La Presentación del Señor o Candelaria (2 de febrero) – Homilías
/ 2 febrero, 2015 / Propio de los SantosLecturas (2 de Febrero – Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo)
Haga clic en el enlace de cada texto para ver su comentario por versículos.
-1ª Lectura: Mal 3, 1-4 : Entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis.
-Salmo: Sal 23 : R. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.
-2ª Lectura: Heb 2, 14-18 : Tenía que parecerse en todo a sus hermanos.
+Evangelio: Lc 2, 22-40 : Mis ojos han visto a tu Salvador.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Sofronio, obispo
Sermón: Acojamos la luz clara y eterna
Sermón 3, Sobre el Hypapanté, 6. 7: PG 87, 3, 3291-3293.
Liturgia de las Horas
Corramos todos al encuentro del Señor, los que con fe celebramos y veneramos su misterio, vayamos todos con alma bien dispuesta. Nadie deje de participar en este encuentro, nadie deje de llevar su luz.
Llevamos en nuestras manos cirios encendidos, ya para significar el resplandor divino de aquel que viene a nosotros —el cual hace que todo resplandezca y, expulsando las negras tinieblas, lo ilumina todo con la abundancia de la luz eterna—, ya, sobre todo, para manifestar el resplandor con que nuestras almas han de salir al encuentro de Cristo.
En efecto, del mismo modo que la Virgen Madre de Dios tomó en sus brazos la luz verdadera y la comunicó a los que yacían en tinieblas, así también nosotros, iluminados por él y llevando en nuestras manos una luz visible para todos, apresurémonos a salir al encuentro de aquel que es la luz verdadera.
Sí, ciertamente, porque la luz ha venido al mundo, para, librarlo de las tinieblas en que estaba envuelto y llenarlo de resplandor, y nos ha visitado el sol que nace de lo alto, llenando de su luz a los que vivían en tinieblas: esto es lo que nosotros queremos significar. Por esto, avanzamos en procesión con cirios en las manos; por esto, acudimos llevando luces, queriendo representar la luz que ha brillado para nosotros, así como el futuro resplandor que, procedente de ella, ha de inundarnos. Por tanto, corramos todos a una, salgamos al encuentro de Dios.
Ha llegado ya aquella luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre. Dejemos, hermanos, que esta luz nos penetre y nos transforme.
Ninguno de nosotros ponga obstáculos a esta luz y se resigne a permanecer en la noche; al contrario, avancemos todos llenos de resplandor; todos juntos, iluminados, salgamos a su encuentro y, con el anciano Simeón, acojamos aquella luz clara y eterna; imitemos la alegría de Simeón y, como él, cantemos un himno de acción de gracias al Engendrador y Padre de la luz, que ha arrojado de nosotros las tinieblas y nos ha hecho partícipes de la luz verdadera.
También nosotros, representados por Simeón, hemos visto la salvación de Dios, que él ha presentado ante todos los pueblos y que ha manifestado para gloria de nosotros, los que formamos el nuevo Israel; y, así como Simeón, al ver a Cristo, quedó libre de las ataduras de la vida presente, así también nosotros hemos sido liberados del antiguo y tenebroso pecado.
También nosotros, acogiendo en los brazos de nuestra fe a Cristo, que viene desde Belén hasta nosotros, nos hemos convertido de gentiles en pueblo de Dios (Cristo es, en efecto, la salvación de Dios Padre) y hemos visto, con nuestros ojos, al Dios hecho hombre; y, de este modo, habiendo visto la presencia de Dios y habiéndola aceptado, por decirlo así, en los brazos de nuestra mente, somos llamados el nuevo Israel. Esto es lo que vamos celebrando, año tras año, porque no queremos olvidarlo.
San Bernardo, monje y doctor de la Iglesia
Sermón: Ofrenda nueva y eterna
Serm. 2 para la Presentación del Señor
«Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor»
Ofrece a tu hijo, Virgen santa, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre (Lc 1,42). Ofrece para nuestra reconciliación a la víctima santa que le agrada a Dios. Dios aceptará sin duda alguna esta ofrenda nueva, esta víctima de gran precio, sobre quien él mismo dijo: «éste es mi Hijo amado; en quien me complazco» (Mt 3,17). Pero esta ofrenda, hermanos, parece bastante dulce: es solamente presentada al Señor, rescatada por palomas y recuperada en seguida. Vendrá el día en que este Hijo no será ofrecido más en el Templo, ni en los brazos de Simeón, sino fuera de la ciudad, en los brazos de la cruz. Vendrá el día en que no será rescatado por la sangre de una víctima, sino donde él mismo rescatará a otros por su propia sangre… Será el sacrificio de la tarde.
Éste es el sacrificio de mañana: es alegre. Pero ése será más total, ofrecido no en el momento de su nacimiento sino en la plenitud de la edad. Al uno y al otro se puede aplicar lo que había predicho el profeta: «se ofreció, porque él mismo lo quiso» (Is 53,10). Hoy en efecto, se ofreció no porque necesitaba hacerlo, ni porque fuera sujeto de la Ley, sino porque él mismo lo quiso. Y sobre la cruz lo mismo, se ofrecerá no porque mereciera la muerte, ni porque sus enemigos tuvieran poder sobre él, sino porque él mismo lo quiso.
Entonces «te ofreceré un sacrificio voluntario», Señor (Sal. 53,8), porque voluntariamente te ofreciste por mi salvación… Nosotros también, hermanos, ofrezcámosle lo mejor que tenemos, es decir a nosotros mismos. Él se ofreció a sí mismo, y tú, ¿quién eres para vacilar en ofrecerte por completo?
Homilía: Dios nos da una señal
Hom. 2 sobre el Cantar de los Cantares, n. 8
«Hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén»
Oh tronco de Jesé, tú que eres una señal para todos los pueblos «cuántos reyes y profetas han deseado verte y no te han visto». ¡Dichoso el que en su vejez ha sido colmado con el don divino de verte! Tembló en deseos de ver la señal; «la vio y se regocijó». Habiendo recibido el beso de paz, dejó este mundo con la paz en el corazón, pero no sin antes haber proclamado que Jesús había nacido para ser una señal de contradicción. Y se cumplió así: justo acabado de nacer, fue contradicha la señal de paz –pero por aquellos que tienen el odio por paz. Porque él es «la paz para los hombres que ama el Señor», pero para los malintencionados es «piedra de tropiezo». El mismo Herodes «se turbó y toda Jerusalén con él». El Señor vino a él
«pero los suyos no le recibieron». ¡Dichosos los pobres pastores que, velando de noche, han sido dignos de ver la señal!
Ya en aquel tiempo, se escondía a los pretendidos sabios y prudentes, pero se revelaba a los humildes. El ángel dijo a los pastores: «He aquí una señal para vosotros». Es para vosotros, los humildes y obedientes, para vosotros que no
alardeáis de orgullosa ciencia sino que veláis «día y noche meditando la ley del Señor». ¡Ésta es vuestra señal! La que prometían los ángeles, la que reclamaban los pueblos, la que habían predicho los profetas… ahora Dios la ha cumplido y os la muestra…
Ésta es vuestra señal, pero ¿señal de qué? De perdón, de gracia, de paz, de una «paz que no tendrá fin». «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Pero Dios está en él reconciliando al mundo consigo…. Es el beso de Dios, el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, viviendo y reinando por los siglos.
Adán de Perseigne, abad cisterciense
Sermón: Acoger la luz
Serm. 4 para la Purificación
«He aquí el Señor Dios que viene con poder; viene para iluminar nuestra mirada «(Is 35,4-5)»
El Padre de la luz (Jc 1,17) invita a los hijos de la luz (Lc 16,18) a celebrar esta fiesta de luz: » Acercaos y sed inundados de claridad «, dice el salmo (33,6). De hecho, » el que habita una luz inaccesible » (1Tm 6,16) se dignó hacerse accesible; él descendió en la desnudez de la carne para que lo débil y lo pequeño puedan subir hasta él. ¡Qué descenso de misericordia! «Inclinó los cielos «, es decir las cumbres de la divinidad, » y descendió » haciéndose presente en la carne, » y una nube oscura estaba bajo sus pies » (Sal. 17,10)…
¡Oscuridad necesaria para devolvernos la luz! La luz verdadera se escondió bajo la nube de la carne, (cf Ex 13,21) nube oscura por su semejanza con «nuestra condición humana de pecadores» (Rm 8,3)… Ya que la verdadera Luz hizo de la carne su escondite, ¡Que los mortales nos acerquemos hoy al Verbo hecho carne para dejar atrás las obras de la carne y aprender a pasar, poco a poco, a las obras del Espíritu! Que nos acerquemos pues, hoy, ya que un nuevo sol brilla en el firmamento. Hasta este momento encerrado en el pueblo de Belén, en la estrechez de un pesebre y conocido por un pequeño número de personas, hoy viene a Jerusalén, al templo del Señor. Está presente ante varias personas. Hasta ahora, tú Belén, te alegrabas, tú sola, de la luz que nos ha sido dada a todos. Orgullosa de tal privilegio de novedad inaudita, podías compararte con el mismo Oriente por tu luz. Mejor aún, cosa increíble, había dentro de ti, en un pesebre más luz que en el mismo sol cuando se levanta el día…Pero hoy, este sol se dispone a irradiar en todo el mundo. Hoy es ofrecido en el templo de Jerusalén, el Señor del templo.
¡Ojalá mi alma pudiera arder en el deseo que inflamaba a Simeón, para que merezca ser el portador de una luz tan grande! Pero si el alma primero no ha sido purificada de sus faltas, no podrá ir » al encuentro de Cristo sobre los nubarrones » de la verdadera libertad (1T 4,17)… sólo entonces podrá gozar con Simeón de la luz verdadera y, como él, irse a paz.
Beato Guerrico de Igny, abad cisterciense
Sermón: Tener las lámparas encendidas
Primer sermón para la Purificación, 3-5; SC 166
«Luz para alumbrar a las naciones»
Te bendigo y te glorifico, oh Llena de gracia (Lc 1,28); has traído al mundo la misericordia que ha venido a nosotros. Tú has preparado el cirio que tengo hoy entre mis manos (en la liturgia de esta fiesta). Tú has aportado la cera para esta llama… cuando tú, Madre inmaculada, has vestido de carne inmaculada al Verbo inmaculado, tú su Madre inmaculada.
«Tened en las manos las lámparas encendidas» (Lc 12,35). A través de este signo visible, demos muestras del gozo que compartimos con Simeón llevando en sus manos la luz del mundo… Seamos ardorosos por nuestra devoción y resplandecientes por nuestras obras, y junto con Simeón llevaremos a Cristo en nuestras manos… La Iglesia tiene hoy la costumbre tan bella de hacernos llevar cirios… ¿Quién es que hoy, teniendo en su mano la antorcha encendida no se acuerda del bienaventurado anciano? En este día tomó a Jesús en sus brazos, el Verbo presente en la carne, como lo es la luz en el cirio, dando testimonio de que era «la luz destinada para iluminar a las naciones». Ciertamente que el mismo Simeón era «una lámpara ardiente y luminosa» dando testimonio de la luz (Jn 5,35; 1,7). Es para eso que, conducido por el Espíritu Santo del que estaba lleno, fue al Templo «para recibir, oh Dios, tu misericordia en medio de tu Templo» (Sl 47,10) y proclamar que ella era la misericordia y la luz de tu pueblo.
