de entrada). ¡Amigos de Dios! El término «amigos» es muy elocuente, si pensamos que salió de labios de Jesús durante la última Cena: «No os llamo ya siervos -dijo-; (…) a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
San Pedro y san Pablo son «amigos de Dios» de modo singular, porque bebieron el cáliz del Señor. A ambos Jesús les cambió el nombre en el momento en que los llamó a su servicio: a Simón le dio el de Cefas, es decir, «piedra», de donde deriva Pedro; a Saulo, el nombre de Pablo, que significa «pequeño». El Prefacio de hoy establece un paralelismo entre los dos: «Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó; el pescador de Galilea fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel; el maestro y doctor la extendió a todas las gentes».
3. «Bendito sea el Señor, que libera a sus amigos» (Salmo responsorial). Si pensamos en la vocación y en la historia personal de los apóstoles san Pedro y san Pablo, notamos cómo el impulso apostólico y misionero fue proporcional a la profundidad de su conversión. Probados por la experiencia amarga de la miseria humana, fueron liberados por el Señor.
Gracias a la humillación de la negación y al llanto incontenible que lo purificó interiormente, Simón se convirtió en Pedro, es decir, en la «piedra»: robustecido por la fuerza del Espíritu, tres veces declaró a Jesús su amor, recibiendo de él el mandato de apacentar su grey (cf. Jn 21, 15-17).
La experiencia de Saulo fue semejante: el Señor, a quien perseguía (cf. Hch 9, 5), «lo llamó por su gracia» (Ga 1, 15), derribándolo en el camino de Damasco. Así, lo liberó de sus prejuicios, transformándolo radicalmente, y lo convirtió en «un instrumento de elección» para llevar su nombre a todas las gentes (cf. Hch 9, 15).
De ese modo, ambos llegaron a ser «amigos del Señor».
4. Amadísimos y venerados hermanos arzobispos metropolitanos, que habéis venido para recibir el palio, son diversas las situaciones personales de cada uno, pero todos habéis sido incluidos por Cristo entre sus «amigos».
Mientras me dispongo a imponeros esta tradicional insignia litúrgica, que usaréis en las celebraciones solemnes como signo de comunión con la Sede apostólica, os invito a considerarla siempre como memoria de la sublime amistad de Cristo, que tenemos el honor y la alegría de compartir. En nombre del Señor, convertíos también vosotros en «amigos» de todos aquellos que Dios os ha encomendado.
Vuestras sedes episcopales se encuentran en diversas zonas de la tierra: imitando al buen Pastor, sed vigilantes y solícitos con todas vuestras comunidades. Llevadles también mi saludo cordial, así como la seguridad de que el Papa ora por todos y, especialmente, por los que soportan duras pruebas y encuentran mayores dificultades.
5. La alegría de esta fiesta resulta más intensa por la presencia de la delegación enviada también este año por Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico. La preside el venerado hermano arzobispo de América, Dimitrios. ¡Bienvenidos, queridos y venerados hermanos! Os saludo en nombre del Señor y os pido que transmitáis mi abrazo de paz al amado hermano en Cristo, el patriarca Bartolomé.
El intercambio recíproco de delegaciones con ocasión de la fiesta de San Andrés en Constantinopla, y de la de San Pedro y San Pablo en Roma, se ha convertido, con el tiempo, en un signo elocuente de nuestro compromiso para lograr la unidad plena.
El Señor, que conoce nuestras debilidades y dudas, nos promete su ayuda para superar los obstáculos que impiden la concelebración de la única Eucaristía. Por eso, venerados hermanos, acogeros y teneros al lado en este solemne encuentro litúrgico fortalece la esperanza y expresa de modo concreto el anhelo que nos impulsa hacia la comunión plena.
6. «Por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia» (Prefacio). Esta afirmación, referida a los apóstoles san Pedro y san Pablo, parece poner de relieve precisamente el compromiso de buscar, por todos los medios, la unidad, respondiendo a la invitación repetida muchas veces por Jesús en el Cenáculo: «Ut unum sint!».
Como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, renuevo hoy, en el sugestivo marco de esta fiesta, mi plena disponibilidad a poner mi persona al servicio de la comunión entre todos los discípulos de Cristo. Amadísimos hermanos y hermanas, ayudadme con el apoyo incesante de vuestra oración. Invocad por mí la intercesión celestial de María, Madre de la Iglesia, y de los apóstoles san Pedro y san Pablo.
Dios nos conceda cumplir la misión que nos ha encomendado, en plena fidelidad hasta el último día, para formar en el vínculo de su caridad un solo corazón y una sola alma (cf. Oración después de la comunión). Amén.
Homilía (2004)
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Martes 29 de junio de 2004
1. «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Tras la pregunta del Señor, Pedro, también en nombre de los demás Apóstoles, hace su profesión de fe.
En ella se afirma el fundamento seguro de nuestro camino hacia la comunión plena. En efecto, si queremos la unidad de los discípulos de Cristo, debemos recomenzar desde Cristo. Como a Pedro, también a nosotros se nos pide que confesemos que él es la piedra angular, la Cabeza de la Iglesia. En la carta encíclica Ut unum sint escribí: «Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad» (n. 9).
2. Ut unum sint! De aquí brota nuestro compromiso de comunión, en respuesta al ardiente deseo de Cristo. No se trata de una vaga relación de buenos vecinos, sino del vínculo indisoluble de la fe teologal, por el que estamos destinados no a la separación, sino a la comunión.
Hoy vivimos con dolor lo que, a lo largo de la historia, ha roto nuestro vínculo de unidad en Cristo. Desde esta perspectiva, nuestro encuentro de hoy no es sólo un gesto de cortesía, sino una respuesta al mandato del Señor. Cristo es la Cabeza de la Iglesia y nosotros queremos seguir haciendo juntos todo lo humanamente posible para superar lo que aún nos divide y nos impide comulgar con el mismo Cuerpo y Sangre del Señor.
3. Con estos sentimientos, deseo expresarle profunda gratitud a usted, Santidad, por su presencia y por las reflexiones que ha querido proponernos. También me alegra celebrar con usted el recuerdo de san Pedro y san Pablo, que este año coincide con el cuadragésimo aniversario del bendito encuentro celebrado en Jerusalén, el 5 y 6 de enero de 1964, entre el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I.
Santidad, deseo agradecerle de corazón el haber aceptado mi invitación a hacer visible y reafirmar hoy, con este encuentro, el espíritu que animaba a aquellos dos peregrinos singulares, que dirigieron sus pasos el uno hacia el otro, y eligieron abrazarse por primera vez precisamente en el lugar donde nació la Iglesia.
4. Aquel encuentro no puede ser sólo un recuerdo. Es un desafío para nosotros. Nos indica el camino del redescubrimiento recíproco y la reconciliación. Ciertamente, se trata de un camino difícil, lleno de obstáculos. En el conmovedor gesto de nuestros predecesores en Jerusalén podemos encontrar la fuerza para superar cualquier malentendido y dificultad, a fin de consagrarnos sin cesar a este compromiso de unidad.
La Iglesia de Roma está avanzando con voluntad firme y gran sinceridad por el camino de la reconciliación plena, mediante iniciativas que se han ido revelando posibles y útiles. Hoy deseo expresar el anhelo de que todos los cristianos intensifiquen, cada uno por su parte, los esfuerzos para que llegue cuanto antes el día en que se realice plenamente el deseo del Señor: «Que todos sean uno» (Jn 17, 11. 21). Que la conciencia no nos reproche haber omitido pasos, haber desaprovechado oportunidades y no haber probado todos los caminos.
5. Como sabemos muy bien, la unidad que buscamos es ante todo don de Dios. Pero somos conscientes de que apresurar la hora de su realización plena también depende de nosotros, de nuestra oración y de nuestra conversión a Cristo.
Santidad, por lo que a mí respecta, deseo confesar que en el camino de la búsqueda de la unidad siempre me ha guiado, como una brújula segura, la doctrina del concilio Vaticano II. La carta encíclica Ut unum sint, publicada pocos días antes de la memorable visita de Vuestra Santidad a Roma, en 1995, reafirmó precisamente lo que el Concilio había enunciado en el decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, de cuya promulgación este año se celebra el cuadragésimo aniversario.
Varias veces, en circunstancias solemnes, he destacado, y lo reafirmo también hoy, que el compromiso asumido por la Iglesia católica con el concilio Vaticano II es irrevocable. ¡No se puede renunciar a él!
6. El rito de la imposición de los palios a los nuevos metropolitanos contribuye a completar la solemnidad y la alegría de esta celebración, a hacerla más rica en contenido espiritual y eclesial.
Venerados hermanos, el palio que hoy recibiréis en presencia del Patriarca ecuménico, nuestro hermano en Cristo, es signo de la comunión que os une de modo especial al testimonio apostólico de Pedro y Pablo. Os une al Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, llamado a prestar un peculiar servicio eclesial con respecto a todo el Colegio episcopal. Os doy las gracias por vuestra presencia y os expreso los mejores deseos para vuestro ministerio en favor de Iglesias metropolitanas esparcidas por varias naciones. Os acompaño de buen grado con el afecto y la oración.
7. «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». ¡Cuántas veces vuelven a mi oración diaria estas palabras, que constituyen la profesión de fe de Pedro! En el precioso icono donado por el Patriarca Atenágoras I al Papa Pablo VI el 5 de enero de 1964, los dos santos Apóstoles, Pedro el «Corifeo», y Andrés el «Protóclito», se abrazan en un elocuente lenguaje de amor, debajo del Cristo glorioso. Andrés fue el primero en seguir al Señor; Pedro fue llamado a confirmar a sus hermanos en el fe.
Su abrazo bajo la mirada de Cristo es una invitación a proseguir por el camino emprendido, hacia la meta de unidad que queremos alcanzar juntos.
Que ninguna dificultad nos frene. Al contrario, sigamos avanzando con esperanza, sostenidos por la intercesión de los Apóstoles y la maternal protección de María, Madre de Cristo, Hijo de Dios vivo.
