Domingo V Tiempo de Cuaresma (A) – Homilías
/ 4 abril, 2014 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ez 37, 12-14: Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis
Sal 129, 1b-2. 3-4. 5-7ab. 7cd-8: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa
Rm 8, 8-11: El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros
Jn 11, 1-45: Yo soy la resurrección y la vida
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Ángelus (05-04-1981): No quiero la muerte
domingo 5 de abril de 19811. «Nolo mortem impii sed ut convertatur impius a via sua et vivat: Yo no me gozo en la muerte del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva» (Ez 33, 11).
Nolo mortem!
En la liturgia cuaresmal se repiten muchas veces estas palabras, con las cuales se expresa Dios mismo, el Señor de la vida, ¡el único Señor de la vida, el Dios que ama la vida! (cf. Sab 11, 26).
De este amor toma origen el misterio pascual, en el que la muerte es superada por la Muerte, y Dios se revela hasta el fondo como Dador de la vida indestructible.
Cuando repetimos en la oración: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), pensamos en el valor inmenso que ha tenido esa única vida humana concebida por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen de Nazaret. Al hacer de esta vida un don absoluto y definitivo al Padre, en la muerte de cruz, Cristo con este don asegura a la vida la victoria y, al mismo tiempo, vuelve a confirmar la dignidad única e irrepetible de cada vida humana. Vuelve a confirmar la ley fundamental de la vida.
Todo hombre tiene derecho al don de la vida.
2. El tiempo de Cuaresma exige de nosotros una profunda reflexión sobre los problemas de la vida y de la muerte. Cuanto más profundamente entramos en este período, cuando más nos acercamos al Triduum Sacrum, tanto más intensamente debemos concentrarnos sobre este problema: sobre el problema de la vida y de la muerte, en todos sus aspectos y en todas sus consecuencias.
Efectivamente, existe en nuestra época una amenaza creciente al valor de la vida. Esta amenaza que, sobre todo, se hace notar en las sociedades del progreso técnico, de la civilización material y del bienestar, plantea un interrogante a la misma autenticidad humana de ese progreso.
En efecto, si sustituyéramos el derecho a la vida, el don de la vida, por el derecho de quitar la vida al hombre inocente, entonces no podríamos dudar que en medio de todos los valores técnicos y materiales, con los que computamos la dimensión del progreso y de la civilización, quedaría quebrantado el valor esencial y fundamental que es la razón justa y el metro del verdadero progreso: el valor de la vida humana, o sea, el valor de la existencia del hombre, dado que vivere est viventibus esse.
Quitar la vida humana significa siempre que el hombre ha perdido la confianza en el valor de su existencia; que ha destruido en sí, en su conocimiento, en su conciencia y voluntad, ese valor primario y fundamental.
Dios dice: «No matarás» (Ex 20, 13). Y este mandamiento es al mismo tiempo el principio fundamental y la norma del código de la moralidad inscrito en la conciencia de cada hombre.
Si se concede derecho de ciudadanía al asesinato del hombre cuando todavía está en el seno de la madre, entonces, por esto mismo, se nos pone en el resbaladero de incalculables consecuencias de naturaleza moral. Si es lícito quitar la vida a un ser humano, cuando es el más débil, totalmente dependiente de la madre, de los padres, del ámbito de las conciencias humanas, entonces se asesina no sólo a un hombre inocente, sino también a las conciencias mismas. Y no se sabe lo amplia y velozmente que se propaga el radio de esa destrucción de las conciencias, sobre las que se basa, ante todo el sentido más humano de la cultura y del progreso del hombre.
Los que piensan y afirman que éste es un problema privado y que, en tal caso, es necesario defender el derecho estrictamente personal a la decisión, no piensan y no dicen toda la verdad. El problema de la responsabilidad por la vida concebida en el seno de cada madre es problema eminentemente social. Y, al mismo tiempo, es problema de cada uno y de todos. Se halla en la base de la cultura moral de toda sociedad. Y de él depende el futuro de los hombres y de la sociedad. Si aceptásemos el derecho a quitar el don de la vida al hombre aún no nacido, ¿lograremos defender después el derecho del hombre a la vida en todas las demás situaciones? ¿Lograremos detener el proceso de destrucción de las conciencias humanas?
3. El período de Cuaresma constituye un desafío. A la luz del misterio pascual, al que nos acercamos, penetrando cada vez más profundamente en la meditación de la pasión y de la muerte de Cristo, es necesario que se despierten las conciencias y asuman la gran causa del valor de la vida y de la responsabilidad por la vida, que es, al mismo tiempo, la responsabilidad por el hombre hasta las raíces mismas de su existencia y de su vocación. Y es necesario que aumente la oración, porque se trata de un problema de máximo nivel desde el punto de vista tanto de la dignidad del hombre, como del futuro digno de él.
Recordemos que Dios dice: Nolo mortem!
Homilía (05-04-1987): ¿Crees esto?
domingo 5 de abril de 19871. “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25).
[...] Celebramos hoy el quinto domingo de Cuaresma. Ya está cercano al misterio pascual en su presencia litúrgica. Las palabras de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida” resuenan como preanuncio definitivo de este misterio...