Oh anciano irradiando paz, no sólo llevabas la luz en tus manos sino que estabas penetrado de ella. Estabas tan iluminado por Cristo que veías por adelantado cómo él iluminaría a las naciones…, cómo estallaría hoy el resplandor de nuestra fe. Alégrate ahora, santo anciano; hoy ves lo que tú habías previsto: las tinieblas del mundo se han disipado; «las naciones caminan a su luz»; «toda la tierra está llena de tu gloria» (Is 60,3; 6,3).
¡Ea, hermanos! Hoy este cirio arde en las manos de Simeón. Venid a recibir la luz, venid y encended vuestros cirios, quiero decir vuestras lámparas que el Señor quiere ver en vuestras manos (Lc 12,35). “Mirad hacia Él y quedaréis radiantes” (Sal 33,6). No tanto para llevar en vuestras manos una antorcha sino para ser vosotros mismos antorcha que brilla por dentro y por fuera, para vuestro bien y bien de los hermanos:…Jesús iluminará vuestra fe, os hará brillar por vuestro ejemplo, os sugerirá buenas palabras, inflamará vuestra oración, purificará vuestra intención…
Y tú, que posees tantas lámparas interiores que te iluminan, cuando se apague la lámpara de esta vida, brillará la luz de la vida que no se apagará jamás. Será para ti como la aparición del esplendor del mediodía en pleno atardecer. En el momento en que piensas que vas a extinguirte, te levantarás como la estrella de la mañana (Jb 11,17), y tus tinieblas se transformarán en luz de mediodía (Is 38,10). No habrá sol durante el día y la luz de la luna no te iluminará más, pero el Señor será tu luz perpetua (Is 60,19), porque la antorcha de la nueva Jerusalén es el Cordero (Ap 21, 23). ¡A él gloria y honor por los siglos sempiternos! Amén.
San Pedro Crisólogo, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón: El amor nos hace reconocer a Dios
Sermón 147, sobre el misterio de la Encarnación
«Por fin Ana ve a Dios en su Templo»
¿Cómo es posible que a ese Dios que el mundo no puede estrechar, el hombre, con su mirada tan limitada, lo pueda circunscribir? El amor no se preocupa por saber si una cosa es segura, conveniente o posible: el amor… ignora la medida. No se consuela bajo pretexto de que es imposible; la dificultad no lo echa atrás… El amor no puede dejar de ver lo que ama… ¿Cómo creerse amado de Dios sin contemplarlo? Así, el amor que desea ver a Dios, aunque no sea razonable, es inspirado por la intuición del corazón. Por eso Moisés se atrevió a decir: «Si he encontrado gracia ante tus ojos, muéstrame tu rostro» (Ex 33, 13s), y el salmista: «Que tu rostro brille sobre mi» (cf 79,4)…
Conociendo Dios el deseo de los hombres de verle, escogió un medio para hacerse visible el cual, al mismo tiempo que era un beneficio para los habitantes de la tierra, no fuera una degradación para el cielo. La criatura que él mismo había hecho semejante a él para habitar la tierra ¿podía pasar en el cielo por poco honorable? «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» había dicho Dios (Gn 1,26)… Si Dios hubiera tomado en el cielo la forma de un ángel, hubiera permanecido del todo invisible; si, por el contrario, se hubiera encarnado en la tierra en una naturaleza inferior a la del hombre, hubiera sido una injuria a la divinidad y el hombre hubiera quedado rebajado en lugar de ser elevado. Que nadie, pues, hermanos muy amados, considere ser una injuria a Dios el hecho de haya venido a los hombres a través de un hombre, y haya encontrado este medio para ser visto por nosotros.
Orígenes, presbítero
Sermón: Dejarse guiar por el Espíritu
Hom. 15 sobre san Lucas: PG 13, 1838-1839
«Puedes dejar a tu siervo irse en paz»
Simeón sabía que nadie es capaz de hacernos salir de la cárcel del cuerpo, con la esperanza de la vida futura, si no es aquél que él tenía en sus brazos. Por eso le dice: «Ahora, Señor, dejas a tu siervo irse en paz, porque todo el tiempo que yo no llevaba a Cristo y no le abrazaba con mis brazos, era como prisionero y no podía deshacerme de mis lazos.» Es necesario remarcar que esto no sólo vale para Simeón, sino para todos los hombres. Si alguno deja este mundo y quiere ganar el Reino, que coja a Jesús con sus manos, lo abrace con sus brazos, le estreche contra su pecho, y entonces podrá irse gozoso allí donde desea.
«Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rm 8,14). Es, pues, el Espíritu Santo quien hace ir a Simeón al Templo. También tú, si quieres tener a Jesús, estrecharlo en tus brazos y hacerte digno de salir de tu prisión, esfuérzate en dejarte conducir por el Espíritu para llegar al templo de Dios. Te encontrarás, desde ese momento, en el templo del Señor Jesús, es decir, en su Iglesia, su templo construido con piedras vivas (1P 2,5)…
Pues si tú vienes al Templo incitado por el Espíritu, encontrarás al niño Jesús, lo cogerás en tus brazos y le dirás: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz». Esta liberación y este ponerse en camino se hacen en paz… ¿Quién es el que muere en paz sino el que goza de la paz de Dios que sobrepasa todo juicio y custodia el corazón de los que la poseen? (Flp 4,7). ¿Quién es el que se retira en paz de este mundo sino el que comprende que Dios ha venido en Cristo para reconciliar al mundo consigo?
San Ignacio de Antioquia, obispo y mártir
Carta: Abrazar la luz pura
Carta a los Romanos, n. 5-7
«Ahora Señor puedes dejar a tu siervo irse en paz»
Hoy he comenzado a ser un discípulo. Que ninguna criatura visible o invisible me prive de unirme a Jesucristo… Aunque se abatan sobre mí los más crueles suplicios, sólo quiero alcanzar a Jesucristo… ¿Qué se me da a mí de las cosas suaves de este mundo y los imperios de la tierra? Es mucho mejor morir por Cristo que reinar hasta los confines de la tierra. Es a él solo a quien busco, al que murió por nosotros; es a él a quien deseo, al que resucitó por nosotros.
Mi nacimiento se acerca… Dejadme abrazar la luz pura. Cuando la habré alcanzado, seré hombre. Aceptad que imite la pasión de mi Dios… Mi deseo terrenal ha sido crucificado, y ya no hay en mí fuego para amar la materia sino una «agua viva» (Jn 7,38) que murmura y cuchichea en mi corazón: «Ven al Padre». Ya no puedo saborear los alimentos perecederos o las dulzuras de esta vida. Estoy hambriento del pan de Dios, de la carne de Jesucristo, hijo de David, y como bebida quiero su sangre que es amor incorruptible.
San Juan Pablo II, papa
Homilía 1979
Basílica de San Pedro. Viernes 2 de febrero de 1979
1. «Lumen ad revelationem gentium: Luz para iluminación de las gentes».
La liturgia de la fiesta de hoy nos recuerda en primer lugar las palabras del Profeta Malaquías: «He aquí que entrará en su templo el Señor a quien buscáis…, he aquí que viene». De hecho estas palabras se hacen realidad en este momento: entra por primera vez en su templo el que es su Señor. Se trata del templo de la Antigua Alianza que constituía la preparación de la Nueva Alianza. Dios cierra esta Nueva Alianza con su pueblo en Aquel que «ha ungido y enviado al mundo», esto es, en su Hijo. El templo de la Antigua Alianza espera al Ungido, al Mesías. Esta espera es, por así decirlo; la razón de su existencia.
Y he aquí que entra. Llevado por las manos de María y José. Entra como un niño de 40 días para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan al templo como a tantos otros niños israelitas: el niño de padres pobres. Entra, pues, desapercibido y —casi en contraste con las palabras del Profeta Malaquías— nadie lo espera. «Deus absconditus: Dios escondido» (cf. Is 45, 15). Oculto en su carne humana. nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén. Sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación.
Aunque todo parezca indicar que nadie lo espera en este momento, que nadie lo divisa, en realidad no es así. El anciano Simeón va al encuentro de María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia las palabras que son eco vivo de la profecía de Isaías: «Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de los pueblos: luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 29-32; cf. Is 2, 2-5; 25, 7).
Estas palabras son la síntesis de toda la espera, la síntesis de la Antigua Alianza. El hombre que las dice no habla por sí mismo. Es Profeta: habla desde lo profundo de la revelación y de la fe de Israel. Anuncia el final del Antiguo Testamento y el comienzo del Nuevo.
2. La luz.
Hoy la Iglesia bendice las candelas que dan luz. Estas candelas son al mismo tiempo símbolo de otra luz, de la luz que es precisamente Cristo. Comenzó a serlo desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, y el período de su enseñanza fue breve. Dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn8, 12). Cuando fue crucificado «se extendieron las tinieblas sobre la tierra» (Mt 27, 45 y par.), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección.
¡La luz está con nosotros!
¿Qué ilumina?
Ilumina las tinieblas de las almas humanas, las tinieblas de la existencia. Es perenne e inmenso el esfuerzo del hombre para abrirse camino y llegar a la luz; luz de la conciencia y de la existencia. Cuántos años, a veces, dedica el hombre para aclararse a sí mismo cualquier hecho, para encontrar respuesta a una pregunta determinada. Y cuánto trabajo pesa sobre nosotros mismos, sobre cada uno de nosotros, para poder desvelar, a través de lo que hay en nosotros de «oscuro», tenebroso, a través de nuestro «yo peor», a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2, 16), lo que es luminoso: el hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado; los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter. «Las tinieblas pasan y aparece ya la luz verdadera», escribe San Juan (1Jn 2, 8).
Si preguntarnos qué es lo que ilumina esta luz reconocida por Simeón en el Niño de 40 días, he aquí la respuesta. Es la respuesta de la experiencia interior de tantos hombres que han decidido seguir esta luz. Es la respuesta de vuestra vida, mis queridos hermanos y hermanas, religiosos y religiosas, que participáis en la liturgia de esta festividad, teniendo en vuestras manos las velas encendidas. Es como un pregustar la vigilia pascual cuando la Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, llevando en alto la vela encendida cruzará los umbrales del templo cantando «Lumen Christi: Luz de Cristo». Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre. Individualmente y profundamente. y a la vez con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. Es el Maestro de nuestras vocaciones. Sin embrago, El, precisamente El, el único, ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo» (cf. Lc 17, 33; Gaudium et spes, 24).
Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».
3. Por fin, Simeón dice a María. primero mirando a su Hijo: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción». Después, mirando a Ella misma: «Y una espada atravesará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).
Este día es su fiesta: la fiesta de Jesucristo, a los 40 días de su vida, en el templo de Jerusalén según las prescripciones de la ley de Moisés (cf. Lc 2. 22-24). Y es también la fiesta de Ella: de María. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos El es la luz de nuestras almas, la luz que ilumina las tinieblas de la conciencia y de la existencia humana, del entendimiento y del corazón.
Los pensamientos de muchos corazones se descubren cuando sus manos maternales llevan esta gran luz divina, cuando la acercan al hombre.
¡Ave, Tú que has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!
4. Finalmente, séame permitido hoy, al día siguiente de mi regreso de México, darte gracias, oh Virgen de Guadalupe, por esta Luz que es tu Hijo para los hijos e hijas de aquel país y también de toda América Latina. La III Conferencia General del Episcopado de aquel continente, iniciada solemnemente a tus pies, oh María, en el santuario de Guadalupe, está desarrollando sus trabajos en Puebla sobre el tema de la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, desde el 28 de enero, y se esfuerza para mostrar caminos por los que la luz de Cristo deba alcanzar a la generación contemporánea en aquel continente grande y prometedor.
Encomendamos a la oración tales trabajos, mirando hoy a Cristo en brazos de su Madre y escuchando las palabras de Simeón: Lumen ad revelationem gentium.
