La Anunciación del Señor (25 de marzo) – Homilías
/ 25 marzo, 2014 / Propio de los SantosLecturas (25 de Marzo – La Anunciación del Señor)
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-1ª Lectura: Is 7, 10-14; 8, 10
-Salmo: 39, 7-11
-2ª Lectura: Hb 10, 4-10
+Evangelio: Lc 1, 26-38
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Bernardo Homilía 4 sobre «Missus est », n. 8-9
«No temas, María» (Lc 1,30)
Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no era por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librado si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida…
No tardes, Virgen María, da tu respuesta. Señora Nuestra, pronuncia esta palabra que la tierra, los abismos y los cielos esperan. Mira: el rey y señor del universo desea tu belleza, desea no con menos ardor tu respuesta. Ha querido suspender a tu respuesta la salvación del mundo. Has encontrado gracia ante de él con tu silencio; ahora él prefiere tu palabra. El mismo, desde las alturas te llama: «Levántate, amada mía, preciosa mía, ven…déjame oír tu voz» (Cant 2,13-14) Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna…
Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. «Aquí está la esclava del Señor, -dice la Virgen- hágase en mí según tu palabra.» (Lc 1, 38).
San Aelredo de Rielvaux, Sermón 59, III sobre la Anunciación
«Nueva Eva : Eva se cambia en Ave» (cf. Lc 1,28)
Hoy, el Padre soberano nos envió al verdadero José «ve a ver cómo están tus hermanos y el ganado» (Gn 37,14). Ciertamente, José era amado por su padre «más que todos sus hermanos» (v. 3)… Este es, el más amado, el más sabio, el mejor de todos; es él a quien Dios, el Padre, ha enviado hoy… «¿A quién pues enviaré, dice Dios, quién irá por nosotros?» (Is 6,8). El Hijo responde: «yo mismo iré en busca de mis ovejas» (Ez 34,11). Descendiendo de lo más alto de los cielos, baja «hasta el valle de Hebrón» (Gn 37,14).
Adán había escalado el monte de la soberbia; el Hijo de Dios ha querido descender al valle de la humildad. Ha encontrado un valle donde descender. ¿Dónde se encuentra éste? No en ti, Eva, madre de nuestra desgracia, no en ti, sino en la bienaventurada María. Ella es exactamente este valle de Hebrón por su humildad y por su fuerza. Es fuerte por su participación en la fuerza sobre la que se ha escrito: “El Señor es fuerte y poderoso” (Sal 24,8). Es esta mujer fuerte de quien dice Salomón: “Una mujer fuerte ¿quién la encontrará?” (Prov. 31,10).
Eva, aunque creada en el paraíso sin corrupción ni suciedad, sin enfermedad ni dolor, se ha mostrado muy débil, muy enferma. “La mujer fuerte ¿quién la encontrará?” ¿Se la puede encontrar en esta tierra de miseria, siendo así que no se la ha podido hallar en la felicidad del paraíso?… Puesto que una mujer se ha revelado tan débil en el paraíso, ¿quién podrá encontrar aquí, en la tierra una mujer valiente?
Hoy, Dios, el Padre, ha encontrado a esta mujer para santificarla; el Hijo la ha encontrado para habitarla; el Espíritu Santo la ha encontrado para iluminarla… El ángel la ha encontrado para saludarla así: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo”. Ahí tenéis a la mujer valiente, aquella en quien la ponderacion reemplaza a la curiosidad, en quien la humildad excluye toda vanidad, en quien la virginidad se mantiene libre de toda voluptuosidad. Está escrito: «El ángel entró en su casa». No la encontró, pues volcada hacia el exterior, hacia fuera; estaba en el interior, en su cuarto oculto, donde oraba a su Padre en el secreto (Mt 6,6).
San Juan Damasceno
Homilía para la Natividad de la Virgen
«Ahora hago el universo nuevo» (Ap 21,5)
Hoy, el Creador de todas las cosas, el Verbo de Dios, ha hecho una obra nueva, salida del corazón del Padre para ser escrita, como con una caña, por el Espíritu que es la lengua de Dios… Hija santísima de Joaquín y Ana, que has escapado a las miradas de los Principados y de las Fuerzas y «de las flechas incendiarias del Maligno» (Col 1,16; Ef 6,16), has vivido en la cámara nupcial del Espíritu, y has sido guardada intacta para ser la esposa de Dios y Madre de Dios a través de la naturaleza… Hija amada de Dios, honor de tus padres, generaciones y generaciones te llamaran bienaventurada, como con verdad lo has afirmado (Lc 1,48). ¡Digna hija de Dios, belleza de la naturaleza humana, rehabilitación de Eva nuestra primera madre! Porque por tu nacimiento se ha levantado la que había caído… Si por la primera Eva «entró el pecado en el mundo» (Sab 2,24; Rm 5,12), porque se puso al servicio de la serpiente, María, que se hizo la servidora de la voluntad divina, engañó a la serpiente engañosa e introdujo en el mundo la inmortalidad.
Tú eres más preciosa que toda la creación, porque sólo de ti compartió las primicias de nuestra humanidad. Su carne fue hecha de tu carne, su sangre de tu sangre; Dios se alimentó de tu leche, y tus labios tocaron los labios de Dios… En la
presciencia de tu dignidad, el Dios del universo te amó; tal como te amó, te predestinó y «al final de os tiempos» (1P 1,20) te llamó a la existencia…
Que Salomón, el gran sabio, se calle; que ya no vuelva a decir:«No hay nada nuevo bajo el sol» (Ecl 1,9).
Homilía sobre la Natividad de la Virgen, n. 9; SC 80
«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28)
Esta mujer será Madre de Dios, puerta de la luz, fuente de vida; destruirá la acusación que pesaba sobre Eva. Esta mujer, «los ricos de entre los pueblos buscarán su rostro», los reyes de las naciones se prosternarán ante ella ofreciéndole obsequios… pero la gloria de la Madre de Dios es interior: es el fruto de su vientre. Mujer tan digna de ser amada, tres veces bienaventurada, » eres bendita entre las mujeres y el fruto de tu vientre es bendito». Hija del rey David y Madre de Dios Rey del universo, la obra maestra en la que el Creador se regocija…, serás la cumbre de la naturaleza. Porque tu vida no será para ti, no has nacido para ti misma, sino que tu vida será para Dios.
Viniste al mundo para él, servirás para la salvación de todos los hombres, cumpliendo el designio de Dios fijado desde antiguo: la encarnación del Verbo, su Palabra, y nuestra divinización. Todo tu deseo es alimentarte de la palabra de Dios, fortalecerte con su sabia, «como verde olivo en la casa de Dios», «un árbol plantado al borde de la acequia», tú «el árbol de la vida» que «dio fruto a su tiempo»… El que es infinito, ilimitado, vino para quedarse en tu seno; Dios, el niño Jesús, se alimentó de tu leche. Eres la puerta siempre virginal de Dios; tus manos tienen a tu Dios; tus rodillas son un trono más elevado que los querubines… Eres la cámara nupcial del Espíritu, «la ciudad del Dios vivo, en la que se regocijan las aguas del río», es decir el efluvio de los dones del Espíritu. Eres «toda hermosa, la amada» de Dios.