2. A todos ha querido el Señor decir que El es el principio de una nueva vida. “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25).
Jesús pronunció estas palabras en Betania, adonde acudió inmediatamente después de revelar a sus discípulos la noticia de la muerte de Lázaro. Marta, hermana del amigo difunto, salió al encuentro de Jesús y le dijo con dolor: “¡si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto! Pero sé que cualquier cosa que pidas a Dios. El te la concederá” (Jn 11, 21-22).
Marta pide, de esta manera confiada, un milagro; pide a Jesús que resucite a su hermano Lázaro, que lo devuelva a la vida, uno de sus seres más queridos aquí en esta tierra.
Jesús responde con palabras que se refieren a la vida eterna: “el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees tú esto?” ((Ibíd., 11, 26).
No se trata sólo de restituir un muerto a la vida sobre la tierra. Se trata de la vida “eterna”; de la vida en Dios. La fe en Jesús es el inicio de esta vida sobrenatural, que es participación en la vida de Dios; y Dios es Eternidad. Vivir en Dios equivale a decir vivir eternamente (cf. Jn 1-2; 3-4; 5-11 ss.).
3. Podría decirse que, cuando Jesús de Nazaret, algunos días antes de morir en la Cruz, acude ante el sepulcro de su amigo y lo resucita, está pensando en cada hombre, en nosotros mismos. Tiene ante sí ese gran enigma de la existencia humana sobre la tierra, que es la muerte. Jesús ante el misterio de la muerte, nos recuerda (cf. Jn 10, 7) que El es un amigo y se nos muestra a sí mismo como puerta que da acceso a la vida.
Antes de responder a este problema crucial de la vida del hombre sobre la tierra, con su propia muerte y resurrección, Jesús realiza un signo. Resucita a Lázaro. Le ordena salir fuera del sepulcro, mostrando a los circunstantes el poder de Dios sobre la muerte: la resurrección de Betania es un definitivo preanuncio del misterio pascual, de la resurrección de Jesús, del paso, a través de la muerte, hacia la vida que ya no se acaba: “quien cree en mí, aunque muera vivirá”.
4. Ante el sepulcro del amigo Lázaro, Cristo está casi como tocando la raíz misma de la muerte del hombre, al ser ésta, desde el principio, una realidad anudada con el pecado.
La liturgia de este domingo, calando de lleno en esta condición de la humana existencia, nos invita a clamar con las palabras del Salmo, “desde lo profundo del corazón”:
“Si consideras las culpas, Señor, / Señor, ¿quién podrá subsistir?”.
La respuesta a esta pregunta nos la da también el Salmista:
“En el Señor está la misericordia / y en El es grande la redención. / El redimirá a Israel / de todas sus culpas” (Sal 130 [129], 7-8).
Cristo, que se presenta en Betania ante el sepulcro de Lázaro, sabe que su “hora” está cerca.
Precisamente esta es “ la hora ” –la hora de la Pascua que se aproxima– cuando a solas y sin más apoyo que la confianza en la potencia del mismo Dios, se verá obligado a dar respuesta personal a la pregunta del Salmista. Pero no ya con las palabras, sino con el sacrificio redentor de la propia muerte en la cruz: la muerte que da la vida.
El es ciertamente aquel de quien habla el Salmista.
“El redimirá a Israel”. El demostrará, en efecto, que en Dios “ es grande la redención ”. El hará que el peso de los pecados del hombre sea superado mediante la potencia salvífica de la gracia. La muerte, con la potencia de la vida.
“¿Crees tú esto?”, pregunta Jesús a Marta. Y con esta pregunta está interrogando a los discípulos de todos los tiempos; lo pregunta a cada uno de nosotros en este domingo de Cuaresma, cuando ya estamos tan cercanos al día de la Pascua.
5. La fe en la victoria de la gracia sobre el pecado, en la victoria de la vida sobre la muerte del cuerpo y del alma, es explicada por San Pablo en su carta a los Romanos que hemos escuchado en esta liturgia. Jesús, en efecto, dijo en Betania: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí no morirá eternamente”.
Y el Apóstol lo explica así: “Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el espíritu es vida a causa de la justificación” (Rm 8, 10).
Cristo habita en nosotros mediante la fe y la gracia. ¡Habita! Entonces está también presente en nosotros su Espíritu, el Espíritu Santo. Por eso añade el Apóstol: “Y si el Espíritu de Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que ha resucitado a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por medio del Espíritu, que habita en vosotros” (Rm 8, 11).
No se trata aquí sólo de resucitar, de dar la vida en esta tierra. Se trata, por encima de todo, de la resurrección a la vida eterna en Dios. Se trata de la participación real en la resurrección de Cristo, mediante el don del Espíritu Santo.
6. Cuando Cristo pregunta: “¿Crees tú esto?”, la Iglesia, su esposa, su cuerpo místico, responde de generación en generación con las palabras del Símbolo Apostólico: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”.
Creemos por tanto que esa vida eterna, esa vida divina –de la que es signo la resurrección de Lázaro–, está ya operante en nosotros, gracias a la resurrección de Cristo. Esa perspectiva, soteriológica (salvífica) y escatológica, difícil de aceptar por los “sabios” de este mundo, pero que es acogida con alegría por los “pobres y sencillos” (cf Mt 11, 25), es la que hace posible descubrir el valor sobrenatural que se puede encerrar en toda situación humana...
