Solemnidad Santísima Trinidad (Ciclo A) – Homilías
/ 14 junio, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Ex 34, 4b-6. 8-9: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso
Dn 3, 52-a y c. 53a. 54a. 55a. 56a: ¡A ti gloria y alabanza por los siglos!
2 Cor 13, 11-13: La gracia de Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo
Jn 3, 16-18: Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Cartas: Luz, resplandor y gracia en la Trinidad y por la Trinidad
Carta a Serapión 1, 28-30: PG 26, 594-595. 599
Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquel que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre.
Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza y su actividad es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera queda a salvo la unidad de la santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.
San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo reduce todo al único Dios Padre, como al origen de todo, con estas palabras: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
El Padre es quien da, por mediación de aquel que es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don del Padre. De manera semejante, cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre, realizándose así aquellas palabras: El Padre y yo vendremos a fijar en él nuestra morada. Porque donde está la luz, allí está también el resplandor; y donde está el resplandor, allí está también su eficiencia y su gracia esplendorosa.
Es lo que nos enseña el mismo Pablo en su segunda carta a los Corintios, cuando dice: La gracia de Jesucristo el Señor, el amor de Dios y la participación del Espíritu Santo estén con todos vosotros. Porque toda gracia o don que se nos da en la Trinidad se nos da por el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Pues así como la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que hechos partícipes del mismo poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la participación de este Espíritu.
Pablo VI, Papa
Ángelus(21-05-1978): Sin Dios, la oscuridad.
Sunday 21 de May de 1978
Tendríamos tantas cosas que deciros, tantos problemas que proponeros, tantos gozos y dolores que comunicaros; pero dejadnos que nos atrevamos hoy a hablaros del tema más alto y más difícil, y al mismo tiempo más hermoso que ninguno: el tema de Dios, el tema religioso por excelencia, el tema de nuestra fe, el tema de nuestra vida.
Sí, hablar de Dios es nuestro primer deber y nuestra dicha.
Sabemos que el pensamiento moderno se declara ateo; es decir, sin Dios, en algunos de los niveles oficiales; y sabemos que precisamente de esta postura negativa nace la noche del hombre; si la negación de Dios se inserta en las raíces de la inteligencia y en lo profundo del corazón humano, la luz y la lógica del pensamiento no resisten; el ser y la vida carecen entonces de su suprema razón de existir; en cambio nosotros sabemos que ¡Dios existe!, y que sin Él no podemos razonar de verdad ni tener concepto aceptable del orden y del bien; motivos para orar y para amar.
Más aún, creemos en Dios.
Sostenga esta certeza nuestro camino en el tiempo, en el trabajo, en la alegría y en el dolor; en la vida y en la muerte.
Además, según nos enseña la fiesta que hoy celebra la Iglesia y como nos enseña la religión en la que hemos sido bautizados, sabemos que Dios es uno, uno solo en su naturaleza, pero su existencia consiste en tres Personas iguales y distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El misterio de la unidad de Dios en la Trinidad de Personas es un océano sin orillas. Pero justamente éste es el misterio que se ha revelado en Cristo y ha sido confirmado por la meditación atenta y humilde de la Iglesia; es el sol de nuestra sabiduría; es el hilo de nuestra comunicación con el Dios único de la verdad y del amor; es la invitación a nuestra unión con el Dios inefable, nuestro Padre, nuestro Hermano en su Hijo, nuestro consolador e inspirador en el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. No es un teorema inútil e inexplicable.
Hijos y hermanos: es nuestra felicidad suma que celebraremos con el signo de la cruz, con nuestra bendición.
Homilía(30-05-1999): La razón de nuestra alegría.
Visita Pastoral a Ancona.
Sunday 30 de May de 1999
1. «Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, que era y que vendrá» (Aleluya; cf. Ap 1, 8).
Alabamos a Dios al celebrar la solemnidad de la Santísima Trinidad...
[Hoy podemos aclamar] con alegría: «¡Bendito sea Dios Padre y su Hijo unigénito y el Espíritu Santo, porque es grande su amor a nosotros!».
2. Verdaderamente es grande el amor que Dios nos tiene a cada uno...
4. Acabamos de escuchar las palabras del apóstol san Pablo: «Hermanos: alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz» (2 Co 13, 11). Estas mismas palabras, amadísimos hermanos y hermanas, os las dirijo a vosotros con afecto y viva cordialidad.
Ante todo, a vosotros, los jóvenes. Con san Pablo os digo: «Trabajad por vuestra perfección». Una invitación tan exigente supone en los destinatarios la capacidad de entusiasmo. ¿No es ésta una característica típica de vuestra edad? Por eso, os digo: ¡pensad en grande! ¡Tened la valentía de ser atrevidos! Con la ayuda de Dios, «trabajad por vuestra perfección». Dios tiene un proyecto de santidad para cada uno de vosotros.
5. «Tened un mismo sentir». Queridas familias, y especialmente vosotros, queridos esposos jóvenes, aceptad esta invitación a la unidad de los corazones y a la comunión plena en Dios. ¡Es grande la vocación que habéis recibido de él! Él os llama a ser familias abiertas a la vida y al amor, capaces de transmitir esperanza y confianza en el futuro ante una sociedad que a veces carece de ellas.