San Andrés de Creta, Sermón 1 para la Natividad de la Virgen María
PG 97, pag. 812-816
«Dios te salve, llena de gracia» (Lc 1,28)
La degeneración causada por el pecado había oscurecido la belleza y la gracia de nuestra nobleza original. Pero cuando nace la madre de la belleza suprema, nuestra naturaleza recobra su pureza y queda restaurada según el modelo perfecto y digno de Dios. Todos nosotros habíamos preferido el mundo de abajo al de arriba. No quedaba esperanza alguna de salvación. El estado de nuestra naturaleza clamaba auxilio al cielo. Por fin, según su beneplácito, el divino artesano del universo decidió crear un mundo nuevo, un mundo distinto- todo hecho de armonía y de juventud.
¿No era necesario que una virgen purísima y sin mancha se pusiera al servicio de este plan misterioso?…Y esta virgen ¿dónde encontrarla sino en esta mujer única entre todas, elegida por el creador del univer so antes de todas las generaciones? Sí, ésta es la Madre de Dios, María, cuyas entrañas dieron a luz al Dios encarnado…
Así, pues, el designio del Redentor de nuestra raza consistía en un nacimiento y una creación nuevos para reemplazar lo caducado. También, del mismo modo que en el paraíso había cogida de la tierra virgen, sin mancha, un poco de barro para formar al primer Adán, en el momento de realizar su propia encarnación, se sirvió de otra tierra, es decir, de esta Virgen pura e inmaculada, elegida entre todas las criaturas. En ella nos restauró a partir de nuestra misma sustancia y creó al nuevo Adán, él el creador de Adán, para que el primer Adán fuese salvado por el segundo y eterno.
Beato Guerrico de Igny, Sermón 3 para la Anunciación, 2-4
«El Señor mismo va a daros una señal» (Is 7,14)
«Dijo el Señor a Ajaz: ‘Pide una señal’. Respondió Acaz: ‘No la pido, no quiero tentar al Señor» (Is 7,10-12)… Pues bien, este signo rechazado… nosotros lo acogemos, con entera fe y un respeto lleno de amor. Reconocemos que el hijo concebido por la Virgen es para nosotros «en las profundidades» del abismo, signo de perdón y de libertad, y «en lo más alto de los cielos» signo de esperanza, de exultación y de gloria… Desde entonces, el Señor eleva este signo, primero sobre el patíbulo de la cruz, después sobre su trono real…
Sí, esta madre virginal que concibe y da a luz es un signo para nosotros: signo que este hombre concebido y dado a luz, es Dios. Este hijo que hace obras divinas y soporta sufrimientos humanos, es para nosotros signo que llevará a Dios estos hombres para los cuales fue concebido y dado a luz, y para los cuales, sufre también.
Y de entre todos los sufrimientos y desgracias humanas que este Dios se dignó sufrir para nosotros, tanto la primera en el tiempo, como la más grande en su humillación, sin lugar a dudas, creo que es el hecho que esta Majestad divina haya soportado ser concebido en el seno de una mujer, y permanecer encerrado en él durante nueve meses. ¿Dónde se ha visto jamás un anonadamiento tal? ¿Cuándo se la ha visto despojarse de sí misma hasta este punto? Durante un tiempo tan largo, esta Sabiduría no dice nada, esta Omnipotencia no hace nada visible, esta Majestad escondida no se revela a través de ningún signo. En la misma cruz, Cristo nunca ha aparecido débil… Pero en el seno, es como si no estuviera; su Omnipotencia es inoperante, como si no pudiera nada; y el Verbo eterno se esconde bajo el silencio.
San Beda el Venerable, Homilías para el Adviento, 3; CCL 122, 14-17
«Él será grande y será llamado hijo del Altísimo» (Lc 1,32)
«El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen, desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María». Lo que se dice de la casa de David, no se refiere solamente a José, sino también a María. Porque la Ley prescribía que cada uno debía desposarse con una mujer de su misma tribu y familia, tal como lo atestigua el apóstol Pablo al escribir a Timoteo: «Haz memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David: éste es mi Evangelio» (2Tm 2,8)…
«Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor le dará el trono de David su padre». El trono de David designa aquí al poder sobre el pueblo de Israel, que David, en su tiempo, gobernó con un celo lleno de fe… Este pueblo, que David dirigió por su poder temporal, Cristo lo llevará, por una gracia espiritual, hacia el reino eterno…
«Reinará sobre la casa de Jacob para siempre». La casa de Jacob designa a la Iglesia universal que, por la fe y el testimonio dados a Cristo, se une al destino de los patriarcas, ya sea los que descienden de ella según la carne, ya sea a los que nacidos carnalmente de otra nación, han renacido en Cristo por el bautismo en el Espíritu. Es sobre esta casa de Jacob sobre la que reinará eternamente: «y su reino no tendrá fin». Sí, reina sobre ella ahora, en la vida presente, al gobernar el corazón de los elegidos en los que habita, por su fe y su amor hacia él; y los gobierna con su constante protección para que lleguen hasta ellos los dones de la retribución celeste; reina en el futuro cuando, una vez acabado el estado de exilio temporal, les introduce en las estancias de la patria celestial. Y allí se gozan de lo que su presencia visible les recuerda continuamente: que no tienen que hacer otra cosa sino cantar sus alabanzas.
San Ivo de Chartres, Sermón 15 ; PL 162, 583
«El que ha de nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35)
Celebramos hoy la admirable concepción de Jesús por la Virgen. Celebramos el comienzo de nuestra redención y anunciamos el designio de Dios, formado de bondad y poder. Porque si el Señor del universo hubiera venido en busca de sus siervos perdidos para juzgarlos y no para mostrarles su bondad, jamás se habría revestido de esta envoltura frágil y limitada (Gn 2,7) en la cual pudo sufrir con nosotros y por nosotros. A los paganos esto les parece, tomando palabras de san Pablo, debilidad y locura (1Co 1,23.25), porque se fundan en el razonamiento de la vana filosofía y forman juicios sobre el Creador a partir de las leyes de la creación. ¿Existe una obra más grande de poder que la de hacer concebir a la Virgen, en contra de las leyes de la naturaleza? ¿Y, después de haber tomado nuestra carne, devolver una naturaleza mortal a la gloria de la inmortalidad, pasando por la muerte? Por eso el apóstol dijo: «La debilidad de Dios es más fuerte que el hombre «(v. 25)…
Hoy el seno de la Virgen, se convierte en la puerta del cielo, por la cual Dios desciende a la casa de los hombres para hacerlos subir al cielo.
San Epifanio de Salamina, Homilía V
PG 43, 491.494.502
«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28)
¿Cómo hablar? ¿Qué elogio podré yo hacer de la Virgen gloriosa y santa? Ella está por encima de todos los seres, exceptuando a Dios; es, por naturaleza, más bella que los querubines y todo el ejército de los ángeles. Ni la lengua del cielo, ni la de la tierra, ni incluso la de los ángeles sería suficiente para alabarla. ¡Bienaventurada Virgen, paloma pura, esposa celestial…, templo y trono de la divinidad! Tuyo es Cristo, sol resplandeciente en el cielo y sobre la tierra. Tú eres la nube luminosa que hizo bajar a Cristo, él, el rayo resplandeciente que ilumina al mundo.