Benedicto XVI, papa
Homilía (2005)
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Miércoles 29 de junio de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los grandes testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Ante todo es una fiesta de la catolicidad. El signo de Pentecostés ―la nueva comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, en una familia de Dios― se ha hecho realidad. Nuestra asamblea litúrgica, en la que se encuentran reunidos obispos procedentes de todas las partes del mundo, personas de numerosas culturas y naciones, es una imagen de la familia de la Iglesia extendida por toda la tierra. Los extranjeros se han convertido en amigos; superando todos los confines, nos reconocemos hermanos. Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba convencido de ser «ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios» (Rm 15, 16).
La finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación viva de Dios, el culto verdadero que Dios espera: este es el sentido más profundo de la catolicidad, una catolicidad que ya nos ha sido donada y hacia la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de nuevo. Catolicidad no sólo expresa una dimensión horizontal, la reunión de muchas personas en la unidad; también entraña una dimensión vertical: sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Como san Pablo, también san Pedro vino a Roma, a la ciudad a donde confluían todos los pueblos y que, precisamente por eso, podía convertirse, antes que cualquier otra, en manifestación de la universalidad del Evangelio. Al emprender el viaje de Jerusalén a Roma, ciertamente sabía que lo guiaban las palabras de los profetas, la fe y la oración de Israel.
En efecto, la misión hacia todo el mundo también forma parte del anuncio de la antigua alianza: el pueblo de Israel estaba destinado a ser luz de las naciones. El gran salmo de la Pasión, el salmo 21, cuyo primer versículo «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» pronunció Jesús en la cruz, terminaba con la visión: «Volverán al Señor de todos los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos» (Sal 21, 28). Cuando san Pedro y san Pablo vinieron a Roma, el Señor, que había iniciado ese salmo en la cruz, había resucitado; ahora se debía anunciar a todos los pueblos esa victoria de Dios, cumpliendo así la promesa con la que concluía el Salmo.
Catolicidad significa universalidad, multiplicidad que se transforma en unidad; unidad que, a pesar de todo, sigue siendo multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre la universalidad de la Iglesia nos han explicado que de esta unidad forma parte la capacidad de los pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único Dios.
El fundador de la teología católica, san Ireneo de Lyon, en el siglo II, expresó de un modo muy hermoso este vínculo entre catolicidad y unidad: «la Iglesia recibió esta predicación y esta fe, y, extendida por toda la tierra, con esmero la custodia como si habitara en una sola familia. Conserva una misma fe, como si tuviese una sola alma y un solo corazón, y la predica, enseña y transmite con una misma voz, como si no tuviese sino una sola boca. Ciertamente, son diversas las lenguas, según las diversas regiones, pero la fuerza de la tradición es una y la misma. Las Iglesias de Alemania no creen de manera diversa, ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de España, las de Francia, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco las Iglesias constituidas en el centro del mundo; sino que, así como el sol, que es una criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la luz de la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los seres humanos que quieren venir al conocimiento de la verdad» (Adversus haereses, I, 10, 2).
La unidad de los hombres en su multiplicidad ha sido posible porque Dios, el único Dios del cielo y de la tierra, se nos manifestó; porque la verdad esencial sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y nuestro destino, se hizo visible cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos hizo ver su rostro, se nos reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de nuestro ser, sobre nuestra vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible, nos une y nos convierte en hermanos. Catolicidad y unidad van juntas. Y la unidad tiene un contenido: la fe que los Apóstoles nos transmitieron de parte de Cristo.
Me alegra haber entregado a la Iglesia ayer ―en la fiesta de san Ireneo y en la víspera de la solemnidad de San Pedro y San Pablo― una nueva guía para la transmisión de la fe, que nos ayuda a conocer mejor y también a vivir mejor la fe que nos une: el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica. Lo que en el gran Catecismo, mediante los testimonios de los santos de todos los siglos y con las reflexiones maduradas en la teología, se presenta de manera detallada, aquí, en este libro, se encuentra recapitulado en sus contenidos esenciales, que luego se han de traducir al lenguaje diario y se han de concretar siempre de nuevo.
El libro está estructurado en forma de diálogo, con preguntas y respuestas; catorce imágenes asociadas a los diversos campos de la fe invitan a la contemplación y a la meditación. Resumen, por decir así, de modo visible lo que la palabra desarrolla detalladamente. Al inicio está un icono de Cristo del siglo VI, que se encuentra en el monte Athos y representa a Cristo en su dignidad de Señor de la tierra, pero a la vez como heraldo del Evangelio, que lleva en la mano. «Yo soy el que soy» ―este misterioso nombre de Dios, propuesto en la antigua alianza― se halla escrito allí como su nombre propio: todo lo que existe viene de él; él es la fuente originaria de todo ser. Y por ser único, también está siempre presente, siempre está cerca de nosotros y, al mismo tiempo, siempre nos precede, como «señal» en el camino de nuestra vida; más aún, él mismo es el camino.
No se puede leer este libro como se lee una novela. Hace falta meditarlo con calma en cada una de sus partes, dejando que su contenido, mediante las imágenes, penetre en el alma. Espero que así sea acogido, a fin de que se convierta en una buena guía para la transmisión de la fe.
Hemos dicho que catolicidad de la Iglesia y unidad de la Iglesia van juntas. El hecho de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia: apostólica. ¿Qué significa?
El Señor instituyó doce Apóstoles, como eran doce los hijos de Jacob, señalándolos de esa manera como iniciadores del pueblo de Dios, el cual, siendo ya universal, en adelante abarca a todos los pueblos. San Marcos nos dice que Jesús llamó a los Apóstoles para que «estuvieran con él y también para enviarlos» (Mc 3, 14). Casi parece una contradicción. Nosotros diríamos: o están con él o son enviados y se ponen en camino.
El Papa san Gregorio Magno tiene un texto acerca de los ángeles que nos puede ayudar a aclarar esa aparente contradicción. Dice que los ángeles son siempre enviados y, al mismo tiempo, están siempre en presencia de Dios, y continúa: «Dondequiera que sean enviados, dondequiera que vayan, caminan siempre en presencia de Dios» (Homilía 34, 13). El Apocalipsis se refiere a los obispos como «ángeles» de su Iglesia; por eso, podemos hacer esta aplicación: los Apóstoles y sus sucesores deberían estar siempre en presencia del Señor y precisamente así, dondequiera que vayan, estarán siempre en comunión con él y vivirán de esa comunión.
La Iglesia es apostólica porque confiesa la fe de los Apóstoles y trata de vivirla. Hay una unicidad que caracteriza a los Doce llamados por el Señor, pero al mismo tiempo existe una continuidad en la misión apostólica. San Pedro, en su primera carta, se refiere a sí mismo como «co-presbítero» con los presbíteros a los que escribe (cf. 1 P 5, 1). Así expresó el principio de la sucesión apostólica: el mismo ministerio que él había recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el sacramento, insertó en el ministerio apostólico, sigue siendo palabra viva.
Así ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado. Os saludo con afecto, juntamente con vuestros familiares y con los peregrinos de las respectivas diócesis. Estáis a punto de recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Lo hemos hecho bendecir, como por el mismo san Pedro, poniéndolo junto a su tumba. Ahora es expresión de nuestra responsabilidad común ante el «Pastor supremo», Jesucristo, del que habla san Pedro (cf. 1 P 5, 4).
El palio es expresión de nuestra misión apostólica. Es expresión de nuestra comunión, que en el ministerio petrino tiene su garantía visible. Con la unidad, al igual que con la apostolicidad, está unido el servicio petrino, que reúne visiblemente a la Iglesia de todas las partes y de todos los tiempos, impidiéndonos de este modo a cada uno de nosotros caer en falsas autonomías, que con demasiada facilidad se transforman en particularizaciones de la Iglesia y así pueden poner en peligro su independencia.
Con esto no queremos olvidar que el sentido de todas las funciones y los ministerios es, en el fondo, que «lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud», de modo que crezca el cuerpo de Cristo «para construcción de sí mismo en el amor» (Ef 4, 13. 16).
Desde esta perspectiva, saludo con afecto y gratitud a la delegación de la Iglesia ortodoxa de Constantinopla, que ha enviado el Patriarca ecuménico Bartolomé I, al que dirijo un saludo cordial. Encabezada por el metropolita Ioannis, ha venido a nuestra fiesta y participa en nuestra celebración. Aunque aún no estamos de acuerdo en la cuestión de la interpretación y el alcance del ministerio petrino, estamos juntos en la sucesión apostólica, estamos profundamente unidos unos a otros por el ministerio episcopal y por el sacramento del sacerdocio, y confesamos juntos la fe de los Apóstoles como se nos ha transmitido en la Escritura y como ha sido interpretada en los grandes concilios.
En este momento de la historia, lleno de escepticismo y de dudas, pero también rico en deseo de Dios, reconocemos de nuevo nuestra misión común de testimoniar juntos a Cristo nuestro Señor y, sobre la base de la unidad que ya se nos ha donado, de ayudar al mundo para que crea. Y pidamos con todo nuestro corazón al Señor que nos guíe a la unidad plena, a fin de que el esplendor de la verdad, la única que puede crear la unidad, sea de nuevo visible en el mundo.
El evangelio de este día nos habla de la confesión de san Pedro, con la que inició la Iglesia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). He hablado de la Iglesia una, católica y apostólica, pero no lo he hecho aún de la Iglesia santa; por eso, quisiera recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada en nombre de los Doce en la hora del gran abandono: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al sacrificio de su muerte (cf. Jn 17, 19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo Sacerdote que realiza el misterio del «Día de la reconciliación», ya no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo y su sangre.
En el Antiguo Testamento, las palabras «el Santo de Dios» indicaban a Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de Israel (cf. Sal 105, 16; Si 45, 6). La confesión de Pedro en favor de Cristo, a quien llama «el Santo de Dios», está en el contexto del discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51).
Así, sobre el telón de fondo de esa confesión, está el misterio sacerdotal de Jesús, su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san Pablo: «Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20).