«¡Alegraos!», os repite hoy a vosotros el apóstol san Pablo. Para el cristiano la razón profunda de la alegría interior se encuentra en la palabra de Dios y en su amor, que jamás falla. Con esta firme certeza, la Iglesia prosigue su peregrinación y proclama a todos: «El Dios del amor y de la paz estará con vosotros».
[...] Sed una Iglesia viva al servicio del Evangelio. Una Iglesia acogedora y generosa, que con su testimonio perseverante sepa hacer presente el amor de Dios a todos los seres humanos, especialmente a los que sufren y a los necesitados.
María, a quien veneráis en vuestra catedral con el hermoso título de «Reina de todos los santos», vele desde lo alto de la colina por cada uno de vosotros y por la gente de mar. Y tú, Reina de los santos, Reina de la paz, escucha nuestra oración: haz que seamos testigos creíbles de tu Hijo Jesús y artífices incansables de paz. Amén.
Ángelus(22-05-2005): Dios no es soledad, sino comunión perfecta.
Domingo de la Santísima Trinidad (Ciclo A).
Sunday 22 de May de 2005
Hoy la liturgia celebra la solemnidad de la santísima Trinidad, para destacar que a la luz del misterio pascual se revela plenamente el centro del cosmos y de la historia: Dios mismo, Amor eterno e infinito. Toda la revelación se resume en estas palabras: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16); y el amor es siempre un misterio, una realidad que supera la razón, sin contradecirla, sino más bien exaltando sus potencialidades. Jesús nos ha revelado el misterio de Dios: él, el Hijo, nos ha dado a conocer al Padre que está en los cielos, y nos ha donado el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. La teología cristiana sintetiza la verdad sobre Dios con esta expresión: una única sustancia en tres personas. Dios no es soledad, sino comunión perfecta. Por eso la persona humana, imagen de Dios, se realiza en el amor, que es don sincero de sí.
Contemplamos el misterio del amor de Dios participado de modo sublime en la santísima Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, representación de su sacrificio redentor. Por eso me alegra dirigir hoy, fiesta de la santísima Trinidad, mi saludo a los participantes en el Congreso eucarístico de la Iglesia italiana, que se ha inaugurado ayer en Bari. En el corazón de este año dedicado a la Eucaristía, el pueblo cristiano se reúne en torno a Cristo presente en el santísimo Sacramento, fuente y cumbre de su vida y de su misión. En particular, cada parroquia está llamada a redescubrir la belleza del domingo, día del Señor, en el que los discípulos de Cristo renuevan en la Eucaristía la comunión con Aquel que da sentido a las alegrías y a los trabajos de cada día. «Sin el domingo no podemos vivir»: es lo que profesaban los primeros cristianos, incluso a costa de su vida, y lo mismo estamos llamados a repetir nosotros hoy.
Homilía(18-05-2008): En la Trinidad aprendemos lo que es ser «persona».
Visita Pastoral a Savona y Génova.
Santísima Trinidad (A).
Sunday 18 de May de 2008
[...] Esta solemne concelebración eucarística, como todos los domingos, nos invita a participar de modo comunitario en la doble mesa: la de la Palabra de verdad y la del Pan de vida eterna.
En la primera lectura (cf. Ex 34, 4-9) escuchamos un texto bíblico que nos presenta la revelación del nombre de Dios. Es Dios mismo, el Eterno, el Invisible, quien lo proclama, pasando ante Moisés en la nube, en el monte Sinaí. Y su nombre es: «El Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad» (Ex 34, 6). San Juan, en el Nuevo Testamento, resume esta expresión en una sola palabra: «Amor» (1 Jn 4, 8. 16). Lo atestigua también el pasaje evangélico de hoy: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16).
Así pues, este nombre expresa claramente que el Dios de la Biblia no es una especie de mónada encerrada en sí misma y satisfecha de su propia autosuficiencia, sino que es vida que quiere comunicarse, es apertura, relación. Palabras como «misericordioso», «compasivo», «rico en clemencia», nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero.
La sagrada Escritura no conoce otro Dios que el Dios de la alianza, el cual creó el mundo para derramar su amor sobre todas las criaturas (cf. Misal Romano, plegaria eucarística IV), y se eligió un pueblo para sellar con él un pacto nupcial, a fin de que se convirtiera en una bendición para todas las naciones, convirtiendo así a la humanidad entera en una gran familia (cf. Gn 12, 1-3; Ex 19, 3-6). Esta revelación de Dios se delineó plenamente en el Nuevo Testamento, gracias a la palabra de Cristo. Jesús nos manifestó el rostro de Dios, uno en esencia y trino en personas: Dios es Amor, Amor Padre, Amor Hijo y Amor Espíritu Santo. Y, precisamente en nombre de este Dios, el apóstol san Pablo saluda a la comunidad de Corinto y nos saluda a todos nosotros: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13, 13).