7. [...] El Evangelio es Buena Nueva, que llena de fe y de esperanza: “Yo espero en Yahvé, mi alma espera, pendiente estoy de su palabra” (Sal 130 [129], 5).
Sin embargo, tantas veces no entendemos lo que el Señor nos está diciendo y. quizá, perdemos la esperanza, porque no estamos pendientes de su palabra...
Los cristianos aman el mundo y tantas cosas buenas que hay en el mundo, porque ha salido de las manos de Dios; pero no ponen su esperanza final en este mundo. Nuestra esperanza es Cristo Jesús, el Verbo de Dios que se hizo hombre y que, después de morir, resucitó. ¡Nuestra esperanza no es vana y no quedará defraudada!
9. [...] El Señor quiere sacarnos de nuestro sepulcro, de una vida sin más horizonte que la materia, sin relieve, que sólo se preocupa de los problemas de esta tierra y muchas veces, sujeta a la cadena del odio, del enfrentamiento o del egoísmo de todo tipo. “Los que viven según la carne, –nos advierte San Pablo– no pueden agradar a Dios” (Rm 8, 8), y añade a continuación: “vosotros, sin embargo, no estáis en la carne, sino en el espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Ibíd., 8, 9).
El Señor quiere que la vida terrena se impregne de esa vida eterna y divina, según el Espíritu, que es la vida de la caridad, que es la vida de la resurrección. Quienes viven según la carne no pueden agradar a Dios. Vosotros vivís según el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros. Cada día se hace más necesario que los cristianos proclamemos bien alto –sobre todo con el ejemplo de nuestra vida– que la máxima dignidad del trabajo está en el amor con que se realiza. Y en esta perspectiva social, verdadera, pero siempre en la perspectiva de la civilización del amor. Es ésta la civilización anunciada por Cristo crucificado y resucitado.
10. [...] María, “Memoria de la Iglesia” (Homilía en al Misa de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 1 de enero de 1987), nos llevará de la mano para aprender lo que Ella nos enseña con la propia vida. Más de una vez he recordado cómo, desde hace tantos siglos, los cristianos se han unido a María durante su trabajo, mediante el rezo del Ángelus o la expresión de gozo pascual del Regina caeli. La generosidad en ofrecer espacios del tiempo diario a la piedad mariana hará que el Señor, por intercesión de su Madre, os conceda todo lo que necesitáis en vuestras tareas espirituales y temporales. Así se lo pido de corazón a Dios nuestro Padre, en cuyo nombre bendigo a todos los aquí presentes y a vuestros hogares. Recordad durante vuestro trabajo este misterio primario de nuestra fe, la Encarnación: “Y el Verbo se hizo carne”. Recordar este misterio que conduce a la muerte y a la resurrección, para trabajar mejor, para no olvidar jamás esta dimensión humana con todas sus implicaciones, que tiene también una dimensión divina. Es el Creador quien nos ha dado ejemplo cuando creó el mundo; somos sus colaboradores, queridos hermanos y hermanas, ¡somos sus colaboradores! Es Dios creador, es Jesucristo trabajador, es Jesucristo crucificado y Cristo resucitado. Amén.
Homilía (21-03-1999): La respuesta a la cultura de la muerte
domingo 21 de marzo de 19991. «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26; cf. Aclamación antes del Evangelio).
Podemos imaginar la sorpresa que ese anuncio provocó en los oyentes, los cuales, sin embargo, pudieron constatar poco después la verdad de las palabras de Jesús, cuando, obedeciendo a su orden, Lázaro, que ya llevaba cuatro días en el sepulcro, salió afuera vivo. Jesús dio más tarde una confirmación aún más clamorosa de su asombrosa afirmación cuando, con su propia resurrección, consiguió la victoria definitiva sobre el mal y la muerte.
Lo que muchos siglos antes había anunciado el profeta Ezequiel, al dirigirse a los israelitas deportados de Babilonia: «Os infundiré mi espíritu y viviréis» (Ez 37, 14), se hará realidad en el misterio pascual, y el apóstol san Pablo lo presentará como el núcleo fundamental de la nueva vida de los creyentes: «Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8, 9).
¿No consiste precisamente en esto la actualidad del mensaje evangélico? En una sociedad en la que se manifiestan signos de muerte, pero donde se advierte al mismo tiempo una profunda necesidad de esperanza de vida, los cristianos tienen la misión de seguir proclamando a Cristo, «resurrección y vida» del hombre. Sí, frente a los síntomas de una «cultura de muerte» que avanza, también hoy debe resonar la gran revelación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida».
2. [...] Los creyentes deben «ser presencia» activa y evangelizadora en los lugares de trabajo. Al reunirse en la parroquia para orar juntos y crecer en la fe, también están llamados a ser levadura de renovación espiritual donde trabajan. Han de convertirse en apóstoles de sus hermanos, dirigiéndoles la invitación evangélica «ven y verás» (cf. Jn 1, 46) y ayudándoles a redescubrir y vivir con mayor convicción los valores cristianos...