Pidamos al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente, con su alegría y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que, irradiándose desde la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que transforme nuestra vida.
Homilía (2006)
SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO
Basílica Vaticana, Jueves 29 de junio de 2006
«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). ¿Qué es lo que dice propiamente el Señor a Pedro con estas palabras? ¿Qué promesa le hace con ellas y qué tarea le encomienda? Y ¿qué nos dice a nosotros, al Obispo de Roma, que ocupa la cátedra de Pedro, y a la Iglesia de hoy?
Si queremos comprender el significado de las palabras de Jesús, debemos recordar que los evangelios nos relatan tres situaciones diversas en las que el Señor, cada vez de un modo particular, encomienda a Pedro la tarea que deberá realizar. Se trata siempre de la misma tarea, pero las diversas situaciones e imágenes que usa nos ilustran claramente qué es lo que quería y quiere el Señor.
En el evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, Pedro confiesa su fe en Jesús, reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios. Por ello el Señor le encarga su tarea particular mediante tres imágenes: la de la roca, que se convierte en cimiento o piedra angular, la de las llaves y la de atar y desatar. En este momento no quiero volver a interpretar estas tres imágenes que la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha explicado siempre de nuevo; más bien, quisiera llamar la atención sobre el lugar geográfico y sobre el contexto cronológico de estas palabras.
La promesa tiene lugar junto a las fuentes del Jordán, en la frontera de Judea, en el confín con el mundo pagano. El momento de la promesa marca un viraje decisivo en el camino de Jesús: ahora el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es el camino que lleva a la cruz: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21).
Ambas cosas van juntas y determinan el lugar interior del Primado, más aún, de la Iglesia en general: el Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la que él nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo.
En este sentido, Pedro, en su primera Carta, asumiendo esos dos aspectos, se define «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1 P 5, 1). Para la Iglesia el Viernes santo y la Pascua están siempre unidos; la Iglesia es siempre el grano de mostaza y el árbol en cuyas ramas anidan las aves del cielo. La Iglesia, y en ella Cristo, sufre también hoy.
En ella Cristo sigue siendo escarnecido y golpeado siempre de nuevo; siempre de nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse.
Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre Cristo sale victorioso. A pesar de todo, la fe en él se fortalece siempre de nuevo. También hoy el Señor manda a las aguas y actúa como Señor de los elementos. Permanece en su barca, en la navecilla de la Iglesia. De igual modo, también en el ministerio de Pedro se manifiesta, por una parte, la debilidad propia del hombre, pero a la vez también la fuerza de Dios: el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de los hombres, demostrando que él es quien construye su Iglesia mediante hombres débiles.
Veamos ahora el evangelio según san Lucas, que nos narra cómo el Señor, durante la última Cena, encomienda nuevamente una tarea especial a Pedro (cf. Lc 22, 31-33). Esta vez las palabras que Jesús dirige a Simón se encuentran inmediatamente después de la institución de la santísima Eucaristía. El Señor acaba de entregarse a los suyos, bajo las especies del pan y el vino. Podemos ver en la institución de la Eucaristía el auténtico acto de fundación de la Iglesia. A través de la Eucaristía el Señor no sólo se entrega a sí mismo a los suyos, sino que también les da la realidad de una nueva comunión entre sí que se prolonga a lo largo de los tiempos «hasta que vuelva» (cf. 1 Co 11, 26).
Mediante la Eucaristía los discípulos se transformaran en su casa viva que, a lo largo de la historia, crece como el nuevo templo vivo de Dios en este mundo. Así, Jesús, inmediatamente después de la institución del Sacramento, habla de lo que significa ser discípulos, el «ministerio», en la nueva comunidad: dice que es un compromiso de servicio, del mismo modo que él está en medio de ellos como quien sirve.
Y entonces se dirige a Pedro. Dice que Satanás ha pedido cribar a los discípulos como trigo. Esto alude al pasaje del libro de Job, en el que Satanás pide a Dios permiso para golpear a Job. De esta forma, el diablo, el calumniador de Dios y de los hombres, quiere probar que no existe una religiosidad auténtica, sino que en el hombre todo mira siempre y sólo a la utilidad.
En el caso de Job Dios concede a Satanás la libertad que había solicitado, precisamente para poder defender de este modo a su criatura, el hombre, y a sí mismo. Lo mismo sucede con los discípulos de Jesús, en todos los tiempos. Dios da a Satanás cierta libertad. A nosotros muchas veces nos parece que Dios deja demasiada libertad a Satanás; que le concede la facultad de golpearnos de un modo demasiado terrible; y que esto supera nuestras fuerzas y nos oprime demasiado. Siempre de nuevo gritaremos a Dios: ¡Mira la miseria de tus discípulos! ¡Protégenos! Por eso Jesús añade: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 32).
La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de Jesús es la protección de la Iglesia. Podemos recurrir a esta protección, acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el evangelio, Jesús ora de un modo particular por Pedro: «para que tu fe no desfallezca». Esta oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca, en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega sólo por la fe personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es exactamente lo que quiere decir con las palabras: «Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32).
«Tú, una vez convertido»: estas palabras constituyen a la vez una profecía y una promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo, negará conocer a Jesús. A través de esta caída, Pedro, y con él la Iglesia de todos los tiempos, debe aprender que la propia fuerza no basta por sí misma para edificar y guiar a la Iglesia del Señor. Nadie puede lograrlo con sus solas fuerzas.
Aunque Pedro parece capaz y valiente, fracasa ya en el primer momento de la prueba. «Tú, una vez convertido». El Señor le predice su caída, pero le promete también la conversión: «el Señor se volvió y miró a Pedro…» (Lc 22, 61). La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él, «saliendo, rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 62).
Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús: por todos los que desempeñan una responsabilidad en la Iglesia; por todos los que sufren las confusiones de este tiempo; por los grandes y los pequeños: Señor, míranos siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus manos amorosas.
El Señor encomienda a Pedro la tarea de confirmar a sus hermanos con la promesa de su oración. El encargo de Pedro se apoya en la oración de Jesús. Esto es lo que le da la seguridad de perseverar a través de todas las miserias humanas. Y el Señor le encomienda esta tarea en el contexto de la Cena, en conexión con el don de la santísima Eucaristía. En su realidad íntima, la Iglesia, fundada en el sacramento de la Eucaristía, es comunidad eucarística y así comunión en el Cuerpo del Señor. La tarea de Pedro consiste en presidir esta comunión universal, en mantenerla presente en el mundo como unidad también visible. Como dice san Ignacio de Antioquía, él, juntamente con toda la Iglesia de Roma, debe presidir la caridad, la comunidad del amor que proviene de Cristo y que supera siempre de nuevo los límites de lo privado para llevar el amor de Cristo hasta los confines de la tierra.
La tercera referencia al Primado se encuentra en el evangelio de san Juan (Jn 21, 15-19). El Señor ha resucitado y, como Resucitado, encomienda a Pedro su rebaño. También aquí se compenetran mutuamente la cruz y la resurrección. Jesús predice a Pedro que su camino se dirigirá hacia la cruz. En esta basílica, erigida sobre la tumba de Pedro, una tumba de pobres, vemos que el Señor precisamente así, a través de la cruz, vence siempre. No ejerce su poder como suele hacerse en este mundo. Es el poder del bien, de la verdad y del amor, que es más fuerte que la muerte. Sí, como vemos, su promesa es verdadera: los poderes de la muerte, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia que él ha edificado sobre Pedro (cf. Mt 16, 18) y que él, precisamente de este modo, sigue edificando personalmente.
En esta solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, me dirijo de modo especial a vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido de numerosos países del mundo para recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Os saludo cordialmente a vosotros y a las personas que os acompañan.
Saludo, asimismo, con particular alegría a la delegación del Patriarcado ecuménico presidida por su eminencia Ioannis Zizioulas, metropolita de Pérgamo, presidente de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos. Expreso mi agradecimiento al Patriarca Bartolomé I y al Santo Sínodo por este signo de fraternidad, que pone de manifiesto el deseo y el compromiso de progresar con más rapidez por el camino de la unidad plena que Cristo imploró para todos sus discípulos.
Compartimos el ardiente deseo expresado un día por el Patriarca Atenágoras y el Papa Pablo VI: beber juntos del mismo cáliz y comer juntos el mismo Pan, que es el Señor mismo. En esta ocasión imploramos de nuevo que nos sea concedido pronto este don. Y damos gracias al Señor por encontrarnos unidos en la confesión que Pedro hizo en Cesarea de Filipo por todos los discípulos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Esta confesión queremos llevarla juntos al mundo de hoy.
Que nos ayude el Señor a ser, precisamente en este momento de nuestra historia, auténticos testigos de sus sufrimientos y partícipes de la gloria que está para manifestarse (cf. 1 P 5, 1). Amén.
Homilía (2007)
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Basílica Vaticana, Viernes 29 de junio de 2007
El Papa saludó a la asamblea e introdujo la celebración con estas palabras:
Hermanos y hermanas amados por el Señor y amados en Cristo también por mí, Siervo de los siervos de Dios, hoy nos alegramos porque celebramos el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que edificaron la Iglesia de Roma, nuestra Iglesia: Pedro fue la roca puesta como fundamento de la Iglesia; Pablo, la voz dada al Evangelio en su carrera entre los gentiles. Están aquí con nosotros, como signo de amor fraterno y de espera de la comunión visible, los enviados por el amado Patriarca de Constantinopla: renovemos una vez más nuestra voluntad de predisponer todo para que se pueda cumplir la oración de Jesús por la unidad de los creyentes en él. Nos alegramos de acoger aquí, en la Sede de Pedro, a los arzobispos metropolitanos que recibirán el palio, signo del suave yugo de Cristo, que ha querido que sean pastores de su grey, y signo del vínculo de comunión con esta Sede apostólica. Todos juntos, con fe y amor, celebramos nuestra comunión con los santos del cielo y con los creyentes en la tierra, y renovamos nuestra voluntad de conversión al único Señor
Queridos hermanos y hermanas:
Ayer por la tarde fui a la basílica de San Pablo extramuros, donde celebré las primeras Vísperas de esta solemnidad de San Pedro y San Pablo. Junto al sepulcro del Apóstol de los gentiles rendí homenaje a su memoria y anuncié el Año paulino que, con ocasión del bimilenario de su nacimiento, se celebrará del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009.