Por consiguiente, el contenido principal de estas lecturas se refiere a Dios. En efecto, la fiesta de hoy nos invita a contemplarlo a él, el Señor; nos invita a subir, en cierto sentido, al «monte», como hizo Moisés. A primera vista esto parece alejarnos del mundo y de sus problemas, pero en realidad se descubre que precisamente conociendo a Dios más de cerca se reciben también las indicaciones fundamentales para nuestra vida: como sucedió a Moisés que, al subir al Sinaí y permanecer en la presencia de Dios, recibió la ley grabada en las tablas de piedra, en las que el pueblo encontró una guía para seguir adelante, para encontrar la libertad y para formarse como pueblo en libertad y justicia. Del nombre de Dios depende nuestra historia; de la luz de su rostro depende nuestro camino.
De esta realidad de Dios, que él mismo nos ha dado a conocer revelándonos su «nombre», es decir, su rostro, deriva una imagen determinada de hombre, a saber, el concepto de persona. Si Dios es unidad dialogal, ser en relación, la criatura humana, hecha a su imagen y semejanza, refleja esa constitución. Por tanto, está llamada a realizarse en el diálogo, en el coloquio, en el encuentro. Es un ser en relación.
En particular, Jesús nos reveló que el hombre es esencialmente «hijo», criatura que vive en relación con Dios Padre, y, así, en relación con todos sus hermanos y hermanas. El hombre no se realiza en una autonomía absoluta, creyendo erróneamente ser Dios, sino, al contrario, reconociéndose hijo, criatura abierta, orientada a Dios y a los hermanos, en cuyo rostro encuentra la imagen del Padre común.
Se ve claramente que esta concepción de Dios y del hombre está en la base de un modelo correspondiente de comunidad humana y, por tanto, de sociedad. Es un modelo anterior a cualquier reglamentación normativa, jurídica, institucional, e incluso anterior a las especificaciones culturales. Un modelo de humanidad como familia, transversal a todas las civilizaciones, que los cristianos expresamos afirmando que todos los hombres son hijos de Dios y, por consiguiente, todos son hermanos. Se trata de una verdad que desde el principio está detrás de nosotros y, al mismo tiempo, está permanentemente delante de nosotros, como un proyecto al que siempre debemos tender en toda construcción social.
El magisterio de la Iglesia, que se ha desarrollado precisamente a partir de esta visión de Dios y del hombre, es muy rico. Basta recorrer los capítulos más importantes de la doctrina social de la Iglesia, a la que han dado aportaciones sustanciales mis venerados predecesores, de modo especial en los últimos ciento veinte años, haciéndose intérpretes autorizados y guías del movimiento social de inspiración cristiana.
Aquí quiero mencionar sólo la reciente Nota pastoral del Episcopado italiano «Regenerados para una esperanza viva: testigos del gran «sí» de Dios al hombre», del 29 de junio de 2007. Esta Nota propone dos prioridades: ante todo, la opción del «primado de Dios»: toda la vida y obra de la Iglesia dependen de poner a Dios en el primer lugar, pero no a un Dios genérico, sino al Señor, con su nombre y su rostro, al Dios de la alianza, que hizo salir al pueblo de la esclavitud de Egipto, resucitó a Cristo de entre los muertos y quiere llevar a la humanidad a la libertad en la paz y en la justicia.
La otra opción es la de poner en el centro a la persona y la unidad de su existencia, en los diversos ámbitos en los que se realiza: la vida afectiva, el trabajo y la fiesta, su propia fragilidad, la tradición, la ciudadanía. El Dios uno y trino y la persona en relación: estas son las dos referencias que la Iglesia tiene la misión de ofrecer a todas las generaciones humanas, como servicio para la construcción de una sociedad libre y solidaria. Ciertamente, la Iglesia lo hace con su doctrina, pero sobre todo mediante el testimonio, que por algo es la tercera opción fundamental del Episcopado italiano: testimonio personal y comunitario, en el que convergen vida espiritual, misión pastoral y dimensión cultural.
En una sociedad que tiende a la globalización y al individualismo, la Iglesia está llamada a dar el testimonio de la koinonía, de la comunión. Esta realidad no viene «de abajo», sino de un misterio que, por decirlo así, tiene sus «raíces en el cielo», precisamente en Dios uno y trino. Él, en sí mismo, es el diálogo eterno de amor que en Jesucristo se nos ha comunicado, que ha entrado en el tejido de la humanidad y de la historia, para llevarlas a la plenitud.
He aquí precisamente la gran síntesis del concilio Vaticano II: La Iglesia, misterio de comunión, «es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). También aquí, en esta gran ciudad, al igual que en su territorio, la comunidad eclesial, con sus diversos problemas humanos y sociales, hoy como ayer es ante todo el signo, pobre pero verdadero, de Dios Amor, cuyo nombre está impreso en el ser profundo de toda persona y en toda experiencia de auténtica sociabilidad y solidaridad.
[Mantengámonos unidos, seamos misioneros], para anunciar a todos la alegría de la fe y la belleza de ser familia de Dios. Queridos amigos, mirad al futuro con confianza y esforzaos por construirlo juntos, evitando sectarismos y particularismos, poniendo el bien común por encima de los intereses particulares, por más legítimos que sean.