Homilía 1980
Basílica de San Pedro. Sábado 2 de febrero de 1980
1. «Tollite portas…» «Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 23 [24], 7).
No faltan en la liturgia momentos en los que se escuchan estas palabras del salmista, Hoy parece que hablan en sentido literal de las puertas del templo de Jerusalén, de sus dinteles. Porque debe entrar por estas puertas Aquel a quien el Salmo llana el Rey de la gloria, y el profeta Malaquías «el ángel de la alianza» (Mal 3, 1). Y por lo tanto éste es un momento único. El templo jerosolimitano existe desde el comienzo precisamente para que se pueda cumplir este momento.
El salmista pregunta, pues: «¿Quién es ese Rey de la gloria?, y se responde a sí mismo: «El Señor, héroe valeroso, el Señor, héroe de la guerra… El Señor de los ejércitos» (Sal 23 [24] 8. 10).
Esta es la respuesta del salmista, que habla con el lenguaje de las imágenes. En cambio, la. respuesta de los acontecimientos parece tener poco que ver con el lenguaje del salmista. He aquí que en el Evangelio de San Lucas leemos en efecto, lo siguiente: «Así que se cumplieron los días de la purificación, conforme a la ley de Moisés, llevaron (al Niño) a Jerusalén para presentarle al Señor…» (Lc 2, 22). Lo llevaron como tantos otros hombres obedientes a la ley de Israel… Lo llevaron para presentarlo al Señor. Y ninguno de los que allí estaban podía imaginar entonces que en aquel :momento se cumpliesen las palabras del salmista, que se cumpliesen las palabras del profeta Malaquías. El Niño de 40 días en los brazos de la Madre no tenía en sí nada de ese «Rey de la gloria». No entraba en el templo de Jerusalén como «Señor, héroe de la guerra», como «Señor valeroso».
2. Y sin embargo. Jesús, ya en ese día, entró en el templo de Israel para anunciar una «batalla» particular: una lucha que seria la misión de su vida. La lucha, que acabará con un triunfo insólito. Será el triunfo de la cruz, que a los ojos de todos significa no el triunfo, sino la ignominia; no la victoria, sino la derrota, y a pesar de todo será una victoria.
Precisamente lo que se realiza en el templo de Jerusalén anuncia esa victoria por medio de la cruz. Efectivamente, he aquí que se cumple el rito de la consagración al Señor de Israel, de ese nuevo Hijo de Israel, conforme a lo que está escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (Lc 2, 23; cf. Ex 13, 2. 11).
El símbolo de esta consagración es la ofrenda que, con ocasión de esta primera visita al templo, hacen los padres: «un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2, 24; cf. Lev 12, 8).
También esto se contenía en las normas de la ley.
De este modo el Pueblo de la Antigua Alianza desea manifestar, en sus primogénitos, que todo él está consagrado a Dios (Yavé), su Dios: que es su Pueblo.
Pero en este caso se está cumpliendo algo más que la observancia de una de las normas de la ley. Aunque no todos entre los presentes en el templo se den cuenta de ello, hay un hombre que tiene plena conciencia del misterio. Este hombre «movido por el Espíritu Santo, vino al templo» (Lc 2, 27). Era «hombre justo y piadoso… y el Espíritu Santo estaba en él» (cf. Lc 2, 25-26). Así escribe de él el Evangelista. Pues si este hombre, llamado Simeón, ha descifrado hasta el fondo el significado del acontecimiento, que en aquel momento tenía lugar en el templo de Jerusalén, lo ha hecho porque «el Espíritu Santo… le había revelado que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor» (Lc 2, 26).
Simeón ve, pues, y anuncia que el Niño primogénito, a quien María y José ofrecen a Dios en ese momento, es portador de una gran luz, que esperan Israel y toda la humanidad: «Luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2, 32).
Simeón pronuncia estas palabras en un profundo éxtasis. Es el día más grande de su vida; después de vivirlo, ya puede dejar tranquilamente este mundo. Más aún, lo pide a Dios, teniendo entre sus brazos al Niño, que ha tomado de María y José: «Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos» (Lc 2. 29-31).
Así en el momento de la consagración ritual del primogénito entra el gran anuncio de la luz y de la gloria, que se extenderán con la fuerza del sacrificio. Efectivamente, Aquel a quien en este momento sostienen los brazos del anciano Simeón, está destinado a ser «Signo de contradicción» (Lc 2, 34). Y esta contradicción estará llena de sufrimiento que no excluirá ni siquiera el coraron de su Madre: «Y una espada atravesará tu alma» (Lc 2, 35).
Cuando en el templo de Jerusalén se desarrolla el rito de la consagración del primogénito, la vida de Jesús apenas cuenta con 40 días. Las palabras de Simeón revelan el contenido de esta vida hasta el fin y comportan el anuncio de la cruz. Este anuncio pertenece a la plenitud del misterio de la consagración de Jesús en el templo.
3. Os habéis reunido, para participar en la liturgia de hoy, vosotros queridos hermanos y hermanas, que, por medio de la profesión religiosa, habéis consagrado totalmente vuestra vida a Dios.
Esta consagración vuestra a Dios, total, definitiva y exclusiva, es como un crecimiento continuo y una floración espléndida de esa consagración inicial, que tuvo lugar en el sacramento del bautismo; en él tiene sus raíces profundas y es una expresión más perfecta de él (cf. Decreto Perfectae caritatis, 5).
Mediante la profesión religiosa el fiel —como afirma la Constitución dogmática Lumen gentium— «hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial. Ya por el bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado a Dios; sin embargo, para extraer de la gracia bautismal fruto más copioso, pretende, por la profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, liberarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al servicio de Dios» (núm. 44).
Por esto la fiesta de la Presentación del Señor es una fiesta particular para vosotros, almas consagradas, en cuanto que participáis de manera excepcional en la donación de Cristo al Padre, la que tuvo su anuncio en la Presentación en el templo. La ofrenda de vuestra vida, que vosotros habéis hecho gozosamente por medio de los tres votos, encuentra su modelo constante, su premio, su estímulo, en la ofrenda que el Verbo de Dios hace de Sí mismo al Padre, en los brazos de su Madre.
4. Simeón pronuncia ante Jesús, en el momento de la Presentación, las palabras sobre la luz.
También vuestra vida, hermanos y hermanas queridísimos, debe ser una «luz» tal, que ilumine el mundo y la realidad temporal. En medio de todo lo que pasa, se esfuma y desaparece, vosotros, almas consagradas, auténticos hijos e hijas de la luz (cf. Ef 5, 8; 1 Tes 5, 5), debéis dar un testimonio veraz de la luz futura, de la vicia eterna, de la luz que no tiene ocaso. Es lo que os ha recordado con gran fuerza el Concilio Vaticano II: «La profesión de los consejos evangélicos aparece como un signo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana. Y como el Pueblo de Dios no tiene aquí ciudad permanente. sino que busca la futura, el estado religioso, por librar mejor a sus seguidores de las preocupaciones terrenas, cumple también mejor tanto la función de manifestar ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya presentes en este mundo, como la de testimoniar la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo, y la de prefigurar la futura resurrección y la gloria del Reino celestial» (Const. dogm. Lumen gentium, 44).
Para vosotros valen de manera totalmente especial las palabras de Jesús: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5. 14-16; cf. 1 Pe 2, 12). Sí, hermanos y hermanas. Brille la luz de vuestra fe fuerte, la luz de vuestra caridad activa; la luz de vuestra castidad gozosa: la luz de vuestra pobreza generosa.
5. Cuánta necesidad de esta luz, de este testimonio, tienen la Iglesia y el :mundo.
Cuánto debemos comprometernos, para que se realice su pleno esplendor y su elocuencia intacta.
Cuán necesario es que reproduzcamos en nosotros, seres mortales, el misterio de la consagración de Cristo al Padre para la salvación del mundo; de la consagración admirablemente comenzada con esta Presentación en el templo, cuya memoria celebra hoy toda la Iglesia.
Cuán necesario es que también nosotros fijemos la mirada en el alma de María, en esta alma que, según las palabras de Simeón, fue atravesada por una espada para que se revelasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2, 35).
.Hoy, queridos hermanos y hermanas, como signo de este gran misterio de la liturgia, y a la vez del misterio de vuestros corazones, ponéis en mis manos las candelas encendidas. La consagración en el templo se multiplica, de algún modo, a través de la entrega de tantos corazones consagrados en el mundo…
Que se revelen los pensamientos de todos estos corazones ante la Madre, que conoce vuestra consagración y la rodea con un. amor particular.
Esta Madre es María.
Esta Madre es también la Iglesia.
Amén.
Homilía 1981
Basílica de San Pedro. Lunes 2 de febrero de 1981
1. Constituye para mí una profunda alegría encontrarme hoy, en esta basílica, con vosotros, religiosos y religiosas, que representáis de manera privilegiada esa gran riqueza espiritual, que es, para el crecimiento y el dinamismo de la Iglesia de Dios, la vida consagrada. Saludo también a los representantes de las basílicas patriarcales, de las colegiatas de Roma, de las iglesias nacionales en la Urbe, al colegio de los párrocos urbanos, a los seminarios romanos, a los colegios eclesiásticos, a las archicofradías y a todos los fieles.
Este encuentro tiene lugar en un rito que, dentro de la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II, ha asumido un lugar y un significado particulares: estamos reunidos para celebrar la fiesta a la que se ha restituido —como afirmó mi predecesor Pablo VI— la denominación de «Presentación del Señor», y que «debe ser considerada, para poder asimilar su amplísimo contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente unida como Madre del Siervo doliente de Yavé, como ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza, por el sufrimiento y por la persecución» (Marialis cultus, 7).
2. La liturgia de hoy representa y actualiza de nuevo un «misterio» de la vida de Cristo: en el templo, centro religioso de la nación judía, en el cual se sacrificaban continuamente animales para ser ofrecidos a Dios, entra por primera vez, humilde y modesto, Aquel que. según la profecía de Malaquías, deberá sentarse «para fundir y purificar» (Mal 3, 3), en particular a las personas consagradas al culto y al servicio de Dios. Hace su primera entrada en el templo Aquel que «tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo» (Heb 2, 17).
El Salmista, previendo esta venida, exclama lleno de entusiasmo, dirigiéndose al templo mismo: «¡Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria! ¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, héroe valeroso; el Señor, héroe de la guerra… El Señor de los Ejércitos: El es el Rey de la gloria» (Sal 23 [24], 7-10).
Pero el «Rey de la gloría» es, ahora, un pequeño recién nacido de 40 días, que es llevado al templo para ser ofrecido a Dios, según la prescripción de la ley de Moisés.
¿Quién es, en realidad, este recién nacido? La respuesta a esta pregunta, fundamental para la historia del mundo y de la humanidad, la da proféticamente el anciano Simeón, quien, estrechando al Niño entre los brazos, ve e intuye en El «la salvación» de Dios, la «luz para alumbrar a las naciones», la «gloria» del pueblo de Israel, la «ruina y la resurrección de muchos en Israel», el «signo de contradicción». Todo esto es ese Niño, que, aun siendo «Rey de la gloria», «Señor del templo», entra allí por vez primera, en silencio, en ocultamiento y en fragilidad de naturaleza humana.
3. Hoy, 40 días después de la solemnidad del misterio de la Navidad de Cristo, con la fiesta de la Presentación del Señor, la liturgia intenta ya iluminar ante nosotros la perspectiva de la Vigilia pascual, en la que se bendecirá el cirio, símbolo de Cristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte.