Alégrate, llena de gracia, puerta de los cielos; es de ti que habla el Cantar de los Cantares… cuando exclama: «Tú eres huerto cerrado, hermana mía, esposa mía, huerto cerrado, fuente sellada (4,12)… Santa Madre de Dios, cordera inmaculada, de ti ha nacido el Cordero, Cristo, el Verbo encarnado en ti… ¡Qué sorprendente maravilla en los cielos: una mujer, revestida de sol (Ap 12,1), llevando la luz en sus brazos!… Qué asombrosa maravilla en los cielos: el Señor de los ángeles hecho hijo de la Virgen. Los ángeles acusaban a Eva; ahora llenan de gloria a María porque ella ha levantado a Eva de su caída y hace entrar en los cielos a Adán echado fuera del Paraíso…
Es inmensa la gracia concedida a esta Virgen santa. Por eso Gabriel, le dirige primeramente este saludo: «Alégrate, llena de gracia», resplandeciente como el cielo. «Alégrate, llena de gracia», Virgen adornada con toda clase de virtudes… «Alégrate, llena de gracia», tú sacias a los sedientos con la dulzura de la fuente eterna. Alégrate, santa Madre inmaculada; tú has engendrado a Cristo que te precede. Alégrate, púrpura real; tú has revestido al rey de cielo y tierra. Alégrate, libro sellado; tú has dado al mundo poder leer al Verbo, el Hijo del Padre.
Tertuliano, La Carne de Cristo, 17 : PL 2, 781
«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38)
¿Por qué el Hijo de Dios ha nacido de una Virgen?… Era necesario un modo totalmente nuevo de nacimiento al que iba a consagrar un nueva manera de nacer. Isaías había profetizado que el Señor anunciaría esta maravilla por un signo. ¿Qué signo? « He aquí que una Virgen va a concebir y dar a luz un niño» Sí, la Virgen ha concebido y dado a luz al Emmanuel, Dios con nosotros (Is 7,14; Mt 1,23). Helo aquí, este nuevo orden de nacimiento: el hombre nace de Dios porque Dios nace del hombre; Dios se hace carne para regenerar la carne por la semilla nueva del Espíritu y lavar todas sus manchas pasadas. Todo este orden nuevo ha sido prefigurado en el Antiguo Testamento, porque en el designio divino el primer hombre ha nacido por Dios a través de una virgen. En efecto, la tierra estaba aún virgen, el trabajo del hombre no la había tocado, la semilla no había sido echada, cuando Dios la toma para formar el hombre y hacerle « un ser viviente » (Gn 2,5.7). Si pues el primer Adán ha sido formado de la tierra, es justo que el segundo, el que el apóstol Pablo llama «el nuevo Adán» sea él también formado por Dios con una tierra virgen, es decir de una carne cuya virginidad permanecía inviolada, para llegar a ser «Espíritu que da la vida» (1 Co 15,45)…
Cuando ha querido cubrir «su imagen y semejanza» (Gn 1,26) caída en poder del demonio, Dios ha hecho de la misma manera que en el momento en el que lo había creado. Eva era aún virgen cuando acogió la palabra que iba a producir la muerte; fue también en una virgen cómo debía descender la Palabra de Dios que iba a criar el edificio de la Vida… Eva había dado su fe a la serpiente; María tuvo fe en Gabriel. El pecado que Eva había cometido al creer, es creyendo como María lo ha borrado… La Palabra del diablo ha sido para Eva la semilla de su humillación y de sus dolores en el alumbramiento (Gn 3,16), y ella parió el asesino de su hermano (4,8). Al contrario, María alumbró un hijo que debía salvar a Israel, su hermano.
Benedicto XVI, papa
Homilía, 14-05-2009
[…] Lo que sucedió aquí en Nazaret, lejos de la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una poderosa intervención en la historia, a través de la cual un niño fue concebido para traer la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor a nosotros, de su deseo de estar unido a nosotros. Aquí el Hijo eterno de Dios se hizo hombre, permitiéndonos a nosotros, sus hermanos y hermanas, compartir su filiación divina. Ese movimiento de abajamiento de un amor que se vació a sí mismo, hizo posible el movimiento inverso de exaltación, en el cual también nosotros fuimos elevados para compartir la misma vida de Dios (cf. Flp 2, 6-11).
El Espíritu que «vino sobre María» (cf. Lc 1, 35) es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en los albores de la creación (cf. Gn 1, 2). Esto nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria cortesía de Dios (cf. Madre Juliana de Norwich,Revelaciones 77-79). Él no impone su voluntad, no predetermina sencillamente el papel que María desempeñará en su plan para nuestra salvación: él busca primero su consentimiento. Obviamente, en la creación original Dios no podía pedir el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva creación lo pide. María representa a toda la humanidad. Ella habla por todos nosotros cuando responde a la invitación del ángel.
San Bernardo describe cómo toda la corte celestial estuvo esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento gracias a la cual se consumó la unión nupcial entre Dios y la humanidad. La atención de todos los coros de los ángeles se redobló en ese momento, en el que tuvo lugar un diálogo que daría inicio a un nuevo y definitivo capítulo de la historia del mundo. María dijo: «Hágase en mí según tu palabra». Y la Palabra de Dios se hizo carne.
Reflexionar sobre este misterio gozoso nos da esperanza, la esperanza segura de que Dios continuará penetrando en nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos impulsa a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos renueva, que nos hace uno con él y nos llena de su vida. Nos invita, con exquisita cortesía, a consentir que él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios en nuestro corazón, capacitándonos para responderle con amor y para amarnos los unos a los otros.
[…] Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que en este lugar miró la humildad de su esclava, y cantemos sus alabanzas en unión con la santísima Virgen María, con todos los coros de los ángeles y los santos, y con la Iglesia en el mundo entero.
Ángelus, 25-03-2007
El 25 de marzo se celebra la solemnidad de la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María… Quisiera reflexionar ahora sobre este estupendo misterio de la fe, que contemplamos todos los días en el rezo del Ángelus. La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un acontecimiento humilde, oculto —nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo María—, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen dijo su «sí» al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la Pascua como «nueva y eterna alianza».
En realidad, el «sí» de María es el reflejo perfecto del de Cristo mismo cuando entró en el mundo, como escribe la carta a los Hebreos interpretando el Salmo 39: «He aquí que vengo —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 7). La obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre, y así, gracias al encuentro de estos dos «sí», Dios pudo asumir un rostro de hombre. Por eso la Anunciación es también una fiesta cristológica, porque celebra un misterio central de Cristo: su Encarnación.
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». La respuesta de María al ángel se prolonga en la Iglesia, llamada a manifestar a Cristo en la historia, ofreciendo su disponibilidad para que Dios pueda seguir visitando a la humanidad con su misericordia. De este modo, el «sí» de Jesús y de María se renueva en el «sí» de los santos, especialmente de los mártires, que son asesinados a causa del Evangelio. Lo subrayo recordando que ayer, 24 de marzo, aniversario del asesinato de monseñor Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, se celebró la Jornada de oración y ayuno por los misioneros mártires: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos asesinados en el cumplimiento de su misión de evangelización y promoción humana.
[…] En este tiempo cuaresmal contemplamos con mayor frecuencia a la Virgen, que en el Calvario sella el «sí» pronunciado en Nazaret. Unida a Jesús, el Testigo del amor del Padre, María vivió el martirio del alma. Invoquemos con confianza su intercesión, para que la Iglesia, fiel a su misión, dé al mundo entero testimonio valiente del amor de Dios.
Homilía, 25-03-2006
[…] En la encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia y también cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial originario.
Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es él a quien siempre celebramos: el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado: la Virgen María. Con una imagen elocuente san Bernardo habla, al respecto, de aquaeductus (cf. Sermo in Nativitate B. V. Mariae: PL183, 437-448). Por tanto, al celebrar la encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.