Quiero concluir con un deseo que tomo también de la estupenda oración de Moisés que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor camine siempre en medio de vosotros y haga de vosotros su herencia (cf. Ex 34, 9). Que os lo obtenga la intercesión de María santísima... Que con su ayuda vuestra fe y vuestras obras sean siempre para alabanza y gloria de la santísima Trinidad. Sed una comunidad misionera: a la escucha de Dios y al servicio de los hombres. Amén.
Homilía(19-06-2011): Revelación del amor de Dios después de un gravísimo pecado.
Santísima Trinidad (Ciclo A).
Visita Pastoral a la Diócesis de San Marino-Montefeltro.
Sunday 19 de June de 2011
[...] Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo, fiesta de Dios, del centro de nuestra fe. Cuando se piensa en la Trinidad, por lo general viene a la mente el aspecto del misterio: son tres y son uno, un solo Dios en tres Personas. En realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un misterio para nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también conocer al Padre y al Espíritu Santo. La liturgia de hoy, en cambio, llama nuestra atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor contenida en este primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el amor es más unidad que una unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo. Los textos de la santa misa de hoy hablan de Dios y por eso hablan de amor; no se detienen tanto sobre el misterio de las tres Personas, cuanto sobre el amor que constituye su esencia, y la unidad y trinidad al mismo tiempo.
El primer pasaje que hemos escuchado está tomado del Libro del Éxodo—sobre él reflexioné en una reciente catequesis del miércoles— y es sorprendente que la revelación del amor de Dios tenga lugar después de un gravísimo pecado del pueblo. Recién concluido el pacto de alianza en el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad. La ausencia de Moisés se prolonga y el pueblo dice: «¿Dónde está ese Moisés? ¿Dónde está su Dios?», y pide a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible, manipulable, al alcance del hombre, en vez de este misterioso Dios invisible, lejano. Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Al bajar del Sinaí, Moisés ve lo que ha sucedido y rompe las tablas de la alianza, que ya está rota, dos piedras sobre las que estaban escritas las «Diez Palabras», el contenido concreto del pacto con Dios. Todo parece perdido, la amistad ya rota inmediatamente, desde el inicio. Sin embargo, no obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para recibir de nuevo su ley, los diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés pide entonces a Dios que se revele, que le muestre su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, más bien revela que está lleno de bondad con estas palabras: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Este es el rostro de Dios. Esta auto-definición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence al pecado, lo cubre, lo elimina. Y podemos estar siempre seguros de esta bondad que no nos abandona. No puede hacernos revelación más clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor de una manera aún más profunda y sorprendente precisamente ante el pecador para ofrecer siempre la posibilidad de la conversión y del perdón.
El Evangelio completa esta revelación, que escuchamos en la primera lectura, porque indica hasta qué punto Dios ha mostrado su misericordia. El evangelista san Juan refiere esta expresión de Jesús: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (3, 16). En el mundo reina el mal, el egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su pecado, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, perdonó los pecados y acogió a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo dio su propia vida por nosotros: en la cruz el amor misericordioso de Dios alcanza el culmen. Y es en la cruz donde el Hijo de Dios nos obtiene la participación en la vida eterna, que se nos comunica con el don del Espíritu Santo. Así, en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas divinas: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; y el Espíritu Santo —derramado por Jesús en el momento de la muerte— que viene a hacernos partícipes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que esté animada por el amor divino.
[...] Hoy, vuestra misión tiene que afrontar profundas y rápidas transformaciones culturales, sociales, económicas y políticas, que han determinado nuevas orientaciones y han modificado mentalidades, costumbres y sensibilidades. De hecho, aquí, como en otros lugares, tampoco faltan dificultades y obstáculos, sobre todo debidos a modelos hedonísticos que ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha insinuado la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su poder personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de manipulación científica, tecnológica y social de la realidad. Así, también en estas tierras, se ha comenzado a sustituir la fe y los valores cristianos con presuntas riquezas, que se revelan, al final, inconsistentes e incapaces de sostener la gran promesa de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello y de lo justo que durante siglos vuestros antepasados identificaron con la experiencia de la fe. Y no conviene olvidar la crisis de no pocas familias, agravada por la generalizada fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges, así como la dificultad que experimentan muchos educadores para obtener continuidad formativa en los jóvenes, condicionados por múltiples precariedades, la primera de las cuales es el papel social y la posibilidad de encontrar un trabajo.
[...] Exhorto a todos los fieles a ser como fermento en el mundo, mostrándose cristianos presentes, emprendedores y coherentes. Que los sacerdotes, los religiosos y las religiosas vivan siempre en la más cordial y efectiva comunión eclesial, ayudando y escuchando al pastor diocesano. También entre vosotros se advierte la urgencia de una recuperación de las vocaciones sacerdotales y de especial consagración: hago un llamamiento a las familias y a los jóvenes, para que abran su alma a una pronta respuesta a la llamada del Señor. ¡Nunca nos arrepentiremos de ser generosos con Dios! A vosotros, laicos, os recomiendo que os comprometáis activamente en la comunidad, de modo que, junto a vuestras peculiares obligaciones cívicas, políticas, sociales y culturales, podáis encontrar tiempo y disponibilidad para la vida de la fe, para la vida pastoral. Queridos sanmarinenses, permaneced firmemente fieles al patrimonio construido a lo largo de los siglos por impulso de vuestros grandes patronos, Marino y León. Invoco la bendición de Dios sobre vuestro camino de hoy y de mañana, y a todos os encomiendo «a la gracia de nuestro Señor Jesucristo, al amor de Dios y a la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13, 13). Amén.