También hoy la Iglesia nos hace bendecir las candelas, que vosotros, queridísimos hermanos y hermanas, habéis traído con vosotros en un gesto de ofrenda, cargado de un profundo significado interior. El cirio, que tenéis en vuestras manos, es ante todo el símbolo de Cristo, «gloria de Israel y luz de los pueblos», y, además, símbolo de su potencia y misión mesiánica. Por esto compartimos con los otros esta luz y tratamos de transmitirla a todas las actitudes de nuestra vida.
4. Este cirio representa también el don de la fe, infundida en vosotros en el santo bautismo, donde fuisteis ofrecidos y consagrados a la Santísima Trinidad. Pero este cirio, en vuestras manos de religiosos y religiosas, quiere significar, en particular, esa opción incondicionada que habéis hecho por Cristo, luz de vuestra vida, con el don definitivo y total de vosotros mismos, consagrándoos a la vida religiosa, que es una forma más perfecta de la consagración bautismal: «Los miembros de cualquier instituto —afirma el Concilio Vaticano II— recuerden ante todo que, por la profesión de los consejos evangélicos, respondieron a un llamamiento divino, de forma que, no sólo muertos al pecado, sino también renunciando al mundo, vivan únicamente para Dios. En efecto, entregaron su vida entera al servicio de Dios, lo cual constituye, sin duda, una peculiar consagración, que radica íntimamente en la consagración del bautismo y la expresa con mayor plenitud» (Perfectae caritatis, 5).
Por tanto, estáis llamados a una particular imitación de Jesús ya un testimonio vivido de las exigencias espirituales del Evangelioen la sociedad contemporánea. Y si el cirio, que tenéis en la mano, es también símbolo de vuestra vida ofrecida a Dios ésta debe consumarse toda entera para su gloria.
5. Os conforta, ayuda e impulsa a esta imitación y a este testimonio la ejemplar actitud interior de las personas, de las que habla el Evangelio de hoy: el amor silencioso y tierno de San José; la fe fuerte y constante del anciano Simeón; la fidelidad continua y orante de la anciana profetisa Ana; pero sobre todo la absoluta y total disponibilidad de la Virgen Santísima, protagonista, juntamente con el Hijo, de este misterio de salvación, que orienta el episodio de la Presentación en el templo hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. La Iglesia misma —escribió Pablo VI— «ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito» (Marialis cultus, 20).
También vosotros, hermanos y hermanas queridísimos, debéis conservar siempre intacta esa «voluntad de oblación», con la que habéis respondido generosamente a la invitación de Jesús para seguirle más de cerca, en el camino hacia el Calvario, mediante los sagrados vínculos que os unen a El de manera singular en la castidad, en la pobreza y en la obediencia: estos votos constituyen una síntesis, en la que Cristo desea manifestarse a Sí mismo, entablando —a través de vuestra respuesta—, una lucha decisiva contra el espíritu de este mundo. La castidad, abrazada por el Reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), hace libre de manera especial el corazón de la persona (cf. 1 Cor 7, 32 ss.), de modo que la enciende cada vez más en la caridad hacia Dios y hacia los hermanos; la pobreza, abrazada voluntariamente para seguir a Cristo, hace partícipes de esa pobreza de Cristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8, 9; Mt 8, 20); la obediencia,mediante la cual se ofrece a Dios la completa consagración de la propia voluntad como sacrificio de sí mismos, une a la voluntad salvífica de Dios (cf. Perfectae caritatis, 12-14).
Pero precisamente por esta opción tan radical, os convertís, como Cristo y como María, en un «signo de contradicción», es decir, es un signo de división, de ruptura y de choque en relación con el espíritu del mundo, que pone la finalidad y la felicidad del hombre en la riqueza, en el placer y en la autoafirmación de la propia individualidad.
6. Hoy, mientras mutuamente nos comunicamos y compartimos la «luz», que brilla en los cirios, pensamos en todos los religiosos y religiosas esparcidos por el mundo, oramos intensamente por ellos, para que, dondequiera se encuentren, brillen verdaderamente con esa luz que es Cristo, y sean siempre un signo auténtico de su Evangelio y de su Espíritu.
¡Que todos los religiosos y religiosas sepan ofrecerse juntamente con Cristo, como una llama que se consume en el amor! ¡Que vivan de El y para El, en la Iglesia y para la Iglesia! Y que María Santísima los lleve a esta cada vez mayor intimidad con su Hijo, precediéndolos en el camino de la oblación y de la donación. Sea siempre María vuestro ejemplo, vuestro modelo, vuestra fuerza, queridísimos hermanos y hermanas. «Esta Mujer —como he dicho en otra ocasión—, por asociación con su Hijo, se hace también signo de contradicción para el mundo y, a un tiempo, signo de esperanza… Esta Mujer, que concibió espiritualmente antes de concebir físicamente…, esta Mujer, que se insertó íntima e irrevocablemente en el misterio de la Iglesia ejerciendo la maternidad espiritual con todos los pueblos… Esta Mujer… es la expresión más grande de total consagración a Jesucristo» (Homilía a las religiosas durante la celebración de Laudes en el santuario de la Inmaculada Concepción en Washington, 7 de octubre de 1979; L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de noviembre de 1979, pág. 9).
Es mi deseo y mi bendición.
Amén. Amén.
Homilía 1997:
Basílica de San Pedro. Domingo 2 de febrero de 1997.
I Jornada de la Vida Consagrada
1. Lumen ad revelationem gentium: luz para alumbrar a las naciones (cf. Lc 2, 32).
Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús fue llevado por María y José al templo para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), según lo que está escrito en la ley de Moisés: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor» (Lc 2, 23), y para ofrecer en sacrificio «un par de tórtolas o dos pichones, como dice la ley del Señor» (Lc 2, 24).
Al recordar estos eventos, la liturgia sigue intencionalmente y con precisión el ritmo de los acontecimientos evangélicos: el plazo de los cuarenta días del nacimiento de Cristo. Hará lo mismo después con el período que va de la resurrección a la ascensión al cielo.
En el evento evangélico que se celebra hoy destacan tres elementos fundamentales: el misterio de la venida, la realidad del encuentro y la proclamación de la profecía.
2. Ante todo, el misterio de la venida. Las lecturas bíblicas, que hemos escuchado, subrayan el carácter extraordinario de esta venida de Dios: lo anuncia con entusiasmo y alegría el profeta Malaquías, lo canta el Salmo responsorial, lo describe el texto del evangelio según san Lucas. Basta, por ejemplo, escuchar el Salmo responsorial: «¡Portones!, alzad los dinteles (…): va a entrar el rey de la gloria (…). ¿Quién es ese rey de la gloria? (…). El Señor, héroe de la guerra (…). El Señor, Dios de los ejércitos. Él es el rey de la gloria» (Sal 23, 7-8.10).
Entra en el templo de Jerusalén el esperado durante siglos, aquel que es el cumplimiento de las promesas de la antigua alianza: el Mesías anunciado. El salmista lo llama «Rey de la gloria». Sólo más tarde se aclarará que su reino no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), y que cuantos pertenecen a este mundo están preparando para él, no una corona real, sino una corona de espinas.
Sin embargo, la liturgia mira más allá. Ve en ese niño de cuarenta días la «luz» destinada a iluminar a las naciones, y lo presenta como la «gloria» del pueblo de Israel (cf. Lc 2, 32). Él es quien deberá vencer la muerte, como anuncia la carta a los Hebreos, explicando el misterio de la Encarnación y de la Redención: «Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús» (Hb 2, 14), habiendo asumido la naturaleza humana.
Después de haber descrito el misterio de la Encarnación, el autor de la carta a los Hebreos presenta el de la Redención: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (Hb 2, 17-18). Se trata de una profunda y conmovedora presentación del misterio de Cristo. Ese pasaje de la carta a los Hebreos nos ayuda a comprender mejor por qué esta ida a Jerusalén del recién nacido hijo de María es un evento decisivo para la historia de la salvación. El templo, desde su construcción, esperaba de una manera completamente singular a aquel que había sido prometido. Su presentación reviste, por tanto, un significado sacerdotal: «Ecce sacerdos magnus»; el sumo Sacerdote verdadero y eterno entra en el templo.
3. El segundo elemento característico de la celebración de hoy es la realidad del encuentro. Aunque nadie está esperando la llegada de José y María con el niño Jesús, que acuden entre la gente, en el templo de Jerusalén sucede algo muy singular. Allí se encuentran algunas personas guiadas por el Espíritu Santo: el anciano Simeón, de quien san Lucas escribe: «Hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor» (Lc 2, 25-26), y la profetisa Ana, que «de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (Lc 2, 36-37). El evangelista prosigue: «Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2, 38).
Simeón y Ana: un hombre y una mujer, representantes de la antigua alianza que, en cierto sentido, habían vivido toda su vida con vistas al momento en que el Mesías esperado visitaría el templo de Jerusalén. Simeón y Ana comprenden que finalmente ha llegado el momento y, confortados por ese encuentro, pueden afrontar con paz en el corazón la última parte de su vida: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 29-30).
En este encuentro discreto las palabras y los gestos expresan eficazmente la realidad del acontecimiento que se está realizando. La llegada del Mesías no ha pasado desapercibida. Ha sido reconocida por la mirada penetrante de la fe, que el anciano Simeón manifiesta en sus conmovedoras palabras.
4. El tercer elemento que destaca en esta fiesta es la profecía: hoy resuenan palabras verdaderamente proféticas. La liturgia de las Horas concluye cada día la jornada con el cántico inspirado de Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador (…), luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).
El anciano Simeón, dirigiéndose a María, añade: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; signo de contradicción, para que se manifiesten los pensamientos de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). Así pues, mientras todavía nos encontramos al comienzo de la vida de Jesús, ya estamos orientados hacia el Calvario. En la cruz Jesús se confirmará de modo definitivo como signo de contradicción, y allí el corazón de su Madre será traspasado por la espada del dolor. Se nos dice todo esto ya desde el inicio, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, en la fiesta de la presentación de Jesús en el templo, tan importante en la liturgia de la Iglesia.
5. Amadísimos hermanos y hermanas, la celebración de hoy se enriquece este año con un significado nuevo. En efecto, por primera vez celebramos la Jornada de la vida consagrada.
A todos vosotros, queridos religiosos y religiosas, y a vosotros, queridos hermanos y hermanas miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, se os ha encomendado la tarea de proclamar con la palabra y el ejemplo el primado de lo absoluto sobre toda realidad humana. Se trata de un compromiso urgente en nuestro tiempo que, con frecuencia, parece haber perdido el sentido auténtico de Dios. Como he recordado en el mensaje que os he dirigido para esta primera Jornada de la vida consagrada, en nuestros días «existe realmente una gran necesidad de que la vida consagrada se muestre cada vez más «llena de alegría y de Espíritu Santo», se lance con brío por los caminos de la misión, se acredite por la fuerza del testimonio vivido, ya que «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos»» (n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de enero de 1997, p. 7). Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea luz y fuente de esperanza.
Como el anciano Simeón y la profetisa Ana, salgamos al encuentro del Señor en su templo. Acojamos la luz de su revelación, esforzándonos por difundirla entre nuestros hermanos, con vistas al ya próximo gran jubileo del año 2000.
Que nos acompañe la Virgen santísima, Madre de la esperanza y de la alegría, y obtenga a todos los creyentes la gracia de ser testigos de la salvación, que Dios ha preparado para todos los pueblos en su Hijo encarnado, Jesucristo, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel. Amén.
Homilía 1998
Basílica de San Pedro. Lunes 2 de febrero de 1998.