Esta mañana, según la tradición, nos encontramos, en cambio, ante el sepulcro de san Pedro. Están presentes, para recibir el palio, los arzobispos metropolitanos nombrados durante este último año, a los que dirijo mi saludo especial. Está presente también, enviada por el Patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I, una eminente delegación, a la que acojo con cordial gratitud, pensando en el 30 de noviembre del año pasado, cuando me encontraba en Estambul-Constantinopla para la fiesta de San Andrés. Saludo al metropolita greco-ortodoxo de Francia, Emmanuel; al metropolita de Sassima, Gennadios; y al diácono Andreas. Sed bienvenidos, queridos hermanos. Cada año la visita que nos hacemos recíprocamente es signo de que la búsqueda de la comunión plena está siempre presente en la voluntad del Patriarca ecuménico y del Obispo de Roma.
La fiesta de hoy me brinda la oportunidad de volver a meditar una vez más en la confesión de san Pedro, momento decisivo del camino de los discípulos con Jesús. Los evangelios sinópticos la sitúan en las cercanías de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 13-20; Mc 8, 27-30; Lc 9, 18-22). San Juan, por su parte, nos conserva otra significativa confesión de san Pedro, después del milagro de los panes y del discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6, 66-70). San Mateo, en el texto que se acaba de proclamar, recuerda que Jesús atribuyó a Simón el sobrenombre de Cefas, «Piedra». Jesús afirma que quiere edificar «sobre esta piedra» su Iglesia y, desde esta perspectiva, confiere a san Pedro el poder de las llaves (cf. Mt 16, 17-19). De estos relatos se deduce claramente que la confesión de san Pedro es inseparable del encargo pastoral que se le encomendó con respecto al rebaño de Cristo.
Según todos los evangelistas, la confesión de Simón sucedió en un momento decisivo de la vida de Jesús, cuando, después de la predicación en Galilea, se dirige decididamente a Jerusalén para cumplir, con la muerte en la cruz y la resurrección, su misión salvífica. Los discípulos se ven implicados en esta decisión: Jesús los invita a hacer una opción que los llevará a distinguirse de la multitud, para convertirse en la comunidad de los creyentes en él, en su «familia», el inicio de la Iglesia.
Hay dos modos de «ver» y de «conocer» a Jesús: uno, el de la multitud, más superficial; el otro, el de los discípulos, más penetrante y auténtico. Con la doble pregunta: «¿Qué dice la gente?», «¿qué decís vosotros de mí?, Jesús invita a los discípulos a tomar conciencia de esta perspectiva diversa. La gente piensa que Jesús es un profeta. Esto no es falso, pero no basta; es inadecuado. En efecto, hay que ir hasta el fondo; es preciso reconocer la singularidad de la persona de Jesús de Nazaret, su novedad.
También hoy sucede lo mismo: muchos se acercan a Jesús, por decirlo así, desde fuera. Grandes estudiosos reconocen su talla espiritual y moral y su influjo en la historia de la humanidad, comparándolo a Buda, Confucio, Sócrates y a otros sabios y grandes personajes de la historia. Pero no llegan a reconocerlo en su unicidad. Viene a la memoria lo que Jesús dijo a Felipe durante la última Cena: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? (Jn 14, 9).
A menudo Jesús es considerado también como uno de los grandes fundadores de religiones, de los que cada uno puede tomar algo para formarse una convicción propia. Por tanto, como entonces, también hoy la «gente» tiene opiniones diversas sobre Jesús. Y como entonces, también a nosotros, discípulos de hoy, Jesús nos repite su pregunta: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Queremos hacer nuestra la respuesta de san Pedro. Según el evangelio de san Marcos, dijo: «Tú eres el Cristo» (Mc 8, 29); en san Lucas, la afirmación es: «El Cristo de Dios» (Lc 9, 20); en san Mateo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16); por último, en san Juan: «Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69). Todas esas respuestas son exactas y valen también para nosotros.
Consideremos, en particular, el texto de san Mateo, recogido en la liturgia de hoy. Según algunos estudiosos, la fórmula que aparece en él presupone el contexto post-pascual e incluso estaría vinculada a una aparición personal de Jesús resucitado a san Pedro; una aparición análoga a la que tuvo san Pablo en el camino de Damasco.
En realidad, el encargo conferido por el Señor a san Pedro está arraigado en la relación personal que el Jesús histórico tuvo con el pescador Simón, desde el primer encuentro con él, cuando le dijo: «Tú eres Simón, (…) te llamarás Cefas (que quiere decir Piedra)» (Jn 1, 42). Lo subraya el evangelista san Juan, también él pescador y socio, con su hermano Santiago, de los dos hermanos Simón y Andrés. El Jesús que después de la resurrección llamó a Saulo es el mismo que —aún inmerso en la historia— se acercó, después del bautismo en el Jordán, a los cuatro hermanos pescadores, entonces discípulos del Bautista (cf. Jn 1, 35-42). Fue a buscarlos a la orilla del lago de Galilea y los invitó a seguirlo para ser «pescadores de hombres» (cf. Mc 1, 16-20).
Además, a Pedro le encomendó una tarea particular, reconociendo así en él un don especial de fe concedido por el Padre celestial. Evidentemente, todo esto fue iluminado después por la experiencia pascual, pero permaneció siempre firmemente anclado en los acontecimientos históricos precedentes a la Pascua. El paralelismo entre san Pedro y san Pablo no puede disminuir el alcance del camino histórico de Simón con su Maestro y Señor, que desde el inicio le atribuyó la característica de «roca» sobre la que edificaría su nueva comunidad, la Iglesia.
En los evangelios sinópticos, a la confesión de san Pedro sigue siempre el anuncio por parte de Jesús de su próxima pasión. Un anuncio ante el cual Pedro reacciona, porque aún no logra comprender. Sin embargo, se trata de un elemento fundamental; por eso Jesús insiste con fuerza. En efecto, los títulos que le atribuye san Pedro —tú eres «el Cristo», «el Cristo de Dios», «el Hijo de Dios vivo»— sólo se comprenden auténticamente a la luz del misterio de su muerte y resurrección. Y es verdad también lo contrario: el acontecimiento de la cruz sólo revela su sentido pleno si «este hombre», que sufrió y murió en la cruz, «era verdaderamente Hijo de Dios», por usar las palabras pronunciadas por el centurión ante el Crucificado (cf. Mc 15, 39).
Estos textos dicen claramente que la integridad de la fe cristiana se da en la confesión de san Pedro, iluminada por la enseñanza de Jesús sobre su «camino» hacia la gloria, es decir, sobre su modo absolutamente singular de ser el Mesías y el Hijo de Dios. Un «camino» estrecho, un «modo» escandaloso para los discípulos de todos los tiempos, que inevitablemente se inclinan a pensar según los hombres y no según Dios (cf. Mt 16, 23). También hoy, como en tiempos de Jesús, no basta poseer la correcta confesión de fe: es necesario aprender siempre de nuevo del Señor el modo propio como él es el Salvador y el camino por el que debemos seguirlo.
En efecto, debemos reconocer que, también para el creyente, la cruz es siempre difícil de aceptar. El instinto impulsa a evitarla, y el tentador induce a pensar que es más sabio tratar de salvarse a sí mismos, más bien que perder la propia vida por fidelidad al amor, por fidelidad al Hijo de Dios que se hizo hombre.
¿Qué era difícil de aceptar para la gente a la que Jesús hablaba? ¿Qué sigue siéndolo también para mucha gente hoy en día? Es difícil de aceptar el hecho de que pretende ser no sólo uno de los profetas, sino el Hijo de Dios, y reivindica la autoridad misma de Dios. Escuchándolo predicar, viéndolo sanar a los enfermos, evangelizar a los pequeños y a los pobres, y reconciliar a los pecadores, los discípulos llegaron poco a poco a comprender que era el Mesías en el sentido más alto del término, es decir, no sólo un hombre enviado por Dios, sino Dios mismo hecho hombre.
Claramente, todo esto era más grande que ellos, superaba su capacidad de comprender. Podían expresar su fe con los títulos de la tradición judía: «Cristo», «Hijo de Dios», «Señor». Pero para aceptar verdaderamente la realidad, en cierto modo debían redescubrir esos títulos en su verdad más profunda: Jesús mismo con su vida nos reveló su sentido pleno, siempre sorprendente, incluso paradójico con respecto a las concepciones corrientes. Y la fe de los discípulos debió adecuarse progresivamente. Esta fe se nos presenta como una peregrinación que tiene su origen en la experiencia del Jesús histórico y encuentra su fundamento en el misterio pascual, pero después debe seguir avanzando gracias a la acción del Espíritu Santo. Esta ha sido también la fe de la Iglesia a lo largo de la historia; y esta es también nuestra fe, la fe de los cristianos de hoy. Sólidamente fundada en la «roca» de Pedro, es una peregrinación hacia la plenitud de la verdad que el pescador de Galilea profesó con convicción apasionada: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
En la profesión de fe de Pedro, queridos hermanos y hermanas, podemos sentir que todos somos uno, a pesar de las divisiones que a lo largo de los siglos han lacerado la unidad de la Iglesia, con consecuencias que perduran todavía. En nombre de san Pedro y san Pablo renovemos hoy, junto con nuestros hermanos venidos de Constantinopla —a los que agradezco una vez más su presencia en nuestra celebración—, el compromiso de acoger a fondo el deseo de Cristo, que quiere que estemos plenamente unidos.
Con los arzobispos concelebrantes acojamos el don y la responsabilidad de la comunión entre la Sede de Pedro y las Iglesias metropolitanas encomendadas a su solicitud pastoral.