Ángelus(15-06-2014): Comunión y amor perfecto.
Santísima Trinidad (Ciclo A).
Sunday 15 de June de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la solemnidad de la santísima Trinidad, que presenta a nuestra contemplación y adoración la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: una vida de comunión y de amor perfecto, origen y meta de todo el universo y de cada criatura, Dios. En la Trinidad reconocemos también el modelo de la Iglesia, en la que estamos llamados a amarnos como Jesús nos amó. Es el amor el signo concreto que manifiesta la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es el amor el distintivo del cristiano, como nos dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» ( Jn 13, 35). Es una contradicción pensar en cristianos que se odian. Es una contradicción. Y el diablo busca siempre esto: hacernos odiar, porque él siembra siempre la cizaña del odio; él no conoce el amor, el amor es de Dios.
Todos estamos llamados a testimoniar y anunciar el mensaje de que «Dios es amor», de que Dios no está lejos o es insensible a nuestras vicisitudes humanas. Está cerca, está siempre a nuestro lado, camina con nosotros para compartir nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras esperanzas y nuestras fatigas. Nos ama tanto y hasta tal punto, que se hizo hombre, vino al mundo no para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por medio de Jesús (cf. Jn 3, 16-17). Y este es el amor de Dios en Jesús, este amor que es tan difícil de comprender, pero que sentimos cuando nos acercamos a Jesús. Y Él nos perdona siempre, nos espera siempre, nos quiere mucho. Y el amor de Jesús que sentimos, es el amor de Dios.
El Espíritu Santo, don de Jesús resucitado, nos comunica la vida divina, y así nos hace entrar en el dinamismo de la Trinidad, que es un dinamismo de amor, de comunión, de servicio recíproco, de participación. Una persona que ama a los demás por la alegría misma de amar es reflejo de la Trinidad. Una familia en la que se aman y se ayudan unos a otros, es un reflejo de la Trinidad. Una parroquia en la que se quieren y comparten los bienes espirituales y materiales, es un reflejo de la Trinidad.
El amor verdadero es ilimitado, pero sabe limitarse para salir al encuentro del otro, para respetar la libertad del otro. Todos los domingos vamos a misa, juntos celebramos la Eucaristía, y la Eucaristía es como la «zarza ardiendo», en la que humildemente habita y se comunica la Trinidad; por eso la Iglesia ha puesto la fiesta del Corpus Christi después de la de la Trinidad. El jueves próximo, según la tradición romana, celebraremos la santa misa en San Juan de Letrán, y después haremos la procesión con el Santísimo Sacramento. Invito a los romanos y a los peregrinos a participar, para expresar nuestro deseo de ser un pueblo «congregado en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (san Cipriano)...
Que la Virgen María, criatura perfecta de la Trinidad, nos ayude a hacer de toda nuestra vida, en los pequeños gestos y en las elecciones más importantes, un himno de alabanza a Dios, que es amor.
Ángelus(11-06-2017): La comunidad cristiana, reflejo de la Trinidad.
Santísima Trinidad (Año A).
Sunday 11 de June de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las lecturas bíblicas de este domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, nos ayudan a entrar en el misterio de la identidad de Dios. La segunda lectura presenta las palabras de buenos deseos que san Pablo dirige a la comunidad de Corinto: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13, 13). Esta —digamos— «bendición» del apóstol es fruto de su experiencia personal del amor de Dios, ese amor que Cristo resucitado le había revelado, que transformó su vida y le «empujó» a llevar el Evangelio a las gentes. A partir de esta experiencia suya de gracia, Pablo puede exhortar a los cristianos con estas palabras: «alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir, [...] vivid en paz» (v. 11). La comunidad cristiana, aun con todos los límites humanos, puede convertirse en un reflejo de la comunión de la Trinidad, de su bondad, de su belleza. Pero esto —como el mismo Pablo testimonia— pasa necesariamente a través de la experiencia de la misericordia de Dios, de su perdón.
Es lo que le ocurre a los judíos en el camino del éxodo. Cuando el pueblo infringió la alianza, Dios se presentó a Moisés en la nube para renovar ese pacto, proclamando el propio nombre y su significado. Así dice: «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» ( Éxodo 34, 6). Este nombre expresa que Dios no está lejano y cerrado en sí mismo, sino que es Vida y quiere comunicarse, es apertura, es Amor que rescata al hombre de la infidelidad. Dios es «misericordioso», «piadoso» y «rico de gracia» porque se ofrece a nosotros para colmar nuestros límites y nuestras faltas, para perdonar nuestros errores, para volver a llevarnos por el camino de la justicia y de la verdad. Esta revelación de Dios llegó a su cumplimiento en el Nuevo Testamento gracias a la palabra de Cristo y a su misión de salvación. Jesús nos ha manifestado el rostro de Dios, Uno en la sustancia y Trino en las personas; Dios es todo y solo amor, en una relación subsistente que todo crea, redime y santifica: Padre e Hijo y Espíritu Santo.