II Jornada de la Vida Consagrada
1. Lumen ad revelationem gentium! «Luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32).
Estas palabras resuenan en el templo de Jerusalén, mientras María y José, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, se disponen a «presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). El evangelista san Lucas, subrayando el contraste entre la iniciativa modesta y humilde de sus padres y la gloria del acontecimiento percibida por Simeón y Ana, parece sugerir que el templo mismo espera la venida del Niño. En efecto, en la actitud profética de los dos ancianos toda la antigua Alianza expresa la alegría del encuentro con el Redentor.
Simeón y Ana, que esperaban al Mesías, van al templo, impulsados por el Espíritu Santo, mientras María y José, cumpliendo las prescripciones de la Ley, llevan allí a Jesús. Cuando ven al Niño, Simeón y Ana intuyen que él es precisamente el Esperado, y Simeón, casi en éxtasis, exclama: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).
2. Lumen ad revelationem gentium! Simeón, el hombre de la antigua Alianza, el hombre del templo de Jerusalén, con sus palabras inspiradas expresa la convicción de que esa luz no sólo está destinada a Israel, sino también a los paganos y a todos los pueblos de la tierra. Con él la «vejez» del mundo acoge entre sus brazos el esplendor de la eterna «juventud» de Dios. Pero en el fondo ya se vislumbra la sombra de la cruz, porque las tinieblas rechazarán esa luz. En efecto, Simeón, al dirigirse a María, le profetiza: «Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35).
3. Lumen ad revelationem gentium! Las palabras del cántico de Simeón resuenan en muchos templos de la nueva Alianza, donde todas las noches los discípulos de Cristo terminan con el rezo de Completas la plegaria litúrgica de las Horas. De este modo, la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza, acoge casi la última palabra de la antigua Alianza y proclama el cumplimiento de la promesa divina, anunciando que la «luz para alumbrar a las naciones» se ha difundido sobre toda la tierra y está presente por doquier en la obra redentora de Cristo.
Junto con el cántico de Simeón, la liturgia de las Horas nos invita a repetir las últimas palabras pronunciadas por Cristo en la cruz: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum, «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Y también nos invita a contemplar con admiración y gratitud la acción salvífica de Cristo, «luz para alumbrar a las naciones», en favor de la humanidad: Redemisti nos, Domine, Deus veritatis, «Nos ha redimido, Señor, Dios de verdad».
Así, la Iglesia anuncia que se ha realizado la redención del mundo, que esperaban los profetas y anunció Simeón en el templo de Jerusalén.
4. Lumen ad revelationem gentium! Hoy también nosotros, con las candelas encendidas, vamos al encuentro de Aquel que es «la luz del mundo» y lo acogemos en su Iglesia con todo el fervor de nuestra fe bautismal. A cuantos profesan sinceramente esta fe se les ha prometido el «encuentro» último y definitivo con el Señor en su reino. En la tradición polaca, al igual que en la de otras naciones, las candelas bendecidas tienen un significado especial, porque, llevadas a casa, se encienden en los momentos de peligro, durante los temporales y los cataclismos, como signo de que se encomienda uno mismo, la familia y todo lo que se posee a la protección divina. Por eso, en polaco, estas candelas se llaman «gromnice», es decir, candelas que alejan los rayos y protegen del mal, y esta fiesta toma el nombre de Candelaria (literalmente: Santa María de las Candelas).
Más elocuente aún es la costumbre de poner la candela bendecida en este día entre las manos del cristiano, en su lecho de muerte, para que ilumine los últimos pasos de su camino hacia la eternidad. Con este gesto se quiere afirmar que el moribundo, al seguir la luz de la fe, espera entrar en las moradas eternas, donde ya no «tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará» (Ap 22, 5).
A esta entrada en el reino de la luz alude también el Salmo responsorial de hoy: «¡Portones!, alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 23, 7).
Estas palabras se refieren directamente a Jesucristo, que entra en el templo de la antigua Alianza, llevado en brazos por sus padres; pero, por analogía, podemos aplicarlas a todo creyente que cruza el umbral de la eternidad, llevado en brazos por la Iglesia. Los creyentes acompañan su paso final rezando: «¡Brille para él la luz perpetua!», a fin de que los ángeles y los santos lo acojan, y Cristo, Redentor del hombre, lo envuelva con su luz eterna.
5. Amadísimos hermanos y hermanas, celebramos hoy la segunda Jornada de la vida consagrada, que quiere suscitar en la Iglesia una renovada atención al don de la vocación a la vida consagrada. Queridos religiosos y religiosas; queridos miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, el Señor os ha llamado para que lo sigáis de modo más íntimo y singular. En nuestro tiempo, en el que reinan el secularismo y el materialismo, con vuestra entrega total y definitiva a Cristo constituís el signo de una vida alternativa a la lógica del mundo, porque se inspira radicalmente en el Evangelio y se proyecta hacia las realidades futuras, escatológicas. Seguid siempre fieles a vuestra vocación especial.
Quisiera renovaros hoy la expresión de mi afecto y de mi estima. Saludo, ante todo, al cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración eucarística. Saludo, asimismo, a los miembros de ese dicasterio y a cuantos trabajan al servicio de la vida consagrada. Pienso especialmente en vosotros, jóvenes aspirantes a la vida consagrada; en vosotros, hombres y mujeres ya profesos en las diversas congregaciones religiosas y en los institutos seculares; en vosotros, que por la edad avanzada o por la enfermedad estáis llamados a prestar la contribución valiosa de vuestro sufrimiento a la causa de la evangelización. Os repito a todos con las palabras de la exhortación apostólica Vita consecrata: «Sabéis en quién habéis confiado (cf. 2 Tm 1, 12): ¡dadle todo! (…). Vivid la fidelidad a vuestro compromiso con Dios edificándoos mutuamente y ayudándoos unos a otros (…). ¡No os olvidéis que vosotros, de manera muy particular, podéis y debéis decir no sólo que sois de Cristo, sino que habéis «llegado a ser Cristo mismo»!» (n. 109).
Los cirios encendidos, que llevaba cada uno en la primera parte de esta liturgia solemne, manifiestan la vigilante espera del Señor que debe caracterizar la vida de todo creyente y, especialmente, de aquellos a quienes el Señor llama a una misión especial en la Iglesia. Son un fuerte llamamiento a testimoniar ante el mundo a Cristo, la luz que no tiene ocaso: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).
Amadísimos hermanos y hermanas, ojalá que vuestra total fidelidad a Cristo pobre, casto y obediente sea fuente de luz y de esperanza para todos aquellos con quienes os encontréis.
6. Lumen ad revelationem gentium! María, que cumplió la voluntad del Padre, dispuesta a la obediencia, intrépida en la pobreza, y acogedora en la virginidad fecunda, obtenga de Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso » (Vita consecrata, 112).
¡Alabado sea Jesucristo!
Homilía 1999
Basílica de San Pedro. Martes 2 de febrero de 1999.
III Jornada de la Vida Consagrada
1. «Luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32).
El pasaje evangélico que acabamos de escuchar, tomado del relato de san Lucas, nos recuerda el acontecimiento que tuvo lugar en Jerusalén el día cuadragésimo después del nacimiento de Jesús: su presentación en el templo. Se trata de uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el histórico, pues hoy se cumplen cuarenta días desde el 25 de diciembre, solemnidad de la Navidad del Señor.
Este hecho tiene su significado. Indica que la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo constituye una especie de bisagra, que separa y a la vez une la etapa inicial de su vida en la tierra, su nacimiento, de la que será su coronación: su muerte y resurrección. Hoy concluimos definitivamente el tiempo navideño y nos acercamos al tiempo de Cuaresma, que comenzará dentro de quince días con el miércoles de Ceniza.
Las palabras proféticas que pronunció el anciano Simeón ponen de relieve la misión del Niño que los padres llevan al templo: «Éste niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). Simeón dice a María: «A ti una espada te atravesará el alma» (Lc 2, 35). Acaban de apagarse los cantos de Belén y ya se perfila la cruz del Gólgota, y esto acontece en el templo, el lugar donde se ofrecen los sacrificios. El evento que hoy conmemoramos constituye, por consiguiente, casi un puente entre los dos tiempos fuertes del año de la Iglesia.
2 La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, ofrece un comentario interesante a este acontecimiento. El autor hace una observación que nos invita a reflexionar: comentando el sacerdocio de Cristo, destaca que el Hijo de Dios «se ocupa (…) de la descendencia de Abraham» (Hb 2, 16). Abraham es el padre de los creyentes. Por tanto, todos los creyentes, de algún modo, están incluidos en esa «descendencia de Abraham» por la que el Niño, que está en los brazos de María, es presentado en el templo. El acontecimiento que se realiza ante los ojos de esos pocos testigos privilegiados constituye un primer anuncio del sacrificio de la cruz.
El texto bíblico afirma que el Hijo de Dios, solidario con los hombres, comparte su condición de debilidad y fragilidad hasta el extremo, es decir, hasta la muerte, con la finalidad de llevar a cabo una liberación radical de la humanidad, derrotando de una vez para siempre al adversario, al diablo, que precisamente en la muerte tiene su punto de fuerza sobre los seres humanos y sobre toda criatura (cf. Hb 2, 14-15).
Con esta admirable síntesis, el autor inspirado expresa toda la verdad sobre la redención del mundo. Pone de relieve la importancia del sacrificio sacerdotal de Cristo, el cual «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo» (Hb 2, 17).
Precisamente porque pone de manifiesto el vínculo profundo que une el misterio de la Encarnación con el de la Redención, la carta a los Hebreos constituye un comentario adecuado al evento litúrgico que hoy celebramos. Pone de relieve la misión redentora de Cristo, en la que participa todo el pueblo de la nueva alianza.
En esta misión participáis de modo particular vosotros, amadísimas personas consagradas, que llenáis la basílica vaticana y a quienes saludo con gran afecto. Esta fiesta de la Presentación es, de manera especial, vuestra fiesta, pues celebramos la III Jornada de la vida consagrada.
3.[…] En este momento mi pensamiento va, con especial afecto, a todos los consagrados en todas las partes de la tierra: se trata de hombres y mujeres que han elegido seguir de modo radical a Cristo en la pobreza, en la virginidad y en la obediencia. Pienso en los hospitales, en las escuelas, en los oratorios, donde trabajan en actitud de completa entrega al servicio de sus hermanos por el reino de Dios; pienso en los miles de monasterios, donde se vive la comunión con Dios en un intenso ritmo de oración y trabajo; y pienso en los laicos consagrados, testigos discretos en el mundo, y en los muchos que trabajan en la vanguardia con los más pobres y los marginados.
¡Cómo no recordar aquí a los religiosos y religiosas que, también recientemente, han derramado su sangre mientras realizaban un servicio apostólico a menudo difícil y fatigoso! Fieles a su misión espiritual y caritativa, han unido el sacrificio de su vida al de Cristo por la salvación de la humanidad. A toda persona consagrada, pero especialmente a ellos, está dedicada hoy la oración de la Iglesia, que da gracias por el don de esta vocación y ardientemente lo invoca, pues las personas consagradas contribuyen de forma decisiva a la obra de la evangelización, confiriéndole la fuerza profética que procede del radicalismo de su opción evangélica.
4. La Iglesia vive del evento y del misterio. En este día vive del evento de la Presentación del Señor en el templo, tratando de profundizar en el misterio que encierra. En cierto sentido, sin embargo, la Iglesia ahonda en este acontecimiento de la vida de Cristo cada día, meditando en su sentido espiritual. En efecto, cada tarde, en las iglesias y en los monasterios, en las capillas y en las casas, resuenan en todo el mundo las palabras del anciano Simeón que acabamos de proclamar:
«Ahora Señor, según tu promesa
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto
a tu Salvador,
a quien has presentado
ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel»
(Lc 2, 29-32).