De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al ángel de la Anunciación, pregunta: «¿Dime, oh ángel, por qué ha sucedido esto en María?». La respuesta, dice el mensajero, está contenida en las mismas palabras del saludo: «Alégrate, llena de gracia» (cf. Sermo 291, 6). De hecho, el ángel, «entrando en su presencia», no la llama por su nombre terreno, María, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve y la califica desde siempre: «Llena de gracia (gratia plena)», que en el original griego es ( ) «llena de gracia», y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: «amada» por Dios (cf. Lc 1, 28).
Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la sagrada Escritura (cf. In Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta «pasividad» de María, que desde siempre y para siempre es la «amada» por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad.
En la segunda lectura hemos escuchado la estupenda página en la que el autor de la carta a los Hebreos interpreta el salmo 39 precisamente a la luz de la encarnación de Cristo: «Cuando Cristo entró en el mundo dijo: (…) «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad»» (Hb 10, 5-7). Ante el misterio de estos dos «Aquí estoy», el «Aquí estoy» del Hijo y el «Aquí estoy» de la Madre, que se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios, quedamos asombrados y, llenos de gratitud, adoramos.
¡Qué gran don, hermanos, poder realizar esta sugestiva celebración en la solemnidad de la Anunciación del Señor! ¡Cuánta luz podemos recibir de este misterio para nuestra vida de ministros de la Iglesia! En particular vosotros, queridos nuevos cardenales, ¡qué apoyo podréis tener para vuestra misión de eminente «Senado» del Sucesor de Pedro!
Esta coincidencia providencial nos ayuda a considerar el acontecimiento de hoy, en el que resalta de modo particular el principio petrino de la Iglesia, a la luz de otro principio, elmariano, que es aún más originario y fundamental. La importancia del principio mariano en la Iglesia fue puesta de relieve de modo particular, después del Concilio, por mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, coherentemente con su lema Totus tuus. En su enfoque espiritual y en su incansable ministerio resultaba evidente a los ojos de todos la presencia de María como Madre y Reina de la Iglesia.
Esta presencia materna la sintió más que nunca en el atentado del 13 de mayo de 1981, aquí, en la plaza de San Pedro. Como recuerdo de aquel trágico suceso, quiso que dominara la plaza de San Pedro, desde lo alto del palacio apostólico, un mosaico con la imagen de la Virgen, para acompañar los momentos culminantes y la trama ordinaria de su largo pontificado, que hace precisamente un año entraba en su última fase, dolorosa y al mismo tiempo triunfal, verdaderamente pascual.
El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está «puesto» bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su «sí» a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo. En efecto, entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó fuertemente con la feliz decisión de poner el tratado sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia.
El tema de la relación entre el principio petrino y el mariano podemos encontrarlo también en el símbolo del anillo, que dentro de poco os entregaré. El anillo es siempre un signo nupcial. Casi todos vosotros ya lo habéis recibido el día de vuestra ordenación episcopal, como expresión de fidelidad y de compromiso de custodiar la santa Iglesia, esposa de Cristo (cf. Rito de la ordenación de los obispos). El anillo que hoy os entrego, propio de la dignidad cardenalicia, quiere confirmar y reforzar dicho compromiso partiendo, una vez más, de un don nupcial, que os recuerda que estáis ante todo íntimamente unidos a Cristo, para cumplir la misión de esposos de la Iglesia.
Por tanto, que recibir el anillo sea para vosotros como renovar vuestro «sí», vuestro «aquí estoy», dirigido al mismo tiempo al Señor Jesús, que os ha elegido y constituido, y a su santa Iglesia, a la que estáis llamados a servir con amor esponsal. Así pues, las dos dimensiones de la Iglesia, mariana y petrina, coinciden en lo que constituye la plenitud de ambas, es decir, en el valor supremo de la caridad, el carisma «superior», el «camino más excelente», como escribe el apóstol san Pablo (1 Co 12, 31; 13, 13).
Todo pasa en este mundo. En la eternidad, sólo el Amor permanece. Por eso, hermanos, aprovechando el tiempo propicio de la Cuaresma, esforcémonos por verificar que todas las cosas, tanto en nuestra vida personal como en la actividad eclesial en la que estamos insertados, estén impulsadas por la caridad y tiendan a la caridad. Para ello, nos ilumina también el misterio que hoy celebramos. En efecto, lo primero que hizo María después de acoger el mensaje del ángel fue ir «con prontitud» a casa de su prima Isabel para prestarle su servicio (cf.Lc 1, 39). La iniciativa de la Virgen brotó de una caridad auténtica, humilde y valiente, movida por la fe en la palabra de Dios y por el impulso interior del Espíritu Santo. Quien ama se olvida de sí mismo y se pone al servicio del prójimo.
He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia. Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por las sendas del amor. Este es el camino por el que he querido comenzar mi pontificado, invitando a todos, con mi primera encíclica, a edificar la Iglesia en la caridad, como «comunidad de amor» (cf. Deus caritas est, segunda parte). Al buscar esta finalidad, venerados hermanos cardenales, vuestra cercanía espiritual y activa es para mí un gran apoyo y consuelo. Os doy las gracias por ello, a la vez que os invito a todos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, a unirnos en la invocación del Espíritu Santo, a fin de que la caridad pastoral del Colegio de cardenales sea cada vez más ardiente, para ayudar a toda la Iglesia a irradiar en el mundo el amor de Cristo, para alabanza y gloria de la santísima Trinidad.
Amén.
Juan Pablo II, papa
Ángelus, 25-03-2001
1. […] La solemnidad de la Anunciación nos hace remontarnos a la fuente del gozo espiritual, que es la encarnación del Hijo de Dios.
2. Hoy queremos dar gracias a Dios de modo especial por el don de la salvación, que Cristo trajo al mundo con su encarnación: «Et Verbum caro factum est – El Verbo se hizo carne». De la contemplación de este misterio todos los creyentes pueden sacar nuevas energías espirituales para proclamar y testimoniar incesantemente a Cristo, nuestra única salvación, y servir fielmente al «Evangelio de la vida», que él nos confía.
Quiera Dios que frente a la cultura de la muerte y los ataques que, por desgracia, se multiplican contra la vida del hombre, se mantenga siempre firme el compromiso de defenderla en todas sus fases, desde el primer instante de su concepción hasta su ocaso. Ojalá que la humanidad conozca una nueva primavera de la vida en el respeto y en la acogida de todo ser humano, en cuyo rostro resplandece la imagen de Cristo.
Por esta intención oremos, juntamente con María, que es «la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte» (Evangelium vitae, 105).
Homilía, Nazaret, 25-03-2000
1. […] He deseado volver a la ciudad de Jesús para sentir una vez más, en contacto con este lugar, la presencia de la mujer de quien san Agustín escribió: «Él eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido» (Sermo69, 3, 4). Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones llaman a María bienaventurada (cf. Lc 1, 48)…
2. Nos hallamos reunidos para celebrar el gran misterio realizado aquí hace dos mil años. El evangelista san Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: «A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; (…) la virgen se llamaba María» (Lc 1, 26-27). Pero para comprender lo que sucedió en Nazaret hace dos mil años, debemos volver a la lectura tomada de la carta a los Hebreos. Este texto nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el designio de Dios desde toda la eternidad: «Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: (…) «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad»» (Hb 10, 5-7). La carta a los Hebreos nos dice que, obedeciendo a la voluntad del Padre, el Verbo eterno viene a nosotros para ofrecer el sacrificio que supera todos los sacrificios ofrecidos en la antigua Alianza. Su sacrificio eterno y perfecto redime el mundo.
El plan divino se reveló gradualmente en el Antiguo Testamento, de manera especial en las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7, 14).