Y el Evangelio de hoy «nos presenta» a Nicodemo, el cual, aun ocupando un lugar importante en la comunidad religiosa y civil del tiempo, no dejó de buscar a Dios. No pensó: «He llegado», no dejó de buscar a Dios; y ahora ha percibido el eco de su voz en Jesús. En el diálogo nocturno con el Nazareno, Nicodemo comprende finalmente ser ya buscado y esperado por Dios, ser amado personalmente por Él. Dios siempre nos busca antes, nos espera antes, nos ama antes. Es como la flor del almendro; así dice el Profeta: «florece antes» (cf. Jeremías 1,11-12). Así efectivamente habla Jesús: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» ( Juan 3, 16). ¿Qué es esta vida eterna? Es el amor desmesurado y gratuito del Padre que Jesús ha donado en la cruz, ofreciendo su vida por nuestra salvación. Y este amor con la acción del Espíritu Santo ha irradiado una luz nueva sobre tierra y en cada corazón humano que le acoge; una luz que revela los rincones oscuros, las durezas que nos impiden llevar los frutos buenos de la caridad y de la misericordia.
Nos ayude la Virgen María a entrar cada vez más, con todo nuestro ser, en la Comunión trinitaria, para vivir y testimoniar el amor que da sentido a nuestra existencia.
Congregación para el Clero
Homilía
La existencia histórica de Jesucristo, de modo particular, como hemos visto en los últimos meses, el tiempo de su Pasión, Muerte y Resurrección, ha sido vivida por Él mismo en un constante diálogo de Amor con el Padre. Su misión, podríamos decir, ha sido el introducir a sus amigos, los discípulos de todos los tiempos, al conocimiento de Aquel que lo había enviado, a través de la constante acción del Consolador. (Cf. Oración Colecta).
Si no partimos de este hecho tan evidente en las Sagradas Escrituras, como muchos ignoran, no se puede comprender que la Santísima Trinidad, antes de ser Dogma de fe, es ciertamente un misterio en el cual debemos ser introducidos.
De hecho, ¿cómo se puede conocer lo que es imposible de definir? Esto lo experimentó también san Agustín que, sumergido en las profundidades de sus propias meditaciones, en las costas del mar Tirreno, se encontró con un niño en el fuerte tentativo de echar toda el agua del mar Mediterráneo en un pequeño agujero cavado en la arena. Ante el desconcierto del gran santo, el niño dijo con una sonrisa: «Y tú, ¿cómo crees poder comprender que Dios es infinito, con tu mente que es tan limitada?».
Pero esta, que podría parecer una derrota de la inteligencia humana, es en realidad el inicio de un nuevo tipo de conocimiento que, como la flor más hermosa, puede crecer en la base sólida que es la razón humana, exaltándola y llevándola a su cumplimiento: ¡se trata de la fe!
De hecho, para poder conocer el océano infinito, lo mejor es dejarse empujar en la sólida barca de Pedro, que es la Iglesia, por la acción del Espíritu Santo que, como un viento impetuoso, conoce la ruta a seguir.
La Santísima Trinidad no se puede comprender, pero se le puede ver en acción y sobre todo, se puede vivir en Ella desde que Jesús nos abrió la puerta del Reino de los cielos. Por ello es necesario entrar «en esa nube» a través de la cual Dios se revela al hombre, convirtiéndolo en su herencia (Cf. Ex 34,5.9).
Es la incorporación a Cristo que hace posible en nosotros la acción del Espíritu: nosotros no sabríamos qué decir, si no hubiéramos recibido en nuestros «corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Cf. Antífona de la Comunión).
La verdad de Dios la comprendemos este domingo. Pero no se trata de una abstracción filosófica a poseer, sino de una realidad de Amor infinito en la que podemos sumergirnos y que podemos experimentar, como hijos regenerados en el Hijo, constantemente dirigidos al Padre Celestial que quiere donarnos la «salvación» y la «vida eterna» (cf. Jn 3,16-17).
Por lo tanto dejémonos transformar por el Pan eucarístico, que en breve recibiremos, en el «sacrifico perenne» agradable al Señor (Cf. Oración sobre las ofrendas), para que nuestra vida sea conforme a la de Cristo, y empiece a cultivar en nosotros, «sus propios sentimientos» (Cf. 2 Cor 13,11).
Homilías en Italiano para posterior traducción
Homilía(09-06-1990)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de San Remigio.
Saturday 09 de June de 1990
«Gloria al Padre, al Figlio, allo Spirito Santo: a Dio che è, che era e che viene».
1. Carissimi fratelli e sorelle, convocati come popolo della nuova alleanza, abbiamo iniziato, come sempre, la nostra celebrazione eucaristica col segno della croce, invocando la SS.ma Trinità, che celebriamo oggi con particolare solennità. Siamo invitati a glorificare e benedire il suo nome santo e glorioso, quale sorgente dell’amore a noi rivelato e donato da Dio Padre, per mezzo di Cristo, nello Spirito Santo.