Así oró Simeón, a quien le fue concedido llegar a ver el cumplimiento de las promesas de la antigua alianza. Así ora la Iglesia, que, sin escatimar energías, se prodiga para llevar a todos los pueblos el don de la nueva alianza.
En el misterioso encuentro entre Simeón y María se unen el Antiguo Testamento y el Nuevo. Juntamente el anciano profeta y la joven Madre dan gracias por esta Luz, que ha impedido que las tinieblas prevalecieran. Es la luz que brilla en el corazón de la existencia humana: Cristo, el Salvador y Redentor del mundo, «luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel».
Amén.
Homilía 2001:
Basílica de San Pedro. Viernes 2 de febrero de 2001.
V Jornada de la Vida Consagrada
1. «Ven, Señor, a tu templo santo» (Estribillo del Salmo responsorial).
Con esta invocación, que hemos cantado en el Salmo responsorial, la Iglesia, el día en que hace memoria de la Presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, expresa el deseo de poder acogerlo también en el presente de su historia. La Presentación es una fiesta litúrgica sugestiva, fijada desde la antigüedad cuarenta días después de la Navidad, según la prescripción de la Ley judía acerca del nacimiento de todo primogénito (cf. Ex13, 2). María y José, como muestra la narración evangélica, la cumplieron fielmente.
Las tradiciones cristianas de Oriente y Occidente se han entrelazado, enriqueciendo la liturgia de esta fiesta con una procesión especial, en la que la luz de los cirios y de las candelas es símbolo de Cristo, Luz verdadera que vino para iluminar a su pueblo y a todas las gentes. De este modo, la fiesta de hoy se relaciona con la Navidad y con la Epifanía del Señor. Pero, al mismo tiempo, se sitúa como un puente hacia la Pascua, evocando la profecía del anciano Simeón, que, en aquella circunstancia, anunció el dramático destino del Mesías y de su Madre.
El evangelista ha recordado el hecho con detalles: dos personas ancianas, llenas de fe y de Espíritu Santo, Simeón y Ana, acogen a Jesús en el santuario de Jerusalén. Personifican al «resto de Israel», vigilante en la espera y dispuesto a ir al encuentro del Señor, como ya habían hecho los pastores en la noche de su nacimiento en Belén.
2. En la oración colecta de esta liturgia hemos pedido la gracia de presentarnos también nosotros al Señor «plenamente renovados en el espíritu», conforme al modelo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos. De modo particular vosotros, religiosos, religiosas y laicos consagrados, estáis llamados a participar en este misterio del Salvador. Es misterio de oblación, en el que se funden indisolublemente la gloria y la cruz, según el carácter pascual propio de la existencia cristiana. Es misterio de luz y de sufrimiento; misterio mariano, en el que a la Madre, bendecida juntamente con su Hijo, se le anuncia el martirio del alma.
Podríamos decir que hoy se celebra en toda la Iglesia un singular «ofertorio», en el que los hombres y las mujeres consagrados renuevan espiritualmente su entrega. Al hacerlo, ayudan a las comunidades eclesiales a crecer en la dimensión oblativa que íntimamente las constituye, las edifica y las impulsa por los caminos del mundo.
Os saludo con gran afecto, amadísimos hermanos y hermanas pertenecientes a numerosas familias de vida consagrada, que alegráis con vuestra presencia la basílica de San Pedro. Saludo, en particular, al señor cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración eucarística.
3. Celebramos esta fiesta con el corazón aún rebosante de las emociones vividas en el tiempo jubilar recién terminado. Hemos reanudado el camino dejándonos guiar por las palabras de Cristo a Simón: «Duc in altum, Rema mar adentro» (Lc 5, 4). Amadísimos hermanos y hermanas consagrados, la Iglesia espera también vuestra contribución para recorrer este nuevo trecho de camino según las orientaciones que tracé en la carta apostólica Novo millennio ineunte: contemplar el rostro de Cristo, recomenzar desde él y testimoniar su amor. Estáis llamados a dar diariamente esta aportación ante todo con la fidelidad a vuestra vocación de personas consagradas totalmente a Cristo.
Por tanto, vuestro primer compromiso debe estar en la línea de la contemplación. Toda realidad de vida consagrada nace y se regenera a diario en la contemplación incesante del rostro de Cristo. La Iglesia misma tiene como fuente de su actividad la confrontación diaria con la inagotable belleza del rostro de Cristo, su Esposo.
Si todo cristiano es un creyente que contempla el rostro de Dios en Jesucristo, vosotros lo sois de modo especial. Por eso es necesario que no os canséis de meditar en la sagrada Escritura y, sobre todo, en los santos Evangelios, para que se impriman en vosotros los rasgos del Verbo encarnado.
4. Recomenzar desde Cristo, centro de todo proyecto personal y comunitario: he aquí vuestro compromiso. Queridos hermanos, encontradlo y contempladlo de modo muy especial en la Eucaristía, celebrada y adorada a diario, como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica.
Y caminad con Cristo: esta es la senda de la perfección evangélica, la santidad a la que está llamado todo bautizado. Precisamente la santidad es uno de los puntos esenciales, más aún, el primero, del programa que delineé para el comienzo del nuevo milenio (cf. Novo millennio ineunte, 30-31).
Acabamos de escuchar las palabras del anciano Simeón: Cristo «está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será signo de contradicción: así quedará clara la actitud de muchos corazones» (Lc 2, 34). Como él, y en la medida de su conformación a él, también la persona consagrada se convierte en signo de contradicción; es decir, llega a ser para los demás un estímulo benéfico para tomar posición con respecto a Jesús, quien, gracias a la mediación comprometedora del «testigo», no es un simple personaje histórico o un ideal abstracto, sino una persona viva a la que hay que adherirse sin reservas.
¿No os parece un servicio indispensable que la Iglesia espera de vosotros en esta época marcada por profundos cambios sociales y culturales? Sólo si perseveráis en el seguimiento fiel de Cristo, seréis testigos creíbles de su amor.
5. «Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32). La vida consagrada está llamada a reflejar de modo singular la luz de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, al contemplaros pienso en la multitud de hombres y mujeres de todas las naciones, lenguas y culturas, consagrados a Cristo con los votos de pobreza, virginidad y obediencia. Este pensamiento me llena de consuelo, porque sois como una «levadura» de esperanza para la humanidad. Sois «sal» y «luz» para los hombres y las mujeres de hoy, que en vuestro testimonio pueden vislumbrar el reino de Dios y el estilo de las «bienaventuranzas» evangélicas.
Como Simeón y Ana, tomad a Jesús de los brazos de su santísima Madre y, llenos de alegría por el don de vuestra vocación, llevadlo a todos. Cristo es salvación y esperanza para todo hombre. Anunciadlo con vuestra existencia entregada totalmente al reino de Dios y a la salvación del mundo. Proclamadlo con la fidelidad incondicional que, también recientemente, ha llevado al martirio a algunos de vuestros hermanos y hermanas en diferentes partes del mundo.
Sed luz y consuelo para toda persona que encontréis. Como velas encendidas, arded de amor de Cristo. Consumíos por él, difundiendo por doquier el Evangelio de su amor. Gracias a vuestro testimonio también los ojos de numerosos hombres y mujeres de nuestro tiempo podrán ver la salvación presentada por Dios «ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Amén.
Homilía 2002
Basílica de San Pedro. Sábado 2 de febrero de 2002.
VI Jornada de la Vida Consagrada
1. «Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor» (Lc 2, 22).
Cuarenta días después de la Navidad, la Iglesia revive hoy el misterio de la presentación de Jesús en el templo. Lo revive con el estupor de la Sagrada Familia de Nazaret, iluminada por la revelación plena de aquel «niño» que, como nos acaban de recordar la primera y la segunda lectura, es el juez escatológico prometido por los profetas (cf. Ml 3, 1-3), el «sumo sacerdote compasivo y fiel» que vino para «expiar los pecados del pueblo» (Hb 2, 17).
El niño, que María y José llevaron con emoción al templo, es el Verbo encarnado, el Redentor del hombre y de la historia.
Hoy, conmemorando lo que sucedió aquel día en Jerusalén, somos invitados también nosotros a entrar en el templo para meditar en el misterio de Cristo, unigénito del Padre que, con su Encarnación y su Pascua, se ha convertido en el primogénito de la humanidad redimida.
Así, en esta fiesta se prolonga el tema de Cristo luz, que caracteriza las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía.
2. «Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32). Estas palabras proféticas las pronuncia el anciano Simeón, inspirado por Dios, cuando toma en brazos al niño Jesús. Al mismo tiempo, anuncia que el «Mesías del Señor» cumplirá su misión como «signo de contradicción» (Lc 2, 34). En cuanto a María, la Madre, también ella participará personalmente en la pasión de su Hijo divino (cf. Lc 2, 35).
Por tanto, en esta fiesta celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, y consagración de todos lo que siguen a Jesús por amor al Reino.
3. […] Me alegra poder encontrarme con vosotros, amadísimos hermanos y hermanas que un día, cercano o lejano, os habéis entregado totalmente al Señor en la opción de la vida consagrada. Al dirigiros a cada uno mi afectuoso saludo, pienso en las maravillas que Dios ha realizado y realiza en vosotros, «atrayendo a sí» toda vuestra existencia. Alabo con vosotros al Señor, porque es Amor tan grande y hermoso, que merece la entrega inestimable de toda la persona en la insondable profundidad del corazón y en el desarrollo de la vida diaria a lo largo de las diversas edades.
Vuestro «Heme aquí», según el modelo de Cristo y de la Virgen María, está simbolizado por los cirios que han iluminado esta tarde la basílica vaticana. La fiesta de hoy está dedicada de modo especial a vosotros, que en el pueblo de Dios representáis con singular elocuencia la novedad escatológica de la vida cristiana. Vosotros estáis llamados a ser luz de verdad y de justicia; testigos de solidaridad y de paz.
4. Sigue vivo el recuerdo de la Jornada de oración por la paz, que vivimos hace diez días en Asís. Sabía y sé que para esa extraordinaria movilización en favor de la paz en el mundo puedo contar de modo particular con vosotros, amadísimas personas consagradas. A vosotros, también en esta ocasión, os expreso mi profunda gratitud.
Gracias, ante todo, por la oración. ¡Cuántas comunidades contemplativas, dedicadas totalmente a la oración, llaman noche y día al corazón del Dios de la paz, contribuyendo a la victoria de Cristo sobre el odio, sobre la venganza y sobre las estructuras de pecado!
Además de la oración, muchos de vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, construís la paz con el testimonio de la fraternidad y de la comunión, difundiendo en el mundo, como levadura, el espíritu evangélico, que hace crecer a la humanidad hacia el reino de los cielos. ¡Gracias también por esto!
No faltan tampoco religiosos y religiosas que, en múltiples fronteras, viven su compromiso concreto por la justicia, trabajando entre los marginados, interviniendo en las raíces de los conflictos y contribuyendo así a edificar una paz fundamental y duradera. Dondequiera que la Iglesia está comprometida en la defensa y en la promoción del hombre y del bien común, allí también estáis vosotros, queridos consagrados y consagradas. Vosotros, que, para ser totalmente de Dios, sois también totalmente de los hermanos. Toda persona de buena voluntad os lo agradece mucho.
5. El icono de María, que contemplamos mientras ofrece a Jesús en el templo, prefigura el de la crucifixión, anticipando también su clave de lectura: Jesús, Hijo de Dios, signo de contradicción. En efecto, en el Calvario se realiza la oblación del Hijo y, junto con ella, la de la Madre. Una misma espada traspasa a ambos, a la Madre y al Hijo (cf. Lc 2, 35). El mismo dolor. El mismo amor.