Emmanuel significa «Dios-con-nosotros». Con estas palabras se anuncia el acontecimiento único que iba a tener lugar en Nazaret en la plenitud de los tiempos, y es el acontecimiento que estamos celebrando aquí con alegría y felicidad intensas.
3. […] Dios hace a [María] una maravillosa promesa… Se convertiría en madre de un Hijo que sería el Mesías, el Ungido. Gabriel le dice: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo. (…) El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, (…) y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 31-33).
… Para María la promesa divina es algo completamente inesperado. Dios altera el curso diario de su vida, modificando los ritmos establecidos y las expectativas comunes. La promesa le parece imposible. María no estaba aún casada: «¿Cómo será eso -pregunta-, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34).
4. A María se le pide que diga «sí» a algo que nunca antes había sucedido… Gabriel habla de Isabel para tranquilizar a María: «Ahí tienes a tu parienta Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo» (Lc 1, 36).
María debe caminar en la oscuridad, confiando plenamente en Aquel que la ha llamado. Sin embargo, incluso su pregunta: «¿Cómo será eso?», sugiere que María está dispuesta a decir «sí», a pesar de su temor y de su incertidumbre. María no pregunta si la promesa es posible, sino únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie su «sí»: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Con estas palabras, María se presenta como verdadera hija de Abraham, y se convierte en Madre de Cristo y en Madre de todos los creyentes.
5. […] Hemos llegado a Nazaret para alabar a la mujer «por quien la luz ha brillado en el mundo» (himno Ave Regina caelorum).
6. Pero hemos venido también a implorarle. ¿Qué pedimos nosotros, peregrinos a la Madre de Dios? Aquí, en la ciudad que Pablo VI, cuando visitó Nazaret, definió «la escuela del Evangelio», donde «se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplicísima, humildísima y bellísima manifestación del Hijo de Dios» (Homilía en Nazaret, 5 de enero de 1964), pido, ante todo, una gran renovación de la fe de todos los hijos de la Iglesia. Una profunda renovación de la fe: no sólo una actitud general de vida, sino también una profesión consciente y valiente del Credo: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, et homo factus est».
En Nazaret, donde Jesús «crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52), pido a la Sagrada Familia que impulse a todos los cristianos a defender la familia contra las numerosas amenazas que se ciernen actualmente sobre su naturaleza, su estabilidad y su misión. A la Sagrada Familia encomiendo los esfuerzos de los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad para defender la vida y promover el respeto a la dignidad de todo ser humano.
A María, la Theotókos, la gran Madre de Dios, consagro las familias de Tierra Santa, las familias del mundo.
En Nazaret, donde Jesús comenzó su ministerio público, pido a María que ayude a la Iglesia por doquier a predicar la «buena nueva» a los pobres, como él hizo (cf. Lc 4, 18). En este «año de gracia del Señor», le pido que nos enseñe el camino de la obediencia humilde y gozosa al Evangelio para servir a nuestros hermanos y hermanas, sin preferencias ni prejuicios.
«No desprecies mis súplicas, oh Madre del Verbo encarnado, antes bien dígnate aceptarlas y favorablemente escucharlas. Así sea» (Memorare).
Catequesis, Audiencia general, 18-09-1996
1. El concilio Vaticano II, comentando el episodio de la Anunciación, subraya de modo especial el valor del consentimiento de María a las palabras del mensajero divino. A diferencia de cuanto sucede en otras narraciones bíblicas semejantes, el ángel lo espera expresamente: «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (Lumen gentium, 56).
La Lumen gentium recuerda el contraste entre el modo de actuar de Eva y el de María, que san Ireneo ilustra así: «De la misma manera que aquella -es decir, Eva- había sido seducida por el discurso de un ángel, hasta el punto de alejarse de Dios desobedeciendo a su palabra, así ésta -es decir, María- recibió la buena nueva por el discurso de un ángel, para llevar en su seno a Dios, obedeciendo a su palabra; y como aquélla había sido seducida para desobedecer a Dios, ésta se dejó convencer a obedecer a Dios; por ello, la Virgen María se convirtió en abogada de la virgen Eva. Y de la misma forma que el género humano había quedado sujeto a la muerte a causa de una virgen, fue librado de ella por una Virgen; así la desobediencia de una virgen fue contrarrestada por la obediencia de una Virgen…» (Adv. Haer., 5, 19, 1).
2. Al pronunciar su «sí» total al proyecto divino, María es plenamente libre ante Dios. Al mismo tiempo, se siente personalmente responsable ante la humanidad, cuyo futuro está vinculado a su respuesta.
Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El «sí» de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, en su amor, trazó para la salvación del mundo.
El Catecismo de la Iglesia católica resume de modo sintético y eficaz el valor decisivo para toda la humanidad del consentimiento libre de María al plan divino de la salvación: «La Virgen María colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella pronunció su «fiat» «ocupando el lugar de toda la naturaleza humana». Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes» (n. 511).
3. Así pues, María, con su modo de actuar, nos recuerda la grave responsabilidad que cada uno tiene de acoger el plan divino sobre la propia vida. Obedeciendo sin reservas a la voluntad salvífica de Dios que se le manifestó a través de las palabras del ángel, se presenta como modelo para aquellos a quienes el Señor proclama bienaventurados, porque «oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28). Jesús, respondiendo a la mujer que, en medio de la multitud, proclama bienaventurada a su madre, muestra la verdadera razón de ser de la bienaventuranza de María: su adhesión a la voluntad de Dios, que la llevó a aceptar la maternidad divina.
En la encíclica Redemptoris Mater puse de relieve que la nueva maternidad espiritual, de la que habla Jesús, se refiere ante todo precisamente a ella. En efecto, «¿no es tal vez María la primera entre «aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen»? Y por consiguiente, ¿no se refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras de la mujer anónima?» (n. 20). Así, en cierto sentido, a María se la proclama la primera discípula de su Hijo (cf. ib.) y, con su ejemplo, invita a todos los creyentes a responder generosamente a la gracia del Señor.
4. El concilio Vaticano II destaca la entrega total de María a la persona y a la obra de Cristo: «Se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).
Para María, la entrega a la persona y a la obra de Jesús significa la unión íntima con su Hijo, el compromiso materno de cuidar de su crecimiento humano y la cooperación en su obra de salvación.
María realiza este último aspecto de su entrega a Jesús en dependencia de él, es decir, en una condición de subordinación, que es fruto de la gracia. Pero se trata de una verdadera cooperación, porque se realiza con él e implica, a partir de la anunciación, una participación activa en la obra redentora. «Con razón, pues, -afirma el concilio Vaticano II- creen los santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella, en efecto, como dice san Ireneo, «por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano» (Adv. Haer., 3, 22, 4)» (ib.)
María, asociada a la victoria de Cristo sobre el pecado de nuestros primeros padres, aparece como la verdadera «madre de los vivientes» (ib.). Su maternidad, aceptada libremente por obediencia al designio divino, se convierte en fuente de vida para la humanidad entera.
Catequesis, Audiencia general, 04-09-1996
1. Las palabras de María en la Anunciación: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), ponen de manifiesto una actitud característica de la religiosidad hebrea. Moisés, al comienzo de la antigua alianza, como respuesta a la llamada del Señor, se había declarado su siervo (cf. Ex 4,10; 14,31). Al llegar la nueva alianza, también María responde a Dios con un acto de libre sumisión y de consciente abandono a su voluntad, manifestando plena disponibilidad a ser «la esclava del Señor».