Il Dio della rivelazione, nel quale noi «viviamo, ci muoviamo ed esistiamo», «che ha creato il mondo e tutto ciò che contiene, che è signore del cielo e della terra» ( At 17, 27. 24), che ha salvato gli uomini e ha stretto alleanza con loro, che è «misericordioso e pietoso, lento all’ira e ricco di grazia e di fedeltà» ( Es 34, 6), è il Dio dell’amore.
2. L’amore infatti spiega il mistero della vita che unisce il Padre, il Figlio e lo Spirito Santo nella comunione trinitaria. L’amore fonda la missione del Cristo nella storia umana: «Dio ha tanto amato il mondo da dare il suo Figlio unigenito ... perché il mondo si salvi per mezzo di lui» ( Gv 3, 16-17). L’amore dà senso e valore all’azione dello Spirito che santifica i credenti, li riunisce in una sola famiglia, li fa dimora della sua gloria, li arricchisce di doni e di ministeri per l’utilità comune, li spinge alla testimonianza e al servizio della carità. In una parola, è l’amore trinitario che dà ragione delle meraviglie compiute da Dio in tutta la storia della salvezza. Un amore che è «comunione» e «missione»! Contempliamo oggi, ammirati, questo amore. Accogliamolo con gioiosa e grata disponibilità. Celebriamo con entusiasmo. Annunciamolo a tutti!
3. L’amore trinitario è indubbiamente un «mistero» profondo che supera le nostre umane capacità di comprensione. «O profondità della ricchezza, della sapienza e della scienza di Dio! Quanto sono imperscrutabili i suoi giudizi e inaccessibili le sue vie!» ( Rm 11, 33). Questo amore, tuttavia, ci è stato rivelato per divina condiscendenza, e noi ne siamo diventati partecipi per grazia. Siamo perciò chiamati a diventarne testimoni e messaggeri, affinché tutti gli uomini ne siano «provocati» e si aprano al dono.
4. «Ciò che noi abbiamo contemplato ..., quello che noi abbiamo veduto e udito, noi lo annunziamo a voi, perché anche voi siate in comunione con noi. E la nostra comunione è con il Padre e col Figlio suo Gesù Cristo» ( 1 Gv 1, 3).
Queste meravigliose parole gettano un fascio di luce sul mistero di Dio. Esse ci dicono, anzitutto, la realtà nascosta ma esaltante del Dio cristiano: mistero che è comunità e comunione di vita. Una vita «superiore» piena e definitiva, che dal Padre, dal Figlio e dallo Spirito Santo si diffonde e si comunica all’uomo già nella creazione e più ancora con la redenzione, nella misura in cui ad essa ci si apre attraverso la fede e i sacramenti. E tutto per la benevolenza del Padre, per l’opera del Figlio e per l’azione dello Spirito, «che è Signore e dà la vita» ed è l’amore divino effuso nei nostri cuori.
È per lui che i credenti diventano partecipi della comunione trinitaria, formano la Chiesa «popolo adunato nell’unità del Padre, del Figlio e dello Spirito Santo» ( Lumen gentium , 4), «segno e strumento dell’intima unione con Dio e dell’unità di tutto il genere umano» ( Ivi , 1).
5. Carissimi fratelli e sorelle della Parrocchia di San Remigio, la contemplazione del mistero trinitario, alla quale ci sollecita l’odierna liturgia, non può e non deve lasciarci insensibili di fronte alle «provocazioni» e agli stimoli che essa racchiude in ordine alla vita. Specialmente in un momento tanto importante per tutta la Chiesa che è in Roma, incamminata verso la celebrazione del Sinodo pastorale diocesano. Un Sinodo come il nostro, che si propone di far prendere più viva coscienza a tutti i credenti del valore della «comunione» nella Chiesa e della «missione» che essa è inviata oggi a compiere in questa città, deve costantemente riferirsi al mistero di Dio, Padre Figlio e Spirito Santo, rivelatoci come comunione e missione.
6. Il Dio, che noi vogliamo sempre più conoscere, amare e servire, non è semplicemente Essere trascendente e tanto meno «indifferente». Dio è Amore; è comunione, perché Creatore dell’universo e dell’uomo, che ha reso partecipe del suo soffio vitale. Egli non lascia l’uomo in balìa di se stesso. Pur rispettandone la libertà, il Dio-Amore, il Dio-comunione, si muove verso di lui. Parla e agisce, manda il suo Figlio, dona lo Spirito, affinché gli uomini, pur tentati di fare a meno di lui e disgregati fra loro dal peccato, entrino nel suo circuito d’amore e formino in lui un cuore solo e un’anima sola. La Chiesa è frutto di questa missione d’amore. E ne è anche «sacramento».
La Chiesa vive la realtà della comunione grazie all’azione dello Spirito, che procede dal Padre e dal Figlio e, consentendole di vivere l’esperienza della carità, interiormente la riempie di gioia e la fa crescere nella verità. Dalla stessa carità essa è anche spinta a farsi luogo e comunità di salvezza per tutti gli uomini. È, dunque, essa stessa comunione e missione. Questa è la fondamentale affermazione di tutto il magistero conciliare del Vaticano II: un’affermazione da approfondire sempre più e da tradurre concretamente nella vita e nelle opere di ogni comunità ecclesiale, a livello sia diocesano che parrocchiale. A ciò è finalizzato tutto l’impegno del nostro Sinodo romano!