Que nos guíe y acompañe siempre con su intercesión la santísima Madre de Dios: su fe indefectible, que sostuvo la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, siga sosteniendo la de las generaciones cristianas, nuestra misma fe: Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.
Homilía (2008)
MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO
Basílica de San Pedro, Domingo 29 de junio de 2008
Desde los tiempos más antiguos, la Iglesia de Roma celebra la solemnidad de los grandes apóstoles san Pedro y san Pablo como una única fiesta en el mismo día, el 29 de junio. Con su martirio se convirtieron en hermanos; juntos son los fundadores de la nueva Roma cristiana. Como tales los celebra el himno de las segundas Vísperas, que se remonta a san Paulino de Aquileya (+806): «O Roma felix. Dichosa tú, Roma, purpurada por la sangre preciosa de tan grandes Apóstoles, que aventajas a cuanto hay de bello en el mundo, no tanto por tu fama, cuanto por los méritos de los santos, que martirizaste con espada sanguinaria».
La sangre de los mártires no clama venganza, sino que reconcilia. No se presenta como acusación, sino como «luz áurea», según las palabras del himno de las primeras Vísperas: se presenta como fuerza del amor que supera el odio y la violencia, fundando así una nueva ciudad, una nueva comunidad. Por su martirio, san Pedro y san Pablo ahora forman parte de Roma: en virtud de su martirio también san Pedro se convirtió para siempre en ciudadano romano. Mediante el martirio, mediante su fe y su amor, los dos Apóstoles indican dónde está la verdadera esperanza, y son fundadores de un nuevo tipo de ciudad, que debe formarse continuamente en medio de la antigua ciudad humana, que sigue amenazada por las fuerzas contrarias del pecado y del egoísmo de los hombres.
En virtud de su martirio, san Pedro y san Pablo están unidos para siempre con una relación recíproca. Una imagen preferida de la iconografía cristiana es el abrazo de los dos Apóstoles en camino hacia el martirio. Podemos decir que su mismo martirio, en lo más profundo, es la realización de un abrazo fraterno. Mueren por el único Cristo y, en el testimonio por el que dan la vida, son uno.
En los escritos del Nuevo Testamento podemos seguir, por decirlo así, el desarrollo de su abrazo, de este formar unidad en el testimonio y en la misión. Todo comienza cuando san Pablo, tres años después de su conversión, va a Jerusalén «para conocer a Cefas» (Ga 1, 18). Catorce años después, sube de nuevo a Jerusalén para exponer «a las personas más notables» el Evangelio que proclama, para saber «si corría o había corrido en vano» (Ga 2, 2). Al final de este encuentro, Santiago, Cefas y Juan le tienden la mano, confirmando así la comunión que los une en el único Evangelio de Jesucristo (cf. Ga 2, 9). Un hermoso signo de este abrazo interior que se profundiza, que se desarrolla a pesar de la diferencia de temperamentos y tareas, es el hecho de que los colaboradores mencionados al final de la primera carta de san Pedro -Silvano y Marcos-, también son íntimos colaboradores de san Pablo. Al tener los mismos colaboradores, se manifiesta de modo muy concreto la comunión de la única Iglesia, el abrazo de los grandes Apóstoles.
San Pedro y san Pablo se encontraron al menos dos veces en Jerusalén; al final, el camino de ambos desembocó en Roma. ¿Por qué? ¿Sucedió sólo por casualidad? ¿Ese hecho contiene un mensaje duradero? San Pablo llegó a Roma como prisionero, pero, al mismo tiempo, como ciudadano romano que, tras su detención en Jerusalén, precisamente en cuanto tal había recurrido al emperador, a cuyo tribunal fue llevado. Pero en un sentido aún más profundo, san Pablo vino voluntariamente a Roma.
Con la más importante de sus Cartas ya se había acercado interiormente a esta ciudad: había dirigido a la Iglesia en Roma el escrito que, más que cualquier otro, es la síntesis de todo su anuncio y de su fe. En el saludo inicial de la Carta dice que todo el mundo habla de la fe de los cristianos de Roma y que, por tanto, esta fe es conocida por doquier por su ejemplaridad (cf. Rm 1, 8). Y escribe también: «Pues no quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir a vosotros, pero hasta el presente me he visto impedido» (Rm 1, 13). Al final de la Carta retoma este tema, hablando de su proyecto de ir a España. «Cuando me dirija a España…, espero veros al pasar, y ser encaminado por vosotros hacia allá, después de haber disfrutado un poco de vuestra compañía» (Rm 15, 24). «Y bien sé que, al ir a vosotros, lo haré con la plenitud de las bendiciones de Cristo» (Rm 15, 29).
Aquí resultan evidentes dos cosas: Roma es para san Pablo una etapa en su camino hacia España, es decir, según su concepto del mundo, hacia el borde extremo de la tierra. Considera su misión como la realización de la tarea recibida de Cristo de llevar el Evangelio hasta los últimos confines del mundo. En este itinerario está Roma. Dado que por lo general san Pablo va solamente a los lugares en los que el Evangelio aún no ha sido anunciado, Roma constituye una excepción. Allí encuentra una Iglesia de cuya fe habla el mundo. Ir a Roma forma parte de la universalidad de su misión como enviado a todos los pueblos. El camino hacia Roma, que ya antes de realizar concretamente su viaje ha recorrido en su interior con su Carta, es parte integrante de su tarea de llevar el Evangelio a todas las gentes, de fundar la Iglesia católica, universal. Para él, ir a Roma es expresión de la catolicidad de su misión. Roma debe manifestar la fe a todo el mundo, debe ser el lugar del encuentro en la única fe.
Pero, ¿por qué vino a Roma san Pedro? Sobre esto el Nuevo Testamento no dice nada de modo directo. Sin embargo, nos da alguna pista. El Evangelio según san Marcos, que podemos considerar como un reflejo de la predicación de san Pedro, está íntimamente orientado al momento en el que el centurión romano, ante la muerte de Jesucristo en la cruz, dice: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Junto a la cruz se revela el misterio de Jesucristo. Bajo la cruz nace la Iglesia de los gentiles: el centurión del pelotón romano de ejecución reconoce en Cristo al Hijo de Dios.
Los Hechos de los Apóstoles describen como etapa decisiva para el ingreso del Evangelio en el mundo de los paganos el episodio de Cornelio, el centurión de la cohorte Itálica. Por orden de Dios, manda a alguien a llamar a san Pedro, y este, también siguiendo una orden divina, va a la casa del centurión y predica. Mientras está hablando, el Espíritu Santo desciende sobre la comunidad doméstica reunida, y san Pedro dice: «¿Acaso puede alguien negar el agua del bautismo a estos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» (Hch 10, 47).
Así, en el concilio de los Apóstoles, san Pedro intercede por la Iglesia de los paganos, que no necesitan la Ley, porque Dios «purificó sus corazones con la fe» (Hch 15, 9). Ciertamente, en la carta a los Gálatas san Pablo dice que Dios dio a Pedro la fuerza para el ministerio apostólico entre los circuncisos, mientras que a él, Pablo, para el ministerio entre los paganos (cf. Ga 2, 8). Pero esta asignación sólo podía estar en vigor mientras Pedro permanecía con los Doce en Jerusalén, con la esperanza de que todo Israel se adhiriera a Cristo. Ante un desarrollo ulterior, los Doce reconocieron la hora en la que también ellos debían dirigirse al mundo entero, para anunciarle el Evangelio.
San Pedro, que según la orden de Dios había sido el primero en abrir la puerta a los paganos, deja ahora la presidencia de la Iglesia cristiano-judía a Santiago el Menor, para dedicarse a su verdadera misión: el ministerio para la unidad de la única Iglesia de Dios formada por judíos y paganos. Como hemos visto, entre las características de la Iglesia, el deseo de san Pablo de venir a Roma subraya sobre todo la palabra catholica. El camino de san Pedro hacia Roma, como representante de los pueblos del mundo, se rige sobre todo por la palabra una: su tarea consiste en crear la unidad de la catholica, de la Iglesia formada por judíos y paganos, de la Iglesia de todos los pueblos.
Esta es la misión permanente de san Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por encima de todas las fronteras y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor. Gracias a la técnica, que es igual por doquier, gracias a la red mundial de informaciones, como también gracias a la unión de intereses comunes, existen hoy en el mundo nuevos modos de unidad, que sin embargo generan también nuevos contrastes y dan nuevo impulso a los antiguos. En medio de esta unidad externa, basada en las cosas materiales, tenemos gran necesidad de unidad interior, que proviene de la paz de Dios, unidad de todos los que, mediante Jesucristo, se han convertido en hermanos y hermanas. Esta es la misión permanente de san Pedro y también la tarea particular encomendada a la Iglesia de Roma.
Queridos hermanos en el episcopado, quiero dirigirme ahora a vosotros que habéis venido a Roma para recibir el palio como símbolo de vuestra dignidad y de vuestra responsabilidad de arzobispos en la Iglesia de Jesucristo. El palio ha sido tejido con lana de oveja, que el Obispo de Roma bendice todos los años en la fiesta de la Cátedra de san Pedro, apartándolas, por decirlo así, para que se transformen en un símbolo para la grey de Cristo, que apacentáis.
Cuando se nos impone el palio sobre los hombros, ese gesto nos recuerda al pastor que pone sobre sus hombros la oveja perdida, la cual por sí sola ya no encuentra el camino a casa, y la devuelve al redil. Los Padres de la Iglesia vieron en esta oveja la imagen de toda la humanidad, de toda la naturaleza humana, que se ha perdido y ya no encuentra el camino a casa. El Pastor que la devuelve a casa solamente puede ser el Logos, la Palabra eterna de Dios mismo. En la encarnación, él nos puso a todos -la oveja «hombre»- sobre sus hombros. Él, la Palabra eterna, el verdadero Pastor de la humanidad, nos lleva; en su humanidad, nos lleva a cada uno de nosotros sobre sus hombros. Por el camino de la cruz nos llevó a casa, nos lleva a casa. Pero también quiere tener hombres que «lleven» juntamente con él.