La expresión «siervo» de Dios se aplica en el Antiguo Testamento a todos los que son llamados a ejercer una misión en favor del pueblo elegido: Abraham (Gn 26,24), Isaac (Gn 24,14) Jacob (Ex 32,13; Ez 37,25), Josué (Jos 24,29), David (2 Sm 7,8) etc. Son siervos también los profetas y los sacerdotes, a quienes se encomienda la misión de formar al pueblo para el servicio fiel del Señor. El libro del profeta Isaías exalta en la docilidad del «Siervo sufriente» un modelo de fidelidad a Dios con la esperanza de rescate por los pecados del pueblo (cf, Is 42-53). También algunas mujeres brindan ejemplos de fidelidad, como la reina Ester, que, antes de interceder por la salvación de los hebreos, dirige una oración a Dios, llamándose varias veces «tu sierva» (Est 4,17).
2. María, la «llena de gracia», al proclamarse «esclava del Señor», desea comprometerse a realizar personalmente de modo perfecto el servicio que Dios espera de todo su pueblo. Las palabras: «He aquí la esclava del Señor» anuncian a Aquel que dirá de sí mismo: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45; cf. Mt 20,28). Así, el Espíritu Santo realiza entre la Madre y el Hijo una armonía de disposiciones íntimas, que permitirá a María asumir plenamente su función materna con respecto a Jesús, acompañándolo en su misión de Siervo.
En la vida de Jesús, la voluntad de servir es constante y sorprendente. En efecto, como Hijo de Dios, hubiera podido con razón hacer que le sirvieran. Al atribuirse el título de «Hijo del hombre», a propósito del cual el libro de Daniel afirma: «Todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán» (Dn 7,14), hubiera podido exigir el dominio sobre los demás. Por el contrario, al rechazar la mentalidad de su tiempo manifestada mediante la aspiración de los discípulos a ocupar los primeros lugares (cf. Mc 9,34) y mediante la protesta de Pedro durante el lavatorio de los pies (cf. Jn 13,6), Jesús no quiere ser servido, sino que desea servir hasta el punto de entregar totalmente su vida en la obra de la redención.
3. También María, aun teniendo conciencia de la altísima dignidad que se le había concedido, ante el anuncio del ángel se declara de forma espontánea «esclava del Señor». En este compromiso de servicio ella incluye también su propósito de servir al prójimo, como lo demuestra la relación que guardan el episodio de la Anunciación y el de la Visitación: cuando el ángel le informa de que Isabel espera el nacimiento de un hijo, María se pone en camino y «de prisa» (Lc 1,39) acude a Galilea para ayudar a su prima en los preparativos del nacimiento del niño, con plena disponibilidad. Así brinda a los cristianos de todos los tiempos un modelo sublime de servicio.
Las palabras «Hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,38), manifiestan en María, que se declara esclava del Señor, una obediencia total a la voluntad de Dios. El optativo «hágase» (génoito), que usa san Lucas, no sólo expresa aceptación, sino también acogida convencida del proyecto divino, hecho propio con el compromiso de todos sus recursos personales.
4. María, acogiendo plenamente la voluntad divina, anticipa y hace suya la actitud de Cristo que, según la carta a los Hebreos, al entrar en el mundo, dice: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo (…). Entonces dije: ¡He aquí que vengo (…) a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10,5-7; Sal 40,7-9).
Además, la docilidad de María anuncia y prefigura la que manifestará Jesús durante su vida pública hasta el Calvario. Cristo dirá: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). En esta misma línea, María hace de la voluntad del Padre el principio inspirador de toda su vida, buscando en ella la fuerza necesaria para el cumplimiento de la misión que se le confió.
Aunque en el momento de la Anunciación María no conoce aún el sacrificio que caracterizará la misión de Cristo, la profecía de Simeón le hará vislumbrar el trágico destino de su Hijo (cf. Lc 2,34-35). La Virgen se asociará a él con íntima participación. Con su obediencia plena a la voluntad de Dios, María está dispuesta a vivir todo lo que el amor divino tiene previsto para su vida, hasta la «espada» que atravesará su alma.
Catequesis, Audiencia general, 03-07-1996
1. En la narración evangélica de la Visitación, Isabel, «llena de Espíritu Santo», acogiendo a María en su casa, exclama: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Esta bienaventuranza, la primera que refiere el evangelio de san Lucas, presenta a María como la mujer que con su fe precede a la Iglesia en la realización del espíritu de las bienaventuranzas.
El elogio que Isabel hace de la fe de María se refuerza comparándolo con el anuncio del ángel a Zacarías. Una lectura superficial de las dos anunciaciones podría considerar semejantes las respuestas de Zacarías y de María al mensajero divino: «¿En qué lo conoceré? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad», dice Zacarías; y María: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,18.34). Pero la profunda diferencia entre las disposiciones íntimas de los protagonistas de los dos relatos se manifiesta en las palabras del ángel, que reprocha a Zacarías su incredulidad, mientras que da inmediatamente una respuesta a la pregunta de María. A diferencia del esposo de Isabel, María se adhiere plenamente al proyecto divino, sin subordinar su consentimiento a la concesión de un signo visible.
Al ángel que le propone ser madre, María le hace presente su propósito de virginidad. Ella, creyendo en la posibilidad del cumplimiento del anuncio, interpela al mensajero divino sólo sobre la modalidad de su realización, para corresponder mejor a la voluntad de Dios, a la que quiere adherirse y entregarse con total disponibilidad. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios», comenta san Agustín (Sermo 291).
2. También el contexto en el que se realizan las dos anunciaciones contribuye a exaltar la excelencia de la fe de María. En la narración de san Lucas captamos la situación más favorable de Zacarías y lo inadecuado de su respuesta. Recibe el anuncio del ángel en el templo de Jerusalén, en el altar delante del «Santo de los Santos» (cf. Ex 30,6-8); el ángel se dirige a él mientras ofrece el incienso; por tanto, durante el cumplimiento de su función sacerdotal, en un momento importante de su vida; se le comunica la decisión divina durante una visión. Estas circunstancias particulares favorecen una comprensión más fácil de la autenticidad divina del mensaje y son un motivo de aliento para aceptarlo prontamente.
Por el contrario, el anuncio a María tiene lugar en un contexto más simple y ordinario, sin los elementos externos de carácter sagrado que están presentes en el anuncio a Zacarías. San Lucas no indica el lugar preciso en el que se realiza la anunciación del nacimiento del Señor; refiere, solamente, que María se hallaba en Nazaret, aldea poco importante, que no parece predestinada a ese acontecimiento. Además, el evangelista no atribuye especial importancia al momento en que el ángel se presenta, dado que no precisa las circunstancias históricas. En el contacto con el mensajero celestial, la atención se centra en el contenido de sus palabras, que exigen a María una escucha intensa y una fe pura.
Esta última consideración nos permite apreciar la grandeza de la fe de María, sobre todo si la comparamos con la tendencia a pedir con insistencia, tanto ayer como hoy, signos sensibles para creer. Al contrario, la aceptación de la voluntad divina por parte de la Virgen está motivada sólo por su amor a Dios.
3. A María se le propone que acepte una verdad mucho más alta que la anunciada a Zacarías. Éste fue invitado a creer en un nacimiento maravilloso que se iba a realizar dentro de una unión matrimonial estéril, que Dios quería fecundar. Se trata de una intervención divina análoga a otras que habían recibido algunas mujeres del Antiguo Testamento: Sara (Gn 17,15-21; 18,10-14), Raquel (Gn 30,22), la madre de Sansón (Jc 13,1-7) y Ana, la madre de Samuel (1 S 1,11-20). En estos episodios se subraya, sobre todo, la gratuidad del don de Dios.