6. Repitamos con el evangelista: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27).
Como Marta, la hermana de Lázaro, también nosotros queremos renovar hoy nuestra fe en Jesús y nuestra amistad con él. Por su muerte y resurrección, se nos comunica la vida plena en el Espíritu Santo. La vida divina puede transformar nuestra existencia en don de amor a Dios y a nuestros hermanos.
[...] Como hemos orado al comienzo de la celebración eucarística, «vivamos siempre de aquel mismo amor que movió al Hijo de Dios a entregarse a la muerte por la salvación del mundo» (Oración colecta). Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (09-03-2008): Él tiene poder absoluto sobre la muerte
domingo 9 de marzo de 2008En nuestro itinerario cuaresmal hemos llegado al quinto domingo, caracterizado por el evangelio de la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 1-45). Se trata del último gran «signo» realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo; y decidieron matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte.
En realidad, esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11, 5), y por eso quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11), así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar.
Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17) y a la niña de doce años (cf. Mc 5, 35-43). Precisamente de ella dijo: «La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.
Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera com-pasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11, 33. 35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida.
Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: «¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.
La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz.
Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad.
Homilía (09-03-2008): Vivir de verdad
domingo 9 de marzo de 2008[...] Pasemos ahora al evangelio de este día, dedicado a un tema importante y fundamental: ¿qué es la vida?, ¿qué es la muerte?, ¿cómo vivir?, ¿cómo morir? Con el fin de ayudarnos a comprender mejor este misterio de la vida y la respuesta de Jesús, san Juan usa para esta única realidad de la vida dos palabras diferentes, indicando las diversas dimensiones de la realidad llamada «vida»: la palabra bíos y la palabra zoé. Bíos, como se comprende fácilmente, significa este gran biocosmos, esta biosfera, que va desde las células primitivas hasta los organismos más organizados, más desarrollados, este gran árbol de la vida, en el que se han desarrollado todas las posibilidades de la realidad bíos. A este árbol de la vida pertenece el hombre; forma parte de este cosmos de la vida que comienza con un milagro: en la materia inerte se desarrolla un centro vital; la realidad que llamamos organismo.
Pero el hombre, aun formando parte de este gran biocosmos, lo trasciende, porque también forma parte de la realidad que san Juan llama zoé. Es un nuevo nivel de la vida, en el que el ser se abre al conocimiento. Ciertamente, el hombre es siempre hombre con toda su dignidad, incluso en estado de coma o en la fase de embrión, pero si sólo vive biológicamente no se realizan ni desarrollan todas las potencialidades de su ser. El hombre está llamado a abrirse a nuevas dimensiones. Es un ser que conoce. Desde luego, también los animales conocen, pero sólo las cosas que les interesan para su vida biológica. El conocimiento del hombre va más allá; quiere conocerlo todo, toda la realidad, la realidad en su totalidad; quiere saber qué es su ser y qué es el mundo. Tiene sed de conocimiento del infinito; quiere llegar a la fuente de la vida; quiere beber de esta fuente, encontrar la vida misma.
Así hemos tocado una segunda dimensión: el hombre no es sólo un ser que conoce; también vive en relación de amistad, de amor. Además de la dimensión del conocimiento de la verdad y del ser, existe, inseparable de esta, la dimensión de la relación, del amor. Y aquí el hombre se acerca más a la fuente de la vida, de la que quiere beber para tener la vida en abundancia, para tener la vida misma.
Podríamos decir que toda la ciencia es una gran lucha por la vida; lo es, sobre todo, la medicina. En definitiva, la medicina es un esfuerzo por oponerse a la muerte, es búsqueda de inmortalidad. Pero, ¿podemos encontrar una medicina que nos asegure la inmortalidad? Esta es precisamente la cuestión del evangelio de hoy. Tratemos de imaginar que la medicina llegue a encontrar la receta contra la muerte, la receta de la inmortalidad. Incluso en ese caso, se trataría de una medicina que se situaría dentro de la biosfera, una medicina ciertamente útil también para nuestra vida espiritual y humana, pero de por sí una medicina confinada dentro de la biosfera.
Es fácil imaginar lo que sucedería si la vida biológica del hombre no tuviera fin, si fuera inmortal: nos encontraríamos en un mundo envejecido, en un mundo lleno de viejos, en un mundo que no dejaría espacio a los jóvenes, un mundo en el que no se renovaría la vida. Así comprendemos que este no puede ser el tipo de inmortalidad al que aspiramos; esta no es la posibilidad de beber en la fuente de la vida, que todos deseamos.
Precisamente en este punto, en el que, por una parte, comprendemos que no podemos esperar una prolongación infinita de la vida biológica y sin embargo, por otra, deseamos beber en la fuente de la vida para gozar de una vida sin fin, precisamente en este punto interviene el Señor y nos habla en el evangelio diciendo: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11, 25-26). «Yo soy la resurrección»: beber en la fuente de la vida es entrar en comunión con el amor infinito que es la fuente de la vida. Al encontrar a Cristo, entramos en contacto, más aún, en comunión con la vida misma y ya hemos cruzado el umbral de la muerte, porque estamos en contacto, más allá de la vida biológica, con la vida verdadera.