Ser pastores en la Iglesia de Cristo significa participar en esta tarea, que el palio nos recuerda. Cuando nos revestimos con él, Cristo nos pregunta: «¿Llevas también tú, conmigo, a aquellos que me pertenecen? ¿Los llevas a mí, a Jesucristo?». Y entonces nos viene a la mente el relato del envío de Pedro por parte del Resucitado. Cristo resucitado une inseparablemente la orden: «Apacienta mis ovejas» a la pregunta: «¿Me amas más que estos?». Cada vez que nos revestimos con el palio del pastor de la grey de Cristo deberíamos escuchar esta pregunta: «¿Me amas?», y deberíamos dejarnos interrogar sobre el suplemento de amor que espera del pastor.
Así, el palio se convierte en símbolo de nuestro amor al Pastor Cristo y de nuestro amar con él; se convierte en símbolo de la llamada a amar a los hombres como él, con él: a los que están en busca, a los que se plantean interrogantes, a los que se sienten seguros de sí mismos y a los humildes, a los sencillos y a los grandes; se convierte en símbolo de la llamada a amarlos a todos con la fuerza de Cristo y con vistas a Cristo, para que puedan encontrarlo a él y en él encontrarse a sí mismos.
Pero el palio, que recibís «desde» la tumba de san Pedro, tiene también un segundo significado, unido inseparablemente al primero. Puede ayudarnos a comprenderlo una palabra de la primera carta de san Pedro. En su exhortación a los presbíteros a apacentar la grey de modo justo, san Pedro se califica a sí mismo synpresbýteros, con-presbítero (cf. 1 P 5, 1). Esta fórmula contiene implícitamente una afirmación del principio de la sucesión apostólica: los pastores que se suceden son pastores como él, lo son juntamente con él, pertenecen al ministerio común de los pastores de la Iglesia de Jesucristo, un ministerio que continúa en ellos.
Pero ese «con» tiene también otros dos significados. Expresa asimismo la realidad que indicamos hoy con la palabra «colegialidad» de los obispos. Todos nosotros somos con-presbíteros. Nadie es pastor él solo. Sólo estamos en la sucesión de los Apóstoles porque estamos en la comunión del Colegio, en el que tiene su continuación el Colegio de los Apóstoles. La comunión, el «nosotros» de los pastores forma parte del ser pastores, porque la grey es una sola, la única Iglesia de Jesucristo.
Y, por último, ese «con» remite también a la comunión con Pedro y con su sucesor como garantía de unidad. Así, el palio nos habla de la catolicidad de la Iglesia, de la comunión universal entre el pastor y la grey. Y nos remite a la apostolicidad: a la comunión con la fe de los Apóstoles, sobre la que está fundada la Iglesia. Nos habla de la Ecclesia una, catholica, apostolica y, naturalmente, uniéndonos a Cristo, nos habla precisamente también del hecho de que la Iglesia es sancta y nuestro actuar es un servicio a su santidad.
Por último, esto me hace volver otra vez a san Pablo y a su misión. En el capítulo 15 de la carta a los Romanos, con una frase extraordinariamente hermosa, expresó lo esencial de su misión, así como la razón más profunda de su deseo de venir a Roma. Sabe que está llamado «a ser para los gentiles liturgo de Jesucristo, ejerciendo como sacerdote el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo»(Rm 15,16). Sólo en este versículo san Pablo usa la palabra «hierourgein» (administrar como sacerdote) junto con «leitourgós» (liturgo): habla de la liturgia cósmica, en la que el mundo mismo de los hombres debe transformarse en adoración a Dios, en oblación en el Espíritu Santo. Cuando el mundo en su totalidad se transforme en liturgia de Dios, cuando su realidad se transforme en adoración, entonces alcanzará su meta, entonces estará salvado. Este es el objetivo último de la misión apostólica de san Pablo y de nuestra misión. A este ministerio nos llama el Señor. Roguemos en esta hora para que él nos ayude a ejercerlo como es preciso y a convertirnos en verdaderos liturgos de Jesucristo. Amén.
Ángelus (2009)
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Plaza de San Pedro, Lunes 29 de junio de 2009
Hoy celebramos solemnemente a los apóstoles san Pedro y san Pablo, patronos especiales de la Iglesia de Roma: Pedro, el pescador de Galilea, «el primero que confesó la fe en Cristo… y fundó la primera comunidad con los justos de Israel»; Pablo, el antiguo perseguidor de los cristianos, «que iluminó las profundidades del misterio…, el maestro y doctor, que anunció la salvación a todas las gentes» (cf. Prefacio de la misa de hoy).
En una de sus homilías a la comunidad de Roma, el Papa san León Magno afirmó: «Estos son tus padres y verdaderos pastores, que te fundaron para que te insertaras en el reino celestial» (Sermo I in Nat. App Petri et Pauli, c I: PL 54, 422). Con ocasión de esta fiesta, quiero dirigir un caluroso y especial saludo, y una cordial felicitación, a la comunidad diocesana de Roma, que la divina Providencia ha encomendado a mi solicitud, como sucesor del apóstol Pedro. Es un saludo que extiendo de buen grado a todos los habitantes de nuestra metrópolis y a los peregrinos y turistas que en estos días la están visitando, coincidiendo también con la clausura del Año paulino.
Queridos hermanos y hermanas, que el Señor os bendiga y proteja por intercesión de san Pedro y san Pablo. Como vuestro Pastor, os exhorto a permanecer fieles a la vocación cristiana y a no acomodaros a la mentalidad de este mundo, como escribía el Apóstol de los gentiles precisamente a los cristianos de Roma, sino a dejaros transformar y renovar siempre por el Evangelio, para seguir lo que es verdaderamente bueno y agradable a Dios (cf. Rm 12, 2).
Por esto rezo constantemente, para que Roma mantenga viva su vocación cristiana no sólo conservando inalterado su inmenso patrimonio espiritual y cultural, sino también para que sus habitantes traduzcan la belleza de la fe recibida en modos concretos de pensar y actuar, y ofrezcan así a cuantos, por distintas razones, llegan a esta ciudad, un clima lleno de humanidad y de valores evangélicos. Por tanto, con palabras de san Pedro, os invito, queridos hermanos y hermanas discípulos de Cristo, a ser «piedras vivas», unidas en torno a él, que es la «piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios» (cf. 1 P 2, 4).
La solemnidad de hoy reviste también un carácter universal: expresa la unidad y la catolicidad de la Iglesia. Por eso cada año, en esta fecha, vienen a Roma los nuevos arzobispos metropolitanos a recibir el palio, símbolo de comunión con el Sucesor de Pedro. Así pues, renuevo mi saludo a los hermanos en el episcopado para los cuales he realizado esta mañana en la basílica ese gesto, y a los fieles que los han acompañado.
Saludo también con viva cordialidad a la delegación del Patriarcado de Constantinopla que, como cada año, ha llegado a Roma para la celebración de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Que la común veneración de estos mártires sea prenda de una comunión cada vez más plena y sentida entre los cristianos de todas partes del mundo. Invoquemos por esto la intercesión maternal de María, Madre de la única Iglesia de Cristo, con el acostumbrado rezo del Ángelus.
Homilía (2010)
SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO
SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
Basílica Vaticana, Martes 29 de junio de 2010
Los textos bíblicos de esta liturgia eucarística de la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, en su gran riqueza, ponen de relieve un tema que se podría resumir así: Dios está cerca de sus servidores fieles y los libra de todo mal, y libra a la Iglesia de las potencias negativas. Es el tema de la libertad de la Iglesia, que presenta un aspecto histórico y otro más profundamente espiritual.
Esta temática atraviesa hoy toda la liturgia de la Palabra. La primera y la segunda lectura hablan, respectivamente, de san Pedro y san Pablo, subrayando precisamente la acción liberadora de Dios respecto de ellos. Especialmente el texto de los Hechos de los Apóstoles describe con abundancia de detalles la intervención del ángel del Señor, que libra a Pedro de las cadenas y lo conduce fuera de la cárcel de Jerusalén, donde lo había hecho encerrar, bajo estrecha vigilancia, el rey Herodes (cf. Hch 12, 1-11). Pablo, en cambio, escribiendo a Timoteo cuando ya siente cercano el fin de su vida terrena, hace un balance completo, del que emerge que el Señor estuvo siempre cerca de él, lo libró de numerosos peligros y lo librará además introduciéndolo en su Reino eterno (cf. 2 Tm 4, 6-8.17-18). El tema se refuerza en el Salmo responsorial (Sal 33) y se desarrolla de modo particular en el texto evangélico de la confesión de Pedro, donde Cristo promete que el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia (cf. Mt 16, 18)
Observando bien, se nota, con relación a esta temática, cierta progresión. En la primera lectura se narra un episodio específico que muestra la intervención del Señor para librar a Pedro de la prisión; en la segunda, Pablo, sobre la base de su extraordinaria experiencia apostólica, se dice convencido de que el Señor, que ya lo ha librado «de la boca del león», lo librará «de todo mal» abriéndole las puertas del cielo; en el Evangelio, en cambio, ya no se habla de apóstoles individualmente, sino de la Iglesia en su conjunto y de su seguridad respecto a las fuerzas del mal, entendidas en sentido amplio y profundo. De este modo vemos que la promesa de Jesús —«el poder del infierno no prevalecerá» sobre la Iglesia— comprende ciertamente las experiencias históricas de persecución sufridas por Pedro y Pablo y por los demás testigos del Evangelio, pero va más allá, queriendo asegurar sobre todo la protección contra las amenazas de orden espiritual; según lo que el propio Pablo escribe en la Carta a los Efesios: «Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y las potencias, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que habitan en las alturas» (Ef 6, 12).