A lo largo de este camino, la Mater Jesu se ha convertido en Mater Ecclesiae. Su peregrinación de fe y de consagración constituye el arquetipo de la de todo bautizado. Lo es, de modo singular, para cuantos abrazan la vida consagrada.
¡Cuán consolador es saber que María está a nuestro lado, como Madre y Maestra, en nuestro itinerario de consagración! No sólo nos acompaña en el plano simplemente afectivo, sino también, más profundamente, en el de la eficacia sobrenatural, confirmada por las Escrituras, la Tradición y el testimonio de los santos, muchos de los cuales siguieron a Cristo por la senda exigente de los consejos evangélicos.
Oh María, Madre de Cristo y Madre nuestra, te damos gracias por la solicitud con que nos acompañas a lo largo del camino de la vida, y te pedimos: preséntanos hoy nuevamente a Dios, nuestro único bien, para que nuestra vida, consumada por el Amor, sea sacrificio vivo, santo y agradable a él. Así sea.
Homilía 2004
Basílica de San Pedro. Lunes 2 de febrero de 2004.
VIII Jornada de la Vida Consagrada
1. «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel»(Hb 2, 17).
Estas palabras, tomadas de la carta a los Hebreos, expresan bien el mensaje de esta fiesta de la Presentación del Señor en el templo. Por decirlo así, dan su clave de lectura, poniéndola en la perspectiva del misterio pascual.
El acontecimiento que hoy celebramos nos remite a lo que hicieron María y José cuando, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, lo ofrecieron a Dios como su hijo primogénito, cumpliendo las prescripciones de la ley mosaica.
Esta ofrenda se realizaría después de modo pleno y perfecto en el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Entonces Cristo cumpliría su misión de «sumo sacerdote compasivo y fiel», compartiendo hasta las últimas consecuencias nuestra condición humana.
Tanto en la presentación en el templo como en el Calvario está a su lado María, la Virgen fiel, participando en el plan eterno de la salvación.
2. La liturgia de hoy comienza con la bendición de las candelas y la procesión hasta el altar, para encontrar a Cristo y reconocerlo «al partir el pan», esperando su vuelta gloriosa.
En este marco de luz, de fe y de esperanza, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Quienes han entregado para siempre su existencia a Cristo por la venida del reino de Dios son invitados a renovar su «sí» a la especial vocación recibida. Pero también toda la comunidad eclesial redescubre la riqueza del testimonio profético de la vida consagrada, en la variedad de sus carismas y compromisos apostólicos.
3. Con sentimientos de alabanza y acción de gracias al Señor por este gran don, deseo saludar ante todo al cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración. Dirijo, además, mi cordial saludo a todos los que participan en esta sugestiva asamblea litúrgica.
Mi afectuoso saludo va, de modo particular, a vosotros, queridos religiosos, religiosas y miembros de los institutos seculares, así como a todos los que testimonian de modo fiel los valores de la vida consagrada en las diversas regiones del mundo.
Cristo os llama a configuraros cada vez más a él, que por amor se hizo obediente, pobre y casto. Seguid dedicándoos con celo al anuncio y a la promoción de su reino. Esta es vuestra misión, tan necesaria hoy como en el pasado.
4. Amadísimos religiosos y religiosas, ¡qué ocasión tan propicia os brinda esta jornada, dedicada a vosotros, para reafirmar vuestra fidelidad a Dios con el mismo entusiasmo y la misma generosidad de cuando pronunciasteis por primera vez vuestros votos. Repetid cada día con alegría y convicción vuestro «sí» al Dios del amor.
En la intimidad del monasterio de clausura o al lado de los pobres y marginados, entre los jóvenes o dentro de las estructuras eclesiales, en las diversas actividades apostólicas o en tierra de misión, Dios quiere que seáis fieles a su amor y que todos os dediquéis al bien de los hermanos.
Esta es la valiosa contribución que podéis dar a la Iglesia, para que el Evangelio de la esperanza llegue a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo.
5. Contemplemos a la Virgen mientras presenta a su Hijo en el templo de Jerusalén. María, que había aceptado incondicionalmente la voluntad de Dios en el momento de la Anunciación, repite hoy, en cierto modo, su «¡He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra!» (Lc 1, 38). Esta actitud de dócil adhesión a los designios divinos caracterizará toda su existencia.
Por tanto, la Virgen es el primer y elevado modelo de toda persona consagrada. Dejaos guiar por ella, queridos hermanos y hermanas. Recurrid a su ayuda con humilde confianza, especialmente en los momentos de prueba.
Y tú, María, vela sobre estos hijos tuyos y llévalos a Cristo, «gloria de Israel, luz de los pueblos».
Virgo Virginum, Mater Salvatoris, ora pro nobis.
Benedicto XVI, papa
Homilía 2006
Basílica de San Pedro. Jueves 2 de febrero de 2006.
Jornada de la Vida Consagrada
La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad.
La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es «el rey de la gloria», «el Señor, fuerte en la guerra» (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: «De pronto entrará en el santuario el Señor» (Ml 3, 1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa «el mensajero de la alianza» y se somete a la Ley: va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios.
El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo «sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo» (Hb 2, 17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice: «Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (…) al que podía salvarle de la muerte, (…) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5, 7-9).
La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es «gloria de su pueblo Israel» y «luz para alumbrar a las naciones», pero también «signo de contradicción» (cf. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.
Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —»mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús «el consuelo de Israel» (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.
Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la «luz» y la «gloria» se transforman en una revelación universal. Ana es «profetisa», mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede «alabar a Dios» y hablar «del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios.
En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del «Dios con nosotros», también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del reino de Dios para el mundo de hoy.
Vuestro modo de vivir y de trabajar puede manifestar sin atenuaciones la plena pertenencia al único Señor; vuestro completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. Este es el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, son como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.
Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado la vocación de especial consagración, para saludaros con afecto y daros las gracias de corazón por vuestra presencia. Dirijo un saludo especial a monseñor Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y a sus colaboradores, que concelebran conmigo en esta santa misa. Que el Señor renueve cada día en vosotros y en todas las personas consagradas la respuesta gozosa a su amor gratuito y fiel.
Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiad siempre y en todo lugar el amor de Cristo, luz del mundo. María santísima, la Mujer consagrada, os ayude a vivir plenamente vuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.
Homilía 2010
Basílica de San Pedro. Martes 2 de febrero de 2010.
Celebración de Vísperas. XIV Jornada de la Vida Consagrada
En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo celebramos un misterio de la vida de Cristo, vinculado al precepto de la ley de Moisés que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, que subieran al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cf. Ex 13, 1-2.11-16; Lv 12, 1-8). También María y José cumplen este rito, ofreciendo —según la ley— dos tórtolas o dos pichones. Leyendo las cosas con más profundidad, comprendemos que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. En efecto, Simeón proclama que Jesús es la «salvación» de la humanidad, la «luz» de todas las naciones y «signo de contradicción», porque desvelará las intenciones de los corazones (cf. Lc 2, 29-35). En Oriente esta fiesta se denominaba Hypapante, fiesta del encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término «Candelaria«. Con este signo visible se quiere manifestar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es «la luz de los hombres» y lo acoge con todo el impulso de su fe para llevar esa «luz» al mundo.
En concomitancia con esta fiesta litúrgica, el venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que en toda la Iglesia se celebrara una Jornada especial de la vida consagrada. En efecto, la oblación del Hijo de Dios, simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Esta Jornada tiene tres objetivos: ante todo, alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima de parte de todo el pueblo de Dios; y, por último, invitar a cuantos han dedicado plenamente su vida a la causa del Evangelio a celebrar las maravillas que el Señor ha realizado en ellos. Os agradezco que hayáis venido, tan numerosos, en esta Jornada dedicada especialmente a vosotros, y deseo saludar con gran afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y personas consagradas, expresándoos cercanía cordial y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del pueblo de Dios.
La breve lectura tomada de la carta a los Hebreos, que se acaba de proclamar, une bien los motivos que dieron origen a esta significativa y hermosa celebración, y nos brinda algunas pautas de reflexión. Este texto —se trata de dos versículos, pero muy densos— abre la segunda parte de la carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. En realidad, sería necesario considerar también el versículo inmediatamente precedente, que dice: «Teniendo, pues, tal sumo sacerdote que penetró los cielos —Jesús, el Hijo de Dios— mantengamos firmes la fe que profesamos» (Hb 4, 14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres. A Cristo se le presenta como elMediador: es verdadero Dios y verdadero hombre, y por lo tanto pertenece realmente al mundo divino y al humano.
En realidad, una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante Cristo, en la Iglesia sólo tiene sentido precisamente a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo. Sólo tiene sentido si él es verdaderamentemediador entre Dios y nosotros; de lo contrario, se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo tiempo, plenamente hombre, la vida cristiana en cuanto tal no tendría fundamento, y de forma muy especial no lo tendría cualquier consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, en efecto, testimonia y expresa «con fuerza» precisamente que Dios y el hombre se buscan mutuamente, que el amor los atrae; la persona consagrada, por el mero hecho de existir, representa como un «puente» hacia Dios para todos aquellos que se encuentran con ella, les recuerda y les remite a Dios. Y todo esto en virtud de la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre. Él es el fundamento. Él, que ha compartido nuestra flaqueza, para que pudiésemos participar de su naturaleza divina.
Nuestro texto insiste, más que en la fe, en la «confianza» con la que podemos acercarnos al «trono de la gracia», puesto que nuestro sumo sacerdote ha sido él mismo «probado en todo igual que nosotros». Podemos acercarnos para «alcanzar misericordia», «hallar gracia», y «para una ayuda en el momento oportuno». Me parece que estas palabras contienen una gran verdad y a la vez un gran consuelo para nosotros, que hemos recibido el don y el compromiso de una consagración especial en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanos y hermanas. Vosotros os habéis acercado con plena confianza al «trono de la gracia» que es Cristo, a su cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que lo merece todo, incluso más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a él, también para encontrar ayuda en el momento oportuno y en la hora de la prueba.
Las personas consagradas están llamadas de modo especial a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra su salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su pecado. Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada es una escuela privilegiada de «compunción del corazón», de reconocimiento humilde de su miseria, y también es una escuela de confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca abandona. En realidad, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más cerca estamos de él, tanto más útiles somos a los demás. Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, al estar llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los hombres, especialmente de aquellos que están alejados de Dios. En particular, las comunidades que viven en clausura, con su compromiso específico de fidelidad a «estar con el Señor», a «estar al pie de la cruz», a menudo desempeñan ese papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión, cargando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo todo con alegría para la salvación del mundo.
Por último, queridos amigos, elevemos al Señor un himno de acción de gracias y de alabanza por la vida consagrada. Si no existiera, el mundo sería mucho más pobre. Más allá de valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil (cf. Vita consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la sobreabundancia de amor que impulsa a «perder» la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que «perdió» su vida por nosotros primero. En este momento pienso en las personas consagradas que sienten el peso de la fatiga diaria, con escasas gratificaciones humanas; pienso en los religiosos y las religiosas de edad avanzada, en los enfermos, en quienes pasan por un momento difícil en su apostolado… Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia al «trono de la gracia». Al contrario, son un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.
Por lo tanto, llenos de confianza y de gratitud, renovemos también nosotros el gesto de la ofrenda total de nosotros mismos presentándonos en el Templo. Que para los religiosos presbíteros el Año sacerdotal sea una ocasión ulterior para intensificar el camino de santificación y, para todos los consagrados y consagradas, un estímulo a acompañar y sostener su ministerio con fervorosa oración. Este año de gracia culminará en Roma, el próximo mes de junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al cual invito a quienes ejercen el ministerio sagrado. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al reino de Dios. Realicemos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por el Dios que lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, totalmente entregada a nosotros, porque es toda de Dios. Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda maternal, renovemos nuestro «heme aquí» y nuestro «fiat«. Amén.