Los Padres de la Iglesia llamaron a la Eucaristía medicina de inmortalidad. Y lo es, porque en la Eucaristía entramos en contacto, más aún, en comunión con el cuerpo resucitado de Cristo, entramos en el espacio de la vida ya resucitada, de la vida eterna. Entramos en comunión con ese cuerpo que está animado por la vida inmortal y así estamos ya desde ahora y para siempre en el espacio de la vida misma. Así, este evangelio es también una profunda interpretación de lo que es la Eucaristía y nos invita a vivir realmente de la Eucaristía para poder ser transformados en la comunión del amor. Esta es la verdadera vida.
En el evangelio de san Juan el Señor dice: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Vida en abundancia no es, como algunos piensan, consumir todo, tener todo, poder hacer todo lo que se quiera. En ese caso viviríamos para las cosas muertas, viviríamos para la muerte. Vida en abundancia es estar en comunión con la verdadera vida, con el amor infinito. Así entramos realmente en la abundancia de la vida y nos convertimos en portadores de la vida también para los demás.
Los prisioneros de guerra que estuvieron en Rusia durante diez años o más, expuestos al frío y al hambre, después de volver dijeron: «Pude sobrevivir porque sabía que me esperaban. Sabía que había personas que me esperaban, sabía que yo era necesario y esperado». Este amor que los esperaba fue la medicina eficaz de la vida contra todos los males.
En realidad, hay alguien que nos espera a todos. El Señor nos espera; y no sólo nos espera: está presente y nos tiende la mano. Aceptemos la mano del Señor y pidámosle que nos conceda vivir realmente, vivir la abundancia de la vida, para poder así comunicar también a nuestros contemporáneos la verdadera vida, la vida en abundancia. Amén.
Ángelus (10-04-2011): Su resurrección es algo totalmente nuevo
domingo 10 de abril de 2011Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua y todas las lecturas bíblicas de este domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de Jesús, que irrumpirá como una novedad absoluta, sino de nuestra resurrección, a la que aspiramos y que precisamente Cristo nos ha donado, al resucitar de entre los muertos. En efecto, la muerte representa para nosotros como un muro que nos impide ver mas allá; y sin embargo nuestro corazón se proyecta mas allá de este muro y, aunque no podemos conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en el destierro, lejos de la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará regresar a su tierra, para descansar en paz en ella (cf. Ez 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto a sus padres es anhelo de una «patria» que lo acoja al final de sus fatigas terrenas. Esta concepción no implica aún la idea de una resurrección personal de la muerte, pues esta sólo aparece hacia el final del Antiguo Testamento, y en tiempos de Jesús aún no la compartían todos los judíos. Por lo demás, incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna con frecuencia va acompañada de muchas dudas y mucha confusión, porque se trata de una realidad que rebasa los límites de nuestra razón y exige un acto de fe. En el Evangelio de hoy —la resurrección de Lázaro—, escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice: «Tu hermano resucitará», ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día» (Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una nueva realidad, una «nueva tierra», finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios. Por este motivo, san Pablo escribe: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11). Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa de esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 11, 27), a descubrir que él es verdaderamente nuestra salvación.
Francisco, papa
Ángelus (06-04-2014): No se resigna ante la tumba
domingo 6 de abril de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la resurrección de Lázaro. Es la cumbre de los «signos» prodigiosos realizados por Jesús: es un gesto demasiado grande, demasiado claramente divino para ser tolerado por los sumos sacerdotes, quienes, al conocer el hecho, tomaron la decisión de matar a Jesús (cf. Jn 11, 53).
Lázaro estaba muerto desde hacía cuatro días, cuando llegó Jesús; y a las hermanas Marta y María les dijo palabras que se grabaron para siempre en la memoria de la comunidad cristiana. Dice así Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» ( Jn 11, 25-26). Basados en esta Palabra del Señor creemos que la vida de quien cree en Jesús y sigue sus mandamientos, después de la muerte será transformada en una vida nueva, plena e inmortal. Como Jesús que resucitó con el propio cuerpo, pero no volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al Padre, y la fuerza del Espíritu Santo, que lo resucitó, resucitará también a quien está unido a Él.
Ante la tumba sellada del amigo Lázaro, Jesús «gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera». El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario» (vv. 43-44). Este grito perentorio se dirige a cada hombre, porque todos estamos marcados por la muerte, todos nosotros; es la voz de Aquel que es el dueño de la vida y quiere que todos «la tengan en abundancia» ( Jn 10, 10). Cristo no se resigna a los sepulcros que nos hemos construido con nuestras opciones de mal y de muerte, con nuestros errores, con nuestros pecados. Él no se resigna a esto. Él nos invita, casi nos ordena salir de la tumba en la que nuestros pecados nos han sepultado. Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la que estamos encerrados, contentándonos con una vida falsa, egoísta, mediocre. «Sal afuera», nos dice, «Sal afuera». Es una hermosa invitación a la libertad auténtica, a dejarnos aferrar por estas palabras de Jesús que hoy repite a cada uno de nosotros. Una invitación a dejarnos liberar de las «vendas», de las vendas del orgullo. Porque el orgullo nos hace esclavos, esclavos de nosotros mismos, esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas. Nuestra resurrección comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a este mandamiento de Jesús saliendo a la luz, a la vida; cuando caen de nuestro rostro las máscaras —muchas veces estamos enmascarados por el pecado, las máscaras tienen que caer— y volvemos a encontrar el valor de nuestro rostro original, creado a imagen y semejanza de Dios.
El gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra hasta dónde puede llegar la fuerza de la gracia de Dios, y, por lo tanto, hasta dónde puede llegar nuestra conversión, nuestro cambio. Pero escuchad bien: no existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos. No existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos, recordad bien esta frase. Y podemos decirla todos juntos: «No existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos». Digámoslo juntos: «No existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos». El Señor está siempre dispuesto a quitar la piedra de la tumba de nuestros pecados, que nos separa de Él, la luz de los vivientes.
Homilía (02-04-2017): Acercar a Jesús a nuestros sepulcros
domingo 2 de abril de 2017Las Lecturas de hoy nos hablan del Dios de la vida, que vence a la muerte. Detengámonos, en particular, en el último de los signos milagrosos que Jesús hace antes de su Pascua, en el sepulcro de su amigo Lázaro.
Allí todo parece terminado: la tumba está cerrada con una gran piedra; alrededor hay solo llanto y desolación. También Jesús está conmovido por el misterio dramático de la pérdida de una persona querida: «Se conmovió profundamente» y estaba «muy turbado» ( Jn 11, 33). Después «estalló en llanto» (v. 35) y fue al sepulcro, dice el Evangelio, «conmoviéndose nuevamente» (v. 38). Este es el corazón de Dios: lejano del mal pero cercano a quien sufre; no hace desaparecer el mal mágicamente, sino que con-padece el sufrimiento, lo hace propio y lo transforma habitándolo.
Notamos, sin embargo que, en medio de la desolación general por la muerte de Lázaro, Jesús no se deja llevar por el desánimo. Aun sufriendo Él mismo, pide que se crea firmemente; no se encierra en el llanto, sino que, conmovido se pone en camino hacia el sepulcro. No se deja capturar del ambiente emotivo resignado que lo circunda, sino que reza con confianza y dice: «Padre, te doy gracias» (v. 41). Así, en el misterio del sufrimiento, frente al cual el pensamiento y el progreso se aplastan como moscas en los cristales, Jesús nos da ejemplo de cómo comportarnos: no huye del sufrimiento, que pertenece a esta vida, pero no se deja aprisionar por el pesimismo.
En torno al sepulcro se lleva así un gran encuentro-desencuentro. Por una parte está la gran desilusión, la precariedad de nuestra vida mortal que, atravesada por la angustia de la muerte, experimenta a menudo la derrota, una oscuridad interior que parece insuperable. Nuestra alma, creada para la vida, sufre sintiendo que su sed eterna de bien es oprimida por un mal antiguo y oscuro. Por una parte, la derrota del sepulcro. Pero por la otra, está la esperanza que vence la muerte y el mal y que tiene un nombre; la esperanza se llama: Jesús. Él no trae un poco de bienestar o algún remedio para alargar la vida, sino que proclama: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá» (v. 25). Por esto dice: «quitad la piedra» (v. 39) y grita a Lázaro con voz fuerte: «Sal» (v. 43).
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros estamos invitados a decidir de qué parte estar. Se puede estar de la parte del sepulcro o se puede estar de la parte de Jesús. Hay quienes se dejan encerrar por la tristeza y quienes se abren a la esperanza. Hay quienes se quedan atrapados en las ruinas de la vida, y quienes, como vosotros, con la ayuda de Dios, reconstruyen con paciente esperanza.
Frente a los grandes porqués de la vida tenemos dos caminos: quedarnos mirando melancólicamente los sepulcros de ayer y de hoy, o acercar a Jesús a nuestros sepulcros. Sí, porque cada uno de nosotros ya tiene un pequeño sepulcro, alguna zona un poco muerta dentro del corazón: una herida, un mal sufrido o realizado, un rencor que no da tregua, un remordimiento que regresa constantemente, un pecado que no se consigue superar. Identifiquemos hoy estos nuestros pequeños sepulcros que tenemos dentro e invitemos allí a Jesús. Es extraño, pero a menudo preferimos estar solos en las grutas oscuras que llevamos dentro, en vez de invitar a Jesús; estamos tentados de buscarnos siempre a nosotros mismos, rumiando y hundiéndonos en la angustia, lamiéndonos las heridas, en lugar de ir a Él, que nos dice: «Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo os aliviaré» ( Mt 11:28). No nos dejemos aprisionar por la tentación de quedarnos solos y desesperanzados quejándonos de lo que nos sucede; no cedamos a la lógica inútil del miedo que no lleva a ninguna parte, repitiendo resignados que todo está mal y nada es como antes. Esta es la atmósfera del sepulcro; el Señor, en cambio, quiere abrir el camino de la vida, el del encuentro con Él, de la confianza en Él, de la resurrección del corazón. El camino del «Levántate», ¡levántate, sal!, esto es lo que nos dice el Señor, y Él está a nuestro lado para hacerlo.