7. Carissimi, annunciare agli uomini il Dio-Amore, il Dio che è comunione e missione, quale si rivela a noi nella creazione e nella redenzione, non è per i cristiani un’impresa facile.
Ogni giorno anche voi vi scontrate con una realtà umana e sociale, nella quale si riflette un processo del tutto contrario, frutto soprattutto dell’indifferentismo e del secolarismo attuali. Si tratta di una tendenza che, volendo affermare l’autonomia assoluta dell’uomo, lo imprigiona in una dimensione esclusivamente terrena e, chiudendolo in un benessere egoistico e materialistico, lo lascia in definitiva in una profonda solitudine. Tutto ciò, anche se non sempre esplicitamente affermato e teorizzato, si rivela praticamente in molte manifestazioni del vivere di larghi strati della popolazione, specialmente di grandi metropoli, com’è appunto Roma.
8. Nasce da qui l’istanza di quella «nuova evangelizzazione» che rimane compito prioritario e fondamentale della Chiesa nel nostro tempo, e quindi obiettivo primario anche del nostro Sinodo. È un compito difficile, responsabile e tanto esigente da apparire talvolta superiore alle nostre possibilità e alle nostre forze.
Ma Cristo ha previsto tutto questo e ci ha fatto dono dello Spirito, lasciandoci l’assicurazione che egli rimane con noi fino alla fine del mondo. Alla fine la vittoria sarà sua, anzi è già sua con la sua risurrezione. La situazione complessa e difficile in cui vivono i cristiani, testimoni e annunciatori del Risorto, non deve scoraggiarli o impaurirli; deve piuttosto stimolarli all’impegno con la forza che viene loro dalla fede e dalla speranza che sostengono il loro pellegrinaggio terreno.
9. A questa fede e a questa speranza incoraggio anche voi, carissimi fedeli della parrocchia di San Remigio, ai quali va il mio saluto cordiale. Sono presenti con noi il card. vicario e mons. Boccaccio, vescovo ausiliare per il settore nord della diocesi: li saluto fraternamente. Un affettuoso saluto rivolgo anche al vostro parroco, don Alfio D’Agostino che conclude quest’anno il primo lustro di ministero tra voi, al vicario parrocchiale, agli altri sacerdoti e al diacono permanente, che prestano il loro servizio nelle varie attività della parrocchia.
Un saluto molto cordiale va pure alle religiose degli Istituti operanti nel territorio della parrocchia e a tutti i laici che, con impegno generoso, animano organismi di partecipazione, associazioni e movimenti, nei quali si articola e si esprime la vita della vostra comunità nelle sue molteplici forme. Il Papa è qui tra voi, carissimi, per incoraggiarvi a perseverare con slancio rinnovato nelle rispettive mansioni dalla catechesi alla liturgia, dal servizio nelle forme associative all’impegno caritativo, dalle iniziative culturali a quelle ricreative, nella parrocchia c’è veramente posto per tutte le persone di buona volontà. La vostra comunità è di origine relativamente recente: bisogna promuovere in essa sane tradizioni di condivisione e di corresponsabilità, poggiandole sulla riscoperta dei perenni valori della fede.
È un impegno che investe ciascuno di voi. Le strutture residenziali sono a buon punto. Molto resta ancora da fare perché i residenti si sentano parte viva di una stessa comunità. La parrocchia può svolgere un ruolo fondamentale in questo cammino di crescita comunitaria, che deve portare questo agglomerato urbano ad essere un quartiere vivo e solidale.
10. Carissimi fratelli e sorelle, se volete contribuire attivamente al raggiungimento di questo traguardo, voi dovete rispondere a due forti esigenze. Quella, anzitutto, di vivere in comunione profonda con Dio che, in forza della fede e dei sacramenti pasquali, vi unisce intimamente a sé per mezzo di Cristo nello Spirito Santo. Ogni comunità ecclesiale nasce e vive di questa comunione che la rende tempio santo nel Signore, edificio spirituale di cui Cristo è pietra angolare (cf. 1 Pt 2, 5).
La comunione con Cristo e col Padre mediante l’unico Spirito vi porterà, di conseguenza, ad attuare, carissimi fedeli, l’altra esigenza: quella di vivere e operare in fraterna comunione tra voi, evitando tutto ciò che isola e divide. La Chiesa, ogni Chiesa, deve essere icona della Trinità! Una e santa, nella diversità dei doni elargiti a ciascuno dallo Spirito, per l’edificazione comune e l’annuncio del regno di Dio.
In questa prospettiva rivolgo a voi, carissimi, l’esortazione dell’apostolo Paolo nella seconda lettura della Messa: «Fratelli, state lieti, tendete alla perfezione, fatevi coraggio a vicenda, abbiate gli stessi sentimenti, vivete in pace. E il Dio dell’amore e della pace sarà con voi».
Sì, il Dio dell’amore e della pace sia con voi! Amen.