Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
pp. 108 s.
Apenas vio la iglesia tan claramente representado y prefigurado lo que es el bautismo, en un texto del antiguo testamento, como en el relato de la curación de Naamán el sirio. Pero ¿de qué se trata aquí? El rico Naamán se halla, después de haber llegado a la cúspide de su carrera, de repente frente al abismo: tiene lepra. Está condenado en vida a muerte en un doble sentido: tendrá que contemplar en su cuerpo, todavía vivo, su propia corrupción, y experimentar en vida el destino de la muerte. Y porque así ocurría, porque el leproso se hallaba ya en las garras de la muerte, era arrojado de la sociedad y «dejado en la intemperie»: él no tenía ya -por supuesto, en Israel, pero tampoco en otras religiones- ningún acceso al santuario; era excomulgado de la comunidad, la cual quedaría contaminada con el hálito de la muerte. En ese aislamiento, queda abandonado totalmente al poder de la muerte, cuya esencia es soledad, ruina y destrucción de la comunión con otros.
En este momento cruel y terrible de su derrumbamiento en la nada, Naamán se agarra a un clavo ardiendo y se aferra al más mínimo rumor de posible salvación. En este caso, lo escucha de una criada: en Israel hay un hombre que puede curar. Pero cuando iba a realizar lo que se le pedía, todo está a punto de fracasar. En efecto, su orgullo se resiste a someterse a un baño en el Jordán; pero un criado suyo le debe recordar que él no se halla en situación en la que pueda vanagloriarse de su posición o del papel que desempeña; enfrentado con la muerte, no es más que ese hombre y debe intentar lo último. De ese modo queda bien claro que no es el Jordán el que cura, sino la obediencia, el renunciar al propio papel y a su arrogancia o a la hipocresía, el descender y el presentarse desnudo ante el Dios vivo. La obediencia es el baño que purifica y salva.
La semejanza con nuestra situación es evidente. La situación del leproso, el enfrentarse con la plena incomunicación, con el estar vivo en medio de la muerte, proporciona la disposición para seguir en pos del último rumor y agarrarse a un clavo ardiendo para buscar la salvación. Se está preparado para lo mayor, lo más importante, pero lo pequeño, lo ordinario, la iglesia, esto es demasiado antiguo, demasiado simple. Esto no puede ser causa de salvación o de salud. Pero precisamente aquí tiene lugar la decisión: en la disposición a aceptar lo pequeño, lo ordinario; en la disposición al baño de la obediencia
Después de la salvación, surge de nuevo una crisis, que es la que aporta la curación definitiva. Naamán pretende dar gracias y lo desea hacer en el sentido de su posición: mediante dinero. Pero debe aprender que aquí se le pide no la situación, sino él mismo; no el dinero, sino la conversión como retorno permanente al Dios de Israel. El tomar algo de tierra nos puede parecer algo pagano, pero expresa algo muy profundo: este único Dios no es una construcción filosófica: se transmite de un modo terreno. El único Dios es para él, lo mismo que para nosotros, el Dios de Israel. Solamente cuando él siente a Dios desde allí donde se le ha mostrado se convierte de una manera real y concreta. Esto vale también hoy: únicamente en la vinculación con la tierra santa de la iglesia veneramos nosotros verdaderamente al único Dios, que, en Jesucristo, tomó nuestra tierra para llevarla a su eternidad, y así venció a la muerte.