Escuchamos, pues, dirigidas a cada uno de nosotros, las palabras de Jesús a Lázaro: «¡Sal!»; sal del atasco de la tristeza sin esperanza; desata las vendas de miedo que obstruyen el camino; los lazos de las debilidades y de las inquietudes que te bloquean; repite que Dios desata los nudos. Siguiendo a Jesús aprendemos a no atar nuestras vidas en torno a los problemas que se enredan: siempre habrá problemas, siempre, y, cuando resolvemos uno, siempre, llega otro. Podemos, sin embargo, encontrar una nueva estabilidad, y esta estabilidad es precisamente Jesús, esta estabilidad se llama Jesús, que es la resurrección y la vida: con él la alegría habita en el corazón, renace la esperanza, el dolor se transforma en paz, el temor, en confianza, la prueba, en ofrenda de amor. Y aunque los pesos no faltarán, siempre estará su mano que levanta, su Palabra que alienta y nos dice a todos, a cada uno de nosotros: «¡Sal! ¡Ven a mí! ». Nos dice a todos: no tengáis miedo.
También a nosotros, hoy como entonces, Jesús nos dice: «Quítate la piedra». Por muy pesado que sea el pasado, grande el pecado, fuerte la vergüenza, nunca bloqueemos el ingreso del Señor. Quitemos ante El la piedra que le impide entrar: este es el tiempo favorable para remover nuestro pecado, nuestro apego a las vanidades del mundo, el orgullo que nos bloquea el alma. Tantas enemistades entre nosotros, en las familias, tantas cosas... y este es el tiempo favorable para remover todas estas cosas.
Visitados y liberados por Jesús, pidamos la gracia de ser testigos de vida en este mundo que tiene sed de ello, testigos que suscitan y resucitan la esperanza de Dios en los corazones cansados y abrumados por la tristeza. Nuestro anuncio es la alegría del Señor viviente, que aún hoy dice, como a Ezequiel: «Yo voy a abrir vuestras tumbas, os haré salir de ellas, y os haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel» ( Ez 37,12).
Ángelus (29-03-2020): Fe del hombre, omnipotencia de Dios
domingo 29 de marzo de 2020Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma es el de la Resurrección de Lázaro (cf. Juan 11, 1-45). Lázaro era el hermano de Marta y María; eran muy amigos de Jesús. Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días muerto; Marta corrió al encuentro del Maestro y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (v. 21). Jesús le responde: «Tu hermano resucitará» (v. 23); y añade: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (v. 25). Jesús se muestra como el Señor de la vida, el que es capaz de dar vida incluso a los muertos. Luego llegan María y otras personas, todas en lágrimas, y entonces Jesús —dice el Evangelio— «se conmovió interiormente y [...] se echó a llorar» (vv. 33, 35). Con esta amargura en su corazón, va al sepulcro, da gracias al Padre que siempre le escucha, hace abrir la tumba y grita con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!». (v. 43). Y Lázaro salió «atado de pies y manos con vendas, y envuelto el rostro en un sudario» (v. 44).
Aquí sentimos claramente que Dios es vida y da vida, pero asume el drama de la muerte. Jesús podría haber evitado la muerte de su amigo Lázaro, pero quiso hacer suyo nuestro dolor por la muerte de nuestros seres queridos y, sobre todo, quiso mostrar el dominio de Dios sobre la muerte. En este pasaje del Evangelio vemos que la fe del hombre y la omnipotencia de Dios, el amor de Dios, se buscan y, finalmente, se encuentran. Es como un doble camino: la fe del hombre y la omnipotencia del amor de Dios se buscan y finalmente se encuentran. Lo vemos en el grito de Marta y María y todos nosotros con ellas: «¡Si hubieras estado aquí!...». Y la respuesta de Dios no es un discurso, no, la respuesta de Dios al problema de la muerte es Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida... ¡Tened fe! En medio del llanto seguid teniendo fe, aunque la muerte parezca haber vencido. ¡Quitad la piedra de vuestro corazón! Que la Palabra de Dios devuelva la vida allí donde hay muerte».
También hoy nos repite Jesús: «Quitad la piedra»: Dios no nos ha creado para la tumba, nos ha creado para la vida, bella, buena, alegre. Pero «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sabiduría 2, 24), dice el libro de la Sabiduría, Y Jesucristo ha venido a liberarnos de sus lazos.
Por lo tanto, estamos llamados a quitar las piedras de todo lo que sabe a muerte: por ejemplo, la hipocresía con la que vivimos la fe es la muerte; la crítica destructiva hacia los demás es la muerte; la ofensa, la calumnia, son la muerte; la marginación de los pobres es la muerte. El Señor nos pide que quitemos estas piedras de nuestros corazones, y la vida volverá a florecer a nuestro alrededor. Cristo vive, y quien lo acoge y se adhiere a Él entra en contacto con la vida. Sin Cristo, o fuera de Cristo, no sólo no hay vida, sino que se recae en la muerte.