En efecto, si pensamos en los dos mil años de historia de la Iglesia, podemos observar que —como había anunciado el Señor Jesús (cf. Mt 10, 16-33)— a los cristianos jamás han faltado las pruebas, que en algunos períodos y lugares han asumido el carácter de verdaderas persecuciones. Con todo, las persecuciones, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El daño mayor, de hecho, lo sufre por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro. El epistolario paulino atestigua ya esta realidad. La Primera Carta a los Corintios, por ejemplo, responde precisamente a algunos problemas de divisiones, de incoherencias, de infidelidades al Evangelio que amenazan seriamente a la Iglesia. Pero también la Segunda Carta a Timoteo —de la que hemos escuchado un pasaje— habla de los peligros de los «últimos tiempos», identificándolos con actitudes negativas que pertenecen al mundo y que pueden contagiar a la comunidad cristiana: egoísmo, vanidad, orgullo, apego al dinero, etc. (cf. 3, 1-5). La conclusión del Apóstol es tranquilizadora: los hombres que obran el mal —escribe— «no llegarán muy lejos, porque su necedad será manifiesta a todos» (3, 9). Así pues, hay una garantía de libertad, asegurada por Dios a la Iglesia, libertad tanto de los lazos materiales que tratan de impedir o coartar su misión, como de los males espirituales y morales, que pueden corromper su autenticidad y su credibilidad.
El tema de la libertad de la Iglesia, garantizada por Cristo a Pedro, tiene también una pertinencia específica con el rito de la imposición del palio, que hoy renovamos para treinta y ocho arzobispos metropolitanos, a los cuales dirijo mi más cordial saludo, extendiéndolo con afecto a cuantos han querido acompañarlos en esta peregrinación. La comunión con Pedro y con sus sucesores, de hecho, es garantía de libertad para los pastores de la Iglesia y para las comunidades a ellos confiadas. Lo es en los dos planos que he puesto de relieve en las reflexiones anteriores. En el plano histórico, la unión con la Sede Apostólica asegura a las Iglesias particulares y a las Conferencias episcopales la libertad respecto a poderes locales, nacionales o supranacionales, que en ciertos casos pueden obstaculizar la misión de la Iglesia. Además, y más esencialmente, el ministerio petrino es garantía de libertad en el sentido de la plena adhesión a la verdad, a la auténtica tradición, de modo que el pueblo de Dios sea preservado de errores concernientes a la fe y a la moral. Por tanto, el hecho de que cada año los nuevos arzobispos metropolitanos vengan a Roma a recibir el palio de manos del Papa se ha de entender en su significado propio, como gesto de comunión, y el tema de la libertad de la Iglesia nos ofrece una clave de lectura particularmente importante. Esto aparece evidente en el caso de las Iglesias marcadas por persecuciones, o sometidas a injerencias políticas o a otras duras pruebas. Pero esto no es menos relevante en el caso de comunidades que sufren la influencia de doctrinas erróneas, o de tendencias ideológicas y prácticas contrarias al Evangelio. En este sentido, el palio, por consiguiente, se convierte en garantía de libertad, análogamente al «yugo» de Jesús, que él invita a cada uno a tomar sobre sus hombros (cf. Mt 11, 29-30). Como el mandamiento de Cristo, aun siendo exigente, es «dulce y ligero», y en vez de pesar sobre el que lo lleva, lo alivia, así el vínculo con la Sede Apostólica, aunque sea arduo, sostiene al pastor y la porción de Iglesia confiada a su cuidado, haciéndolos más libres y más fuertes.
Quiero extraer una última indicación de la Palabra de Dios, en particular de la promesa de Cristo según la cual el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia. Estas palabras pueden tener también un significativo valor ecuménico, puesto que, como aludí hace poco, uno de los efectos típicos de la acción del Maligno es precisamente la división en el seno de la comunidad eclesial. De hecho, las divisiones son síntomas de la fuerza del pecado, que continúa actuando en los miembros de la Iglesia también después de la redención. Pero la Palabra de Cristo es clara: «Non praevalebunt», «No prevalecerán» (Mt 16, 18). La unidad de la Iglesia está enraizada en la unión con Cristo, y la causa de la unidad plena de los cristianos —que siempre se ha de buscar y renovar, de generación en generación— también está sostenida por su oración y su promesa. En la lucha contra el espíritu del mal, Dios nos ha dado en Jesús el «Abogado» defensor y, después de su Pascua, «otro Paráclito» (cf. Jn 14, 16), el Espíritu Santo, que permanece con nosotros para siempre y conduce a la Iglesia hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 14, 16; 16, 13), que es también la plenitud de la caridad y de la unidad. Con estos sentimientos de confiada esperanza, me alegra saludar a la delegación del Patriarcado de Constantinopla que, según la bella costumbre de las visitas recíprocas, participa en la celebración de los santos patronos de Roma. Juntos damos gracias a Dios por los progresos en las relaciones ecuménicas entre católicos y ortodoxos, y renovamos el compromiso de corresponder generosamente a la gracia de Dios, que nos conduce a la comunión plena.
Queridos amigos, os saludo cordialmente a cada uno: señores cardenales, hermanos en el episcopado, señores embajadores y autoridades civiles —en particular al alcalde de Roma—, sacerdotes, religiosos y fieles laicos. Os agradezco vuestra presencia. Que los santos apóstoles Pedro y Pablo os obtengan amar cada vez más a la santa Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, nuestro Señor, y mensajera de unidad y de paz para todos los hombres. Que os obtengan también ofrecer con alegría por su santidad y su misión las fatigas y los sufrimientos soportados por fidelidad al Evangelio. Que la Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, vele siempre sobre vosotros, en particular sobre el ministerio de los arzobispos metropolitanos. Que con su ayuda celestial viváis y actuéis siempre con la libertad que Cristo nos conquistó. Amén.
Homilía (2012)
SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO
SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
Basílica Vaticana, Viernes 29 de junio de 2012
Estamos reunidos alrededor del altar para celebrar la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma. Están aquí presentes los arzobispos metropolitanos nombrados durante este último año, que acaban de recibir el palio, y a quienes va mi especial y afectuoso saludo. También está presente, enviada por Su Santidad Bartolomé I, una eminente delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, que acojo con reconocimiento fraterno y cordial. Con espíritu ecuménico me alegra saludar y dar las gracias a “The Choir of Westminster Abbey”, que anima la liturgia junto con la Capilla Sixtina. Saludo además a los señores embajadores y a las autoridades civiles: a todos les agradezco su presencia y oración.
Como todos saben, delante de la Basílica de San Pedro, están colocadas dos imponentes estatuas de los apóstoles Pedro y Pablo, fácilmente reconocibles por sus enseñas: las llaves en las manos de Pedro y la espada entre las de Pablo. También sobre el portal mayor de la Basílica de San Pablo Extramuros están representadas juntas escenas de la vida y del martirio de estas dos columnas de la Iglesia. La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo. En Roma, además, su vinculación como hermanos en la fe ha adquirido un significado particular. En efecto, la comunidad cristiana de esta ciudad los consideró una especie de contrapunto de los míticos Rómulo y Remo, la pareja de hermanos a los que se hace remontar la fundación de Roma. Se puede pensar también en otro paralelismo opuesto, siempre a propósito del tema de la hermandad: es decir, mientras que la primera pareja bíblica de hermanos nos muestra el efecto del pecado, por el cual Caín mata a Abel, Pedro y Pablo, aunque humanamente muy diferentes el uno del otro, y a pesar de que no faltaron conflictos en su relación, han constituido un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos. Sólo el seguimiento de Jesús conduce a la nueva fraternidad: aquí se encuentra el primer mensaje fundamental que la solemnidad de hoy nos ofrece a cada uno de nosotros, y cuya importancia se refleja también en la búsqueda de aquella plena comunión, que anhelan el Patriarca ecuménico y el Obispo de Roma, como también todos los cristianos.
En el pasaje del Evangelio de san Mateo que hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros apóstoles. Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta prerrogativa, que naturalmente no ha recibido para sí mismo? El relato del evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: … [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…» (v. 23). El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar – en griego skandalon. Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.
En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non praevalebunt». Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías, cuando el Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán –non praevalebunt-, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal. Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.
Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el Evangelio. Nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). La llave representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes – la de las llaves y la de atar y desatar – expresan por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente. La expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje rabínico y alude por un lado a las decisiones doctrinales, por otro al poder disciplinar, es decir a la facultad de aplicar y de levantar la excomunión. El paralelismo «en la tierra… en los cielos» garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también son válidas ante Dios.
En el capítulo 18 del Evangelio según Mateo, dedicado a la vida de la comunidad eclesial, encontramos otras palabras de Jesús dirigidas a los discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 18,18). Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo resucitado a los Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del Señor: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los pecados. Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón del misterio y del ministerio de la Iglesia. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo. Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el Calvario. Así, podemos también comprender porqué, en el relato del evangelio, tras la confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión: en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno, con su sangre ha derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga con su agua sanadora la humanidad entera.
Queridos hermanos, como recordaba al principio, la tradición iconográfica representa a san Pablo con la espada, y sabemos que ésta significa el instrumento con el que fue asesinado. Pero, leyendo los escritos del apóstol de los gentiles, descubrimos que la imagen de la espada se refiere a su misión de evangelizador. Él, por ejemplo, sintiendo cercana la muerte, escribe a Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). No es ciertamente la batalla de un caudillo, sino la de quien anuncia la Palabra de Dios, fiel a Cristo y a su Iglesia, por quien se ha entregado totalmente. Y por eso el Señor le ha dado la corona de la gloria y lo ha puesto, al igual que a Pedro, como columna del edificio espiritual de la Iglesia.
Queridos Metropolitanos: el palio que os he impuesto, os recordará siempre que habéis sido constituidos en y para el gran misterio de comunión que es la Iglesia, edificio espiritual construido sobre Cristo piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre la roca de Pedro. Animados por esta certeza, sintámonos juntos cooperadores de la verdad, la cual –sabemos– es una y «sinfónica», y reclama de cada uno de nosotros y de nuestra comunidad el empeño constante de conversión al único Señor en la gracia del único Espíritu. Que la Santa Madre de Dios nos guíe y nos acompañe siempre en el camino de la fe y de la caridad. Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.