Homilía 2011
Basílica de San Pedro. Martes 2 de febrero de 2011.
Celebración de Vísperas. XV Jornada de la Vida Consagrada
En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb 10, 5-7). Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación.
Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el Esperado.
La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (Exhort. apost. postsinodal Vita consecrata, 1). Por esto, el venerable Juan Pablo II eligió la fiesta de hoy para celebrar la Jornada anual de la vida consagrada. En este contexto, dirijo un saludo cordial y agradecido a monseñor João Braz de Aviz, que hace poco nombré prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, así como al secretario y a sus colaboradores. Saludo con afecto a los superiores generales presentes y a todas las personas consagradas.
Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.
El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como «filocalia», amor por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. «La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz… Ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es, ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., 15).
En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive… La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia» (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante.
En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. «”Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8… La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14, 8)… La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina» (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I).
Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de la lectio divina, puesto que la vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte en «exégesis» viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica» (Verbum Domini, 83).
Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza, «esplendor de la verdad». Sabed orientar con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del Evangelio».
En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima Virgen María:
Oh María, Madre de la Iglesia,
te encomiendo
toda la vida consagrada,
a fin de que tú le alcances
la plenitud de la luz divina:
que viva en la escucha
de la Palabra de Dios,
en la humildad del seguimiento
de Jesús, tu hijo y nuestro Señor,
en la acogida
de la visita del Espíritu Santo,
en la alegría cotidiana del Magníficat,
para que la Iglesia sea edificada
por la santidad de vida
de estos hijos e hijas tuyos,
en el mandamiento del amor. Amén.
Homilía 2012
Basílica de San Pedro. Jueves 2 de febrero de 2012.
Celebración de Vísperas. XVI Jornada de la Vida Consagrada
La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un sacrificio (cf. Lc 2, 22-24). Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico, porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la solemnidad del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en la fiesta de hoy.
El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de humilde ocultamiento que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios, encuentra una acogida singular por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen de modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2, 32).
El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el templo, se celebra la Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio evangélico al que nos referimos constituye un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.
Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera vez en 1997, la Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias finalidades particulares. Ante todo, quiere responder a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo. Además, en esta ocasión se quiere valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos promoviendo el conocimiento y la estima de la vida consagrada en el seno del pueblo de Dios. Por último, la Jornada de la vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa ocasión para renovar vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que han inspirado e inspiran la entrega de vosotros mismos al Señor. Esto es lo que queremos hacer hoy; este es el compromiso que estáis llamados a realizar cada día de vuestra vida.
Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, convoqué —como bien sabéis— el Año de la fe, que se abrirá el próximo mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo especial los miembros de los institutos de vida consagrada, han acogido como un don esta iniciativa, y espero que vivan el Año de la fe como tiempo favorable para la renovación interior, cuya necesidad se percibe siempre, profundizando en los valores esenciales y en las exigencias de su propia consagración. En el Año de la fe vosotros, que habéis acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, estáis invitados a profundizar cada vez más vuestra relación con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y característico de vuestra existencia, os llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en vuestra particular presencia y forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.
La Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con los medios que considere oportunos, sugerirá directrices y se esforzará por favorecer que este Año de la fe constituya para todos vosotros un año de renovación y de fidelidad, a fin de que todos los consagrados y las consagradas se comprometan con entusiasmo en la nueva evangelización. A la vez que dirijo mi cordial saludo al prefecto del dicasterio, monseñor João Braz de Aviz —a quien he incluido entre los que voy a crear cardenales en el próximo consistorio—, aprovecho de buen grado esta alegre circunstancia para darle gracias a él y a sus colaboradores por el valioso servicio que prestan a la Santa Sede y a toda la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, asimismo os expreso mi agradecimiento a cada uno por haber querido participar en esta liturgia que, también gracias a vuestra presencia, se distingue por un clima especial de devoción y recogimiento. Deseo todo bien para el camino de vuestras familias religiosas, así como para vuestra formación y vuestro apostolado. Que la Virgen María, discípula, servidora y madre del Señor, obtenga del Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata, 112). Amén.
Homilía 2013
Basílica de San Pedro. Sábado 2 de febrero de 2013.
Santa Misa con los miembros de los Institutos de Vida Consagrada y de las Sociedades de Vida Apostólica.
XVII Jornada de la Vida Consagrada
En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).
Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).
Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo… Refinará a los levitas… para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.
Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.
Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.
Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).
Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.
Francisco, papa
Homilía 2014
Basílica de San Pedro. Domingo 2 de febrero de 2014.
Santa Misa. XVIII Jornada de la Vida Consagrada
La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es llamada también fiesta del encuentro: en la liturgia, se dice al inicio que Jesús va al encuentro de su pueblo, es el encuentro entre Jesús y su pueblo; cuando María y José llevaron a su niño al Templo de Jerusalén, tuvo lugar el primer encuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los dos ancianos Simeón y Ana.
Ese fue un encuentro en el seno de la historia del pueblo, un encuentro entre los jóvenes y los ancianos: los jóvenes eran María y José, con su recién nacido; y los ancianos eran Simeón y Ana, dos personajes que frecuentaban siempre el Templo.
Observemos lo que el evangelista Lucas nos dice de ellos, cómo les describe. De la Virgen y san José repite cuatro veces que querían cumplir lo que estaba prescrito por la Ley del Señor (cf. Lc 2, 22.23.24.27). Se entiende, casi se percibe, que los padres de Jesús tienen la alegría de observar los preceptos de Dios, sí, la alegría de caminar en la Ley del Señor. Son dos recién casados, apenas han tenido a su niño, y están totalmente animados por el deseo de realizar lo que está prescrito. Esto no es un hecho exterior, no es para sentirse bien, ¡no! Es un deseo fuerte, profundo, lleno de alegría. Es lo que dice el Salmo: «Mi alegría es el camino de tus preceptos… Tu ley será mi delicia (119, 14.77).
¿Y qué dice san Lucas de los ancianos? Destaca más de una vez que eran conducidos por el Espíritu Santo. De Simeón afirma que era un hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y que «el Espíritu Santo estaba con él» (2, 25); dice que «el Espíritu Santo le había revelado» que antes de morir vería al Cristo, al Mesías (v. 26); y por último que fue al Templo «impulsado por el Espíritu» (v. 27). De Ana dice luego que era una «profetisa» (v. 36), es decir, inspirada por Dios; y que estaba siempre en el Templo «sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (v. 37). En definitiva, estos dos ancianos están llenos de vida. Están llenos de vida porque están animados por el Espíritu Santo, dóciles a su acción, sensibles a sus peticiones…
He aquí el encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representantes del pueblo santo de Dios. En el centro está Jesús. Es Él quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la casa de su Padre.
Es un encuentro entre los jóvenes llenos de alegría al cumplir la Ley del Señor y los ancianos llenos de alegría por la acción del Espíritu Santo. Es un singular encuentro entre observancia y profecía, donde los jóvenes son los observantes y los ancianos son los proféticos. En realidad, si reflexionamos bien, la observancia de la Ley está animada por el Espíritu mismo, y la profecía se mueve por la senda trazada por la Ley. ¿Quién está más lleno del Espíritu Santo que María? ¿Quién es más dócil que ella a su acción?
A la luz de esta escena evangélica miremos a la vida consagrada como un encuentro con Cristo: es Él quien viene a nosotros, traído por María y José, y somos nosotros quienes vamos hacia Él, conducidos por el Espíritu Santo. Pero en el centro está Él. Él lo mueve todo, Él nos atrae al Templo, a la Iglesia, donde podemos encontrarle, reconocerle, acogerle y abrazarle.
Jesús viene a nuestro encuentro en la Iglesia a través del carisma fundacional de un Instituto: ¡es hermoso pensar así nuestra vocación! Nuestro encuentro con Cristo tomó su forma en la Iglesia mediante el carisma de un testigo suyo, de una testigo suya. Esto siempre nos asombra y nos lleva a dar gracias.
Y también en la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre observancia y profecía. No lo veamos como dos realidades contrarias. Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime a ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en la regla de vida; y la alegría de ser conducidos por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.
Hace bien a los ancianos comunicar la sabiduría a los jóvenes; y hace bien a los jóvenes recoger este patrimonio de experiencia y de sabiduría, y llevarlo adelante, no para custodiarlo en un museo, sino para llevarlo adelante afrontando los desafíos que la vida nos presenta, llevarlo adelante por el bien de las respectivas familias religiosas y de toda la Iglesia.
Que la gracia de este misterio, el misterio del encuentro, nos ilumine y nos consuele en nuestro camino. Amén.
Congregación para el Clero
La luz en los ojos y la espada en el corazón: con estas dos imágenes se resume la fiesta litúrgica de hoy y, en realidad, el modo de vivir de quien cree en Jesucristo y lo sigue día tras día.
La luz es, ante todo, Jesús, el Señor, “luz para iluminar a los gentiles y gloria de de tu pueblo Israel”, como afirma el anciano Simeón en el templo. La luz es también el signo litúrgico de las velas encendidas, con las cuales se entra procesionalemnte en la iglesia, antes de comenzar la Santa Misa de esta fiesta.
La espada en el corazón es, claramente, la que el mismo Simeón anuncia a María como su propio destino: la participación en la Pasión del Hijo, no de manera cruenta como el martirio de la crucifixión, pero sí en la incruenta y no menos dolorosa forma del martirio del alma.
Se ha dicho que el anuncio de Simeón es el segundo anuncio que recibió María, después del arcángel San Gabriel. En el primero le fue anunciado a la Virgen, Hija de Sión, su vocación a ser la Madre de Dios: fue un anuncio eminentemente alegre y sorprendente. El segundo anuncio a María, el del anciano profeta, se refiere al modo concreto en el que la Toda Santa deberá vivir esa inigualable vocación: a través del desgarro doloroso de su Corazón Inmaculado.
De este modo, en María se manifiesta la permanente presencia de la alegría y del dolor. También en esto, Ella es la imagen más parecida a la perfección de Cristo: el Señor Jesús, en efecto, vino a ofrecerse en sacrificio de expiación por nosotros, los pecadores. Su kénosis trae consigo el más indecible sufrimiento. No obstante, Jesús ha dicho: “Ahora mi alegría es plena” (Jn 3, 29). “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros” (Jn 15, 11). “Ahora voy a ti (Padre) y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi alegría completa en sí mismos” (Jn 17, 13). La alegría de Jesús coincide con su Pasión: el Crucificado sonríe aun en el más cruel de los martirios, porque sabe que de sus sufrimientos proviene nuestra salvación.
María sigue a su Hijo por el camino de la cruz: no sufre en el cuerpo, como Él, pero vive el más duro padecimiento del alma. Es la Virgo dolorosa, tan bien representada con siete espadas que atraviesan su Corazón: siete, número que expresa la perfección, como perfecto fue su dolor.
De esta manera, María es también figura permanente de cada uno de nosotros. Vivir en serio el cristianismo implica siempre, en esta vida, tener que unir la alegría y el dolor, la luz y la cruz. En el corazón de los santos está siempre clavada la espada de la Pasión y, precisamente por ello, en sus ojos refulge siempre una inefable luz, inextinguible,viva, ardiente y serena: la luz de la fe, del amor a Cristo y a los hermanos. Esa llama permanece encendida porque está alimentada con el ardor del corazón, mantenido abierto por la espada del dolor que se ofrece por amor.