La resurrección de Lázaro es también un signo de la regeneración que tiene lugar en el creyente a través del Bautismo, con la plena inserción en el Misterio Pascual de Cristo. Gracias a la acción y al poder del Espíritu Santo, el cristiano es una persona que camina en la vida como una nueva criatura: una criatura para la vida y que camina hacia la vida.
Que la Virgen María nos ayude a ser tan compasivos como su Hijo Jesús, que hizo suyo nuestro dolor. Que cada uno de nosotros esté cerca de los que están en la prueba, convirtiéndose para ellos en un reflejo del amor y la ternura de Dios, que libra de la muerte y hace vencer la vida.
Congregación para el Clero
Homilía
«Desde lo más profundo te invoco, Señor; ¡Señor, oye mi voz!» (Sal. 130). En este quinto Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos invita a mantener la mirada sobre la realidad, tal vez más «escandalosa» de la experiencia humana. En el texto del Evangelio, que apenas escuchamos, sorprende ver como todos se solidarizan con Marta y María, las hermanas del difunto Lázaro, en este momento de gran luto.
Se abre de frente a nosotros una escena de dolor inaudito. Al Señor Jesús llega la noticia de la enfermedad de aquel que Él ama, Lázaro; se trata de un mensaje de parte de las hermanas de Lázaro, las cuales, de frente a la gravedad de su condición, habían intentando la única cosa posible, dirigirse a Aquel del cual se decía: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Es el grito de cada uno de nosotros, de quien quisiera que las personas amadas vivieran para siempre, y que no nos dejaran jamás.
El Señor Jesús, inexplicablemente, espera dos días, para ponerse en camino, con Sus discípulos, hasta el momento de la muerte del amigo Lázaro, de la cual Él era divinamente consciente. Este particular nos dice que el Verbo de Dios se ha hecho hombre por amor de cada uno de nosotros y que sobre cada uno, en cada instante, pone Su mirada de amor, a la espera de aquel encuentro definitivo de Alegría inmensa en la Eternidad.
A la llegada de Jesús a Betania, enseguida, vemos una «novedad» aparentemente inexplicable: primero María, después la hermana Marta, y detrás de ella todos los judíos que se habían unido a su luto, se dirigen hacia el Señor Jesús, seguros de que, si hubiera existido una respuesta a su dolor, tal respuesta se habría centrado en aquel Hombre. Ciertamente, no se trataba de personas irreligiosas. Habían adquirido profundamente la fe de Israel en la resurrección final, por lo tanto, aquel drama no era «últimamente» inexplicable; de hecho Marta responde al Señor: «Se que resucitará en la resurrección del último día». Pero, sabían que en la relación con aquel Hombre extraordinario, nada de cuanto había en ellos de auténticamente humano se habría perdido, incluso aquel grito de dolor, el cual sólo la fe escatológica y el tiempo habrían podido dar algún alivio.
En este último «signo» cumplido por el Señor, antes del ingreso triunfal a Jerusalén, parece así unirse todo a esa «nueva realidad» inaugurada por el Emanuel, el Dios con nosotros: el cual, compartiendo nuestra misma existencia, nos ha amado con aquella pasión suprema que es el amor virginal, que no busca nunca poseer el corazón del otro, sino que lo ama en la verdad, con delicada insistencia, hasta sacrificarse por él. En esta infinita delicadeza y atención por cada uno, capaz, también de conmoverse, los hombres que tenían con Él los lazos de la más profunda amistad, se daban cuenta de que Jesús no podía ser otra cosa que la presencia de Dios: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?, Ella le respondió: Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (Jn 11,25-27).
Cristo, por lo tanto cumple el gran milagro de la resurrección de Lázaro. Anuncia de esta manera, a través de las obras del Padre, que Él mismo, el Dios-Hombre, es la Vida y la Resurrección, Señor también de la vida biológica, tanto que Su voz puede alcanzar también a quien, como Lázaro, ha traspasado el umbral de la muerte desde hace cuatro días.
De frente a este signo, se hacen más claras las palabras con las cuales había preanunciado Su muerte y Resurrección: «Yo doy Mi vida, para después recobrarla de nuevo» (Jn 10,18). Él realmente puede hacerlo, porque es Señor de la vida y, si la resurrección de Lázaro no impidió a este amigo, que el Señor amaba, abrazar una vez más "nuestra hermana la muerte corporal" – según la expresión de San Francisco – cuando Dios quiso llamarlo de esta vida, es más grande la Vida que el Señor ha ganado para Lázaro y para cada uno de nosotros, como lo veremos en pocos días, en el Misterio Pascual, que nos disponemos a celebrar.
La fe, entonces, nos dice que la extraordinaria experiencia de Cristo, que hacía que Marta y María pusieran en Él toda su confianza, incluso de frente a la muerte de Lázaro, no es sólo una historia reconfortante narrada en los Evangelios, sino que es accesible para cada uno de nosotros hoy, en la Iglesia, desde el día de nuestro Bautismo, es decir, desde que hemos sido incorporados a Él a través del Espíritu Santo que se nos ha dado: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8, 11).
Santa María, Madre del Señor Resucitado, nos conceda la gracia de ver y experimentar todo a la luz de esta realidad extraordinaria. Amén.