Amén.
Francisco, papa
Homilía (2013)
SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
EN LA SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
Basílica Vaticana, Sábado 29 de junio de 2013
Celebramos la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma: una fiesta que adquiere un tono de mayor alegría por la presencia de obispos de todo el mundo. Es una gran riqueza que, en cierto modo, nos permite revivir el acontecimiento de Pentecostés: hoy, como entonces, la fe de la Iglesia habla en todas las lenguas y quiere unir a los pueblos en una sola familia.
Saludo cordialmente y con gratitud a la delegación del Patriarcado de Constantinopla, guiada por el Metropolita Ioannis. Agradezco al Patriarca ecuménico Bartolomé I por este Nuevo gesto de fraternidad. Saludo a los señores embajadores y a las autoridades civiles. Un gracias especial al Thomanerchor, el coro de la Thomaskirche, de Lipsia, la iglesia de Bach, que anima la liturgia y que constituye una ulterior presencia ecuménica.
Tres ideas sobre el ministerio petrino, guiadas por el verbo «confirmar». ¿Qué está llamado a confirmar el Obispo de Roma?
1. Ante todo, confirmar en la fe. El Evangelio habla de la confesión de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt, 16,16), una confesión que no viene de él, sino del Padre celestial. Y, a raíz de esta confesión, Jesús le dice: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18). El papel, el servicio eclesial de Pedro tiene su fundamento en la confesión de fe en Jesús, el Hijo de Dios vivo, en virtud de una gracia donada de lo alto. En la segunda parte del Evangelio de hoy vemos el peligro de pensar de manera mundana. Cuando Jesús habla de su muerte y resurrección, del camino de Dios, que no se corresponde con el camino humano del poder, afloran en Pedro la carne y la sangre: «Se puso a increparlo: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor!”» (16,22). Y Jesús tiene palabras duras con él: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo» (v. 23). Cuando dejamos que prevalezcan nuestras Ideas, nuestros sentimientos, la lógica del poder humano, y no nos dejamos instruir y guiar por la fe, por Dios, nos convertimos en piedras de tropiezo. La fe en Cristo es la luz de nuestra vida de cristianos y de ministros de la Iglesia.
2. Confirmar en el amor. En la Segunda Lectura hemos escuchado las palabras conmovedoras de san Pablo: «He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7). ¿De qué combate se trata? No el de las armas humanas, que por desgracia todavía ensangrientan el mundo; sino el combate del martirio. San Pablo sólo tiene un arma: el mensaje de Cristo y la entrega de toda su vida por Cristo y por los demás. Y es precisamente su exponerse en primera persona, su dejarse consumar por el evangelio, el hacerse todo para todos, sin reservas, lo que lo ha hecho creíble y ha edificado la Iglesia. El Obispo de Roma está llamado a vivir y a confirmar en este amor a Jesús y a todos sin distinción, límites o barreras. Y no sólo el Obispo de Roma: todos vosotros, nuevos arzobispos y obispos, tenéis la misma tarea: dejarse consumir por el Evangelio, hacerse todo para todos. El cometido de no escatimar, de salir de sí para servir al santo pueblo fiel de Dios.
3. Confirmar en la unidad. Aquí me refiero al gesto que hemos realizado. El palio es símbolo de comunión con el Sucesor de Pedro, «principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen gentium, 18). Y vuestra presencia hoy, queridos hermanos, es el signo de que la comunión de la Iglesia no significa uniformidad. El Vaticano II, refiriéndose a la estructura jerárquica de la Iglesia, afirma que el Señor «con estos apóstoles formó una especie de Colegio o grupo estable, y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él» (ibíd. 19). Confirmar en la unidad: el Sínodo de los Obispos, en armonía con el primado. Hemos de ir por este camino de la sinodalidad, crecer en armonía con el servicio del primado. Y el Concilio prosigue: «Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios» (ibíd. 22). La variedad en la Iglesia, que es una gran riqueza, se funde siempre en la armonía de la unidad, como un gran mosaico en el que las teselas se juntan para formar el único gran diseño de Dios. Y esto debe impulsar a superar siempre cualquier conflicto que hiere el cuerpo de la Iglesia. Unidos en las diferencias: no hay otra vía católica para unirnos. Este es el espíritu católico, el espíritu cristiano: unirse en las diferencias. Este es el camino de Jesús. El palio, siendo signo de la comunión con el Obispo de Roma, con la Iglesia universal, con el Sínodo de los Obispos, supone también para cada uno de vosotros el compromiso de ser instrumentos de comunión.
Confesar al Señor dejándose instruir por Dios; consumarse por amor de Cristo y de su evangelio; ser servidores de la unidad. Queridos hermanos en el episcopado, estas son las consignas que los santos apóstoles Pedro y Pablo confían a cada uno de nosotros, para que sean vividas por todo cristiano. Que la santa Madre de Dios nos guíe y acompañe siempre con su intercesión: Reina de los apóstoles, reza por nosotros. Amén.
Homilía (2014)
SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
EN LA SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
Basílica Vaticana, Domingo 29 de junio de 2014
En la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, patronos principales de Roma, acogemos con gozo y reconocimiento a la Delegación enviada por el Patriarca Ecuménico, el venerado y querido hermano Bartolomé, encabezada por el metropolita Ioannis. Roguemos al Señor para que también esta visita refuerce nuestros lazos de fraternidad en el camino hacia la plena comunión, que tanto deseamos, entre las dos Iglesias hermanas.
«El Señor ha enviado su ángel para librarme de las manos de Herodes» (Hch 12,11). En los comienzos del servicio de Pedro en la comunidad cristiana de Jerusalén, había aún un gran temor a causa de la persecución de Herodes contra algunos miembros de la Iglesia. Habían matado a Santiago, y ahora encarcelado a Pedro, para complacer a la gente. Mientras estaba en la cárcel y encadenado, oye la voz del ángel que le dice: «Date prisa, levántate… Ponte el cinturón y las sandalias… Envuélvete en el manto y sígueme» (Hch 12,7-8). Las cadenas cayeron y la puerta de la prisión se abrió sola. Pedro se da cuenta de que el Señor lo «ha librado de las manos de Herodes»; se da cuenta de que Dios lo ha liberado del temor y de las cadenas. Sí, el Señor nos libera de todo miedo y de todas las cadenas, de manera que podamos ser verdaderamente libres. La celebración litúrgica expresa bien esta realidad con las palabras del estribillo del Salmo responsorial: «El Señor me libró de todos mis temores».
Aquí está el problema para nosotros, el del miedo y de los refugios pastorales.
Nosotros -me pregunto-, queridos hermanos obispos, ¿tenemos miedo?, ¿de qué tenemos miedo? Y si lo tenemos, ¿qué refugios buscamos en nuestra vida pastoral para estar seguros? ¿Buscamos tal vez el apoyo de los que tienen poder en este mundo? ¿O nos dejamos engañar por el orgullo que busca gratificaciones y reconocimientos, y allí nos parece estar a salvo? ¿Queridos hermanos obispos, dónde ponemos nuestra seguridad?
El testimonio del apóstol Pedro nos recuerda que nuestro verdadero refugio es la confianza en Dios: ella disipa todo temor y nos hace libres de toda esclavitud y de toda tentación mundana. Hoy, el Obispo de Roma y los demás obispos, especialmente los Metropolitanos que han recibido el palio, nos sentimos interpelados por el ejemplo de san Pedro a verificar nuestra confianza en el Señor.
Pedro recobró su confianza cuando Jesús le dijo por tres veces: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15.16.17). Y, al mismo tiempo él, Simón, confesó por tres veces su amor por Jesús, reparando así su triple negación durante la pasión. Pedro siente todavía dentro de sí el resquemor de la herida de aquella decepción causada a su Señor en la noche de la traición. Ahora que él pregunta: «¿Me amas?», Pedro no confía en sí mismo y en sus propias fuerzas, sino en Jesús y en su divina misericordia: «Señor, tú conoces todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Y aquí desaparece el miedo, la inseguridad, la pusilanimidad.
Pedro ha experimentado que la fidelidad de Dios es más grande que nuestras infidelidades y más fuerte que nuestras negaciones. Se da cuenta de que la fidelidad del Señor aparta nuestros temores y supera toda imaginación humana. También hoy, a nosotros, Jesús nos pregunta: «¿Me amas?». Lo hace precisamente porque conoce nuestros miedos y fatigas. Pedro nos muestra el camino: fiarse de él, que «sabe todo» de nosotros, no confiando en nuestra capacidad de serle fieles a él, sino en su fidelidad inquebrantable. Jesús nunca nos abandona, porque no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2,13). Es fiel. La fidelidad que Dios nos confirma incesantemente a nosotros, los Pastores, es la fuente de nuestra confianza y nuestra paz, más allá de nuestros méritos. La fidelidad del Señor para con nosotros mantiene encendido nuestro deseo de servirle y de servir a los hermanos en la caridad.
El amor de Jesús debe ser suficiente para Pedro. Él no debe ceder a la tentación de la curiosidad, de la envidia, como cuando, al ver a Juan cerca de allí, preguntó a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21). Pero Jesús, frente a estas tentaciones, le respondió: «¿A ti qué? Tú, sígueme» (Jn 21,22). Esta experiencia de Pedro es un mensaje importante también para nosotros, queridos hermanos arzobispos. El Señor repite hoy, a mí, a ustedes y a todos los Pastores: «Sígueme». No pierdas tiempo en preguntas o chismes inútiles; no te entretengas en lo secundario, sino mira a lo esencial y sígueme. Sígueme a pesar de las dificultades. Sígueme en la predicación del Evangelio. Sígueme en el testimonio de una vida que corresponda al don de la gracia del Bautismo y la Ordenación. Sígueme en el hablar de mí a aquellos con los que vives, día tras día, en el esfuerzo del trabajo, del diálogo y de la amistad. Sígueme en el anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los últimos, para que a nadie le falte la Palabra de vida, que libera de todo miedo y da confianza en la fidelidad de Dios. Tú, sígueme.