María es invitada a creer en una maternidad virginal, de la que el Antiguo Testamento no recuerda ningún precedente. En realidad, el conocido oráculo de Isaías: «He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14), aunque no excluye esta perspectiva, ha sido interpretado explícitamente en este sentido sólo después de la venida de Cristo, y a la luz de la revelación evangélica.
A María se le pide que acepte una verdad jamás enunciada antes. Ella la acoge con sencillez y audacia. Con la pregunta: «¿Cómo será esto?», expresa su fe en el poder divino de conciliar la virginidad con su maternidad única y excepcional.
Respondiendo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), el ángel da la inefable solución de Dios a la pregunta formulada por María. La virginidad, que parecía un obstáculo, resulta ser el contexto concreto en que el Espíritu Santo realizará en ella la concepción del Hijo de Dios encarnado. La respuesta del ángel abre el camino a la cooperación de la Virgen con el Espíritu Santo en la generación de Jesús.
4. En la realización del designio divino se da la libre colaboración de la persona humana. María, creyendo en la palabra del Señor, coopera en el cumplimiento de la maternidad anunciada.
Los Padres de la Iglesia subrayan a menudo este aspecto de la concepción virginal de Jesús. Sobre todo san Agustín, comentando el evangelio de la Anunciación, afirma: «El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe» (Sermo 13 in Nat. Dom.). Y añade: «Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal» (Sermo 293).
El acto de fe de María nos recuerda la fe de Abraham, que al comienzo de la antigua alianza creyó en Dios, y se convirtió así en padre de una descendencia numerosa (cf. Gn 15,6; Redemptoris Mater, 14). Al comienzo de la nueva alianza también María, con su fe, ejerce un influjo decisivo en la realización del misterio de la Encarnación, inicio y síntesis de toda la misión redentora de Jesús.
La estrecha relación entre fe y salvación, que Jesús puso de relieve durante su vida pública (cf. Mc 5,34; 10,52; etc.), nos ayuda a comprender también el papel fundamental que la fe de María ha desempeñado y sigue desempeñando en la salvación del género humano.
Catequesis, Audiencia general, 25-03-1981
1. «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (cf. Sal 39, 8, ss.; Heb 10, 7). He aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38).
Son las palabras del Verbo al entrar en el mundo, y las de María que acoge su anuncio. Con estas palabras os saludo, queridísimos hermanos y hermanas, en este día solemnísimo dedicado por la liturgia a la Anunciación del Señor. El corazón cristiano late de emoción y de amor al pensar en el instante inefable, en el que el Verbo se hizo uno de nosotros: et Verbum caro factum est. Desde los primeros siglos, el corazón de la Iglesia se ha dirigido con toda su devoción al hecho que celebramos hoy; recuerdo las fórmulas más antiguas del Credo, que se remontan, por lo menos, al siglo II, confirmadas solemnemente por los Concilios de Nicea, en el 325 y de Constantinopla en el 381; recuerdo el fresco de las catacumbas de Priscila, del siglo II, primer testimonio conmovedor de ese tributo que el arte cristiano ha dedicado sin descanso a la Anunciación del Señor con las páginas más brillantes de su historia; recuerdo la gran basílica construida en Nazaret, en el siglo IV, por iniciativa de la Emperatriz Santa Elena. También la solemnidad de hoy es muy antigua, y aunque sus orígenes no estén determinados con certeza cronológica por los estudiosos, ya a finales del siglo VII (aunque con orígenes ciertamente anteriores) había sido fijada definitivamente el 25 de marzo, porque antiguamente se creía que en ese día se había realizado la creación del mundo y la muerte del Redentor: de modo que la fecha de la fiesta de la Anunciación contribuyó a fijar la de Navidad (cf. F. Cabrol,Annonciation, Fête de l’, en Dacl, I, 2, París, 1924, col. 2247). La solemnidad de hoy tiene, por esto, un gran significado, tanto mariológico, como cristológico.
2. María da su asentimiento al Ángel anunciador. La página de Lucas, aún en su concisión escueta, es riquísima de contenidos bíblicos veterotestamentarios, y de la inaudita novedad de la revelación cristiana: de ella es protagonista una mujer, la Mujer por excelencia (cf. Jn 2, 4; 19, 26), elegida desde toda la eternidad para ser la primera e indispensable colaboradora del plan divino de salvación. Es la «almah» profetizada por Isaías (7, 14), la doncella de estirpe real que responde al nombre de Miriam, de María de Nazaret, humildísima y oculta aldea de Galilea (cf. Jn 1, 46); la auténtica novitas cristiana, que ha colocado a la mujer en una altísima dignidad incomparable, inconcebible para la mentalidad judía del tiempo, como para la civilización greco-romana, comienza desde este anuncio que Gabriel dirige a María, en el nombre mismo del Señor. La saluda con palabras tan elevadas, que la atemorizan: «Kaire, Ave, ¡alégrate!» La alegría mesiánica resuena por primera vez en la tierra. «Kekaritoméne, gratia plena, ¡llena de gracia!». La Inmaculada está aquí esculpida en su plenitud misteriosa de elección divina, de predestinación eterna, de claridad luminosa. «Dominus tecum, ¡el Señor es contigo!«. Dios está con María, miembro elegido de la familia humana para ser la madre del Emmanuel, de Aquel que es «Dios con nosotros»: Dios de ahora en adelante, estará siempre, sin arrepentimientos, sin retractaciones, con la humanidad, hecho uno con ella para salvarla y darle su Hijo, el Redentor: y María es la garantía viviente, concreta, de esta presencia salvífica de Dios.
3. Del diálogo entre la Criatura elegido y el Ángel de Dios continúan fluyendo otras verdades fundamentales para nosotros: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre… El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1, 31 s. 35) Viene Aquel que, por línea de Adán entra en las genealogías de Abraham y David (cf. Mt 1, 1-17; Lc 3, 23-38): El está en la línea de las promesas divinas, pero viene al mundo sin tener necesidad de la trayectoria de la paternidad humana, más aún, la sobrepasa en la línea de la fe inmaculada. Toda la Trinidad está comprometida en esta obra, como anuncia el Ángel: Jesús, el Salvador, es el «Hijo del Altísimo», el «Hijo de Dios»; está presente el Padre para proyectar su sombra sobre María, está presente el Espíritu Santo para descender sobre Ella y fecundar su seno intacto con su potencia. Como ha comentado sutilmente San Ambrosio, en su exposición a este pasaje del Evangelio de Lucas, se oyó ese día por vez primera la revelación del Espíritu Santo, y fue creída inmediatamente: «et auditur et creditur» (Exp. Ev. sec. Lucam, II, 15; ed. M. Adriaen, CCL, XIV, Turnholt, 1957, pág. 38).
El Ángel pide el asentimiento de María para que el Verbo entre en el mundo. La espera de los siglos pasados se centra en este punto; de él depende la salvación del hombre. San Bernardo, al comentar la Anunciación, expresa estupendamente este momento único, cuando dice, dirigiéndose a la Virgen: «Todo el mundo espera postrado a tus pies; y no sin motivo, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta» (In laudibus Virginis Mariae, Homilía IV, 8 en Sermones, I, ed. J. Leclerq y H. Rochais. S. Bernardi Opera Omnia, IV, Roma, 1966, págs. 58 y s.; Sobre las excelencias de la Virgen Madre, Homilía IV, 8, en B.A.C, 110, Madrid 1953, p. 224).
Y el asentimiento de María es un asentimiento de fe. Se encuentra en la línea de la fe. Por tanto, justamente el Concilio Vaticano II, al reflexionar sobre María como prototipo y modelo de la Iglesia, ha propuesto su ejemplo de fe activa precisamente en el momento de su Fiat: «María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (Lumen gentium, 56).
Por esto, la solemnidad de hoy nos invita a seguir las mismas huellas de fe operante de María: una fe generosa, que se abre a la Palabra de Dios, que acoge la voluntad de Dios, sea cual fuere y de cualquier modo que se manifieste; una fe fuerte, que supera todas las dificultades, las incomprensiones, las crisis; una fe operante, alimentada como viva llama de amor, que quiere colaborar fuertemente con el designio de Dios sobre nosotros. «He aquí la esclava del Señor»: cada uno de nosotros, como invita el Concilio, debe estar pronto a responder así, como Ella, en la fe y en la obediencia, para cooperar, cada uno en la propia esfera de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios.
4. La respuesta de María fue el eco perfecto de la respuesta del Verbo al Padre. El Aquí estoyde Ella es posible, en cuanto le ha precedido y sostenido el Aquí estoy del Hijo de Dios, el cual, en el momento del consentimiento de María, se convierte en el Hijo del hombre. Hoy celebramos el misterio fundamental de la Encarnación del Verbo. La Carta a los Hebreos nos hace como penetrar en los abismos insondables de ese abajamiento del Verbo, de su humillación por amor a los hombres hasta la muerte de cruz: «Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad» (Heb 10, 5, ss).
Me has preparado un cuerpo: la celebración de hoy nos lleva sin duda a la fecha de Navidad, dentro de nueve meses; pero ella, con pensamiento místicamente profundo que, como he dicho, fue bien captado por nuestros hermanos y hermanas de la Iglesia de los primeros siglos, nos lleva, sobre todo, a la próxima pasión, muerte y resurrección de Jesús. El hecho de que la Anunciación del Señor caiga dentro del período cuaresmal y en sintonía con él, nos hace comprender su significado redentor: la Encarnación está íntimamente ligada a la Redención, que Jesús realizó derramando su sangre por nosotros en la cruz.
Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad. ¿Por qué esta obediencia, por qué este abajamiento, por qué este sufrimiento? Nos responde el Credo: «Propter nos homines et propter nostram salutem: por nosotros los hombres y por nuestra salvación». Jesús bajó del cielo para hacer subir allá arriba con pleno derecho al hombre, y, haciéndolo hijo en el Hijo, para restituirlo a la dignidad perdida con el pecado. Vino para llevar a cumplimiento el plan originario de la Alianza. La Encarnación confiere para siempre al hombre su extraordinaria, única, e inefable dignidad. Y de aquí toma miren el camino que recorre la Iglesia. Como escribí en mi primera Encíclica: ‘Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo cuando —como enseña el Concilio— ‘mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre‘. La Iglesia reconoce por tanto que su cometido fundamental es lograr que tal unión pueda actuarse y renovarse continuamente. La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención» (Redemptor hominis 13).
5. La Iglesia no olvida —¿cómo podría hacerlo?— que el Verbo, en este acontecimiento que hoy recordamos, se ofrece al Padre por la salvación del hombre, por la dignidad del hombre. En este acto de ofrecimiento de sí mismo se contiene ya todo el valor salvífica de su misión mesiánica: todo está ya «in nuce» encerrado aquí, en esta misteriosa entrada, del «Sol de justicia» (cf. Mt 4, 2) en las tinieblas de este mundo, que no lo acogieron (cf. Jn 1, 5). Sin embargo, nos atestigua el Evangelista Juan: «Mas a cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre, que… son nacidos de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 12 ss.).
Sí, hermanos y hermanas queridísimos, hemos visto su gloria. La liturgia hoy nos la propone ante los ojos en su misteriosa e inefable grandeza, que nos sobrepuja con su magnificencia y nos sostiene con su humildad: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».
Acojámosle. Digámosle también nosotros: Aquí estoy, vengo a hacer tu voluntad. Estemos disponibles a la acción del Verbo, que quiere salvar al mundo también mediante la colaboración de cuantos hemos creído en El. Acojámosle. Y con Él, acojamos a cada uno de los hombres. Las tinieblas parecen todavía querer prevalecer siempre: la riqueza inicua, el egoísmo indiferente a los sufrimientos de los otros, la desconfianza recíproca, las enemistades entre los pueblos, el hedonismo que entenebrece la razón y pervierte la dignidad humana, todos los pecados que ofenden a Dios y van contra el amor del prójimo. Debemos dar, aún en medio de tantos anti-testimonios, el testimonio de la fidelidad; debemos ser, aún entre tantos anti-valores, el valor que vence al mal con su fuerza intrínseca. La cruz de Cristo nos da la fuerza para ello, la obediencia de María nos da el ejemplo. No nos echemos atrás. No nos avergoncemos de nuestra fe. Seamos astros que brillan en el mundo, luz que atrae, calor que persuade.
Con mi bendición apostólica.
Rosarium Virginis Mariae, Carta apostólica
Misterios de gozo
20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del mundo. En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad está como implicada en el fiat con el que Ella responde prontamente a la voluntad de Dios.
El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de alegría» a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles y anunciado a los pastores como «una gran alegría» (Lc 2, 10).
Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría, anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación en el templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración y extasía al viejo Simeón, contiene también la profecía de que el Niño será «señal de contradicción» para Israel y de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf. Lc 2, 34-35). Gozoso y dramático al mismo tiempo es también el episodio de Jesús de 12 años en el templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha y pregunta, y ejerciendo sustancialmente el papel de quien ‘enseña’. La revelación de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta los más profundos lazos de afecto humano. José y María mismos, sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras (Lc 2, 50).
De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo evangelion, ‘buena noticia’, que tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.
Concilio Vaticano II
Constitución Lumen gentium, n. 56
56. Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida. Lo cual se cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al mundo la Vida misma que renueva todas las cosas y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos de un oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre los Santos Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo [176]. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación como «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28), a la vez que ella responde al mensajero celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano» [177]. Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su predicación que «el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe» [178], ; y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes» [179], afirmando aún con mayor frecuencia que «la muerte vino por Eva, la vida por María» [180].
Notas
[176] Cf. San Germán Const., Hom. in Annunt. Deiparae: PG 98, 328A; In Dorm., 2, 357. Anastasio Antioch., Serm. 2. de Annunt. 2: PG 89, 1377 AB; Serm. 3, 2: col. 1388C. San Andrés Cret., Can. in B. V. Nat. 4: PG 97, 1321B; In B. V. Nat. 1, 812A; Hom. in dorm. 1, 1068C. San Sofronio, Or. 2 in Annunt. 18: PG 87 (3), 3237BD.
[177] San Ireneo, Ad. haer. III, 22, 4: PG 7, 959 A; Harvey, 2, 123.
[178] San Ireneo, ibid.; Harvey, 2, 124.
[179] San Epifanio, Haer. 78, 18: PG 42, 728CD-729AB.
[180] San Jerónimo, Epist. 22, 21: PL 22, 408. Cf. San Agustín, Serm. 51, 2, 3: PL 38, 335;Serm. 232, 2: 1108. San Cirilo Jeros., Catech. 12, 15: PG 33, 741AB. San J. Crisóstomo, In Ps. 44, 7: PG 55, 193. San J. Damasceno, Hom. 2 in dorm. B. M. V. 3: PG 96, 728.
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